16

El día que Skinflick y yo asaltamos la Granja, quedé con el chico de la tienda para que me recogiera a las dos y media de la tarde en una estación de servicio a unos quince kilómetros más al norte. Llegué allí a las seis de la mañana. Cuando apareció, el chico fue al teléfono público a esperar la llamada que, según mis instrucciones, iba a recibir. Me acerqué a él por detrás y le clavé el codo izquierdo en el pecho, agarrándolo de la barbilla. Se quedó rígido.

—No pasa nada —le dije—. Sólo quédate tranquilo. Pero no te des la vuelta ni me mires. Vamos a hacerlo exactamente como hemos dicho.

—Sí, señor.

—Ahora voy a soltarte. Vamos a la camioneta.

Cuando llegamos al vehículo, yo seguía pegado a sus talones.

—Baja la ventanilla y pon a cero el cuentakilómetros —le indiqué—. Avísame cuando esté a punto de marcar nueve.

Luego salté a la plataforma, y me senté de espaldas al cristal con los pies entre las cajas de comestibles. Llevaba una gorra de béisbol de la Universidad de Massachusetts, una sudadera con la capucha puesta, y un abrigo largo de cachemira. La idea consistía en tener pinta de universitario pijo y que no me pudieran identificar.

Cuando torcimos por un camino de tierra el chico me gritó que casi habíamos llegado a la indicación de los nueve kilómetros. Le dije que aflojara la marcha y Skinflick salió de entre los árboles que teníamos delante. Iba vestido como yo, pero no tenía aspecto de estudiante gilipollas. Parecía un jawa[41]. Y había disimulado muy bien nuestro coche robado entre la maleza, a un lado del camino.

Le di la mano para ayudarlo a subir a la camioneta, y nos acurrucamos en el lado izquierdo de la plataforma, porque sabíamos que la cámara de seguridad estaba a la izquierda. El camino se fue haciendo cada vez más accidentado. A mi lado, el cuerpo de Skinflick parecía un talego de marinero forrado de cachemira.

Llegamos a la verja. Se oía el zumbido de la cerca electrificada. Al cabo de poco se oyó una voz de hombre por un altavoz:

—Sí, ¿quién es?

La voz tenía ese acento nasal de falso sureño que los blancos resentidos imitan ahora por todo el país.

—Mike. Del CostBarn —dijo el chico.

Asómate, para que te vea.

Supongo que Mike sacó la cabeza por la ventanilla. Sonó un motor eléctrico, y la verja se abrió ruidosamente hacia un lado. Cuando pasamos, vi que la cerca estaba coronada por alambre de espino sujeto a una barra inclinada hacia dentro.

La camioneta subió durante un rato por una cuesta, traqueteando y derrapando, y luego se detuvo. El chico se bajó y fue a abrir la compuerta, procurando no mirarnos cuando cogió una caja que contenía un montón de grandes latas de conservas y envases de detergente. Parecía nervioso, pero no tanto para que me preocupara la posibilidad de que fuera a cagarla.

En cuanto se perdió de vista, me bajé sigilosamente por la parte de atrás de la camioneta, seguido de Skinflick.

La fachada de la casa estaba cubierta de tablas marrones superpuestas, al estilo de un tejado de madera. Cuatro ventanas en la parte delantera, una a cada lado de la puerta y otras dos en la planta alta. A la izquierda de la casa se veía el cobertizo verde de fibra de vidrio adonde los fontaneros de Locano habían llevado las cañerías. La parte trasera de la camioneta estaba en ángulo frente a ella, lo que nos daba otros sesenta centímetros de cobertura.

Cuando el conductor tocó el timbre, corrí hacia la casa, agachándome al llegar bajo la ventana de la esquina y pegando la espalda contra la fachada. Skinflick aterrizó pesadamente a mi lado justo cuando se abría la puerta. Me llevé un dedo a los labios, molesto, y él me miró con los pulgares en alto, en un gesto de disculpa. Cuando el chico desapareció en el interior, dimos corriendo la vuelta a la esquina.

Ésa era la parte que, según nuestros cálculos, iba a resultar difícil. Por el otro lado la casa tenía la misma disposición que la fachada delantera, dos ventanas arriba y dos abajo, aunque la última de la planta baja estaba tapada por el cobertizo. La puerta del chamizo, en cambio, daba al jardín. Si nos dirigíamos a ella por el flanco de la pequeña construcción, nos verían desde por lo menos dos ventanas y el jardín.

