8
En el invierno de 1994 los Locano fueron de nuevo a esquiar, esta vez a Beaver Creek o algo parecido, en Colorado, y me invitaron a ir con ellos. Dije que no, y en cambio hice un viaje a Polonia. Pero juro por Dios que no fui para matar a Wladislaw Budek, el hombre que traicionó a mis abuelos y los mandó a Auschwitz.
Sino por algo mucho peor. Fui porque creía que existía un ente llamado «Destino», y que si no hacía muchos planes, esa entidad podría o bien ponerme a Budek en el punto de mira, o bien apartarlo de mi camino, mostrándome así si debía convertirme en un sicario extraoficial de David Locano. Alguien que él pudiera utilizar indistintamente contra italianos y rusos, y servir al mismo tiempo como una especie de guardaespaldas para Skinflick. Entretanto, aprovecharía las rechazadas vacaciones de esquí para demostrarme a mí mismo que no estaba tan apegado a los Locano como antes a mis abuelos.
Hablando desde el punto de vista médico, lo curioso de dejar que una entidad ficticia y sobrenatural decidiera el rumbo de mi vida —como si el universo dispusiera de una especie de conciencia, o agente— es que por tal decisión no se me podía considerar loco. El Manual de Diagnóstico y Estadística, que trata de clasificar los caprichos de las disfunciones psiquiátricas hasta el punto de poder facturarlas, es muy claro a este respecto. Afirma que para que una creencia tenga carácter delirante debe ser «una convicción falsa basada en una inferencia incorrecta sobre una realidad externa que sigue manteniéndose a pesar de lo que cree la mayoría de la gente y de la prueba o testimonio incontrovertible de lo contrario». Y teniendo en cuenta la cantidad de gente que compra billetes de lotería, toca madera para evitar la mala suerte, o considera que todo ocurre por alguna razón, es difícil etiquetar cualquier creencia mística como patológica.
Por supuesto, el Manual ni siquiera intenta definir la «estupidez». Mi impresión personal es que existen unas once clases distintas de inteligencia, y cuarenta tipos diferentes de estupidez.
La mayoría de las cuales he experimentado directamente.
Como parecía improbable que alguna vez acabara encontrando a Wladislaw Budek, decidí dedicarme al menos a ver las atracciones turísticas. Mi primer destino fue el bosque virgen en el que se ocultaban mis abuelos cuando Budek se puso en contacto con ellos. Fui en avión a Varsovia, me alojé una noche en la mierda de hotel ex comunista de la Ciudad Vieja (se llama literalmente así, como si fuera la capital de la Patria Vieja), desayuné en el restaurante unos tubos de carne de extraña forma, y luego subí a un tren con destino a Lublin. Allí cogí un autobús lleno de chicas católicas de dieciséis años con la cara llena de espinillas, que se pasaron todo el trayecto hablando de felaciones. Mi vocabulario en polaco, que era una mierda —aunque lo pronunciaba bien—, me permitía entender un poco.
Entretanto, todos los sitios por donde pasábamos eran fábricas o vías de ferrocarril. De haber sido polaco, podría haber intentado decir: «¡Pues claro que no sabía que se estuviera produciendo el Holocausto! ¡Todo el puto país parece un campo de concentración!».
Como que me hubiera importado, de haber sido polaco.
Por fin llegamos a una ciudad tan poco desarrollada que sólo tenía cuatro fábricas, y me bajé del autobús. Había un camino de tierra que salía de la ciudad y pasaba frente al bosque. Comprobé por dos veces el horario de vuelta, dejé la mochila a la encargada de la estación, y eché a andar por el camino.
¿He mencionado el puñetero frío que hacía en Polonia? Un frío de cojones. De esos que te hacen llorar muy seguido para que no lleguen a helársete las lágrimas, estirándote las mejillas y tensándote los labios, y lo único que te mantiene caliente es la imagen de las botas claveteadas del Sexto Ejército de Hitler desplazando al suelo el calor de los cuerpos. Casi no se podía respirar de lo helado que estaba el aire.
Escogí al azar un punto de partida desde el camino y me encaramé por un montón de nieve acumulada por la ventisca tan profundo y blando que al cruzarlo tuve la impresión de ir nadando. En la superficie había una capa de hielo cristalino que se cuarteaba y deslizaba en capas tectónicas mientras trataba de internarme en el bosque.
