Distancia y dibujos
Cuatro cartas de una correspondencia entre
James Elkins y John Berger
Diciembre de 2003, Cork, Irlanda
Estimado John Berger:
Para mí el dibujo es un tema fantasma. Antaño el dibujo era indispensable para el arte; y así entendía Miguel Ángel lo que denominaba disegno. Posteriormente, en la academia francesa y en las otras muchas academias que le siguieron, el dibujo era la base de todo lo que se enseñaba. Hoy el dibujo existe en una especie de limbo. En el Art Institute de Chicago, donde soy profesor e imparto clases un semestre al año, se sigue exigiendo a todos los alumnos que estudien dibujo, pero, sin embargo, no hay un Departamento de Dibujo. Tal vez esto se deba a que los profesores no se resignan a reconocer que el dibujo sigue siendo algo fundamental para lo que hacen, ya sea pintura o vídeo. O tal vez no quieren aceptar el hecho de que nada ha venido a ocupar el lugar del dibujo como base de la enseñanza del arte.
Esta es una parte de la naturaleza fantasmagórica del dibujo. La otra parte viene del siglo xvi, cuando se empezó a valorar el dibujo como algo más que una técnica útil en la preparación de cuadros o esculturas. Un leve dibujo, que nunca habría llamado la atención, se convirtió en una “primera idea” (un primo pensiero, como lo denominó Charles de Tolnay): el inestimable registro del encuentro de una mano pensante en movimiento con ese espacio fascinante de las formas potenciales sencillamente denominado “hoja de papel en blanco”. En el siglo xix, a ese encuentro se lo denominó “dibujo”, y con ello la posibilidad de enseñarlo se escapó para siempre.
En el dibujo se despliega toda una compleja filosofía de las marcas, los signos y los rastros. El dibujo es el lugar donde la ceguera, el tacto y el parecido se hacen visibles, y es también el punto de la más delicada de las negociaciones entre la mano, el ojo y la mente. Por más que me guste la escritura, es el dibujo el que me demuestra todo lo que se puede decir con una sola marca, aparentemente descuidada:
Las letras en las palabras escritas parecen hileras de pequeñas camisas de fuerza en comparación con la sensación de abundancia de significado encerrada en esa marca. He empezado mirando al distante, nebuloso horizonte del dibujo, para ver hasta dónde podría extenderse. Supongo que me resulta cómodo quedarme aquí sentado y ocuparme solo de una parte del dibujo. Me hago la ilusión de que sé dónde estoy y adónde podríamos ir si nos echamos a andar por este inmenso paisaje.
Para esta primera carta propongo un tema que me ronda la cabeza hace algún tiempo. Me interesan esos momentos en los que los dibujos salen mal y, en especial, me interesa un tipo de equivocación que da lugar a que la imagen dibujada encoja. Voy a ilustrar esto con una anécdota. Siendo un joven estudiante de arte, antes de dedicarme a la historia, un año gané algún dinero como ayudante de un profesor de dibujo de la University of Chicago. El tema de su clase era el retrato. Al final del semestre, el profesor le pidió a uno de sus alumnos que pegara todos los retratos que había hecho en las paredes de la clase, a fin de compararlos.
Ese estudiante —he olvidado su nombre— no iba a seguir estudiando arte, sino que se estaba preparando para entrar en la facultad de Medicina. Por suerte, en el sistema estadounidense, los estudiantes de medicina o de ciencias suelen hacer alguna asignatura de arte, y esta clase sería la única incursión de aquel estudiante en el mundo del dibujo antes de entregarse a una vida de estetoscopios y quirófanos. Había producido unas obras muy extrañas. Se había pasado el semestre intentando poner la cara del modelo o la modelo en el centro de sus dibujos. Pero por más que lo intentaba no lograba poner la nariz del modelo en el medio de la página. Las hojas de su cuaderno estaban casi vacías, y sus retratos se habían arrugado como cabezas jibarizadas. Sus barbillas descansaban en el margen inferior del papel, así:
Algunas de las caras que había dibujado ni siquiera estaban centradas, sino que parecía que se habían deslizado hacia una esquina, como si el borde inferior del papel fuera la superficie del océano, y una corriente arrastrara las cabecitas, que se hundían lentamente…
El profesor elogió mucho al alumno, diciéndole que había hecho un trabajo formidable. “Muy expresivo, realmente fantástico, triste, conmovedor, intenso”, le dijo, o algo parecido. Yo no era más que un profesor ayudante, y no le contradije. Pero pensé que allí sucedía algo más. Aquel estudiante no había arrastrado las cabezas al margen de la página a fin de crear un efecto expresivo. Había intentado sinceramente capturar el rostro de los modelos vivos, y había fracasado casi por completo.
