Del diario de Janos Lavin

26 de junio de 1952

La actividad más profunda de todas es la de dibujar. Y la que más te exige. Es cuando dibujo cuando me lamento de las semanas, los años, quizás, que he desaprovechado. Si, como en los cuentos de hadas, pudiera concederle un don al nacer al futuro pintor, este sería el de una vida lo bastante larga para llegar a dominar la téc­nica del dibujo. Muy poca gente se da cuenta de que el pintor, a diferencia del escritor o del arqui­tecto o del diseñador, no solo crea sino también ejecuta su arte. Necesita dos vidas. Y sobre todo, dominar la técnica del dibujo. Casi todos los artis­tas pueden dibujar cuando descubren algo. Pero dibujar a fin de descubrir, ese es un proceso divi­no; es encontrar el efecto y la causa. La fuerza del color no es nada comparada a la fuerza de la línea; la línea, que no existe en la naturaleza, pero que expone y demuestra lo tangible con mayor defini­ción que la propia vista frente al objeto en cues­tión. Dibujar es conocer con la mano: tener la prueba que pedía el apóstol Tomás. De la mente del artista, vía el lápiz o la pluma, sale una prueba de que el mundo es sóli­do, material. Pero esta prueba nunca resulta cono­cida. Un gran dibujo —aunque solo sea de una mano o de una espalda, de unas formas que he­mos visto miles de veces antes— es como el mapa de una isla recién descubierta. Salvo que es mucho más fácil leer un dibujo que un mapa; frente a un dibujo, los cinco sentidos se convierten en agrimensores.

Todos los grandes dibujos se hacen de memoria. Por eso lleva tanto tiempo aprender. Si el dibujo fuera una mera transcripción, una espe­cie de guión, unos cuantos años bastarían para enseñarlo. Incluso cuando tienes el modelo delante dibujas de memoria. El modelo sirve de recordato­rio. Pero no es un recordatorio de un estereotipo que te sabes de memoria; tampoco de algo que re­cuerdas conscientemente. El modelo te recuerda unas experiencias que solo puedes formular y, por consiguiente, recordar dibujando. Y esas experien­cias se añaden a la suma total de tu conciencia del mundo tangible, tridimensional, estructural. Una página en blanco de un cuaderno de dibujo es una página vacía. Hagamos una marca en ella, y los bordes de la página dejarán de ser simplemen­te el lugar por el que se cortó el papel; se habrán convertido en los límites de un microcosmos. Ha­gamos dos marcas con diferente grado de presión en el papel, y la blancura dejará de ser blancura para convertirse en un espacio tridimensional opaco, que puede hacerse menos opaco y más transparente con cada nueva marca. Ese microcosmos contiene la potencialidad de todas las proporciones que ha­yas percibido o sentido. Ese espacio contiene la potencialidad de todas las formas, los planos inclinados, los huecos, los puntos de contacto, o los pasajes de separación que hayas visto o tocado. Y no se para ahí. Pues tras hacer unas marcas más, ha­brá aire, habrá presión y, por consiguiente, masa y peso. Y esta extensión se llenará entonces con la potencialidad de todos los grados de dureza, de ma­leabilidad, de movimiento, de actividad o pasivi­dad en los que hayas hundido la cabeza o contra los que te la hayas golpeado. Y de entre todas estas potencialidades, has de escoger, en unos minutos, co­mo la naturaleza a lo largo de milenios, las que corresponden a fin de crear un tobillo, o una axila con el pectoral hundiéndose en ella como un to­rrente subterráneo, o la rama de un árbol. De en­tre todo ello has de seleccionar el candado con su llave. Creo que no le concedería dos vidas, le con­cedería tres.