A los cincuenta metros de marcha, se me habituaron los ojos a la penumbra. El ruido y el viento habían desaparecido. Árboles extraños y gigantescos que era incapaz de identificar (no es que supiera distinguir, digamos, un roble) extendían sus ramas en todas direcciones. A veces tropezaba con las que estaban a ras del suelo, bajo la nieve.
Avanzaba con tanto cuidado que no reparé en los cuervos hasta que uno dejó caer una rama justo delante de mí. Otros dos me observaban desde más arriba. Me tumbé sobre la nieve y me quedé mirándolos. Eran las aves silvestres más grandes que había visto nunca. Al cabo del rato empezaron a acicalarse como si fueran gatos.
Aspiré el limpio y cortante aire y me pregunté si los cuervos vivían tanto como los loros, y en caso afirmativo si aquéllos habrían andado por allí durante la Segunda Guerra Mundial. O la Primera, ya puestos. Me pregunté si mis abuelos habrían intentado comérselos alguna vez.
Y si no habían comido cuervos, ¿de qué se habrían alimentado? ¿Cómo se las arreglaba uno siquiera en un sitio así? ¿Cómo se lavaba uno la ropa, por no hablar de combatir a los nazis? Aquel lugar era una especie de ultratumba.
Finalmente, uno de los cuervos dio un graznido, y los tres emprendieron el vuelo. Poco después, oí ruido de máquinas.
Lo lógico era volver al camino, porque la nieve me empezaba a calar las botas. Pero sentí curiosidad: no sólo por el origen del sonido, sino por saber la celeridad con que podía uno desplazarse por el bosque cuando necesitara dirigirse a algún sitio. Así que, yendo hacia el ruido, me adentré aún más en el bosque.
A medida que se hacía más fuerte, se iba percibiendo el rumor de otras máquinas. Pronto distinguí la parte superior de unas grúas. Poco después di un traspiés cruzando otro muro de nieve y fui rodando hasta caer de pie en un claro.
Lo era en el sentido de «recién despejado». Habían pelado el terreno en una extensión de unas cuarenta hectáreas, y hombres con anoraks y cascos de colores crudos manejaban máquinas gigantescas con las que seguían quitando árboles de los bordes, abatiéndolos y cortándoles luego un trozo para poder izarlos a unas plataformas. Un humo negro procedente de media docena de vehículos ensuciaba un cielo de color lechoso.
Intenté hablar con uno de los trabajadores. Creo que era de Veerk, una compañía maderera finlandesa, pero por lo visto no teníamos ninguna lengua en común, así que acabamos los dos riendo y encogiéndonos de hombros, porque qué coño se podía hacer, si no.
Aunque no era muy divertido. Bialowieza constituye el último vestigio de un bosque que antiguamente cubría el ochenta por ciento del territorio europeo. Al ver cómo le arrancaban otro trozo se tenía la impresión de que aplanaban el ombligo del mundo. Con eso se cerraba otra puerta de entrada al pasado: el de nuestros abuelos. Se borraba otra señal de que en un principio habíamos sido humanos.
Y otro episodio histórico volatilizado, en el cual puede verse todo lo que uno quiera, o nada en absoluto.
Volví a Lublin y me dirigí al sur para el asunto principal. Cogí el Expreso Telón de Acero hasta Cracovia, un tren nocturno con literas, algo que nunca había hecho y que probablemente nunca volveré a hacer, aunque el viaje no fue tan malo. En la litera de arriba, retiré la manta, en donde parecía haber una exagerada cantidad de vello púbico incrustada en el tejido, y me tumbé sobre las sábanas con el abrigo puesto, leyendo a la luz de la bombilla que casi me rozaba la cabeza.
En Lublin había comprado una pila de libros. Los textos de la época comunista eran divertidos pero triviales. («¡Se invita a los turistas a visitar la Acería Lenin, la fábrica de cigarrillos Czyzyny, y la planta Bonarka de abonos químicos!»). La mayor parte de los textos polacos modernos era odiosa y estúpida, con centenares de páginas sobre cómo Lech Walesa era un santo, y ninguna acerca de que debía estar comiendo mierda como el buen cerdo mamón que es.[25] Y los que parecían fiables resultaban igualmente deprimentes.
