Capítulo 2
Stark cayó despacio hacia abajo a través de un mundo extraño. No había dificultad en respirar en aquella especie de mar de fuego. Los gases del Mar Rojo mantenían la vida perfectamente bien y las criaturas que vivían en sus falsas aguas poseían pulmones casi normales.
No prestó mucha atención al principio, excepto para mantener automáticamente su equilibrio. Aún estaba turbado por el golpe y temblaba de cólera y horror.
Lo primitivo en él, cuyo nombre no era el de Stark sino N’Chaka, y que había luchado y había padecido hambre y cazado, en las áreas calcinantes del Cinturón Crepuscular de Mercurio, aprendiendo lecciones que jamás olvidó, deseaba regresar y matar a Malthor y a sus hombres. Lamentó no haber desgarrado sus gargantas, para que así no le pudieran jamás seguir su rastro.
Pero el hombre Stark, que aprendió lecciones más amargas en nombre de la civilización, se daba cuenta de la improcedencia de eso. Gruñó al sentir el dolor de su cabeza y maldijo a los venusianos en has, el crudo dialecto que era su lengua natal. Pero ya habría tiempo para Malthor.
Le sorprendió darse cuenta de que el golfo era muy profundo.
Reprimiendo su rabia, comenzó a nadar en dirección a la playa. No se veía rastro de persecución y pensó que Malthor había decidido dejarle huir. Estaba turbado acerca de la razón del ataque. No podía ser el robo, puesto que no llevaba nada excepto las ropas puestas y muy poco dinero.
No. Debía haber alguna razón más profunda. Una razón relacionada con la insistencia de Malthor en que se alojase en su casa. Stark sonrió. No era una sonrisa placentera, pues pensaba en Shuruun y en las cosas que los hombres decían de la ciudad en torno a las playas del Mar Rojo.
Entonces su rostro se endureció. Los diminutos rizosos fuegos a través de los que nadaba, le trajeron recuerdos de otros tiempos en que ya se había aventurado en las profundidades del Mar Rojo.
Entonces no había estado solo. Helvi iba con él…, el hijo alto de un reyezuelo bárbaro, respaldado en la costa por Yarell. Habían cazado estas bellas bestias a través de bosques de cristal del fondo del mar y se habían bañado en los pozos de llamas que salían del mismísimo corazón de Venus para alimentar al océano. Habían sido hermanos.
Ahora Helvi se había ido, dentro de Shuruun. No había vuelto jamás.
Stark siguió nadando, y al poco, vio bajo él, en el rojo resplandor, algo que le hizo hundirse más, frunciendo el ceño de sorpresa.
Eran árboles. Un gran bosque gigantesco subiendo a un firmamento fantasmal, con sus ramas oscilando gentiles ante el débil impulso de las corrientes.
Stark estaba turbado. Los bosques en donde él y Helvi cazaron eran verdaderamente cristalinos, sin el más leve asomo de la vida.
Pero ésos eran reales, o lo habían sido. Al principio pensó que todavía vivían, porque tenían hojas verdes y de vez en cuando retazos estrellados de grandes yemas doradas y púrpuras y de un blanco cerúleo. Pero cuando flotó hacia abajo, lo bastante cerca para tocarlos, se dio cuenta de que estaban muertos…, árboles, flores, capullos, todo.
No estaban momificados, no se habían convertido en piedra. Se plegaban y sus colores eran muy brillante. Simplemente, habían dejado de vivir y los gases del mar habían impedido por alguna magia química que se marchitasen, que cayesen. De manera tan perfecta se conservaban que apenas les había caído una hoja.
Stark no se aventuró en la densa profundidad inferior a las ramas superiores. Le sobrecogió un miedo extraño, a la vista del vasto bosque durmiendo en las profundidades del golfo, apagado y olvidado. Casi se preguntaba porqué se habían ido los pájaros imaginarios, llevándose las cálidas lluvias y la luz del día.
Se lanzó hacia arriba como un enorme pájaro obscuro remontando las ramas. Un sobrecogedor impulso de alejarse de aquel lugar irreal le impulsaba Su razón semisalvaje se estremecía, con la impresión de algo tan grande que necesitaba de todo su sentido común para convencerse que no le perseguían los demonios.
