20
Cuando salí de la cárcel, me importaba todo un huevo menos Magdalena.
Nos trasladamos a un apartamento de Fort Greene, cerca de sus padres pero no mucho, y pasábamos todo el tiempo juntos. Cuando tenía concierto, yo la llevaba y me quedaba esperando por los alrededores.
Dos veces por semana íbamos a ver a su familia. Sus padres se mostraban corteses, aunque siempre se les saltaban las lágrimas. Rovo, el hermano de Magdalena, parecía sentir un respeto reverencial por mí, hecho que me avergonzaba pero que también me halagaba.
A mi otra familia, los Locano, la evitaba en la medida de lo posible. Estaba en deuda con ellos y ellos conmigo, pero aparte de eso todo se había roto. No sé a cuántos amigos se les puede aguantar que hablen así de ti en las cintas, llamándote «el Polaco» y en tono de importarles un huevo el lío en que te han metido. Tampoco sé cuántos amigos podrían soportar el hecho de saber que has oído esas cintas. Empezamos a distanciarnos mutuamente, pero poco a poco, para ir sobre seguro.
Skinflick, en cambio, parecía perplejo. Lo que habíamos pasado juntos en la Granja no le había servido de nada. ¿Qué iba a hacer, salir ahora diciendo que él se había cargado a los Chicos Karcher? ¿Que había ayudado a eliminarlos, siquiera? ¿Que había dado un tiro en la cabeza a un chaval herido de catorce años mientras yo había ido por el coche?
Todo había sido para nada, y ahora yo no sentía por él tanta vergüenza como envidia. Incluso cuando salí de la cárcel, apenas nos hablábamos.
Lo peor era que no podía evitar al más amplio mundo de la mafia. Dentro de la «comunidad LCN» y entre sus muchos adláteres, yo había logrado la peor clase de celebridad: esa en que gente que no has visto en la vida te considera un asesino sin escrúpulos, y que te adora por eso mismo. Aquellos delincuentes habían pagado mi defensa, y eran susceptibles, engreídos, inseguros y peligrosos. Podía rechazar algunas invitaciones, pero no todas. Sólo podía desairarlos hasta cierto límite.
Al menos, los tipos de la mafia no querían que volviera a matar gente. Comprendían que era más conveniente para ellos no poner a prueba el mito de que ahora yo fuera inmune porque al gobierno le resultaría difícil acusarme alguna vez de algo.[62] Pero, coño, aquellos capullos querían estar a mi alrededor. Fue en esa época cuando conocí a Eddy «Consol» Squillante. Entre muchos, muchos otros.
A propósito, «capullos» no les hace mucha justicia en realidad. Aquellos mamones eran repugnantes. Orgullosos de su ignorancia, repelentes como personas, estaban absolutamente convencidos de que su capacidad de contratar a alguien para sacar dinero de una paliza a una persona que se ganaba la vida con su trabajo constituía una especie de genialidad y la observancia de una esclarecida tradición. Aunque siempre que preguntaba a alguno de ellos por esa tradición —lo único que me interesaba oír de aquellos canallas—, solía callarse como una tumba. Nunca averigüé si era por el juramento que habían hecho o simplemente porque no sabían nada. Aunque no dejé de preguntar, porque, al menos, hacer que aquellos cabrones cerraran la puta boca era una especie de victoria.
Skinflick me invitaba a fiestas en el apartamento al que se había mudado, en el Upper East Side. Las veces que asistía, me presentaba cuando calculaba que había más gente, me dirigía a él, le estrechaba la mano y me marchaba. Él me decía algo como: «Te echo de menos, tío». Y yo le contestaba: «Yo también»; lo que en cierto modo era verdad. Yo echaba algo en falta, pero fuera lo que fuese, pensaba que había desaparecido para siempre.
En realidad, con sólo haber tenido más fe en eso —en el hecho de que todo estaba verdaderamente muerto—, habría estado en condiciones de salvarnos a todos.
Era el 9 de abril de 2001. Estaba en casa, pero Skinflick me llamó al móvil. Era de noche. Estaba esperando a que Magdalena volviera de tocar en una fiesta de cumpleaños. Hacía poco que le había comprado un coche.