¡Se culpó del incendio a los judíos! ¡Se echó la culpa de la peste a los judíos! ¡Se achacó a los judíos la responsabilidad de que toda Europa estuviera regida por cabrones que odiaban a los judíos!
Los judíos constituían una tercera parte de la población de Cracovia en 1800, una cuarta parte en 1900, y nada en absoluto en 1945.
Por la mañana, camino del hotel desde la estación, saqué un billete de autobús para Auschwitz.
Les ahorraré la mayor parte.
Cuando estaba en pleno funcionamiento, Auschwitz se componía en realidad de tres campos diferentes: el de la muerte (Birkenau, también conocido como «Auschwitz II»); el de la fábrica I. G. Farben («Auschwitz III», o Monowitz), en donde trabajaban los esclavos, y el campo combinado de concentración y exterminio, situado entre los dos anteriores («Auschwitz I», o simplemente Auschwitz). Como los alemanes bombardearon Birkenau en su huida —demostrando la afirmación de Platón de que la vergüenza humana surge exclusivamente de la amenaza del descubrimiento— y luego los polacos se llevaron los ladrillos que quedaban entre los escombros, el museo principal se encuentra en Auschwitz I.
Para llegar allí hay que coger uno de esos autobuses que, merced a una especie de pirueta histórica, son más modernos que cualquiera de los que se ven en Estados Unidos. Los polacos llaman a esa zona Oswiqcim: no se ve un solo letrero que diga «Auschwitz». Los alrededores están enteramente industrializados y poblados, con edificios de viviendas frente a la entrada del campo de concentración, aunque la guía advierte en polaco que de no haber sido por el jaleo armado por la militancia judía internacional, a estas alturas lo habrían demolido para construir un supermercado. Miré alrededor para ver quién se molestaba por tal aseveración, pero los únicos que rechinaban los dientes eran los miembros de una familia hasídica que iba en la parte de atrás del autobús.
Se cruza un patio exterior. Los nazis fueron ampliando el campo siempre que tenían oportunidad, de manera que para llegar a las famosas verjas del «Arbeit Macht Frei» hay que pasar por un edificio con una cafetería, un quiosco de carretes para cámaras fotográficas, y las taquillas que expenden las entradas. Ése era antes el edificio en donde se tatuaba y rapaba la cabeza a los prisioneros, y en donde los nazis tenían encerrados a los esclavos sexuales. Huele a alcantarilla porque no limpian los servicios, y los tatuajes que se ven en las fotos ni siquiera se parecen a los que tenían nuestros abuelos.
Pasando las verjas, hay una cruz de madera de seis metros con un enjambre de monjas y cabezas rapadas alrededor que entregan panfletos en donde se cuenta la histeria con que el judaísmo internacional intenta prohibir los oficios católicos en Auschwitz, que está en un país católico. Eso hace que te entre hormiguillo en las manos, y te preguntes si romperle la crisma a un cabeza rapada justificará la afirmación de Freud de que lo único que puede hacernos felices es la realización de los deseos infantiles.
Pero haces lo que has venido a hacer. Observas los barracones rodeados de alambre de espino, la horca, las torres de los guardias que distribuían la muerte al azar. El edificio de los experimentos médicos. Los hornos crematorios. Te haces ciertas preguntas: ¿limpiaría yo las cámaras de gas para seguir con vida un mes más? ¿Llenaría los hornos?
Te sientes jodidamente mal.
Al final acabas preguntándote por qué hay un barracón dedicado a las víctimas de todas las nacionalidades de que hayas oído hablar —eslovenos, por ejemplo—, pero no hay una sola mención a los judíos en parte alguna. Preguntas a un guarda. Señala al otro lado de la calle.
Cuando encuentras el Barracón 37, compruebas que el guarda tenía razón a medias. Es un barracón conjunto, el único de Auschwitz: eslovacos (la exposición original; se ve por los letreros) y ahora también judíos. Aunque la instalación está cerrada a cal y canto, con una cadena en torno al picaporte de la puerta. Después te enteras de que ese barracón en concreto ha pasado más tiempo cerrado que abierto: por ejemplo, entre 1967 y 1978 no abrió un solo día. La familia hasídica del autobús se queda contemplando tristemente la cadena.
