III

Sacudiendo la cabeza, Dan se volvió a la mesita de junto a él y cogió la revista de vistosa portada sobre la que había colocado su «vagaestrellas». Se pasó el vuelo desde Nueva York leyendo una pila de aquellas publicaciones; probablemente, el «vagaestrellaje», con su locura, había establecido alguna especie de record por la velocidad con que se crearon clubes de entusiastas, revistas del género y se lanzaron al mercado juegos de «hágalo usted mismo».

Aquella revista era de California. En la cubierta, con brillantes letras blancas, «Starnews», y en una línea quebrada: «LA PRIMERA y la MEJOR revista para los entusiastas del “vagaestrellaje”». Considerando que tenía ciento veinte páginas, era notablemente informativa. Veinte páginas de anuncios, seguidas por opiniones de personalidades y correspondencia entre los lectores, recomendando nuevas clases de instrumentos y sus propios montajes favoritos.

Luego el meollo de aquel número: Artículos, revistas de equipo, e informes del progreso por investigadores formales, todo ilustrado en color. Una colaboración anunciaba que las verdades de la astrología habían ensombrecido con el «vagaestrellaje», pero en un editorial, encerrado llamativamente en una caja de la segunda página, se decía que la opinión de los colaboradores no reflejaba la de la revista en sí.

Las más notables impresiones que destacaron en Dan fueron, primero, el supertono de respeto en la mayor parte de las colaboraciones, como suele oírse la voz de un hombre que discute una religión, que admira sin formar parte de ella, y segundo, la ausencia total de dos asuntos que hubiera esperado hallar en cualquier parte.

No había nadie que se opusiese a la corrección con que las teorías de Berghaus fueron formuladas. Se admitía que el «vagaestrellaje» y sus señales eran realmente un modo de escuchar mentes extrahumanas.

Y tampoco se hacía mención alguna de que hubiera habido desapariciones.

Claro, como Redvers acababa de decir, la locura llevaba seis meses de retraso en los Estados Unidos; pero allí había noticias británicas en abundancia y anuncios de compañías inglesas. Así que eso no significaba nada.

Ojeó la sección de anuncios del final hasta que encontró lo que buscaba: Una inserción de plena página de uno de los almacenes de Oxford Street, Londres. Si se hacía tanta publicidad en una revista de Los Ángeles, sería aquella casa un buen lugar para empezara hacer preguntas.

Tras un vidrio curvo y antireflexivo había una estrella de dos metros que giraba lentamente en mitad del aire. Debajo, una docena de últimos modelos de «vagaestrellas», se mostraban sobre un terciopelo rojo. En lugar de puerta había una cortina de aire. Dan la cruzó.

Sus pies se hundieron en una espesa alfombra; una atractiva muchacha, vestida denegro, se le acercó.

—Buenas tardes, señor —dijo—. ¿En qué puedo servirle? Dan alzó su «vagaestrellas».

—Creo que mi válvula de vacío se ha gastado —mintió, muy serio—. ¿Tienen ustedes recambios para este modelo?

La chica le tomó el instrumento y lo miró.

—Oh, sí. Si viene hasta el mostrador le daré uno.

—Gracias.

La siguió despacio, mirando en su torno. No había duda de que aquel debía de ser un negocio redondo. El escenario era demasiado escueto para ser llamado lujoso, pero todo tenía rico aspecto. Incluso las estanterías del género en la parte trasera de los almacenes, se veían cubiertas del mismo terciopelo rojo que vio en el escaparate. Había otros cuatro clientes. Un hombre de mediana edad y una mujer se sentaron juntos en el rincón más lejano de la puerta, cada uno escuchando atentamente un «vagaestrellas» portátil; ninguno se movió durante todo el tiempo que permaneció en el almacén. En el mostrador, dos jóvenes chinos ojeaban un catálogo y hacían preguntas técnicas a un empleado también joven. Dan ya había visto cuántos turistas chinos habían en Inglaterra, cosa que le extrañó puesto que el «vagaestrellaje» se consideraba como una pérdida de tiempo antisocial de los países occidentales.

La chica volvió con una nueva válvula de vacío.

—¿Quiere usted que se la instale? —preguntó.

—Bueno… muchísimas gracias.

Expertamente se dedicó a la tarea de sustitución.

—Es la primera vez que usted está aquí, ¿verdad? —dijo ella en tono conversacional—. ¿Es usted americano?

—Eso mismo. Vi su anuncio en «Starnews» y pensé venir. Diga… ejem…, soy nuevo en esto, y me gustaría ponerme en contacto con un club. Conocer gente que trabaje en el mismo campo mientras esté en Londres.