—Me he metido en un lío de cojones, tío —me dijo Skinflick—. Estoy jodido. Necesito que me eches una mano. ¿Puedo ir a recogerte?
—Pues no sé. ¿Van a terminar deteniéndome?
—No —contestó él—. No es eso. Nada ilegal. Es algo mucho peor, coño.
Y como aún no había acabado del todo con él, le dije:
—Vale. Pasa a buscarme.
Skinflick se pasó todo el camino a Coney mordiéndose las uñas y metiéndose chutes de cocaína: se lamía la punta del dedo, la metía en una caja de Altoids, y luego esnifaba el polvo y se frotaba las encías, como cepillándose los dientes, para aprovechar el resto.
—No te lo puedo explicar —repetía una y otra vez—. Necesito que lo veas.
—Chorradas —le dije—. Cuéntamelo.
—Por favor, tío. Ten paciencia, por favor. Ya lo entenderás.
Eso lo dudaba. Me parecía tener con Skinflick la misma conversación que había mantenido con Sam Freed la noche anterior a que los federales retiraran los cargos. Sólo que sabía que esta vez la sorpresa no iba a ser nada buena.
—¿Quieres un poco de coca? —me ofreció.
—No.
Para entonces ya no tomaba drogas. En la cárcel había tomado bastantes, para luchar contra el aburrimiento, pero esa mierda no resistía la comparación con una carrera de nueve kilómetros con Magdalena, por no hablar de echarle después un polvo, con aquel cuerpo suyo empapado de sudor frío. La cantidad que Skinflick trasegaba, sin embargo, y las veces que esnifaba mientras conducía, era algo que impresionaba y daba miedo.
Condujo hasta Coney, y aparcó en el mismo sitio de casi dos años antes. Luego dimos un paseo por el mismo inframundo bajo el paseo marítimo, aunque esta vez llevaba una Maglite de mayor tamaño.
Pasamos por el hueco de la cerca y fuimos directamente al edificio del tanque de tiburones. Parecía más pequeño de lo que lo recordaba. La puerta ya estaba sin candado. Por entonces ya me había hecho a la idea de que Skinflick me había mentido sobre la legalidad del asunto, y que en realidad había matado a alguien y necesitaba ayuda para deshacerse del cadáver. Cerró la puerta de golpe, y empezó a subir por la curva escalera metálica.
Apagó la linterna cuando entramos agachados en el recinto del tanque propiamente dicho, y por un momento lo único que pude ver fue el plomizo resplandor de los lucernarios y, más abajo, su reflejo en las negras aguas.
Entonces oí el gemido: un agudo «¡Mmmmmmmm!». El mejor modo para reproducirlo sería taparse la boca con una tira de cinta aislante y tratar de dar un grito. Porque cinta aislante era lo que Magdalena tenía en la boca.
Reconocí al momento el sonido de su garganta. La adrenalina me aumentó el tamaño de las pupilas. De pronto empecé a ver.
Había una media docena de gilipollas de la mafia en el balcón. Es difícil contar bien en esas situaciones. Reconocí a un par de ellos. Todos iban armados.
Habían quitado la cuerda tendida en la parte de barandilla que faltaba, y la rampa estaba bajada sobre el agua. Magdalena y su hermano Rovo, una figura enorme a su espalda, se encontraban de pie casi al borde de la rampa. Tenían brazos, piernas y boca amarrados con cinta aislante: desordenadamente, como tejen su tela las arañas cuando se las somete a experimentos con sustancias tóxicas. Justo detrás de ellos había un capullo con una pistola.
Un impulso se apoderó de mí. Matar. Por todo el recinto, ojos gargantas y rodillas se iluminaron como dianas en una galería de tiro.
Pero no me centré en Skinflick. Podría haberlo hecho: lanzando el talón hacia atrás, y clavándoselo en el esternón para aplastarle el corazón. Pero en cierto modo aún no creía que formara parte de todo aquello. Él lo sabía, claro. Pero a lo mejor lo habían obligado a traerme allí. O algo así. De modo que cuando empecé a matar le perdoné la vida.