Así que, en vez de eso, corrimos agachados a lo largo del muro lateral de la casa. La impresión de que nos estaban viendo era muy marcada, pero advertí a Skinflick que no levantara ni volviera la cabeza. Para entonces yo ya sabía que la gente es capaz de mirar cualquier cosa sin ver nada, pero que a nadie se le escapa el rostro humano. La mitad del córtex visual se ilumina al verlo. De manera que no levantamos la cara, y llegamos al cobertizo sin saber si nos habían descubierto. Cogí dos placas de fibra de vidrio de la pared trasera del cobertizo y las aparté lo suficiente para que pudiéramos pasar.

Dentro del cobertizo todo estaba verde, porque el techo era de la misma fibra de vidrio traslúcida que las paredes. La puerta que daba al jardín era simplemente una abertura tapada con una lona impermeabilizada de color azul colgada por la parte de fuera. Tal como nos habían dicho, de la pared que compartía con la casa sobresalía un grifo. Había un cubo metálico, una manguera con boquilla y un sumidero en el suelo embarrado.

Retiré un poco la lona y eché una mirada al exterior. El jardín se extendía a lo largo de trescientos metros hasta llegar a la cerca de alambre de espino. Había unas mesas con bancos y una barbacoa de obra. Vi un extremo de otro cobertizo de fibra de vidrio. Me pregunté si era en donde habían encontrado la chica muerta.

Intenté no preguntarme si la muerta había existido en realidad, o si la habían encontrado en otro sitio. Era un trabajo con muchos puntos oscuros. Eso ya lo sabía antes de venir, y no tenía sentido abrir los ojos ahora. Lo más que podía esperar era que surgiera algún indicio claro antes de que empezara la matanza.

La compuerta de la camioneta se cerró de golpe, y cuando arrancó el motor oímos una voz de hombre que hablaba con el chico de reparto en un tono lo bastante natural como para pensar que no nos habían descubierto.

Lo que significaba que habíamos superado lo más peligroso de la operación. Ahora empezaba la parte aburrida: las doce horas de espera antes de introducirnos por el agujero en la pared y liarnos a tiros. Fui a sentarme junto al grifo, sobre los faldones de mi abrigo nuevo de cachemira[42].

Skinflick se quedó de pie, empezó a deambular en torno a las paredes, y al cabo del rato empecé a sentirme un tanto incómodo. Como si hubiera dicho que ocupaba un puesto burocrático de mucha alcurnia pero no fuera verdad, y ahora hubiese venido mi chaval a visitarme y no tuviera más remedio que revelarle que papá se pasaba las horas muertas sentado en el barro para luego entrar a escondidas en las casas y pegar un tiro en la cabeza a sus habitantes.

Luego me puse a pensar en cómo era posible que mi vida se hubiera convertido en aquello.

En que en otra época leía libros, y tenía una ardilla como animal de compañía.

—Pietro —musitó Skinflick, sobresaltándome—. Tengo que echar una meada.

Eso no era algo insólito en una espera de doce horas. Pero sólo llevábamos cinco minutos.

—¿No podías haber meado en el bosque?

—Allí ya lo hice.

—Pues mea —le dije.

Skinflick se fue a un rincón y se desabrochó la bragueta. Cuando la orina dio contra la pared, la fibra de vidrio empezó a vibrar como un bidón de chapa. Dejó de mear.

Miró alrededor. Dejó escapar unas cuantas gotas a guisa de experimento, apartándose un poco de la pared. Salpicaron en el barro, haciendo un ruido apagado, y volvió a parar. Empezó a poner una expresión desesperada.

—Agáchate —susurré.

Intentó diversas posturas, inclinado y arrodillado, y acabó tumbándose de costado sobre el barro, meando hacia la pared con un movimiento de abanico.

Me quedé preocupado. Skinflick era el tío más inmune a la vergüenza que había conocido, pero hasta él tenía sus límites. Y del bochorno al resentimiento no hay mucho trecho.

Pero cuando se sacudía la minga, Skinflick dijo:

—Hay que joderse. Espero que el FBI no recoja muestras de orina para analizar el ADN[43].

Un momento después añadió:

—La leche puta. Fíjate.

Me acerqué a mirar. Casi no se veía entre la verduzca penumbra, pero había huellas de pisadas por el piso embarrado. Por todas partes; incluso donde yo me había sentado.