—Podemos ayudarle —dijo la muchacha y cerró la caja—. Son treinta chelines, por favor. Ejem… una libra, diez chelines. Nosotros patrocinamos un club para nuestros clientes asiduos que quieran hacer investigaciones en serio. Tendrá usted que hablar con nuestro gerente, Mr. Watson. Es el presidente del club.

—Es usted muy amable —dijo Dan, colocando los billetes sobre el mostrador.

—Le preguntaré si puede recibirle ahora mismo. Quizás le guste echar un vistazo a nuestro catálogo mientras se espera.

Colocó un grueso tomo de hojas intercambiables ante él, que contenía por lo menos cien páginas de papel grueso y Dan no pudo reprimir un gesto de sorpresa.

—¡Santo cielo! ¿Cuántos modelos diferentes tienen ustedes? La chica le dirigió una débil sonrisa.

—Unos sesenta. Pero hay un centenar también en producción. Siéntese, ¿quiere? Es demasiado pesado para leerlo de pie.

Bien impresionado, Dan tomó una silla y abrió el catálogo. Había algo llamativo en primera página.

«Vivimos en una era extraña. Hasta ahora la muerte era nuestro vecino más próximo; caminamos con ella cada día. No se ha separado de nosotros; con el descubrimiento del “vagaestrellaje” hemos aprendido que la vida está tan próxima como la muerte y no más distante que el giro de uno de los mandos».

«Algunas personas buscan en los sonidos de un “vagaestrellas” nuevos conocimientos del universo. Esos son los serios estudiantes cuyo trabajo se convierte en su propia vida. Otros no piden más que la comodidad de experimentar por sí mismos las señales que, nos dicen los científicos, indican que otros seres humanos viven en, el universo, que piensan y quizás aman».

«A cualquier clase que usted pertenezca, estamos a su servicio». COSMICA LIMITED.

Bueno, eso era un punto de vista…

Tras él dijo una voz:

—¡Bien, bien! ¡Una de las obras de artesanía de Harry Binton! ¡Y muy hermosa también!

Dan alzó los ojos. El que hablaba era un hombre de cuarenta años o más, vestido elegantemente que le tendió la mano. Dan se puso en pie.

—¿Mr. Watson? —preguntó.

—El mismo. Siéntese, siéntese. Este es uno de los instrumentos de Harry, ¿no es verdad, señor…?

—Cross. Dan Cross. Dan Cross. Sí, es un Binton. ¿Le conoce?

—Somos sus agentes en la nación. Hace un trabajo muy bueno. Aún que… oh, probablemente soy parcial, pero prefiero el sistema británico de diseñar. No hay duda acerca de sus productos, claro; no hay modelo más poderoso que el que usted lleva al hombro. ¿Han probado otros instrumentos?

—En realidad, no. —Dan se encogió de hombros—. Me hizo adicto un amigo hace poco y me recomendó los Binton.

Watson inclinó la cabeza a un lado.

—Posiblemente demasiado poderoso para un novicio. La gente puede desanimarse si empieza con un instrumento demasiado avanzado. Déjeme que le proporcione un Gale y Welcham…, hay un juego de esos que puede ser una revelación. Es un modelo de células secas y de los más baratos que recomendamos, pero de un valor asombroso por el precio.

Rodeó el mostrador y sacó un plano y un instrumento grande de dentro de una caja. Colocándolo sobre su rodilla pasó a Dan el auricular.

—Dígame si hago bien el ajuste —dijo—. Usualmente está entre quince y dieciséis de su escala, pero, claro, varía de un aparato a otro. ¿Obtiene algo?

Aquel auricular era mayor y menos cómodo que el suyo; lo mantuvo en su sitio con un dedo y obedientemente cerró los ojos. Después de todo, se suponía que era un nuevo y ansioso adicto.

En alguna parte de su mente sonaba un tambor. Un ritmo lento, que se acrecentaba, que se hacía más fuerte. Un instrumento melódico se le unió… ¿o era una voz cantando? No, era algo como un grito de alegría. El batir de tambores cambió hasta un arrastrar de pies. (¿Cambió o lo había confundido desde el principio?). No obstante, no eran pies que se arrastraban en absoluto, si no que era el latir de un enorme corazón, que significaba vida, consciencia, vigor. ¡Incluso violencia!

Podía ser el rumor de un terremoto producido en el interior de una masa de montañas y los gritos los chasquidos de las rocas lanzadas hacia el cielo, arrancadas de sus posiciones antiguas por la fuerza terrible de…

Cesó y Dan abrió los ojos. Se sentía tembloroso. Watson sonreía como un gato chesire; su mano descansaba sobre el mando de ajuste, que acababa de girar por completo.

—¿Y bien? —preguntó.

—Tiene usted razón, es sorprendente. —Dan se secó con el pañuelo las sudorosas manos, pensando que si alguno de sus amigos le hubiese enseñado aquel chisme, ahora podría ser un entusiasta adicto.

