John Berger, dibujo de un rinoceronte de la cueva de Chauvet.
Le Pont d’Arc
Febrero. Ligeras heladas nocturnas. 21 grados a mediodía. Cielo despejado sobre el pueblo de Vogué, en la orilla oriental del Ardèche. El sonido del agua que mueve y pule los cantos a su paso. El río, de rápida y turbulenta corriente, metálico a la luz del sol, con apenas veinte metros de ancho, tira como un perro de tu imaginación; te pide que lo pasees. Es un río conocido por su temperamento caprichoso: su nivel puede subir seis metros en menos de tres horas. Me dicen que en él se pueden encontrar lucios, pero no sandre.2
Observo los pájaros zambullirse corriente arriba en la superficie plateada. Esta mañana temprano fui a rezar por Anne a la iglesia, bajo el barranco de piedra caliza. Anne es la madre de mi amigo Simon y está agonizando en su casa con jardín de Cambridge. Si pudiera, le enviaría el sonido del Ardèche con su promesa inquebrantable y, sin embargo, precisa.
Las aguas del Ardèche forman muchas cuevas en la meseta del Bas Vivarais, y desde tiempos inmemoriales estas han ofrecido cobijo a los intrépidos. En mi camino hacia aquí cogí a un hombre de Lyon que estaba haciendo autoestop; me dijo que no tenía dinero, pero que disponía de todo el tiempo del mundo. Supongo que se había quedado sin trabajo. Llevaba desde enero caminando por la región, durmiendo por la noche en donde encontraba una cueva. Mañana visitaré la cueva de Chauvet, a treinta kilómetros río abajo, que fue redescubierta por primera vez desde la última glaciación en 1994. Y allí veré las pinturas sobre roca más antiguas que se conocen: quince mil años más antiguas que las de Lascaux o las de Altamira.
Durante un período relativamente cálido de la última glaciación, el clima de esta región era entre tres y cinco grados más frío que hoy. Las especies arbóreas se limitaban al abedul, el pino rojo y el enebro. Entre las especies de fauna se incluían muchas hoy extintas —mamuts, ciervos gigantes, leones de las cavernas, uros y osos de tres metros de alto— además de renos, íbices, bisontes, rinocerontes y caballos salvajes. La población humana era escasa y estaba compuesta de pequeños grupos de cazadores recolectores nómadas. Los paleontólogos les han dado el nombre de Cro-Magnon, un término que en un principio distancia, pero la distancia entre ellos y nosotros puede ser más pequeña de lo que creemos. No existían ni la agricultura ni la metalurgia, pero sí la elaboración de joyas y la música. La esperanza media de vida era de veinticinco años.
La necesidad de compañía de los vivos era la misma. La respuesta del Cro-Magnon al “¿quiénes somos?” —la primera pregunta, la eterna pregunta humana— era, sin em-bargo, distinta. Los nómadas eran conscientes de ser una minoría entre una población animal que los superaba abrumadoramente. No habían surgido en un planeta, sino que habían nacido en el seno de la vida animal. No eran ellos quienes guardaban y poseían a los animales: los dueños del mundo y del universo ilimitado que se extendía a su alrededor eran los animales. Detrás de cada nuevo horizonte había más animales.
Y al mismo tiempo eran distintos de los animales. Podían hacer fuego y, por consiguiente, tenían luz en la oscuridad. Podían matar desde lejos. Tenían la capacidad para elaborar muchas cosas con las manos. Se construían tiendas que sustentaban con huesos de mamut. Podían hablar. (Quizá también los animales.) Podían contar. Transportar agua. Su forma de morir era distinta. Estos privilegios con respecto a los animales eran posibles porque estaban en minoría, y, como tal minoría, los animales se los permitían.