Huellas de tamaño adolescente. De muy distintos pies.

No era una prueba, pero al menos ponía los pelos de punta.

Entonces se abrió la puerta principal y una voz de muchacho gritó:

—¡Papá…, voy a sacar a los perros!

Dada la lentitud con que unas cosas salen a la luz, sorprende la rapidez con que se aclaran otras. Como el hecho de que, si se tienen perros pero hay que guardarlos mientras anda por allí el fontanero o el chico de la tienda, es que deben ser unos cánidos con mucha mala leche.

La sensación de surrealismo, pasividad y velado embotamiento, me abandonó al instante. Estaba allí por propia voluntad. Ahora tenía que sobrevivir.

Saqué la pistola de un bolsillo y el silenciador de otro, y mientras los iba enroscando, oí ruido de pasos que se acercaban a la carrera. Dos sombras, semejantes a enormes Doberman, se proyectaron sobre la pared de fibra de vidrio.

Más adelante me enteré de que eran de una especie llamada «King Doberman», que se logra cruzando a un Doberman con un Gran Danés, volviéndolos luego a cruzar hasta que todo lo que queda del Gran Danés es el tamaño.

Joder. —Fue mi comentario en aquel momento.

Como a toda persona en sus cabales, me encantan los perros. Es mucho más difícil volver cruel a un perro que a un ser humano. Y estaba claro que teníamos que matarlos.

Se pusieron a olisquear a lo largo de la base de la pared sobre la que Skinflick acababa de mear. Luego, uno de ellos empezó a presionar contra el panel mientras el otro se quedaba atrás, gruñendo.

La puerta principal de la casa se cerró de golpe. Lo que significaba que quien la había cerrado estaba ahora fuera, y había que despacharlo enseguida, o si no, que estaba dentro y a lo mejor no oía lo que iba a ocurrir de un momento de a otro.

En cualquier caso, era hora de hacer algo.

El perro que se había quedado rezagado, emitió un sordo gruñido. Pronto empezaría a ladrar. Le metí dos tiros en la cabeza a través de la pared, tumbándolo de espaldas, para luego disparar en el pecho al que estaba más cerca. Se derrumbó chillando.

Cambié rápidamente el cargador, aguzando el oído. El silenciador había amortiguado los cuatro disparos, pero al atravesar la fibra de vidrio habían hecho un fuerte ruido, y el cobertizo entero seguía vibrando.

En torno a los agujeros de bala, la pared estaba deshilachada, como un trapo.

Volvió a abrirse la puerta de la casa.

La misma voz adolescente llamó:

—¿Ebay? ¿Xena?

Me acerqué hacia la puerta tapada con la lona al fondo del cobertizo.

—¡Ebay! —gritó la voz, más cerca.

—Ése es mío —anunció Skinflick.

—¡No! —susurré.

Pero Skinflick ya iba corriendo hacia la pared del cobertizo, con la pistola en la mano.

—¡No! —grité.

Fue como una de esas chorradas de película de acción. Skinflick dio un salto, embistió con el hombro contra la pared y separó dos paneles de fibra de vidrio lo suficiente para ver, y disparar, a través de la abertura en forma de «V». Pero la pared retrocedió de golpe, lanzándolo de nuevo al centro del cobertizo.

En una película, sin embargo, no habría fallado. Ni se habría olvidado de poner el silenciador.

La detonación sonó como si se hubiera estrellado un coche. Para alguien que viajara en el maletero. Me retumbaba en los oídos cuando salí por la puerta tapada con la lona y me dirigí a la parte delantera del cobertizo, casi resbalando sobre la sangre de los perros, justo a tiempo de ver cómo se cerraba de golpe la puerta de la casa.

—¿Le he dado? —preguntó Skinflick cuando llegó a mi lado.

—No creo. Ha vuelto a entrar en la casa.

—Me cago en la leche. ¿Y ahora qué hacemos?

Como si el hecho de que acabara de jodernos los planes fuera cosa mía.

—Salir zumbando —le dije.

Pero no hacia el jardín. Con la excepción del falso muro, aquellos tíos conocían su casa mejor de lo que nunca la conoceríamos nosotros.

Volví a entrar corriendo en el cobertizo. Pateé la pared en torno al grifo y aplasté con el pie el cartón pintado.

La abertura que había quedado era ridículamente estrecha. Cuarenta y cinco centímetros en diagonal, más o menos. Y eso después de que, a base de retorcerlo, arrancara el grifo.