Como es lógico, das una patada al puto candado y abres las puertas de un empujón, dejando pasar primero a la familia hasídica.
Dentro, se ve un horroroso montón de mierda. Tantos judíos murieron en Auschwitz que las cosas que dejaron —el pelo, las piernas de madera de los veteranos que habían luchado por Polonia en la Primera Guerra Mundial, los zapatos de los niños, etcétera— llenan las vitrinas de habitaciones enteras, dentro de las cuales se pudren y apestan. Comparado con eso, las placas del museo, de indiferente malignidad —en las que se ha tachado la palabra «Polacos» del letrero que decía «Judíos Polacos», y se afirma que los nacionalsocialistas «reaccionaron ante una presencia excesiva de los judíos en la economía y el gobierno»—, apenas te afectan. Aun cuando lo de «presencia excesiva» sea el estereotipo favorito de los antisemitas, porque cada vez que exterminan a la mitad de los judíos del planeta, como hicieron en la Segunda Guerra Mundial, los supervivientes adquieren de pronto una doble «presencia excesiva».
Al cabo del rato, vuelves a subir al autobús con destino a Birkenau, el campo de la muerte. (Lo siento: Brzezinka. En Polonia, «Birkenau» tampoco aparece escrito). Allí, en las extensas ruinas de los baños romanos convertidos en fábrica de muerte, hasta los europeos lloran. En ese lugar la tristeza es prácticamente algo que se oye, una sensación chirriante en los oídos.
Finalmente, la guía se te acerca y te da unos golpecitos en el hombro, anunciando con voz queda que ya es hora de volver a Cracovia.
—Pero ¿no paramos en Monowitz? —le preguntas.
Dice que no conoce «Monowitz».
—Monowice, dicen ustedes. Dwory. El campo de I. G. Farben. Auschwitz III.
—Ah. Ahí no vamos —informa.
—¿Por qué no? —preguntas entonces. La mitad de los supervivientes de Auschwitz pasaban a ser esclavos en Monowitz. No sólo los abuelos de cada cual: gente como Primo Levi y Eli Wiesel.
—Yo sólo soy la guía de la excursión —responde ella.
En última instancia amenazas con ir andando si no te llevan allí en el autobús, y ella te toma la palabra. Tras encontrarlo, sigues el camino durante media hora. Llegas a una verja con alambre de espino: nueva, con guardias de verdad provistos de ametralladoras. Uno de ellos dice que únicamente se admiten visitas «con autorización especial».
Mirando por encima de su hombro, comprendes por qué. Monowitz está lanzando hollín al cielo en este mismo instante. Sigue funcionando, nunca lo han cerrado.[26]
Tras hablar con los risueños guardias de las puertas, te vuelves andando a Auschwitz para coger un taxi, desgarrándote la palma de las manos con las uñas.
De vuelta en Cracovia —¡La hostia puta! ¡Los pitufos construyeron un pueblo medieval en una colina! ¡Y sigue siendo encantador, con detalles tan delicados y precisos como un reloj, porque el gobernador nazi de Polonia vivía en el castillo y preservaba los edificios!—, fui a cenar a la Koffee House, un local de la era Kommunist con una estufa de leña, y luego me dirigí a la trastienda a hojear el antiguo y gigantesco listín telefónico.
Todos los clientes del local parecían tener labios prensiles y una ostensible falta de dientes, y aquellos cuyas conversaciones alcancé a escuchar se quejaban de cosas con aire de tener mucha razón. Con un sobresalto, me di cuenta de que podía haberme cruzado con Wladislaw Budek.
Siempre me había imaginado a Budek como un Claus von Bülow entrado en años: un risueño e impenitente león con una Luger en el bolsillo del esmoquin. Pero ¿y si se había convertido en un absoluto cretino que caminaba arrastrando los pies, con los párpados de abajo colgando y vueltos del revés y un pastillero de plástico con los días de la semana escritos en sus diversos compartimientos? ¿Y si además estaba demasiado sordo y senil para entender siquiera de lo que le acusaba?