Al principio de las gargantas del Ardèche se encuentra el Pont d’Arc, un puente cuyo arco casi totalmente simétrico de treinta y cuatro metros de alto ha sido tallado por el propio río. En la orilla meridional se alza un alto afloramiento de piedra caliza, cuya erosionada silueta sugiere la figura de un gigante cubierto con una capa a punto de lanzarse a cruzar el puente. Detrás de él se ven unas manchas amarillas y rojas —ocre y óxido de hierro— que ha pintado la lluvia en la roca. Dado su tamaño, si el gigante atravesara el puente, se toparía casi al instante con la pared rocosa del otro lado y cerca de la cima de esta encontraría la cueva de Chauvet.
Tanto el puente como el gigante estaban ya allí en la época del Cro-Magnon. La única diferencia era que hace treinta mil años, cuando la cueva estaba siendo pintada, el Ardèche serpenteaba hasta el pie de estas paredes rocosas, y el camino natural por el que subo yo ahora sería recorrido regularmente por los animales que vendrían, reunidos por especies, a beber en el río. El emplazamiento de la cueva era estratégico y mágico.
El Cro-Magnon vivía en el miedo y el asombro constantes de una cultura de Llegada que se enfrentaba a muchos misterios. Su cultura duró unos veinte mil años. Nosotros vivimos en una cultura de Partida y Progreso que por el momento ha durado dos o tres siglos. En lugar de enfrentarse a los misterios, la cultura de hoy persiste en evadirlos.
Silencio. Apago la linterna frontal. Oscuridad. En la oscuridad, el silencio se hace enciclopédico, condensa todo lo que ha ocurrido en el intervalo entre el entonces y el ahora.
Un racimo de puntos más o menos cuadrados en la pared que tengo enfrente. Asombra la frescura del rojo. Es tan presente, tan inmediato, como un olor, o como el color de las flores en una tarde de junio cuando el sol empieza a bajar. Estos puntos se hacían aplicando pigmento de óxido rojo en la palma de la mano y presionando esta contra la roca. Una mano en concreto ha sido identificada debido a un dedo meñique descoyuntado, y en otra parte de la cueva se ha encontrado otra huella de esa misma mano.
En otra roca, unos puntos similares componen una forma que parece un bisonte visto de perfil. Las marcas de las manos llenan el cuerpo del animal.
Oscuridad.
Antes de que llegaran a la cueva las primeras mujeres, hombres y niños (hay una huella de un niño de unos doce años) y antes de que la abandonaran para siempre, el lugar ya estaba habitado por los osos. Probablemente había también otros animales, pero los osos eran los amos con quienes los nómadas hubieron de compartir la cueva. Todas y cada una de las paredes están marcadas con los arañazos de sus zarpas. Las huellas en el suelo muestran por dónde pasó una osa con su osezno, avanzando a tientas en la oscuridad. En la cámara central de la cueva, que con unos quince metros de alto es también la más grande, hay numerosos revolcaderos o depresiones en la arcilla del suelo que indican los lugares donde hibernaban los osos. Se han encontrado unos ciento cincuenta cráneos de oso. Uno de ellos había sido solemnemente colocado —probablemente por un Cro-Magnon— en una especie de plinto de roca en el extremo más inaccesible de la cueva.
Silencio.
En el silencio, el tamaño del lugar, su amplitud, empieza a cobrar más y más valor. La cueva tiene medio kilómetro de largo y en ocasiones cincuenta metros de ancho. Las medidas geométricas no importan mucho, sin embargo, porque uno está dentro de algo semejante a un cuerpo.
Las rocas verticales y las que sobresalen del techo, las paredes, cada cual con sus particulares sedimentos, los pasajes, los espacios rehundidos, resultado todos ellos del proceso geológico de la diagénesis, guardan un notable parecido con los órganos y cavidades del cuerpo humano o animal. Lo que tienen en común es que parecen formas creadas por el flujo del agua.
Los colores de la cueva también son anatómicos. Las rocas calcificadas tienen el mismo color de los huesos o de los intestinos; las estalagmitas son muy blancas o rojas; y los recubrimientos calcáreos y los sedimentos acumulados, naranjas y mucosos. Las superficies tienen el brillo húmedo de ciertas secreciones.
