Capítulo 8

Dejaron atrás los fastuosos edificios y los amplios espacios abiertos y se adentraron entre los árboles. Stark odiaba al bosque. La ciudad era ya bastante mala de por sí, pero estaba muerta, honradamente muerta, excepto en aquellos limpios jardines de pesadilla. Había algo terrorífico en estos árboles gigantes, llenos de hojas verdes, agobiados por cascadas de enredaderas y con toda la rica maleza de la jungla, plantados como cadáveres imponentes, hechos adorables, mediante un experto arte de embalsamiento. Oscilaban y susurraban cuando los rizados fuegos les envolvían, las ramas doblándose bajo aquella horrible y silenciosa parodia del viento. Stark se sentía siempre como atrapado allí, y petrificado por lo falso de las hojas, de las ramas, de las enredaderas.

Pero fue, y Varra se deslizó como un pájaro de plata por entre los grandes troncos, feliz en apariencia.

—He venido aquí con mucha frecuencia desde que era niña. Esto es maravilloso. Puedo saltar y volar con mis propios halcones —se echó a reír y tomó una flor dorada para colocársela en el pelo y luego echó a correr, sus blancas y torneadas piernas destacaban provocativas.

Stark la siguió. Se daba cuenta de lo que ella quería decir. Aquí, en tan extraño mar, el movimiento era muy parecido al volar, como si se nadara, puesto que la presión igualaba el peso del cuerpo. Se experimentaba una especie de encanto saltando de cabeza desde las copas de los árboles, para surcar las ondas como una flecha y cruzar por entre un amasijo de enredaderas y ramas, para terminar remontándose otra vez.

Ella jugaba con él y Stark lo sabía. El desafío le encendió la sangre. Pudo cogerla con facilidad, pero no lo hizo, y una y otra vez circuló en torno de la mujer para exhibir su fuerza. Siguieron adelante a gran velocidad, dejando estelas de fuego; era como si un halcón negro diera caza a una paloma plateada a través de un bosque de ensueños.

Pero la paloma había sido recriada en el nido de un águila. Stark se cansó por fin del juego. La cogió y permanecieron juntos, dejándose vagar a la deriva entre los árboles, gozando de la gozosa euforia de aquel maravilloso vuelo en el que no existía la pesantez.

Los besos de Varra fueron perezosos al principio, incitadores, curiosos. Luego cambiaron. Toda la hirviente cólera de Stark se convirtió en una clase diferente de llama. La forma en que manejó a la mujer fue áspera y cruel, y ella rió, con una risa un poco fiera y sin variaciones de tono; le dio la espalda y Stark recordó, como había pensado, que la boca de la Lhari sería como fruto amargo que causaría dolor al hombre, que la besara.

Por último, ella se apartó y se puso a descansar sobre una amplia rama, arrellanándose contra el tronco, riendo, los ojos brillantes y crueles como los propios de Stark. Stark se sentó a sus pies.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó—. ¿Qué deseas de mí?

Ella sonreía. No había nada de cauteloso o tímido en la muchacha. Se mostraba tan osada y atrevida como la desnuda hoja de una espada.

—Te lo diré, hombre salvaje.

Stark se sobresaltó.

—¿De dónde sacaste ese nombre?

—He hecho muchas preguntas sobre ti al terrestre Larrabee. Es un nombre que te sienta muy bien —se inclinó hacia adelante—. Por eso te quiero. Mata a Egil y a su hermano Cond. Mata también Bor, que cuando crezca será peor que ellos… aunque eso lo puedo hacer yo misma, si es que no te muestras partidario de matar criaturas, aunque Bor es más monstruo que niño. La Abuela no puede vivir siempre y con mis primos quitados de en medio ella no constituirá ninguna amenaza. Treon no cuenta.

—Y si lo hago… ¿qué ocurrirá luego?

—La libertad. Y yo. Gobernarás Shuruun a mi lado.

Los ojos de Stark brillaron burlones.

—¿Por cuánto tiempo, Varra?

—¿Quién sabe? ¿Y qué importa? Los años se encargarán por sí mismos de responder a tu pregunta —se encogió de hombros—. La sangre de los Lhari se ha agotado y ya es hora de que inyectemos sangre nueva. Nuestros hijos nos sucederán en el gobierno y serán hombres.

Stark soltó una carcajada. Fue como un feroz gruñido.

—No basta que sea un esclavo para los Lharí. Ahora he de ser… ¡verdugo y semental también! —La miró con agudeza e intención—. ¿Por qué yo, Varra? ¿Por qué me elegiste a mí?

—Porque, como ya te dije, eres el primer hombre que he visto desde que murió mi padre. También hay algo en ti…

Se incorporó y perezosamente sus labios rozaron los de él.

—¿Crees que sería malo vivir conmigo, hombre salvaje?

Ella era adorable y enloquecedora, una bruja de plata entre los mortecinos fuegos del mar, llena de risas y perversidades. Stark extendió los brazos y la atrajo hacia sí.

—No muy malo —murmuró—: Peligroso.

La beso apasionadamente, y Varra susurró:

—Creo que no te asusta el peligro.

—Al contrario, soy hombre precavido —la apartó para poder mirarla a los ojos—. Tengo que ajustar una cuenta con Egil, pero no soy un asesino. La pelea ha de ser noble y Cond deberá cuidarse de sí mismo.

—¡Noble! ¿Fue noble contigo… o conmigo?