Encogiendo los hombros y metiendo primero la cabeza, apenas había sitio para pasar por el hueco. Y cuando lo conseguí, tapé toda la luz. Me agarré a unas cañerías y me impulsé hacia delante en la oscuridad, avanzando entre un fuerte olor a mohoso.

Di con la cara contra un montón de botellas de plástico medio llenas, y entonces olí a cloro y jabón de lavar los platos. Casi solté una carcajada. Luego empujé la puerta del armario y salí por debajo de la pila de fregar.

La luz era cegadora. Había una cocina grande a un lado y un bloque de madera maciza al otro. Me puse rápidamente en pie.

El bloque de madera no era ningún adorno pijo: estaba manchado de sangre y tenía un cuchillo de carnicero clavado en el borde. Además, en torno a él había dos mujeres de pie, que me miraban fijamente.

Una tendría alrededor de cincuenta años, y la otra la mitad de esa edad. Parecía que les hubieran roto todos los huesos de la cara por lo menos una vez dejando luego que se recompusieran solos sin atención médica. Aunque la que estaba peor era la más vieja.

Iban armadas, por así decir. La mayor blandía un cuchillo de trinchar, con ambas manos, y la más joven mantenía en alto la pesada placa de hierro de uno de los fogones. Pero las dos estaban aterrorizadas.

Sin dejar de apuntar a las mujeres ayudé a Skinflick a incorporarse cuando salió del pequeño túnel.

—Cuidado —le advertí—. Tenemos dos espectadoras. No dispares.

Cuando las vio, sacó la pistola.

—¿Espectadoras? —inquirió—. ¡Una tiene un cuchillo!

—Pon el silenciador —le ordené, y luego pregunté a las mujeres—: ¿Dónde están las chicas?

La más joven señaló al suelo. La mayor la miró con el ceño fruncido, luego vio que yo la estaba observando y apartó la cabeza.

—¿En el sótano?

La joven asintió con la cabeza.

—¿Cuántas personas hay en la casa aparte de ellas?

—Tres —contestó ella, con voz ronca.

—¿Incluidas vosotras dos?

—Tres aparte de nosotras.

—¿Son de la policía? —preguntó la mayor.

—Sí —contesté.

—Gracias a Dios —dijo la más joven, rompiendo a sollozar.

—Vamos a ello —dije a Skinflick. A las mujeres, les advertí—: Vosotras dos quedaos aquí. Si os movéis, os mataremos.

No era un comportamiento muy policial, pero qué más daba. Salí de espaldas a un pasillo enmoquetado que arrancaba de la cocina, me di la vuelta y eché a correr.

El pasillo, que daba claustrofobia, torcía dos veces y estaba repleto de estanterías llenas de sacos de dormir a cuadros y viejos juegos de mesa. Olía a humo de tabaco. Cerca del final había un tablón de anuncios de corcho con fotografías amarillentas de vacaciones familiares y, según me pareció, gente follando, aunque no me paré a verlo bien.

El pasillo terminaba en un vestíbulo atestado de cosas con la puerta principal al fondo. Había dos habitaciones a los lados y un tramo de escaleras que llevaba a la planta alta. A la estancia de la derecha se pasaba a través de un arco, pero la de la izquierda tenía puerta, y estaba cerrada. Skinflick apareció detrás de mí.

Cubrí con la pistola el arco y la parte de arriba de la escalera y me dirigí de espaldas hacia la puerta cerrada. Me puse en cuclillas y la abrí.

El armario de la ropa. Montones de botas de goma. La volví a cerrar.

Entre el armario y la puerta principal había un cuadro de Jesucristo que resultaba tan incongruente que lo levanté. Controles para el interfono y la verja de entrada.

Pensé en si podría llegar corriendo hasta allí. Abrir la verja desde donde estaba y tratar de alcanzar el bosque nada más salir.

Pero había que recorrer un montón de terreno al descubierto, y era un movimiento fácil de detectar. Y fueran cuales fuesen mis posibilidades, Skinflick tenía la mitad. Le hice señas para que saliera del pasillo y me siguiese, y crucé el arco.

Conducía a la habitación de la esquina derecha de la casa. Habíamos pasado bajo la ventana de aquel cuarto cuando bajamos de la camioneta. Por la ventana se alcanzaba a ver el cobertizo. En la habitación había un televisor de pantalla grande, un sofá, un banco de pesas, y una estantería con algunos trofeos y placas conmemorativas, la mayoría de ellas, al parecer, de competiciones de monopatín. Sobre el sofá había un póster de Arnold Schwarzenegger, de su época culturista.

