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Cuando estaba en la universidad me fui un verano a El Salvador para colaborar en el empadronamiento de las tribus indígenas. A un chico de una aldea que visité le arrancó un brazo un tiburón mientras pescaba lanzando un sedal con la mano, y se habría muerto delante de mis narices si no hubiera sido por otro de los cooperantes norteamericanos, que era médico. En ese mismo momento decidí pasarme a la facultad de medicina.
Eso nunca llegó a ocurrir, gracias a Dios, y en una primera época apenas fui a la universidad, pero es de esas cosas que aconsejan decir cuando se solicita el ingreso en medicina. Eso o que tenías una enfermedad que fue empeorando hasta que te la curaron de forma tan increíble que ahora eres capaz de trabajar ciento veinte horas semanales y encima estar contento.
Lo que no te aconsejan decir es que quieres ser médico porque tu abuelo lo era y siempre lo has admirado mucho. No sé por qué. Se me ocurren peores razones. Además, mi abuelo sí era médico, y yo siempre lo he respetado mucho. Por lo que yo sabía, mi abuela y él habían protagonizado una de las más grandes historias de amor del siglo XX, además de ser las últimas personas verdaderamente decentes del planeta.
Poseían una grave dignidad a la que yo nunca he logrado aproximarme, y una infinita preocupación por los oprimidos en la que no quiero ni ponerme a pensar. Guardaban además una gran compostura, y parecían disfrutar mucho jugando al Scrabble, viendo la televisión pública y leyendo voluminosos e instructivos libros. Incluso se vestían de etiqueta. Y aunque pertenecían a una clase desaparecida, mostraban condescendencia hacia quienes no eran como ellos. Por ejemplo, cuando mi drogota madre me dio a luz en un ashram de la India en 1977 y luego quiso ir a Roma con su novio (mi padre), mis abuelos cogieron el avión y se presentaron allí para llevarme con ellos a New Jersey, en donde me criaron.
Con todo, sería deshonesto situar los orígenes de mi vocación por la medicina en el amor y respeto que me inspiraban mis abuelos, porque no creo que considerase siquiera matricularme en la Facultad hasta ocho años después de que los asesinaran.
Los mataron el 10 de octubre de 1991. Yo tenía catorce años, me faltaban cuatro meses para cumplir los quince. Llegué de casa de un amigo a las seis y media, lo que en West Orange es lo bastante tarde en octubre como para tener las luces encendidas. Estaban apagadas.
En aquella época, mi abuelo no se dedicaba a la cirugía, pero prestaba asistencia médica en calidad de voluntario, y mi abuela trabajaba también como voluntaria en la biblioteca pública de West Orange, de modo que a esa hora los dos debían estar en casa. Además, el cristal de la puerta de entrada —del tipo que llaman «esmerilado»— estaba roto, como si hubieran querido introducir la mano para abrir el pestillo.
Si les pasa eso alguna vez, llamen a la policía. Aún puede haber alguien dentro. Entré, porque temía que hicieran daño a mis abuelos si me quedaba fuera. Ustedes probablemente hubieran hecho lo mismo.
Estaban entre el salón y el comedor. En concreto, mi abuela, que había recibido un balazo en el pecho, yacía de espaldas en la sala de estar, y mi abuelo, que se había encogido cuando le dispararon en el abdomen, estaba boca abajo en el comedor. Mi abuelo tenía la mano sobre el brazo de mi abuela.
Llevaban muertos algún tiempo. La sangre de la alfombra se me pegaba a los zapatos, y después, cuando me tendí en ella, a la cara. Llamé a la policía antes de tumbarme y poner la cabeza entre las suyas.
Todo permanece en mi memoria en colores vívidos, cosa interesante, porque ahora sé que, en realidad, en situaciones poco emotivas no vemos colores. Nuestra mente los imagina y los aplica después.
Sé que les pasé los dedos entre los canosos cabellos y junté sus cabezas con la mía. Cuando por fin llegó la ambulancia, lo único que pudieron hacer los técnicos sanitarios fue apartarme de allí para que los polis pudieran fotografiar la escena del crimen y dejar que los servicios municipales retiraran los cadáveres.
La especial ironía de la historia de mis abuelos es que cincuenta años antes habían sobrevivido a un intento de asesinato mucho más complejo. Se habían conocido, legendariamente, en el bosque de Bialowieza, en Polonia, en el invierno de 1943, cuando tenían quince años, sólo unos meses más que yo cuando los encontré muertos. Junto con una pandilla de adolescentes recién asilvestrados acechaban entre la nieve a las partidas de polacos que salían a perseguir judíos para ver si matando a todos los que pudieran los dejaban en paz. Nunca me contaron lo que hacían exactamente, pero debía de ser algo bastante brutal, porque en 1943 Hermann Göring tenía una casa de campo en la parte sur de Bialowieza, en donde sus huéspedes y él se disfrazaban de senadores romanos, y es de suponer que estuviera al tanto de la situación. También está el asunto de un pelotón rezagado del Sexto Ejército de Hitler que desapareció en Bialowieza aquel invierno camino de Stalingrado. En donde sus miembros, a decir verdad, habrían muerto de todos modos.