El mamón que tenía a la izquierda no tuvo esa suerte. Me apuntaba con una Glock. Me lancé sobre él por debajo de la pistola, visualizando en su pecho la parte frontal del omóplato y sintiendo luego cómo se lo trituraba con el hombro a través de la clavícula y los pulmones. Le clavé las uñas en la garganta mientras le quitaba el arma. Le retiré la mano del cuello y arrebaté a Skinflick la linterna, con la que deslumbré a otros dos cabrones. Entonces les disparé en el pecho.
Pero Skinflick, por una vez, fue rápido. Porque en esta ocasión lo único que tenía que hacer era dar un paso atrás y escabullirse por la entrada, y en eso de escurrir el bulto era un experto.
—¡Disparad! —gritó, bien a cubierto tras el arco.
Disparé a otros dos antes de que pudieran cumplir su orden. Entonces, el mamón que estaba detrás de Magdalena y Rovo los empujó por el borde de la rampa, y vi cómo se precipitaban hacia el agua. Metí al hijoputa un balazo en la frente, y salté sobre la barandilla.
Pero no caía con la suficiente rapidez. Pude distinguir que Magdalena y Rovo, además de estar atados con cinta aislante, estaban amarrados el uno al otro. Sólo con un par de tiras, pero lo suficiente para mantenerlos juntos. Me aproximaba al agua con tal lentitud que me daban ganas de gritar. Disparé a otro matón cuando su vientre apareció ante mi vista bajo la barandilla, sólo por hacer algo.
Alguien más empezó a dispararme. Vi que brotaba un lento destello de la boca de una pistola desde el balcón, aunque para entonces ya no oía nada.
Entonces caí finalmente al agua, y empezaron a pasar cosas.
El agua siempre causa impresión, pero a mí no me produjo ninguna, y me pareció tan sutil como el aire mientras me movía hacia donde creía que se encontraba el paquete Magdalena-Rovo. Rocé con la rodilla algo viscoso que al principio cedió como una bolsa de cuero llena de agua, y luego se revolvió de golpe contra mí.
Tuve suerte y pude agarrar por el pelo a Magdalena. Algo se me pegó bruscamente al cuello. Cogí un extremo suelto de cinta aislante y pataleé hacia la superficie. Aspiré aire que resultó ser agua, sufrí un espasmo y al fin logré sacar la cabeza. Seguía dando patadas a cosas al mover las piernas. En cierto momento me di con el pie contra lo que parecía una piedra gigantesca y escurridiza, tan fuerte que casi me disloco el tobillo.
Pero no tenía tiempo de pensar en eso. No encontraba la cabeza de Rovo. Por fin se me ocurrió darle media vuelta en sentido contrario a Magdalena, y ambos aspiraron convulsivamente por la nariz haciendo un ruido espantoso.
Volví a sumergirme, empujándolos hacia arriba. Algo chocó contra mi estómago, con fuerza. Necesitaba encontrar un punto de apoyo. Me pregunté si habría algún sitio en donde se hiciera pie, y cómo encontrarlo en caso de que existiera.
Cuando subí de nuevo a tomar aire, estaban disparando desde el balcón. Pero eso no me preocupaba mucho. Hacía bastante que había soltado la pistola y la linterna. Lo que necesitaba era hallar el modo de que los tres permaneciéramos a flote.
Algo me dio un tremendo golpe en la espalda lanzándonos contra una de las paredes. Pataleé en dirección al espacio en donde se unían dos paredes del tanque hexagonal, e intenté mantener a Magdalena y Rovo con la cabeza por encima del agua sirviéndome de la fricción del cristal. Seguí pataleando y revolviéndome para alejar a los tiburones. En cuanto la maniobra pareció dar resultado, alcé el brazo y arranqué la cinta aislante de la boca de los dos hermanos.
Magdalena empezó a atragantarse. Tuve que dar un puñetazo a Rovo en el pecho. Cada vez que dejaba de patalear con todas mis fuerzas, algo me pasaba rozando por las piernas. A Rovo y Magdalena les faltaba el aliento, luego empezaron a hiperventilar.
—¡Respirad! —grité.