Por último, llegó a la superficie, dándose cuenta de que había perdido su dirección en las profundidades rojas y había descripto un largo círculo, de manera que ahora se encontraba más lejos de Shuruun. Retrocedió sin prisas y al poco tiempo trepó por las negras rocas.
Permaneció en el extremo de un campo fangoso que se extendía hacia la ciudad y siguió el camino también enfangado, marchando a paso moderado, pero con una sensación de estar alerta.
Unas cabañas tomaron forma entre la niebla, creciendo en número hasta formar una especie de calle. De trecho en trecho relámpagos de luz atravesaban las contraventanas. Un hombre y una mujer estaban abrazados muy juntos en el umbral de una casa. Cuando le vieron se separaron y la mujer emitió un gritito. Stark prosiguió sin volverse a mirar, pero sabía que le seguían silenciosamente a poca distancia.
El camino se retorcía como una serpiente trepando a través de un apiñamiento de casas. Había allá más luces y más gente; personas de piel blanca, altas, habitantes de los bordes del pantano, con ojos pálidos y largo cabello color cera virgen y rostro de lobo.
Stark pasó entre ellos, extraño y desconocido, con su cabello negro y su piel tostada. No hablaron ni trataron de detenerle. Sólo le miraron por entre la niebla roja, con una mezcla curiosa de diversión y de miedo, y algunos le siguieron manteniéndose bien atrás. Una pandilla de niños pequeños, desnudos, salió de alguna parte de entre las casas y corrió gritando a su lado, fuera del alcance, hasta que uno le arrojó una piedra y gritó algo ininteligible, excepto por una palabra: «Lhari». Entonces todos se detuvieron, horrorizados y echaron a correr, huyendo.
Stark prosiguió, a través de un barrio de fabricantes de encajes, encaminándose por instinto hacia los muelles. El resplandor del Mar Rojo persistía en todo el aire, de modo que parecía como si la niebla estuviese repleta de diminutas gotas de sangre. El lugar olía como una miasma de lodo y de cuerpos apiñados, de vino y del aliento del «vela» de adormidera. Shuruun era una ciudad sucia y olía a diablos.
También había otra cosa en ella, una cosa sutil que conmovía los nervios de Stark con un escalofrío. Miedo. Pudo ver su sombra en los ojos del pueblo, oírlo en el tono bajo de sus voces. Los lobos de Shuruun no se sentían a salvo en su propio cubil. Inconscientemente, mientras aquel sentimiento crecía en su interior, el paso de Stark se hizo más y más cansino y sus ojos más fríos y duros.
Salió a una amplia plaza junto a la parte delantera de la bahía. Pudo ver los navíos fantasmales amarrados a lo largo de los muelles. Los cajones de vino amontonados. El bosque de mástiles y cordajes medio borrosos contra el fondo del golfo ardiente. Había muchas lámparas allí. Grandes edificios bajos se alzaban en torno a la plaza, oyéndose risas y voces que provenían de obscuras galerías y, en alguna parte, una mujer cantaba con el acompañamiento melancólico de un ignorado instrumento.
Un resplandor sofocado de luz lejana captó la atención de Stark. El modo en que las calles trepaban hasta un terreno más alto hizo que se esforzase su visión contra la niebla, hasta descubrir burdamente el alto edificio de un castillo agazapado en los bajos acantilados, mirando con ojos brillantes a la noche y las calles de Shuruun.
Stark dudó breves instantes. Luego cruzó la plaza hacia la mayor de las tabernas.
Había una cantidad de personas en el espacio abierto, en su mayoría marineros con sus mujeres. Se les veía descompuestos y enloquecidos por el vino, pero aun así, se dieron cuenta del paso del moreno desconocido, separándose de él sin apartarle los ojos.
Los que seguían a Stark llegaron a la plaza tras él y se detuvieron, extendiéndose en una especie de despliegue sin rumbo para unirse con otros grupos, susurrando entre sí.
Un curioso silencio se aplastó contra la plaza. Un silbido nervioso corrió y rodeó dicho silencio y los hombres salieron lentamente de las galerías y de las puertas de las casas de vinos. De pronto, una mujer con el pelo despeinado, señaló con el brazo a Stark y se echó a reír. Era la risa discordante de una harpía.