Una estalactita enorme ha crecido (crecen a razón de un centímetro por siglo) adoptando una forma semejante al aparato digestivo, y en algún punto los conductos sugieren las cuatro patas, la cola y el tronco de una miniatura de mamut. Es fácil pasar por alto esta referencia, por eso el pintor de Cro-Magnon la realzó con cuatro breves líneas rojas.
Hay muchas paredes sin tocar, pese a que se prestaban a ser pintadas. Los cuatrocientos y pico animales representados aquí están tan dispersos como podrían estarlo en la naturaleza. No hay una intención de exhibición pictórica como en Lascaux o en Altamira. El vacío y el misterio son mayores, y, tal vez, también hay una mayor complicidad con la oscuridad. Sin embargo, pese a ser quince mil años más antiguas, estas pinturas demuestran, en general, el mismo dominio y son tan sutiles y elegantes como las posteriores. Se diría que el arte surgió como un potro que se echa a andar nada más nacer. O, por decirlo menos vívidamente (todo resulta vívido en la oscuridad): la necesidad de ese arte y el talento para hacerlo llegan juntos.
Entro a rastras en un anejo semiesférico, y allí, dibujados en rojo sobre sus irregulares laterales curvos, encuentro tres osos —macho, hembra y cría—, como los del cuento de miles de años después. Me pongo en cuclillas y los observo. Tres osos y dos pequeños íbices detrás de ellos. El artista conversaba con la roca a la luz parpadeante de la antorcha de carbón vegetal. Una protuberancia de la roca permite que el peso imponente de la zarpa delantera del oso se incline hacia fuera en una adaptación perfecta de los torpes movimientos del animal. Una fisura perfila con precisión la línea del lomo de uno de los íbices. El artista tenía un conocimiento absoluto y profundo de estos animales; sus manos podían visualizarlos en la oscuridad. Lo que la roca le decía era que los animales —al igual que el resto de lo que existía— estaban dentro de ella, y que él, el artista, con su pigmento rojo untado en el dedo, podía persuadirlos para que salieran a la superficie, a su superficie membranosa, para frotarse en ella e impregnarla con sus olores.
Hoy, debido a la humedad ambiental, muchas de las superficies pintadas son tan sensibles como una membrana y se pueden borrar sencillamente pasando un paño. De ahí la reverencia que provocan.
Sales de la cueva y vuelves al paso desbocado del tiempo. Vuelves a hacerte con los nombres. Dentro de la cueva solo hay presente y nada tiene nombre. Dentro de la cueva hay miedo, pero el miedo está perfectamente equilibrado con la sensación de protección.
El hombre de Cro-Magnon no vivía en la cueva. Entraba en ella para participar en ciertos ritos, de los que apenas nada sabemos. La idea de que fueran en cierta medida chamanísticos parece convincente. Puede que el número de personas que coincidían en la cueva nunca pasara de la treintena.
¿Con qué frecuencia venían? ¿Trabajaron aquí varias generaciones de artistas? No tenemos respuestas y quizá nunca las habrá. Posiblemente hemos de contentarnos con intuir que venían a experimentar, para poder recordarlos luego, unos momentos especiales de equilibrio entre el peligro y la supervivencia, el miedo y la sensación de protección. ¿Se puede esperar algo más?
La mayor parte de los animales representados en Chauvet eran feroces, pero no hay huella alguna de temor en la forma en la que están dibujados. Respeto, sí, un respeto íntimo, fraterno. Por eso todas las imágenes de los animales que se encuentran en la cueva tienen una presencia humana. Una presencia que viene revelada por el placer. Todas las criaturas aquí representadas se sienten uno con el hombre: extraña manera esta de formular algo que, sin embargo, es incontestable.
En la cámara más alejada hay dos leones dibujados con carbón vegetal negro. Más o menos de tamaño natural. Están de perfil, uno al lado del otro, el macho detrás, y la hembra completamente pegada a él, más cerca de mí.