El oleaje empezó a calmarse, aunque seguían las embestidas por abajo. No sabía por qué no habían atacado aún los escualos, pero por la forma en que se volvían más agresivos cada vez que descuidaba la atención, parecía evidente que me estaban poniendo a prueba.
Y los disparos quizá hubieran ayudado. Oí que alguien gimoteaba sobre nuestras cabezas, en la pasarela.
Al cabo del rato, Skinflick me llamó desde otro sitio.
—¿Pietro?
Pensé si contestarle o no. Estaba prácticamente seguro de que no alcanzaba a vernos. Yo no lo veía a él, en cualquier caso, sólo percibía una luz tenue, difuminada por la rejilla de la pasarela, justo por encima de mi cabeza, y una pequeña parte de una de las claraboyas si miraba por encima del hombro. De modo que Skinflick no podía saber si seguíamos con vida, y quizá tratara de localizarnos por el sonido. Yo me removía bastante en el agua, pero él podía achacarlo a los tiburones.
Algo era seguro, sin embargo:
Había sido una estupidez no matarlo allá arriba. Aquello era cosa suya, y de nadie más.
Pero al mismo tiempo Skinflick constituía nuestra única salida. Por repugnante e imposible que me pareciera, no tenía más remedio que tratar de convencerlo de que desistiera.
—¡Skinflick! —grité. Mi voz sonó áspera y débil.
—¿Qué tal estás? —inquirió. Su voz resonó con el eco. De manera que resultaba imposible localizarlo con exactitud.
—¿Qué coño pretendes hacer? —le dije.
—Matarte.
—¿Por qué?
—Mi padre ha descubierto que fuiste tú quien mató a Kurt Limme.
—¡Eso es mentira! Tu padre se cargó a Kurt Limme. O pagó a alguien para que lo matara.
—No me lo creo.
—¿Por qué iba a matarlo yo? ¿Qué coño me importaba a mí? ¡Sácanos de aquí!
—Es un poco tarde para eso —aseguró.
—¿Por qué? ¡Sabes que te estoy diciendo la verdad!
—No creo que reconozcas la verdad aunque la tengas en el culo, tío. Y está a punto de morderte, me da la impresión.
—¡Skinflick! —grité.
Guardó silencio unos momentos. Luego dijo:
—¿Sabes por qué mi padre contrató a los Virzi para que mataran a tus abuelos?
—¿Cómo?
—Ya me has oído. ¿Sabes por qué?
—¡No! ¡Y no me importa!
Y en realidad no me importaba. No sabía si era cierto, ni lo que significaba en caso de que lo fuera, ni tampoco quería que Skinflick siguiera hablando de ello.
—Para hacer un favor a unos judíos rusos —prosiguió—. Tus abuelos no eran en realidad los Brnwa. Sino unos chicos polacos que trabajaban en Auschwitz.
Se le cortaba la voz de forma intermitente cuando el agua me tapaba las orejas. Estaba haciendo fuerza contra las dos paredes de cristal a la vez, intentando mantener a Magdalena y Rovo pegados a la esquina. Pero se me resbalaban continuamente.
—Los verdaderos Brnwa murieron allí —continuó Skinflick—. Tus abuelos tomaron su identidad para salir del país cuando acabó la guerra. Pero en Israel se encontraron con un ruso que los reconoció, y que sabía quiénes habían sido los verdaderos Brnwa. Un amigo suyo llamó a mi padre.
No pude menos de asumir parcialmente esa información. Me dio la impresión de que había que aclarar ciertas cosas, y posiblemente pasarlo mal después.
Es decir, si seguía vivo dentro de una semana.
Ahora mismo necesitaba que Skinflick cerrara la boca y nos ayudara.
—¿Y qué? —grité.
—Sólo te lo estoy diciendo. No sabes ni media.
—¡No importa! ¡Te perdono! ¡Perdono a tu padre! ¡Perdono a mis putos abuelos! ¡Pero sácanos de aquí!
Skinflick no contestó. Luego dijo:
—No sé, colega. Has matado a todos mis chicos.
