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Antoine Watteau, Estudios de un flautista y dos mujeres, 1717.

Los dibujos de Watteau

La delicadeza en el arte no es necesariamente lo opuesto a la fuerza. Una acuarela sobre seda puede ejercer un efecto más potente en el espectador que una figura en bronce de tres metros de altura. La mayor parte de los dibujos de Watteau son tan delicados, tan vacilantes, que casi da la impresión de que los hizo en secreto; o como si estuviera dibujando la mariposa que se ha posado en una hoja delante de él y teme que el movimiento o el ruido del carboncillo sobre el papel la espanten. Esto no quita que, al mismo tiempo, revelen un poder enorme de observación y sensibilidad.

Este contraste nos da una pista sobre el temperamento de Watteau y sobre el tema subyacente de su arte. Aunque pintó mayormente payasos, arlequines, fêtes y lo que hoy llamaríamos bailes de disfraces, su tema fundamental era trágico: la mortalidad. Watteau enfermó joven de tuberculosis y probablemente intuyó su temprana muerte, a la edad de treinta y siete años. Posiblemente presintió también que el mundo de elegancia aristocrática que le pedían que pintara estaba también condenado a desaparecer. Los cortesanos se reúnen en el Embarque para Citerea (uno de sus cuadros más famosos), pero lo conmovedor del acontecimiento reside en sus consecuencias, en que cuando lleguen no será el lugar legendario que esperaban: las guillotinas estarán a punto de caer. (Algunos críticos sugieren que los cortesanos están volviendo de Citerea; pero en cualquiera de los dos casos existe un contraste patético entre lo legendario y lo real.) No quiero decir con esto que Watteau previera realmente la Revolución francesa o que pintara profecías. De haber sido así, sus obras serían hoy menos importantes de lo que son, porque hoy esas profecías estarían obsoletas. El tema de su arte era simplemente el cambio, la fugacidad, la brevedad de cada momento suspendido en el aire como una mariposa.

Este tema podría haberle llevado al sentimentalismo, a una tenue nostalgia. Pero es en ese punto donde su implacable observación de la realidad lo convierte en un gran artista. Digo implacable porque la observación de un artista no consiste solo en poner sus ojos a trabajar; es el resultado de su honradez, de su lucha personal por entender lo que ve. Miremos su autorretrato. Tiene una cara ligeramente femenina: los ojos amables, como los de una mujer pintada por Rubens, los labios carnosos, sensuales, la delicada oreja afinada para oír canciones románticas o el romántico eco del mar en la caracola, el tema de otro de sus dibujos. Pero volvamos a mirarlo más a fondo, pues bajo el cutis delicado y el aspecto coqueto, está la calavera. Lo que implica está solo susurrado por el oscuro énfasis bajo la mejilla derecha, las sombras alrededor de los ojos, la manera de dibujar la oreja, que pone de relieve la sien que está delante. Y, sin embargo, ese susurro, como los apartes en el escenario, es aún más sorprendente, precisamente, por no ser un grito. “Pero cualquier dibujo de una cabeza —puede objetarse— revela un cráneo, porque la forma de la cabeza depende de este.” Por supuesto, pero entre el cráneo como estructura y el cráneo como presencia hay un mundo de diferencia. De la misma manera que los ojos pueden mirar a través de una máscara, reduciendo así el efecto del disfraz, así también en este dibujo el hueso parece mirar a través de la carne, tan fina en algunos puntos como la seda.

En un dibujo de una mujer que lleva la cabeza cubierta con un manto, Watteau hace la misma observación, pero sirviéndose de unos medios completamente distintos, opuestos. Aquí, en lugar de comparar la carne con el hueso bajo ella, la pone en contraste con el paño que la cubre. No cuesta trabajo imaginarse ese manto custodiado en un museo, y la persona que lo lleva, muerta. El contraste entre la cara y el paño es semejante al contraste entre las nubes en el cielo y el acantilado y las casas bajo él en un paisaje dibujado. La línea de la boca de la mujer es tan efímera como la silueta de un pájaro en vuelo.

Hay una página de un cuaderno de dibujo de Watteau que tiene dos dibujos de la cabeza de un niño y un estudio maravilloso de un par de manos haciendo un lazo. Y aquí todo análisis fracasa. Es imposible explicar por qué esa cinta con un nudo flojo puede convertirse con tanta facilidad en un símbolo del flojo nudo que ata la vida humana; pero esta transformación no es tan improbable y sin duda coincide con el espíritu de toda la página.

No quiero sugerir que la preocupación de Watteau por la mortalidad fuera constante y consciente, que tuviera un interés morboso por la muerte. En absoluto. Probablemente sus mecenas no percibían este aspecto de su obra. Watteau nunca llegó a tener mucho éxito en vida, pero su técnica —impresionante, por ejemplo, en su retrato de un diplomático persa— fue muy apreciada, al igual que su elegancia y lo que en la época se habría considerado su languidez romántica. Y hoy podemos considerar también otros aspectos de su obra como, por ejemplo, su técnica magistral para el dibujo.

Por lo general dibujaba con carboncillo o sanguina. La blandura del medio le permitió alcanzar esa impresión de movimiento suave, ondulante, que es típica de sus dibujos. Describió como no lo ha hecho ningún otro artista la caída de la seda y cómo la luz se desparrama por ella. Sus barcos surcan las olas, y la luz rebota en los cascos con el mismo ritmo ondulante. Sus estudios de animales tienen toda la fluidez del movimiento animal. Todo tiene un movimiento sinuoso, lento o pausado: observemos el pelo del gato, el cabello del niño, las circunvoluciones de la caracola, la caída en cascada del manto, el remolino de los tres rostros grotescos, el suave meandro del desnudo que se desliza hacia el suelo, los pliegues similares al delta de un río de la túnica persa. Todo fluye, pero es en ese fluir donde Watteau pone el acento, donde deja la impronta de una certidumbre resistente a toda corriente. Estas marcas hacen que una mejilla gire, que un pulgar se articule con la muñeca, que un pecho se apriete contra un brazo, que un ojo se amolde a su cuenca, que un umbral tenga profundidad o que un manto rodee una cabeza. Atraviesa los dibujos, como una raja en la seda, para revelar la anatomía bajo el brillo.

El manto sobrevivirá a la mujer cuya cabeza cubre. La línea de su boca es tan esquiva como un pájaro. Pero los negros a cada lado del cuello dan solidez y precisión a su cabeza, le posibilitan el giro y la hacen enérgica, y por consiguiente, viva. Son las líneas oscuras, resaltadas, las que dan vida a la figura o a la forma, por el procedimiento de frenar momentáneamente el fluir del dibujo en su conjunto. En otro nivel, la conciencia humana constituye un freno momentáneo al ritmo natural de la vida y de la muerte. Y del mismo modo, lejos de ser algo mórbido, esa conciencia de la mortalidad que tenía Watteau incrementa la nuestra con respecto a la vida.