Stark se encogió de hombros.

—O se hace a mi manera, o no se hace en absoluto.

Ella pensó un rato, luego asintió.

—Está bien. En cuanto a Cond, tendrá contigo una nube de sangre y el orgullo le obligará a pelear. Todos los Lhari son orgullosos —añadió con amargura—. Es nuestra maldición. Pero nos viene de casta, como ya descubrirás.

—Una cosa más. Zareth y Helvi han de quedar libres y debe de haber un fin a toda esta esclavitud.

Ella le miró con fijeza.

—¡Propones un trato muy duro, hombre salvaje!

—¿Sí o no?

—Sí y no. Si quieres podrás tener a Zareth y a Helvi aunque los dioses saben lo que puedes ver en esa pálida criatura. En cuanto a lo otro… —sonrió burlona—. No soy tonta, Stark. Tú me estás esquivando, y ese es un juego que pueden jugar dos a la vez.

Stark soltó una carcajada.

—Está bien Y ahora dime esto, hermosa bruja de rizos de plata… ¿cómo voy a tener a Egil a mi alcance para que pueda matarle?

—Yo arreglaré eso.

Lo dijo con tan perversa seguridad, que Stark quedó convencido de que sí que lo arreglaría. Permaneció en silencio un momento y luego preguntó.

—Varra… ¿qué buscan los Lhari en el fondo del mar?

Ella respondió despacio:

—Ya te dije que somos un clan orgulloso. Hace siglos, por causa de nuestro orgullo, nos vimos desterrados de las Altas Mesetas. Ahora esto es todo lo que nos queda; pero, sin embargo, constituye un acicate.

Se detuvo y luego prosiguió:

—Creo que conocemos la ciudad desde hace mucho tiempo, pero que nunca significó nada hasta que mi padre quedó fascinado por ella. Permanecía muchos días aquí, explorando, y fue quien encontró las armas y la máquina de energía que hay sobre la isla. Después encontró la carta y el libro de metal, todo escondido en un lugar secreto. El libro estaba escrito en criptogramas… como si tuviese que ser descifrado… y la carta mostraba la plaza con el edificio en ruinas y los templos, con un diagrama adjunto de catacumbas por debajo del suelo.

«El libro narraba un secreto… una cosa maravillosa y que causaba miedo también. Y mi padre creyó que el edificio había sido derrumbado para cerrar la entrada a las catacumbas en donde se guardaba dicho secreta. Decidió hallarla».

Sesenta años de la vida de los otros hombres. Stark se estremeció.

—¿Cuál era el secreto, Varra?

—La manera de controlar la vida No sé cómo se hace, pero uno podría construir una raza de gigantes, de monstruos, o de dioses. Comprende lo que eso significaría para nosotros, un clan orgulloso y moribundo.

—Sí —respondió Stark, despacio—. Me doy cuenta.

—La magnitud de la idea me impresionó. Los constructores de la ciudad debían haber sido muy sabios en su investigación científica para conseguir tan terrible poder. Moldear las células vivas del cuerpo a voluntad… crear, no la vida en sí, sino su forma… su estilo…

Una raza de gigantes, o de dioses A los Lhari les gustaría eso. Transformar su propia carne degenerada en algo más allá de la raza de los hombres, desarrollar sus seguidores en un cuerpo de hombres de lucha que nadie pudiera resistir, ver que sus hijos tenían una ventaja sagrada sobre todos los hijos de los hombres… Stark estaba apesadumbrado ante la realización del mal que podían hacer, si alguna vez hallaban el secreto.

—Había una advertencia en el libro —dijo Varra—. El significado no era muy claro, pero parecía como si los antiguos que habían pecado contra los dioses y habían sido castigados, quizás sufrieron una plaga. Era una raza extraña y no humana. De cualquier forma, destruyeron el gran edificio como una barrera para impedir que cualquiera siguiese sus huellas y luego dejaron que el Mar Rojo cubriese para siempre la ciudad. Debían haber sido gente supersticiosa, pese a todo su saber.

—Luego vosotros ignorasteis el aviso y nunca os preocupasteis de comprender que toda la ciudad había muerto para demostrar la certeza de tal advertencia.

Ella se encogió de hombros.

—Oh, Treon ha estado musitando profecías acerca de ello durante años. Nadie le hace caso. En cuanto a mí misma, no me importa si encontramos o no el secreto. Mi creencia es que fue destruido junto con el edificio y, además, no tengo fe en tales cosas.

—Además —repitió Stark en tono de burla—, no te importaría ni te agradaría ver a Egil ni a Cond dando zancadas a través de los cielos de Venus, y tú dudas del lugar que te sería destinado para su nuevo panteón.

Ella le enseñó los dientes.

—Eres demasiado listo para tu propia salud. Y ahora, adiós —le dio un beso rápido y duro y desapareció, volando, remontándose por encima de los árboles, en donde él no se atrevió a seguirla.

Stark regresó despacio a la ciudad, impresionado y muy pensativo.

Cuando entró en la gran plaza, encaminándose hacia los acuartelamientos, se detuvo, todos sus nervios tensos.

En alguna parte, dentro de los templos sombríos, el sonar de una campana votiva se percibía, enviando su profunda nota pulsadora a través del silencio. Despacio, despacio, como el latir de un corazón moribundo, le llegó el tañido y se mezcló con la música débil de la voz de Zareth, llamándole por su nombre.