Joven con la mano en la barbilla

Entró en la habitación llena de gente con una arrogancia casi bizantina, como la emperatriz Teodora de Rávena. Sabía que, para las personas como ella, la autodefensa empezaba con la exclusión de toda posibilidad de que se tomaran libertades. Y dejaba inconfundiblemente clara esta exclusión tanto en su expresión como en su aplomo.

Digo “personas como ella” porque era concertista, porque era una emigré y porque, cuando bailaba, sus largas y pesadas faldas le caían desde las caderas de una forma bíblica, que le recordaba a uno a generaciones sin fin de mujeres.

La había educado su abuela, una campesina ucraniana. De ella había aprendido a matar las gallinas, a dar de comer a las ocas y a cuidar de sus ansiosos progenitores; concertistas ambos, de violonchelo el padre y de piano la madre.

Bajo la tutela de su abuela, a los doce años había adquirido ya la confianza de un adulto. A los trece, tuvo su primer novio.

Podía pasarse un mes contando historias. Tenía un pozo sin fondo de ellas, además de las de su abuela. Divertidas, verdaderas, falsas. Todas revelaban que el mundo está hecho de gentes que, como los pájaros en los duros inviernos, necesitan ser alimentadas de una forma u otra. Algunos eran cuervos. Otros eran pinzones. Cuando se ponía a contarlas se encorvaba como una anciana pelando las patatas para la sopa. Su risa, y solo se reía cuando lo hacían quienes la escuchaban, era leve y argentina.

Concentrada en la penúltima sonata para piano de Beethoven, se había ruborizado al tocar y sudaba como una campesina. Nunca más podré separar el dramatismo de esta sonata del olor, como a hierba seca, de su sudor.

Una vez empecé a dibujarla, justo después de que hubiera estado practicando. El piano estaba todavía abierto, y ella estaba sentada cerca. Clavé los ojos en ella y esperé. El impulso para dibujar parte de la mano, no de los ojos. Tal vez del brazo derecho, como sucede con el tirador. A veces pienso que es una cuestión de puntería. Incluso para tocar el Opus 110.

El ojo izquierdo se le va a veces y muestra un leve estrabismo. En ese momento, esa ligera asimetría fue lo más precioso que vi. Si pudiera tocarla con mi carboncillo, colocarla, sin nombrarla…

Por supuesto, ella sabía que la estaba dibujando. Y envió algo que diera en mi objetivo. Si no erraba el tiro y lo que había enviado daba en ese objetivo mío, había una posibilidad de que saliera un buen dibujo.

Nunca he sabido en qué consiste el parecido en los retratos. Puedes ver si lo hay o no, pero siempre será un misterio. Por ejemplo, en las fotos no hay nada semejante al “parecido” de los retratos; es algo que ni siquiera se plantea en el caso de una foto. El parecido no tiene mucho que ver con los rasgos o con las proporciones. Es, tal vez, lo que absorbe un dibujo cuando dos objetivos se tocan con la yema de los dedos.

Mientras estábamos allí sentados me contó un chiste acerca de los aldeanos de algún país, que eran tan avaros que cuando se iban a la cama paraban los relojes de sus casas para que les duraran más.

Empecé a tener la sensación de que la evolución del retrato de la chica se correspondía con otra evolución. Cada marca o cada corrección que hacía en el papel era como algo que se le hubiera legado antes de nacer. El dibujo dragaba el tiempo. Y sus huellas eran hereditarias, como los cromosomas.

Te nombro mi segundo padre, dijo ella exactamente en ese momento.

Dibujé la mano sujetando la barbilla.

Finalmente, salió una especie de retrato, la mayor parte borrado, que a mí me pareció terminado, así que se lo enseñé.

Primero lo miró como la emperatriz Teodora. Luego, conforme lo examinaba, fue volviendo completamente a su ser, a sus veintiún años.

¿Me lo puedo quedar?, preguntó.

Sí, Anyishka.

Dos días después regresó a Odessa con su retrato, y yo guardé esta fotocopia.