Ofrecen aquí una única presencia, incompleta (les faltan las patas delanteras y las pezuñas traseras y sospecho que nunca llegaron a dibujarse), pero total. La pared de roca a su alrededor, que tiene color de león, se ha convertido en león. Probablemente en este caso era el color lo que la roca le ofrecía al pintor para completar su dibujo de animales.
Intento dibujarlos. La leona está simultáneamente pegada al león, frotándose contra él, y dentro de él. Y esta ambivalencia es el resultado de una elisión de lo más ingeniosa, conforme a la cual los dos animales comparten un mismo contorno. El contorno inferior del lomo, la panza y el pecho pertenecen a ambos y lo comparten con una gracia animal. Los contornos del resto del cuerpo están separados. Las líneas de sus respectivas colas, lomos, cuellos, frentes y hocicos son independientes; se acercan, se separan y convergen en diferentes puntos, pero el león es mucho más largo que la leona.
Dos animales erectos, macho y hembra, unidos por la única línea de sus abdómenes, donde son más vulnerables y tienen menos pelo.
Este tipo de elisión de un contorno se da con frecuencia en Chauvet cuando hay dos o más animales juntos. Se trata de una cuestión de simetría y de una búsqueda de armonía por parte del artista, de una sensación de totalidad.
Fuera de la cueva, cuando no está nublado, el primer sol de la mañana tiñe de rosa los riscos y no tarda en calentarlos. Los hombres, a diferencia de los animales, eran conscientes de que no siempre saldría el sol para ellos. De ahí esa búsqueda.
Dibujo en un papel absorbente japonés que he elegido porque pensé que la dificultad de dibujar con tinta negra en este tipo de papel me acercaría un poco a las dificultades de dibujar con carboncillo (quemado y preparado en la misma cueva) sobre la tosca superficie de la roca. La línea nunca se muestra obediente en ninguno de los dos casos. Uno tiene que empujarla suavemente, engatusarla.
Dos renos se alejan en direcciones opuestas, este y oeste. No comparten ningún contorno, pero están dibujados uno encima del otro, de modo que las patas delanteras del que está arriba se cruzan como dos grandes costillas el flanco del inferior. Esto los hace inseparables; sus cuerpos están encerrados en un mismo hexágono: la pequeña cola del reno superior coincide con la cornamenta del inferior, y su larga cabeza, cuyo perfil se asemeja a un buril de sílex, roza el metatarso de la pata trasera de este. Componen un solo signo y bailan en un círculo.
Cuando el dibujo estaba casi terminado, el artista abandonó el carboncillo y aplicó y extendió con el dedo un negro espeso (del color de tu pelo cuando sales del agua) en el vientre y la papada del inferior. Luego hizo lo mismo con el de arriba, mezclando la pintura con el sedimento blancuzco de la roca para que fuera menos intenso, menos violento.
Me pregunto mientras dibujo si mi mano, obedeciendo al ritmo invisible de la danza de los renos, no estará bailando con la mano que los dibujó por primera vez.
Todavía sería posible encontrarse aquí en el suelo una esquirla de carboncillo que se hubiera desprendido al trazar una de estas líneas.
Lo que hace única la cueva de Chauvet es el hecho de que estuvo sellada durante milenios. El techo de la cámara de entrada primitiva —que era espaciosa y recibía luz del exterior— se vino abajo hace unos veinte mil años. Y desde entonces hasta 1994, la oscuridad a la que se dirigían los artistas, porque estaba del otro lado de la roca a la que ellos alcanzaban, entró desde atrás para sepultar y preservar todo lo que habían hecho ellos. Las estalactitas y las estalagmitas siguieron creciendo. Una película de calcita semejante a una cascada cubre algunos detalles en algunos lugares de la cueva. La mayor parte, sin embargo, conserva la extraordinaria frescura de lo que se trazó en ella. Y esta inmediatez echa por tierra todo sentido lineal del tiempo.
Me encuentro con una pequeña roca que sobresale del techo con una forma parecida a la del páncreas; tiene dos pinturas rojas, probablemente dos mariposas.