Mientras lo miraba, mi visión periférica captó movimiento por la ventana, y me agaché rápidamente tirando de Skinflick para que hiciera lo mismo.

Era un tipo alto y delgado que venía por el cobertizo hacia la fachada delantera de la casa con ese paso rápido y cruzado que sólo se aprende en el ejército o en los vídeos de los fanáticos de las armas. Empuñaba una escopeta de aluminio con la que apuntaba al cobertizo.

—¡Despejado por atrás! —gritó, refiriéndose al parecer a la parte trasera del cobertizo.

Tenía una voz siniestra. Además era extrañamente delgado, y en las mejillas y la frente tenía esa clase de acné que se ve a siete metros de distancia.

Joder, pensé. No podía tener más de catorce años.

Alcé la vista a tiempo de desviar de un manotazo la pistola de Skinflick cuando estaba a punto de disparar a través del cristal de la ventana por encima de mi cabeza.

Pero ¡qué coño…! —masculló.

Tiré de él para que se agachara por debajo de la repisa de la ventana.

—No aprietes el gatillo sin avisarme, no dispares al cristal que tengo delante de la cara, y si tu objetivo está hablando con alguien, espera hasta ver quién es. Y no mates a ningún niño. ¿Entendido?

Skinflick eludió mi mirada, y asqueado, lo tiré de espaldas de un empujón.

—Y quédate agachado, coño —le ordené.

—¡Randy…, a cubierto! —gritó una voz de hombre. Parecía el mismo que había hablado por el altavoz de la verja.

El estrépito de una ametralladora llegó hasta nosotros a través del muro. Skinflick y yo nos tapamos los oídos todo lo que pudimos sin soltar las pistolas.

Me incorporé lo suficiente para atisbar por encima del borde de la ventana.

El cobertizo había desaparecido. Desgarrados islotes verdes de fibra de vidrio caían sobre el terreno como hojas muertas, rodando hacia el jardín. Era como si hubieran hecho desaparecer el cobertizo con un soplador de hojas.

Fui a la ventana de la fachada delantera. Allí estaba el chico de la escopeta, a un metro de distancia, de perfil. Si en aquel momento hubiera mirado, me habría visto. Pero echó a andar hacia el sitio en donde había estado el cobertizo.

Por el lado de atrás de la casa aparecieron otros dos hombres y se reunieron con él.

Uno de ellos era otro chaval, pero algo mayor: dieciocho o diecinueve años. Empuñaba un fusil de asalto Kalashnikov.

El otro era un individuo de mediana edad y aspecto desagradable, con una gorra de béisbol rellena de gomaespuma por delante y gafas de aviador sin tintar. Medía uno ochenta, con montones de esa especie de grasa dura que no mencionan los libros de medicina, pero que se ve continuamente en los tíos que buscan pelea en los bares. Llevaba algo que parecía una motosierra, sólo que con un cañón de ametralladora en donde debía haber estado la hoja. Despedía humo y vapor en toda su extensión. Nunca había visto nada igual[44].

Los dos hombres y el chico empezaron a dar patadas a los restos de fibra de vidrio, y luego el de mediana edad se fijó en el agujero que había en el muro de la casa.

—¡ME PARECE QUE NO LES HEMOS DADO! —gritó. Se me ocurrió que ninguno de ellos llevaba protección en los oídos.

Era evidente que se disponían a acercarse a la fachada de la casa, momento en el cual tendríamos que asomarnos por la ventana para dispararles.

Skinflick, de rodillas a mi lado, dijo:

—Hay que empezar a disparar.

Tenía razón. Tomé una decisión táctica.

—Ocúpate del gordo. Yo me encargaré de los chicos.

Abrimos fuego, y la ventana se vino abajo frente a nosotros.

Lo que pensaba al repartir los objetivos era que yo dispararía a los hijos en la pierna —preferiblemente en la pantorrilla—, porque Papi estaba tan gordo que hasta Skinflick le acertaría.

El problema fue que yo fallé una y otra vez. No es tan fácil dar a alguien en la pierna. Gasté prácticamente el cargador entero en acertar al hijo mayor de Karcher en la espinilla y volar el pie al chaval más joven.