A veces, en el intenso esfuerzo de ver, el objeto que tienes delante empieza a encoger. Haces un armazón de líneas, intentando agarrar los puntos clave, pero el objeto se suelta. Haces un andamiaje para sujetarlo, y el objeto se escapa. Sostienes el lápiz en la posición apropiada, pero el objeto no se deja medir. En esta situación, cuanto más mires, más lejano e insustancial se torna el objeto; puede incluso que empiece a resbalarse por la página y acabe por desaparecer.
Esto es lo que propongo para empezar nuestra conversación sobre el dibujo, un tema que llenaría fácilmente todo el volumen de Pintores modernos de John Ruskin. ¿Por qué algunos objetos pierden su volumen y su consistencia y se vienen abajo como globos deshinchados? O, por decirlo de otro modo: ¿qué tipo de atención hace que el objeto encoja?
Tenemos un famoso ejemplo al respecto, claro —estoy seguro de que ya lo ha adivinado—, un nombre que quiero conjurar, un espíritu que podemos introducir en nuestra conversación: Alberto Giacometti.
Un afectuoso saludo,
Jim Elkins
Quincy, 18 de enero de 2004
Querido James:
Me gusta la idea que sugieres de que el dibujo es un tema fantasma, exactamente por las razones que das y además porque, antes de que evolucionara y se convirtiera en una “indagación” de lo visible, el dibujo fue una manera de dirigirse a lo ausente, de hacer que apareciera lo ausente. Tal como se entiende (o se malentiende) hoy, el acto de dibujar nos retrotrae históricamente al Renacimiento. Sin embargo, el dibujo, tal y como yo lo entiendo, es mucho más antiguo, de hecho mucho más antiguo que cualquier lenguaje escrito o que cualquier arquitectura. Es tan antiguo como el canto. ¿Qué es el arte paleolítico si no una forma de dibujo? Hubo una tradición de dibujo —a veces se grababa en las superficies rocosas, a veces se dibujaba con colores sobre ellas— que duró, hasta donde podemos suponer, unos veinte mil años, lo que equivale a decir que esa tradición duró cuarenta veces el tiempo que nos separa a nosotros del Renacimiento. Y algunos de esos dibujos tempranos están tan logrados como cualquiera de los que se harían desde entonces, ¿no?
Lo que dices de que el dibujo es el lugar en donde la ceguera, el tacto y el parecido se unen es una conmovedora descripción de lo que sucedía en aquellas cuevas.
¿Por qué es tan importante insistir en ello como lo estoy haciendo yo ahora? Creo que porque nos hace darnos cuenta de que el dibujo es mucho más que una asignatura que se enseña en las escuelas de arte, o un tipo de objeto por el que los coleccionistas empezaron a interesarse en el siglo xvii; el dibujo es tan fundamental para la energía que nos hace humanos como el canto o la danza.
Dicho esto, tampoco es que vayamos a entender mucho mejor qué es el dibujo, pero al menos nos hacemos una idea de la escala de su misterio.
Tengo el presentimiento de que el dibujo es una actividad manual cuyo objetivo es abolir el principio de la Desaparición. (O, para decirlo con otras palabras, transformar las apariciones y desapariciones en un juego más serio que la vida.)
¿Qué es lo que hace que un dibujo se encoja? ¿Tendrá algo que ver con que sus partes no constituyan un todo? ¿Y no pasa con frecuencia que lo que conduce a que suceda semejante cosa es un cambio (que pasa desapercibido para quien está dibujando) del punto de vista del dibujo, de la distancia que este ha escogido con respecto a aquello cuya aparición está conjurando?
Pese a todo, un dibujo tampoco se encoge de una vez por todas. Dibujar es un proceso continuo de corrección. Es un proceso que avanza corrigiendo errores.