—Eso no es tan malo. Nadie lo sabe. ¡Venga! —Cuando vi que no decía nada, añadí—: ¿Quieres que te ayude a matar a alguien? ¡Pues lo haré!
—Sí, como la última vez, ¿eh? Creo que me conformaré con lo que hay en la mesa, gracias. Que eres tú. Literalmente.
—Lo de la Granja no fue culpa mía. ¡Tú lo sabes!
Me empezó a entrar el pánico. Tenía los brazos y las piernas ardiendo. Cosas vivas y viscosas me pasaban rozando los tobillos. Y no estaba teniendo suerte en la operación de quitar la cinta aislante que ceñía los cuerpos de Magdalena y su hermano. Sólo podía contemplar sus ojos aterrorizados, y sentir en la cara su cálido aliento.
—Lo que tú digas, compadre —dijo Skinflick—. O quizá debiera llamarte «comensal», aunque no te acompañe a la mesa.
El tío que se estaba muriendo encima de nuestras cabezas soltó la pistola. Cayó a un metro, pero era imposible recuperarla. Al oír el chapoteo, Skinflick hizo al azar un par de disparos al agua.
—Ahora tengo que sacar estos putos cuerpos de aquí —se quejó al apagarse el eco—. Pensé en traer carne por si los tiburones no mordían, ya sabes. Pero creo que no será necesario.
Me figuré que pensaba arrojar los cadáveres al agua, y me pregunté si eso nos serviría de ayuda: una ración de comida que los tiburones podían comparar con nosotros, zampándosela y decidiendo que nosotros no éramos para comer.
Entonces sentí algo en la cara, que tenía cierto sabor metálico. Miré hacia arriba y me cayó una gota en el ojo. Me picó. Estaba caliente.
—¡Al menos deja que Magdalena y su hermano salgan de aquí! —grité a Skinflick—. ¡Ellos no te han hecho nada!
—Víctimas de la guerra, amigo. Lo siento.
Dos segundos después los tiburones empezaron a atacar.
Los bichos podían elegir entre Rovo y yo, porque en cuanto comprendí lo que estaba pasando cubrí la mayor parte del cuerpo de Magdalena con el mío.
Rovo agitaba los codos mucho menos que yo. Cuando lo atacaron, la superficie del agua se estremeció y se abrió en dos.
Suele decirse a veces que los tiburones primero nadan hacia su presa y luego la matan, pero eso es darles demasiado crédito. Utilizan los mismos músculos, en los flancos, para hacer ambas cosas. Cierran firmemente las mandíbulas sobre algo, y después se sacuden de un lado a otro hasta arrancar un trozo. Entonces, si creen que pueden permitirse el lujo, se retiran hasta que su presa se desangra.
Los tiburones de Coney no se lo podían permitir, y lo sabían. Eran demasiados. El tanque era una repugnante porción concentrada de infierno biológico, atestado de animales que en libertad nadaban centenares de kilómetros diariamente, sin acercarse unos a otros para nada. Aquí, si daban un mordisco y se retiraban, no tocarían a nada. Así que los que atacaron a Rovo lo apartaron de la pared y se lo llevaron al centro del tanque, arrastrándonos a Magdalena y a mí con él.
Era como caer en un remolino por un sumidero. Bajo el agua, rodeando con las piernas a Magdalena, encontré la cinta que le sujetaba los brazos y la desgarré con los dientes. Me arranqué el canino inferior izquierdo y el premolar, pero la solté.
Ya en la superficie, sin embargo, se desprendió de mí y agitándose con violencia fue hacia su hermano, a quien revolvían y tironeaban de todas partes, y que seguía gritando sangre bajo la luz cenital. Cogí la cinta que amarraba las piernas de Magdalena y la empujé hacia la oscuridad justo cuando Skinflick empezaba a disparar de nuevo.
Creo que fue eso lo que mató efectivamente a Rovo. Espero sinceramente que así fuera, coño.
Volví a llevar a Magdalena a un rincón y le tapé la boca con la mano. Creo que miraba por encima de mi hombro. No le hacía falta. El agua bullía, y se notaba cómo los tiburones desgarraban y cerraban de golpe las mandíbulas mientras se peleaban por el cuerpo de su hermano.