Entretanto, Skinflick agotó el cargador sin dar a Karcher una sola vez. Y entonces Karcher volvió la ametralladora motorizada hacia nosotros.

En el momento en que tiré de Skinflick hacia atrás, el fragor estalló de nuevo. Trozos enteros del rincón de la pared frente al cual habíamos estado agachados se evaporaron en el aire, igual que en esas películas en que un viajero del tiempo aparece de pronto en el futuro y las cosas del presente empiezan a desvanecerse.

El aire se llenó de polvo y metralla y no se veía nada. Skinflick se me escurrió de la mano y lo perdí de vista. Me arrastré hacia el centro de la habitación, alejándome del rincón, situándome luego detrás de un trozo de muro caído. Sólo cuando empecé a toser me di cuenta de que casi me había quedado sordo.

Al cabo de un tiempo que no pude estimar, una ráfaga de viento de noviembre bombeó la casa, y el aire se aclaró. Por donde había estado la pared de enfrente y la lateral entraba la luz del día. Faltaban grandes trozos de techo, que dejaban al descubierto una habitación sobre nuestras cabezas y unas cañerías salpicando agua por los restos de una pared. Se veía todo hasta el vestíbulo. El cuadro de Jesucristo y los controles que ocultaba, eran escombros.

Karcher estaba junto a lo que quedaba del arranque de la escalera. Skinflick había caído de espaldas a sus pies.

Seguía empuñando la pistola, pero la guía estaba echada completamente hacia atrás, mostrando lo vacía que estaba.

—AH, EN QUÉ PUTO LÍO TE HAS METIDO, CHAVAL —le gritó Karcher. Por lo visto, recuperar la audición le estaba costando mucho más que a mí.

—VOY A MATARTE TAN DESPACIO, QUE QUERRÁS DEVORARTE A TI MISMO.

Deliverance es El padrino de los paletos chiflados.

Se me ocurrió que Karcher no se había enterado de que éramos dos.

Me puse en pie con mucha calma, y le metí un balazo limpiamente en la cabeza.

Lo demás ya lo han leído en los periódicos. Es probable que hayan visto reconstrucciones de los hechos en algún programa de televisión.

El hijo mayor de Karcher, Corey, a quien yo había disparado en la espinilla, murió desangrado. Al pequeño, Randy, le hice un torniquete. Podría haberse salvado, pero cuando me fui a buscar el coche, Skinflick lo mató de un tiro en la cabeza. Bienvenido a la mafia, Adam Locano, alias «Skinflick».

Cuando cargamos los tres cadáveres en el maletero, las mujeres salieron al jardín delantero y se quedaron mirándonos, la mayor berreando de rodillas y la más joven en silencio. Aquella misma noche los cadáveres ocuparon media docena de ataúdes infantiles, diseccionados por un técnico de la Oficina del Forense de Brooklyn que estaba en deuda con la organización por una apuesta sobre los Oscar, y los seis féretros fueron enterrados en una fosa común.

Antes de largarnos de allí, localicé a tantas chicas ucranianas como pude. Había una en el potro de tortura del «despacho» de Karcher, a la que fue imposible reanimar, y a quien habría llevado con nosotros de haber creído que podríamos dejarla en un hospital antes que la bofia[45].

Había una chica aún con vida encadenada en la planta de arriba, en la habitación de uno de los chicos; por pura suerte no la que estaba encima de la habitación del televisor. Y otras dos muertas colgando de unas cadenas en otro cobertizo.

La entrada al sótano, en donde se encontraba el resto de las muchachas, estaba en la parte de atrás. No había olido una peste como aquélla desde que ingresé en la facultad de medicina.

Skinflick y yo nos detuvimos en el mismo teléfono público en el que yo había quedado con el chico de reparto, y llamé a la poli para explicarles adónde tenían que ir y con lo que se iban a encontrar. A Locano lo llamamos por el móvil. Tras depositar los cadáveres de los Karcher, nos fuimos a casa, nos duchamos, Skinflick se emborrachó y se colocó, y yo me marché a buscar a Magdalena.

Desde que empezó el tiroteo apenas había cruzado palabra con Skinflick. Los dos estábamos muy afectados, pero también sabíamos que su decisión de cargarse a un chaval herido de catorce años era suficiente para dar por terminada nuestra amistad, aunque así habría sido igualmente en caso de que aquel día no hubiera salido mal ninguna otra cosa.

Y dos semanas después me detuvieron por el asesinato de las dos mujeres de Les Karcher.