Me gusta la anécdota del estudiante de medicina. Lo que se me viene a la cabeza es que sus dibujos no fueran de las cabezas que se suponía que estaba dibujando, sino de algo completamente distinto, algo que ni él mismo reconocía. ¿Es posible que sus dibujos mostraran falta de interés y al mismo tiempo insubordinación?
La pluma con la que estoy escribiendo es la misma que utilizo para dibujar. Y hay veces, como esta noche, que no corre y me pide un lavado o una mano que se mueva de otro modo. Todos los dibujos son colaboraciones, como la mayoría de los números de circo.
Quiero preguntarte algo. Es sobre la tensión. Ningún dibujo funciona sin esa cualidad, que procede, sospecho, de la resistencia a ser dibujado que algo ofrece al dibujo. Tiene que ver con una especie de fricción o de antagonismo. ¿Tienes alguna idea acerca de la naturaleza de esa resistencia?
Un saludo afectuoso,
John
29 de enero de 2004, Cork, Irlanda
Querido John:
Prosigamos con los fantasmas y, como dices, el “principio de su Desaparición”.
A un amigo mío, el historiador del arte David Summers, le gusta pensar que el arte es un remedio para el “defecto de la distancia” (un término que tomó del teórico renacentista Gabrielle Paleotti). Los objetos artísticos, dice David, son cosas que se tienen a mano: nos consuelan del triste hecho de que conforme avanzamos en la vida la gente que queremos y los lugares que hemos visitado se alejan primero de nosotros y luego de nuestros recuerdos.
El arte nos da “metáforas reales”, ejemplos concretos de personas ausentes y lugares lejanos. (David cree que las metáforas en la escritura no son sino pálidas sombras de lo que sucede, gracias al arte, en los espacios humanos habitados.) El arte es, por consiguiente, la cura más potente para el defecto de la distancia, y el recordatorio más importante de nuestra capacidad para encontrar lo que se ha perdido y devolverlo a donde podamos (casi) tocarlo.
Esto es especialmente cierto en el caso de las pinturas, aunque parezca que están más alejadas de la materia bruta de la escultura. Las pinturas solo ofrecen un “espacio virtual”, pero David observa que “virtual” proviene de virtus, ‘poder’: el espacio imaginario del dibujo es aún más poderoso porque está simultáneamente presente a la vista y (casi) ausente para el tacto.
Pero ¿puede corregirse el defecto de la distancia? ¿Puede una metáfora real ser alguna vez completamente real?
Cuando dibujo, el lápiz roza el papel, pero también lo roza mi mano (esto no sucede en la pintura). Mis dedos doblados y el lateral más blando de la mano descansan en el papel y se mueven suavemente por él, como siguiendo a la punta del lápiz, que es la única cosa que de verdad toca la imagen que intento conjurar. Si estoy haciendo un dibujo grande, mi mano no toca el papel, pero entonces tiendo a poner la otra mano en el papel, a veces completamente abierta, como si necesitara recordarme en dónde está. A no ser que quiera borrar o difuminar el dibujo con los dedos, nunca toco premeditadamente las líneas que estoy dibujando. Y aunque las tocara, mi dedo no notaría la diferencia entre las partes del papel que están dibujadas y aquellas que están en blanco. La línea que toco podría representar la curva del brazo del modelo, o su mejilla: igual daría, porque el dedo no lo distinguiría. Esto es lo más triste del dibujo, que está insuperablemente cerca del objeto, pero siempre lejos de él. (La pintura tiene una piel, un volumen, una textura aceitosa, que se insinúa en mi propia piel.)
El dibujo doblega mis pensamientos y los lleva hacia la casi indescriptible distancia que existe entre el modelo y los movimientos de mi mano, ¿o debería decir entre los movimientos de mis ojos cuando recorren el cuerpo del modelo y el empuje de mi mano deslizándose por el papel? ¿O, tal vez, el tacto de la modelo (tal como lo imagino) y la textura del papel bajo mi mano?
Así que estoy de acuerdo contigo, la función del dibujo es abolir el principio de la Desaparición, pero no lo consigue y, en su lugar, transforma “en un juego” las apariciones y desapariciones: creo que tu idea es muy acertada. Pero es un juego extraño, sin embargo, porque nunca se puede ganar, ni tampoco se puede controlar completamente ni entender del todo.