Mis abuelos acabaron cayendo en una trampa. Por medio de un individuo de Cracovia llamado Wladislaw Budek les llegó noticia de que habían capturado al hermano de mi abuela, que actuaba en esa ciudad como espía del obispo de Berlín,[9] y lo habían enviado al «gueto» de Podgorze, que era un centro de internamiento junto al ferrocarril de los campos. Budek afirmaba que podía sacar al hermano de mi abuela por dieciocho mil zlotis, o como coño se llamase la moneda que utilizaran por entonces. En vista de que no tenían dinero, y de que en cualquier caso tampoco se fiaban, fueron a Cracovia para comprobar personalmente las cosas. Budek los traicionó, llamó a la policía y los mandaron a Auschwitz.
Típico de mis abuelos era que después consideraban su internamiento en Auschwitz como un golpe de suerte, porque no sólo era preferible a que los racistas polacos los hubiesen matado a tiros en el bosque, sino que era mucho mejor que un campo de la muerte.[10] En Auschwitz tuvieron oportunidad de ponerse en contacto en dos ocasiones mediante notas pasadas de contrabando; lo que, según contaban, hizo que la supervivencia resultara fácil hasta la liberación.
Su funeral se celebró cerca de donde vivía mi tío Barry. Era el hermano de mi madre, que un día se quedó flipado y se hizo judío ortodoxo. Por supuesto, mis abuelos se consideraban judíos —habían visitado Israel, por ejemplo, y lo apoyaban, lamentando la prontitud con que el mundo se había apresurado a demonizarlo—, pero para ellos el ser judío significaba asumir determinadas responsabilidades morales e intelectuales, aunque la religión no fuera otra cosa que una patraña manchada de sangre. Mi madre se había entusiasmado con todas las formas de rebelión tradicionales antes de que Barry pudiera iniciarse siquiera, de manera que su único recurso probablemente consistía en vestirse como si viviera en una aldea judía de la Polonia de 1840.
Mi madre asistió al funeral y me preguntó si hacía falta que se quedara en Estados Unidos, y que si quería irme a vivir a Roma. Mi padre me hizo el favor de no hacer el paripé: se limitó a enviarme una carta incoherente, un tanto conmovedora, sobre su relación con mis abuelos y acerca de que por mucho que pasen los años uno nunca llega realmente a sentirse viejo.[11]
Barry me adoptó para quitarme de encima a los Servicios de Protección de la Infancia, pero no resultó difícil convencerlo de que me dejara quedarme en casa de mis abuelos. A los catorce años, yo era físicamente enorme y tenía maneras de médico judío polaco entrado en años. Me gustaba jugar al bridge. Además, a Barry y su mujer no les entusiasmaba que sus cuatro hijos estuvieran en contacto con un chico abandonado al nacer que un día volvió a casa y se encontró a sus padres adoptivos asesinados. ¿Y si me volvía peligroso?
Buena pregunta. ¡Qué decisión tan acertada tomasteis tu mujer y tú, Barry!
Aspiré a la peligrosidad, y la perfeccioné. Como habría hecho cualquier otro chico norteamericano, tomé como modelo a Batman y a Charles Bronson en El justiciero de la ciudad. Yo no disponía de sus recursos, pero tampoco incurría en muchos gastos. Ni siquiera cambié las alfombras.
Consideré que no tenía más remedio que ocuparme personalmente del asunto. Y sigo pensando lo mismo, en realidad.
Sé por experiencia, pongamos, que si te metes en el bosque a matar a unos cuantos proxenetas pedófilos que cultivan la política supremacista —gente que ha destrozado la vida literalmente a centenares de niños—, la policía se pondrá hecha una furia y tratará de encontrarte. Inspeccionarán las alcantarillas por si te has lavado las manos después de pasártelas por el pelo. Buscará huellas de neumáticos.
Pero si las dos personas que más quieres en el mundo son brutalmente asesinadas por algún hijoputa que desvalija un par de armarios y se lleva el vídeo, todo será un puto misterio.
¿Tenían enemigos?
¿Alguno que necesitara el vídeo?
Probablemente ha sido un chalado.
Un chiflado con coche, guantes, y un montón de puta suerte para que no lo viera nadie.
Preguntaremos por ahí.
Ya le diremos.
Y entonces te queda claro cómo se hace justicia: por la propia mano o de ningún modo.
¿Qué clase de alternativa es ésa?
Las diversas artes marciales tienen en común una interesante peculiaridad. (Pasé del taekwondo al karate sho ryu y al kempo, de un dojo con olor a pies a otro muy parecido, mientras seguía la tradicional directriz japonesa de estar más tiempo entrenándome que durmiendo). Se supone que hay que actuar como un animal. No lo digo en sentido abstracto: hay que trabajar las estrategias imitando el comportamiento de criaturas reales y concretas. Utilizar, por ejemplo, el «estilo grulla» para ataques a distancia precisos, rápidos, o el «estilo tigre» para dar zarpazos en un agresivo cuerpo a cuerpo. La idea subyacente es que el último animal al que se debe emular en una situación violenta es el hombre.