Se me viene a la cabeza Anne, que agoniza ahora en Cambridge. Su marido, el padre de Simon, era profesor de arqueología. Hace tiempo, Anne solía acampar, verano tras verano, junto a una u otra excavación.
Entonces, si las fechas son las que dices, las pinturas que estás viendo son de la misma época que la Venus de Willendorf, ¿no?
Sí.
Si no me falla la memoria, creo que está tallada en piedra caliza.
No, no te falla; así es.
La morfina te atonta. ¿Han encontrado muchas hachas de sílex?
No estoy muy seguro. Tal vez una docena.
Hacer un hacha de sílex simétrico significa ya el principio del arte.
Eso es lo que estoy tratando de decir.
Deseo profundamente que Anne pudiera ver desde su cama en este momento, en este preciso momento, la mariposa roja.
Varias manadas se dirigen al oeste. Entre ellas, los animales más cercanos, dibujados muy pequeños, tocan a los animales más lejanos, enormes. En la estación seca, una hoguera bien dispuesta prende con tal rapidez que quienes la están mirando pueden tener la sensación de que las llamas arrastran el aire.
La pintura de Cro-Magnon no respetaba los límites. Fluye, se deposita, se superpone, sumerge imágenes que ya estaban allí y cambia continuamente la escala de lo que transmite. ¿En qué tipo de espacio imaginario vivió el hombre de Cro-Magnon?
Para los nómadas la noción de pasado y la de futuro quizá estén supeditadas a la experiencia de en otra parte. Algo que ha desaparecido, o que espera, está oculto en algún lugar, en otra parte.
Tanto para los cazadores como para sus presas saber esconderse es la condición previa de la supervivencia. La vida depende de encontrar donde esconderse. Todo se oculta. Lo que ha desaparecido está escondido. Una ausencia —como sucede en el caso de los muertos— se siente siempre como una pérdida, nunca como un abandono. Los muertos están escondidos en otra parte.
Los historiadores del arte señalan llenos de asombro que los pintores paleolíticos tenían un conocimiento rudimentario de la perspectiva. Cuando dicen esto se refieren a la perspectiva renacentista. Lo cierto es que cualquiera que dibuje o haya dibujado, en cualquier época, sabe qué cosas están más cerca que otras. Es algo más táctil que óptico. Lo que cambia es cómo se articula pictóricamente, conforme a la noción dominante del espacio, la experiencia de observar que algunas cosas se adelantan y otras retroceden. Esta noción cambia de una cultura a otra. La perspectiva no es una ciencia, sino una esperanza. El arte chino tradicional miraba a la tierra desde la cumbre de una montaña confuciana; el arte japonés observaba atentamente alrededor de las mamparas; el arte italiano renacentista examinaba la naturaleza conquistada desde la ventana o desde el marco de la puerta de un palacio. Para el hombre de Cro-Magnon el espacio es un escenario metafísico en el que tienen lugar apariciones y desapariciones continuas y discontinuas.
Sobre una roca blanquecina, pintado con carbón vegetal, un íbice de cuernos curvos tan largos como su cuerpo. ¿Cómo describir el negro de los trazos? Es un negro que tranquiliza en la oscuridad, un negro que recubre lo inmemorial. El íbice está subiendo por una suave pendiente; sus pasos son delicados; su cuerpo, redondeado; su cara, plana. Cada línea es tan tensa como una soga bien atada, y el dibujo contiene una doble energía que está perfectamente compartida: la energía del animal que se ha hecho presente, y la del hombre, cuya mano, cuyo ojo, lo pinta a la luz de una antorcha.
Estas pinturas sobre la roca se hicieron donde ya estaban para que existieran en la oscuridad. Eran para la oscuridad. Fueron escondidas en la oscuridad para que lo que representaban sobreviviera a todo lo visible y prometiera, quizá, la supervivencia.
Lo que pintaron parece un mapa, dice Anne.
¿De qué?
De la compañía en la oscuridad.
¿Quién está? ¿Dónde están?
Aquí, llegados de otra parte…