El juego es bastante complicado porque el tacto del modelo en mi imaginación y el tacto del papel no acaban de casar. Y se complica todavía más porque las líneas dibujadas tienen el poder de reconstruir mi imaginación. Cada línea que dibujo reforma la figura en el papel y, al mismo tiempo, redibuja la imagen en mi mente. Y aún más, la línea dibujada redibuja el modelo, porque cambia mi capacidad de percepción.
El modelo se vuelve defectuoso mientras lo dibujo. Las marcas que voy haciendo en el papel estropean la imagen que tengo en la cabeza. Y así, dado que no se puede tocar, que cambia en cuanto intento fijarlo en el papel, que no se limita a transcribir algo que está en el mundo, que nunca puede devolverme aquello que alguna vez amé, por todo ello, el dibujo es una expresión muy intensa del defecto de la distancia.
Por eso me interesan los dibujos que encogen. Permíteme que saque ahora mi ejemplo insidioso. Cuando David Sylvester le preguntó a Giacometti sobre la delgadez de las esculturas que había hecho sin modelo, Giacometti le respondió: “Se estrechan a pesar de mí”. Y luego añadió: “Cuando se hacen del natural, no pasa tanto”. Los modelos oponen resistencia a la mirada que los adelgaza, que los encoge, como si se resistieran al deseo de Giacometti de dejarlos ir.
Ahora estoy tejiendo algo, uniendo tu pregunta sobre la tensión a la mía sobre el encogimiento.
En el Art Institute de Chicago tenemos uno de los retratos que hizo Giacometti de Isaku Yanaihara. Desde lejos parece un retrato de medio cuerpo contra un fondo lechoso. Resulta que la lisa pintura del fondo está compuesta de muchas capas translúcidas cuyo objetivo era cubrir unos contornos que Giacometti había rechazado, a favor cada vez de una cabeza más y más pequeña.
Giacometti era muy quisquilloso con respecto a la posición del caballete, del lienzo y de la silla en la que se sentaba Yanaihara, y puso unos trozos de arcilla roja bajo el bastidor para mantener el lienzo siempre en el mismo ángulo. Nada de esto le ayudó a anclar la figura: seguía encogiendo. El principio de su encogimiento queda claro en la docena de dibujos preparatorios, pues en ellos todavía se ven muchas de las líneas rechazadas. Lo que importaba era la relación que había entre la cabeza y los bordes del dibujo. Por eso los dibujos tienen bordes dibujados y líneas semejantes a cerillas dispersas dentro de estos…
(Perdona por este pequeño pastiche.)
Lo que yo me imagino es que Giacometti dibujaría una línea corta para marcar el lado de la cara de Yanaihara, y luego otra para determinar el marco de la escena. Puede que al trabajar rápido fijara tres o cuatro de estas líneas al mismo tiempo. Pero entonces, al pasar la mirada de las marcas a los puntos de referencia, y a la inversa, vería discrepancias. Problemas. La cara era demasiado grande. Así que hizo nuevas marcas, encuadrando una cara más pequeña. Y así, Yanaihara se inclinó, se encogió y se hundió hacia el borde del marco. Y al encogerse y resbalar, fue desapareciendo: de vuelta al espacio, se desvaneció en el tiempo y tal vez en la imaginación, desapareció de la memoria firme y avanzó hacia el recuerdo vago. En algún momento, Giacometti abandonó este dibujo y empezó otro.
Creo que todo esto es muy complejo y en la bibliografía apenas se menciona (con ciertas excepciones; Sylvester es una de ellas). Es importante hacer notar que estos dibujos son extremadamente tensos: como dices, un signo de que el objeto se resiste. En el caso de Yanaihara había una buena razón para resistirse, dada su extraña amistad, basada en la filosofía, y especialmente dado que, en cierto momento de su relación, Yanaihara tuvo una aventura con la mujer de Giacometti.
¿Será este el camino que nos adentre en la vida fantasma de los dibujos? Eso espero, porque el tema es de máxima importancia y apenas se entiende.