Stark, encontró su camino cerrado por tres jóvenes altos, de boca dura y ojos aviesos, que le sonrieron como los mastines sonríen antes de matar.
—Forastero —dijeron—. Terrestre.
—Proscripto —respondió Stark y era sólo una verdad a medias.
Uno de los hombres dio un paso hacia adelante.
—¿Volaste como un dragón por encima de las Montañas de la Nube Blanca? ¿Has caído del cielo?
—Vine en el barco de Malthor.
Una especie de suspiro recorrió la plaza acompañado del nombre de Malthor. Los ansiosos rostros de los jóvenes se hicieron pesados de desencanto. Pero el jefe dijo con viveza:
—Yo estaba en el muelle cuando amarró Malthor y tú no estabas a bordo.
Le tocó a Stark el turno de sonreír. A la luz de las lámparas, sus ojos destellaron fríos y brillantes como el hielo bajo los rayos del sol.
—Pregunta a Malthor el motivo —dijo—. Pregunta al hombre de la mejilla desgarrada. O quizás, quizás queréis aprenderlo vosotros mismos.
Los hombres le miraron, ceñudos, con una rara indecisión. Stark se plantó firme, con los músculos en tensión y dispuesto. La mujer que había reído a carcajadas, se acercó y miró a Stark a través de su alborotado cabello, respirando con dificultad a causa del vino de la dormidera.
En seguida ella dijo en voz alta:
—Salió del mar. De ahí, vino. Es…
Uno de los jóvenes la golpeó en la boca y la mujer cayó al barro. Un marino corpulento echó a correr, la agarró del pelo y la puso en pie de nuevo. Y su rostro estaba asustado y muy colérico. Apartó a la mujer, maldiciéndola por ser estúpida. Ella escupió sangre y no dijo más.
—Bueno —dijo Stark a los jóvenes—. ¿Os habéis decidido ya?
—¡Decidirse! —dijo una voz tras ellos… una voz carraspeante, áspera, leñosa que manejaba los vocablos líquidos en lenguaje venusiano con verdadera torpeza—. ¡Estos imbéciles no tienen cerebro! Si lo tuviesen estarían ocupándose de sus asuntos, en lugar de estar ahí acusando a un desconocido.
Los jóvenes se volvieron ahora entre ellos…, y Stark pudo ver al hombre que había hablado. Estaba en los escalones delanteros de una taberna. Era un terrestre y al principio Stark le creyó viejo porque tenía el cabello blanco y su rostro cubierto de arrugas. Su cuerpo se veía comido por la fiebre, habiendo desaparecido los músculos convertidos en cuerdas nudosas retorcidas sobre el hueso. Se apoyaba pesadamente sobre un bastón y una de las piernas la tenía torcida y terriblemente quemada.
Sonrió a Stark y dijo en inglés vulgar:
—¡Mire cómo me desembarazo de ellos!
Comenzó a azotar con su lengua a los jóvenes, diciéndoles que eran imbéciles, que eran el desecho de los pantanos, que no conocían los modales y que si no creían la historia del forastero, que fuesen a preguntárselo a Malthor. Por último, sacudió su bastón en dirección a ellos, amenazándoles con limpieza.
—Iros ahora. ¡Marcharos! ¡Dejadnos solos… a mi hermano de la Tierra y a mí! —Los jóvenes dirigieron una mirada dudosa a los feroces ojos de Stark; luego se miraron mutuamente y se encogieron de hombros y se fueron a través de la plaza como corderos, como niños malcriados cogidos en alguna travesura.
El terrestre de cabello blanco hizo un gesto a Stark y, mientras Stark se le acercaba hasta los escalones dijo en voz baja, casi furioso:
—Está usted en una ratonera.
Stark miró por encima de su hombro. Al borde de la plaza los tres jóvenes se habían reunido con un cuarto, que tenía el rostro vendado con harapos. Se esfumaron casi en seguida por una calle lateral, pero no antes de que Stark hubiese reconocido al cuarto hombre como Malthor.
Era al capitán a quien había marcado.
Con animosidad y en voz alta el cojo dijo en venusiano:
—Entre y beba conmigo, hermano, y hablaremos de la Tierra.