¿Qué es lo que iba a hacer, gritarle: «HACE CINCUENTA AÑOS ERAS UN INFAME CABRÓN»? ¿O bien: «PROBABLEMENTE LO SIGUES SIENDO, AUNQUE PARECE QUE TE FALTA ENERGÍA PARA RECONOCERLO»?
Bueno, estaba a punto de averiguarlo. Sentí la chispa en los dedos antes de que mis ojos procesaran siquiera la imagen: la dirección de Budek venía en el listín, estaba a seis manzanas de allí.
Era el piso superior de una vivienda de dos plantas en una hilera de casas similares que daba a un jardín alargado y estrecho con una verja privada. Consideré pasar por el jardín y entrar por la parte de atrás, pero antes de pensarlo bien me encontré frente a los escalones y llamé al timbre girando una llave.
De pronto sudaba por todas partes, como si toda el agua de mi cuerpo intentara evaporarse para convertirme en una sombra de mí mismo. Procuré tranquilizarme, y luego desistí. ¿Para qué molestarse?
Se abrió la puerta. Un rostro marchito. De mujer. O al menos la bata que llevaba era rosa.
—¿Sí? —dijo, en polaco.
—Estoy buscando a Wladislaw Budek.
—No está.
—Hable despacio, por favor. El polaco no se me da bien. ¿Sabe cuándo va a venir?
Me estudió.
—¿Quién es usted?
—Soy norteamericano. Era un conocido de mis abuelos.
—¿Sus abuelos conocían a Wladis?
—Sí. Lo conocían. Ya han muerto.
—¿Quiénes eran?
—Stefan Brnwa y Anna Maisel.
—¿Maisel? Suena a judío.
—Y lo es.
—Usted no parece judío.
Tuve la impresión de que debía decir: «Gracias».
—¿Es usted la señora Budek?
—No. Soy la hermana de Wladis, Blancha Przedmieście.
De pronto todo era surrealista. Mis abuelos me habían hablado de aquella mujer. La leyenda decía que se había pasado la guerra acostándose con un nazi y con otro hombre cuya mujer tenía contactos con la resistencia judía, facilitando así la trama de su hermano.
Dijo algo que no entendí.
—¿Disculpe? —le dije.
—La policía me conoce muy bien —repitió, más despacio.
—¿Por qué iba usted a necesitar a la policía?
—No sé. Usted es americano.
Buena respuesta.
—¿Puedo entrar? —le pedí.
—¿Para qué?
—Sólo para hacerle unas preguntas acerca de su hermano. Si no le gustan, puede llamar a quien quiera.
Lo pensó. El odio a los judíos puede ser una maravillosa urgencia primordial para cualquier racista, pero la soledad se remonta a la ameba.
—De acuerdo —dijo al cabo—. Pero no voy a darle nada de comer. Y no toque nada.
Por dentro, el apartamento era anticuado pero sin florituras, con muebles rectangulares de los sesenta y una televisión de pantalla protuberante. Sobre un par de mesitas auxiliares había fotografías enmarcadas.
En una de ellas se veía a dos jóvenes frente a un muro cubierto de hiedra: una mujer que podía ser aquélla y un hombre de cabello negro y aspecto sombrío.
—¿Es él? —pregunté.
—No. Es mi marido. Murió cuando nos invadieron los alemanes.
Mediante una serie de palabras y gestos me dio a entender que murió porque estaba en artillería, entonces tirada por caballos, y que los alemanes habían empleado la aviación.
—Wladis es ése —dijo, señalando con el dedo.
Era un hombre rubio, con aire impertinente, que estaba en lo alto de una montaña con esquís, exhibiendo una risa dentona bajo el sol.
—Era un hombre muy guapo.
Parecía desafiarme a que dijera lo contrario.
—Ha dicho: «Era». ¿Es que ha muerto?
—Murió en 1944.
—¿En 1944?
—Sí.
—¿Qué pasó?
Sonrió con amargura.
—Lo asesinaron unos judíos. Entraron por la ventana. Con pistolas.
Tardé un poco en entender lo que dijo a continuación. Por lo visto, los judíos a los que se refería la ataron en la cocina y mataron a tiros a su hermano en el cuarto de estar, cerca de donde yo permanecía en pie, al extremo del sofá. Utilizaron una almohada para que nadie lo oyera.