Saludos,
Jim
Quincy, 17 de febrero de 2004
Querido James:
No sé. No veo claro eso del “defecto de la distancia”. Como idea es aguda e ingeniosa... ¡Qué buena respuesta! Pero no creo que valga como fundamento de una teoría o que sirva para explicarla, porque el término no está bien concebido. ¡Sin distancia (espacio) no habría nada! Si pensamos sobre la pérdida y el dolor que conlleva, nos encontramos frente a frente con la ausencia. Pero la ausencia no significa necesariamente distancia. Ausencia solo significa que algo no es visible aquí. (Deja abierta la cuestión de ser invisible aquí.)
Podemos contemplar a Giacometti de otra manera. Esas figuras suyas que se ha dado en calificar de “encogidas” no están a punto de desaparecer o de irse. Al contrario, están más irreductiblemente ahí que muchas otras figuras. Reducidas a una esencia, están esencialmente ahí. (Esta es una de las razones por las que nos obsesionan.)
Hubo una conversación con Alberto G. que fue más o menos así:
—¿Adónde deben ir las esculturas cuando salgan del estudio? ¿A un museo?
—No, entiérrenlas, así servirán de puente entre los vivos y los muertos.
Podemos verlo de otra manera. Cuanto más han “encogido” las figuras, más cargado con su presencia está el espacio que las rodea. La carga espacial de una presencia (de un modelo, de un árbol, de una montaña, de una fruta) era lo que más preocupaba a Alberto G. desde el principio. Es visible en todos sus dibujos a lo largo de su vida.
Sus figuras habitan invisiblemente el espacio que las rodea. Y por eso, en cierto sentido, no tienen contornos, ni fronteras.
Si lo que rodea a una figura es el “fondo”, lo más seguro es que la figura esté muerta. Lo que rodea a una figura es “la receptividad” de su presencia y su energía. Por eso las líneas en el dibujo, si son tensas, siempre irradian, empujando y tirando en direcciones opuestas. ¿No?
Cuando hablaba de la resistencia de los objetos materiales o de los seres vivos, pensaba en la lucha necesaria para su supervivencia física. Un edificio resiste la fuerza de la gravedad, un árbol resiste el viento, un animal resiste el frío, las piedras resisten el agua. Finalmente, el edificio acaba derrumbándose, el árbol arrancado de raíz, el animal muerto y las piedras reducidas a arena. Esta es una ley que se aplica a lo real, no a lo virtual. Dibujar algo bien es tocar su resistencia.
En mi modesta experiencia, el ser o la cosa que dibujo nunca deviene defectuoso, sino que con frecuencia es el dibujo el que puede serlo. El dibujo no consigue abrazar la presencia.
Estamos de acuerdo en que dibujar es una actividad cuyo objetivo es reconocer y tal vez reconciliar una contradicción aparente: la que se produce entre presencia y ausencia. (Este es el sentido de nuestra correspondencia.) Todas las observaciones que he hecho más arriba solo son matices. Y ahora, tal vez, es adecuado volver a lo más esencial.
Dibujar es implicar a lo que no estará cuando el dibujo sea contemplado más tarde. El dibujo trata de una compañía que, allende o fuera del dibujo, enseguida se hará invisible o terminará por hacerse invisible. Por eso los dibujos, aunque incluyen, o tratan de incluir, una presencia, se ocupan de la ausencia. Pero ¿dónde está lo que está ausente? ¿Muy lejos y perdido en la distancia, o aquí, pero invisible (aparte de en el dibujo)? Yo creo en la segunda posibilidad.
Puede que te preguntes por qué me refiero al dibujo todo el tiempo más que a la pintura, la escultura, el vídeo o las instalaciones.
Y yo te contesto: porque los otros medios poseen una corporalidad de la que carece el dibujo. Y, en consecuencia, este constituye una expresión más pura de aquello de lo que estamos hablando: ¿dónde está ahora aquello que hemos visto físicamente y físicamente ha desaparecido?
Me parece a mí que los dibujos —ya sean las figuras “encogidas” de Giacometti o las exageradamente sustanciales de Rembrandt— no se lamentan de la distancia, sino que responden al unísono: AQUÍ. Y esto no es arbitrario. No tiene nada que ver con una pedantería llamada Dibujo. Se refiere a la estructura esencial del espíritu humano, sin el cual no habría posibilidad de reconocer la distancia. Los dibujos ofrecen hospitalidad a una compañía invisible que está con nosotros.
Saludos afectuosos,
John