No sé cuánto tiempo permanecimos así. Procuraba mantener a Magdalena pegada a la pared, pataleando para seguir a flote y quedándome sin respiración cada vez que sentía o imaginaba que algo me pasaba rozando por los pies o las piernas. Cosa que ocurría continuamente.
Me pareció que pasaba un par de horas. Poco a poco, las refriegas se fueron haciendo menos violentas y más espaciadas, hasta que los escualos dejaron de atormentar la superficie del agua. Sabe Dios por cuántos trozos de Rovo valía la pena disputar. Las cosas volvieron a una relativa calma.
Luego se oyó una voz en lo alto.
—Señor Locano… ¡La leche puta!
Otra voz exclamó:
—¡La hostia!
—Sí —contestó Skinflick—. Bueno, limpiadme esto, ¿queréis?
Empezaron a arrastrar cadáveres. Tardaron un buen rato. Los pies de los capullos de la mafia arrancaban sonidos de xilófono a la reja metálica de la pasarela.
Por fin acabaron. Skinflick enfocó por el agua con una linterna, pero Magdalena y yo estuvimos casi todo el tiempo sumergidos.
—¿Pietro? —me llamó.
No contesté.
—Encantado de haberte conocido, colega —concluyó.
Levantó la rampa antes de marcharse.
Cuando recuerdo aquello, parece que la mitad del tiempo que he pasado en la vida con Magdalena fue aquella noche.
Nos movimos con infinita lentitud en torno al perímetro. La mantuve en alto con todas mis fuerzas contra el cristal, mientras ella levantaba el brazo en la oscuridad, en busca de algún grifo, un saliente o cualquier cosa que pudiera servirnos de apoyo para salir de allí. Yo también buscaba con los pies la piedra con la que había chocado antes. Ninguno de los dos tuvo suerte. La reja, a un metro y medio del agua, bien podría haber estado a un kilómetro.
En las esquinas se podía hacer fuerza contra las dos paredes de cristal, aun cuando el ángulo era amplio, para sujetarse y mantenerse a flote. Pero si empujaba demasiado, nos separábamos de la pared. Si aplicaba poca energía, nos hundíamos. Los brazos y las piernas me estaban matando.
Y por supuesto había otros problemas, más triviales. La sal que nos hacía flotar lo bastante para mantener la cabeza en la superficie, nos picaba en los ojos y la boca. Cuando el agua está a unos veinticinco grados, al principio da la sensación de que está caliente pero si se pasa mucho rato dentro resulta lo bastante fría para causar la muerte.
En lo que se refería a salvar a Magdalena, sin embargo, me sentía indestructible, e inmune a la fatiga. Acabé perfeccionado una técnica. Me la puse sobre los hombros, frente a mí, para que permaneciera lo más posible fuera del agua. Así estuve durante horas, creo. Acabamos quitándonos la ropa, porque de ese modo se sentía menos el frío. Y después me dejó que le lamiera el coño, aunque no dejó de llorar, ni siquiera cuando se corrió.
Júzguenme a mí, si quieren. Si la juzgan a ella les partiré la puta cabeza. Uno se entera de lo primordial cuando se te presenta en el salón. La opulencia y suntuosidad del coño de Magdalena, los nervios de mi espina dorsal que no son receptivos a otros estímulos, hacen que el mar se vuelva insípido. Están llenos de vida.[63]
Estuvimos toda la noche oyendo un ruido, como un resoplido, cada quince minutos más o menos. Cuando la claraboya se iluminó, despacio primero y luego de forma ridículamente repentina, empecé a ver una cabeza pequeña y redonda que aparecía en la superficie, con unos ojos negros, destellantes, resoplando agua por unas narices de reptil.
Cuando pude ver el reloj, eran las seis pasadas. Estábamos tiritando, con náuseas. En el momento en que hubo suficiente claridad para distinguirlos por el agua, los tiburones se volvieron mucho más agresivos. Por lo visto, lo que más les gusta son el amanecer y el crepúsculo. Vinieron como flechas, semejantes al rebote de una pelota.