—Pero la policía ya venía de camino —prosiguió—, y los cogió al salir.
—Vaya.
Así que se le adelantaron. Por un estrecho y provechoso margen.
—Eran un chico y una chica —añadió—. Adolescentes.
—¿Cómo ha dicho?
Lo repitió.
—¿Está de broma?
—¿Qué quiere decir? —repuso.
Sentí náuseas. Me senté en el sofá por si se me notaba y le daba por echarme de su casa.
Necesitaba más información.
—¿Qué aspecto tenían? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—De judíos.
Probé con otra táctica.
—¿Por qué venía la policía de camino?
—¿A qué se refiere?
Se sentó en la butaca, pero al borde del asiento, a la defensiva, como dispuesta a lanzarse al teléfono en cualquier momento.
—¿Cómo se enteró la policía de que iba a haber jaleo?
—No sé, Wladis ya la había llamado.
—¿Antes de que llegaran el chico y la chica? —le pregunté.
—Sí.
—Pero ¿cómo sabía él que iban a venir?
—No tengo ni idea. A lo mejor los oyó. Fue hace mucho tiempo.
—¿No lo recuerda?
—No. No me acuerdo.
—Dos judíos entran por la ventana, la atan en la cocina, ¿y no se acuerda de cómo sabía su hermano que iban a venir?
—No.
—¿No sería porque usted y él les habían sacado dinero asegurándoles que podían salvar a unos familiares suyos?
Se puso muy tiesa.
—¿Por qué me hace esas preguntas?
—Porque quiero saber lo que pasó.
—¿Por qué tendría que hablar de eso con usted?
Lo pensé.
—Porque usted y yo somos las dos únicas personas en el mundo a quienes les importa, y no tiene usted aspecto de que vaya a vivir mucho tiempo.
Dijo algo parecido a «Por qué no se muerde la lengua».
—Sólo dígame lo que ocurrió. Por favor.
Iba perdiendo la palidez y poniéndose colorada.
—Sacamos dinero a la esperanza de los judíos. Dios sabe que se lo podían permitir.
—¿Salvaron a alguno?
—Era imposible salvar judíos durante la guerra. Aunque se quisiera.
—Y si se les acercaban demasiado, hacían que los mataran.
Apartó la cabeza.
—Márchese ya —me ordenó.
—¿Por qué los odiaba tanto? —quise saber.
—Dominaban todo el país —contestó—. Igual que ahora controlan Estados Unidos. Salga de mi casa.
—Lo haré. Si me dice cómo se llamaban aquellos judíos.
—¡No tengo la menor idea! —exclamó—. ¡Váyase!
Me puse en pie. Comprendí que jamás podía estar más seguro que ahora.
Me dirigí a la puerta. Al abrirla entró un viento helador.
—Un momento —dijo—. Dígame otra vez el nombre de sus abuelos.
Me volví hacia ella.
—Me parece que no se lo voy a decir. Simplemente me pregunto por qué la dejaron con vida.
Se me quedó mirando.
—Yo siempre me lo he preguntado —respondió.
Al marcharme, cerré la puerta de golpe.
Para que conste, lo que decidí fue lo siguiente:
Nada de objetivos femeninos (lo que era lógico), pero tampoco víctimas cuyos crímenes se remontaran exclusivamente al pasado. Sólo casos de amenaza inminente. No había modo de saber por qué mis abuelos dejaron con vida a Blancha Przedmieście, pero se trataba de una mujer, y matar a su hermano quizá fuese suficiente para dar por terminada la operación. Así que ahí lo tienen.
Entretanto, cuando David Locano quisiera que me ventilara a algún asesino cuya muerte fuese un alivio para el mundo, yo comprobaría su información y luego decidiría —aunque obligadamente— si emprender su búsqueda para matarlo.
Ni una sola vez pensé que, de haber aprobado esa línea de actuación, mis abuelos quizá me hubieran soltado menos sermones sobre la paz y la tolerancia y me habrían contado más detalles sobre su misión de asesinar a Budek. No me hacía falta considerar tales cuestiones. El destino mismo me había dictado lo que debía hacer.
Ah, la juventud. Es como heroína fumada en vez de esnifada. Evaporada tan deprisa que resulta increíble que hayas tenido que pagarla.