—Esa es una demostración fácil y sencilla del «vagaestrellas». —Watson acarició el instrumento que tenía ante sí, como si se tratase de un animal doméstico que fuera su favorito—. Este modelo tiene un repertorio excelente. Conozco gente que construyeron instalaciones enormes fijas y no han conseguido los resultados que con este Gale Welcham, porque el repertorio del aparatito es de lo más variado y excelente.

Una referencia anunciada en «Starnews» cruzó la memoria de Dan.

—¿Entonces no se puede conseguir eso en otro instrumento?

—Oh, no. Incluso Gale y Welcham fracasaron al utilizar otro instrumento distinto al que le acabo de enseñar. Aunque yo no vendería aparatos de mala calidad, que no ofreciesen a los clientes algo bueno; claro, sería engañarles.

Señaló el ejemplar del «Starnews», visible en el bolsillo de Dan.

—Encontrará usted una buena cantidad de correspondencia entre las personas que ensayan a aparejar las señales recibidas con diferentes instrumentos. El presente sistema de calibración es arbitrario… por no decir caótico… e incluso una señal repetida serviría como pista para ulterior investigación. Nuestro club trabaja bastante en ese sentido, incidentalmente, y según me han dicho preguntaba usted detalles acerca de él.

—Es cierto. Evidentemente tengo aún que aprender mucho y quiero conocer a verdaderos estudiantes de la materia.

—Encantado en poderle ayudar —dijo Watson. Sacó una tarjeta de su bolsillo y escribió su nombre en el dorso antes de entregársela a Dan—. Nos reunimos cada miércoles, como usted lo verá. Por favor, venga mañana si así lo desea. Hay unos pequeños derechos de entrada para cubrir el coste de alquiler de la habitación donde celebramos las sesiones y, si quiere morir más de una vez, ha de pagar una cuota de entrada de cinco libras.

La tarjeta decía CLUB COSMICA y daba una dirección del centro de la ciudad. Desde el otro lado vio que el nombre de pila de Watson era Walter, y se guardó la tarjeta.

—Muchísimas gracias. ¿A qué hora he de llegar?

—Sobre las ocho. Tendremos esta semana de demostración y eso se empieza prontito. Fuera de los almacenes, Dan casi tropezó con una chica sentada en la acera. Tenía puesto el auricular de un «vagaestrellas» y con los ojos cerrados y la boca abierta trazaba una serie de líneas espirales con tiza sobre el suelo. Media docena de transeúntes se detuvieron para mirar lo que hacía, pero ahora los espirales se amontonaron una sobre otra con tanta densidad, que era imposible descubrir la secuencia sobre la que habían sido dibujadas. Posiblemente ella esperaba que alguien reconociese tal sistema o módulo y la hablase. Pero nadie lo hizo.

Un poco después, vio en el escaparate de una farmacia un auricular a la venta, con un cartelito que decía: PARA AYUDAR A LA CONCENTRACION MIENTRAS SE PRACTICAEL «VAGAESTRELLAJE».

Esperando cruzar cuando le diera paso el semáforo, oyó a un muchacho de unos veinte años dirigirse a un amigo.

—¿Cogiste últimamente algunas buenas estrellas?

Lo que de ella llamó la atención de Dan, era algo empujando un viejo carretón de mano sucio y con los tableros agrietados. En el carretón había una enorme y brillante «vagaestrellas» de modelo doméstico. El altavoz emitía un sonido llano y torpe como si algo se moviese en un barro espeso, chapoteando. Siguiendo al carretón, iban cinco o seis jóvenes de ambos sexos, escuchando con atención y frunciendo el ceño cuando algún conductor hacía sonar el claxon y apagaba la señal que se recibía.

Una de las chicas tenía una mirada como un santo en éxtasis y su novio la conducía cogida del brazo.

Cerca había otra muchacha que, ostensiblemente, nada le decía el sonido y dirigiendo miradas de envidia a los afortunados.

Su cabello era corto y negro enmarañando un rostro picudo de cervatillo con una boca malhumorada, mientras llevaba las ropas cómodas popularmente corrientes en ambos sexos…, una camisa de cuello alto y pantalones ajustados.

Lo que de ella llamó la atención de Dan, era algo extraño que no pudo precisar. Pero lo que llamó la atención de la muchacha en él, era evidente… era su «vagaestrellas».

Se separó de sus compañeros, y se acercó a la acera donde Dan estaba de pie, hurgándose el bolsillo al mismo tiempo que se acercaba.

Ella avanzó rápidamente.

Cuando sacó la mano tenía un cuchillo.

El cuchillo segó la bandolera del «vagaestrellas» de Dan. Lo cogió con fuerza y de un tirón se quedó con él en las manos echando a correr.