Pero desaprovecharon la oportunidad. Lo único que consiguieron fue un talonazo en el morro. El tanque siguió iluminándose. Vimos que el animal que resoplaba era una enorme tortuga de mar, y probablemente también lo que yo había confundido con la roca. Luego nos dimos cuenta de que eran dos. Y entonces el tanque se llenó de animales.
Había por lo menos una docena de tiburones de tamaño humano (veinte minutos después llegué a contar catorce, exactamente), de dos especies diferentes, ninguna de las cuales fui capaz de identificar. Las dos eran de color pardo, y parecían hechas de gamuza, con una serie de sorprendentes y repugnantes aletas en los flancos. Los ejemplares de una de ellas tenían manchas en el lomo.[64]
Una raya venenosa, lenta y líquida, con aspecto de tener medio rabo arrancado de un mordisco, se movía sobre el fondo del tanque, de arena y cemento. Por encima de ella pasaba una población de peces loro, cada uno de más de treinta centímetros de largo, empujando y picoteando lo que quedaba del cuerpo de Rovo, conduciéndolo hacia los bordes del tanque mientras lo mordisqueaban, haciéndolo bailar.
No quedaba mucho de él: la cabeza desgarrada, la espina dorsal, los huesos de los brazos. Tenía las manos hechas jirones, los tendones le colgaban como flecos. De cuando en cuando, algún tiburón revolvía el cadáver en busca de los restos fibrosos de la carne, y lo mandaba dando vueltas hasta que los peces volvían a atraparlo. En un momento dado me sumergí y lo cogí cuando pasaba, pensando que si lograba alejar de él a los peces, Magdalena podría respirar más acompasadamente. Pero los tiburones se ponían demasiado agresivos con eso, y el contacto con aquellos restos me producía arcadas. El único sitio por donde se le podía coger era por la aguda y resbaladiza base de la espina dorsal, metiendo la mano por los orificios a través de los cuales le habían extraído los riñones. Así que lo dejé flotar de nuevo y dije a Magdalena que apartara la vista. Aunque los dos seguimos mirándolo.
Sobre las siete y media los tiburones se apartaron de nosotros como si hubieran oído una señal, y entonces apareció el tío que les daba de comer.
Tenía veintitantos años, el cráneo rasurado y patillas, y llevaba unos pantalones amarillos de caucho. Se quedó parado, mirando los pezones como pinchos de Magdalena. Estaba completamente desnuda. Por lo menos eso evitaba que aquel pringado se fijara en Rovo.
—Sácanos de aquí —bramé.
Se acercó a la rampa y la bajó, y me despegué de la pared con Magdalena en brazos, dispuesto a arrancar los ojos a cualquier tiburón que quisiera jodernos ahora. Al izarme después de sacarla de un empujón, me dio vueltas la cabeza de tal forma que por un momento mi visión se mantuvo estática.
—Voy a llamar a la poli —anunció el tío.
—¿Cómo? —quise saber—. No tienes móvil.
—Sí que tengo —dijo él, sacándolo.
El muy capullo. Se lo rompí contra la barandilla, arrojando los trozos al agua después de dejarlo inconsciente de un puñetazo.
Las veinticuatro horas que empezaron en aquel momento fueron las peores y más importantes de mi vida. A lo largo de ellas —aunque eso fuera lo de menos— recorrí más de tres mil kilómetros, sólo para acabar de nuevo en Nueva York, una jornada entera después de que Magdalena y yo logramos salir del agua.
En concreto, terminé en Manhattan, en donde el portero de Skinflick me reconoció y me dejó entrar en el edificio. A los dos matones que estaban en el apartamento me los cargué con la mesita de cristal.
A Skinflick, que estaba despierto pero ciego de coca, lo cogí por las caderas, igual que había hecho para mantener a Magdalena en alto. Luego lo arrojé de cabeza, retorciéndose y gritando, por la ventana de su sala de estar.
Inmediatamente después deseé no haberlo hecho para volver a hacerlo una vez más.
Y desde la calle, en donde ya empezaba a congregarse una multitud, llamé a Sam Freed, diciéndole por segunda vez en aquel día adónde podía venir a recogerme.