Lo que resulta acertado, dicho sea de paso. La mayor parte de los seres humanos son unos luchadores pésimos. Retroceden, se debaten inútilmente, dan media vuelta y se escabullen. Normalmente peleamos tan mal que ello ha revertido en una ventaja evolutiva, porque antes de la producción masiva de armas la gente tenía que pensar en cómo hacerse daño de verdad, de manera que el más listo contaba con buenas posibilidades para ganar la pelea. Un hombre de neandertal podría dejar molido a cualquiera de ustedes y luego comérselo, pero intenten encontrar a un neandertal para comprobarlo.
O si no, piensen en los tiburones. La mayoría de las especies de tiburón se gestan en el vientre de su madre y allí mismo empiezan a matarse unos a otros. El resultado es que su cerebro ha permanecido en las mismas condiciones a lo largo de sesenta millones de años, mientras que el nuestro fue incrementando su complejidad hasta hace ciento cincuenta mil, momento en el cual adquirió la facultad del habla, convirtiéndose por tanto en humano, y nuestra evolución se hizo entonces tecnológica en vez de biológica.
Hay dos maneras de considerar la cuestión. Una es que los tiburones son superiores a los humanos desde el punto de vista evolutivo, porque si ustedes piensan que vamos a durar sesenta millones de años, están locos. La otra es que somos superiores a los escualos, porque desde luego se extinguirán antes que nosotros, y la culpa de su desaparición, al igual que de la nuestra, sólo la tendremos nosotros. Hoy en día es mucho más probable que un humano coma tiburón que viceversa.
Utilizando el voto de calidad, sin embargo, los escualos ganan. Porque mientras nosotros disponemos de la mente y de la capacidad de transmitir su contenido a lo largo de las diversas generaciones, y los tiburones cuentan con la aptitud de utilizar sus enormes y buenos dientes, no parece que ellos se sientan muy agobiados por esa situación. Y desde luego a los humanos los atormenta un montón.
Los hombres odian ser mentalmente fuertes y físicamente débiles. El hecho de que debamos destruir este planeta a la vez que a nosotros mismos no nos llena de alegría. En cambio admiramos a los atletas y a las personas que ejercen la violencia física, y odiamos a los intelectuales. Un puñado de gilipollas lanzan un cohete a la puñetera luna, y ¿a quién mandan? A un tipo rubio llamado Armstrong, incapaz de decir lo que debía al alunizar.
Es una extraña maldición, cuando uno se pone a pensarlo. Estamos hechos para el pensamiento y la civilización, más que cualquier otro bicho viviente que conozcamos. Y en el fondo sólo queremos ser asesinos.
Entretanto, en torno a Acción de Gracias del 91 me empiezo a follar a la agente Mary-Beth Brennan del Departamento de Policía de West Orange. En su Crown Victoria, porque estaba casada y a los polis no les gusta salir de sus coches «patrulla» cuando están de servicio. El suyo estaba infestado no sólo de cucarachas sino de ratas, porque los mamones de los otros turnos tiraban los huesos de pollo frito a la parte de atrás, alojándolos entre los duros asientos de cuero. Aquello parecía un habitáculo de roedores domésticos.
No es que no me gustaran las relaciones que manteníamos. Era la primera vez que lo hacía, y desde luego resultaba agradable. Además, no tenía motivos para pensar que aquella experiencia sexual pudiera mejorarse, porque era muy diferente de todo lo que había visto en el cine o leído en los libros.
Pero comprendía que debía haber algo más que aplastarse la cabeza contra la radio mientras una tía que me parecía increíblemente blanda y vieja (era más joven de lo que yo soy ahora, y todos los pechos tienden a ablandarse, pero ¿quién sabía eso?) se retorcía encima de ti con los pantalones del uniforme por debajo de las rodillas, al tiempo que yo me preguntaba cuánto más podría insistir para que sonsacara a los detectives de grado tres y cuatro, que seguramente sabían algo sobre el asesino de mis abuelos, y me transmitiera información práctica y fiable. Además era invierno, de modo que, cuando no la tenía a mi lado, todo era helador.
Lo que la agente Brennan acabó averiguando fue lo siguiente:
Los detectives no creían que fuesen nazis, ni «neo» ni de ninguna clase, porque esa gente suele dedicarse a los hasidim. Tampoco se trataba exactamente de un robo, porque se llevaron poca cosa, y los ladrones evitan a la gente mayor en razón de que está casi siempre en casa y no suele guardar dinero en ella. Lo poco que robaron, como el aparato de vídeo, probablemente constituía un impulso de última hora o un calculado intento de despiste.
—Entonces, ¿quién ha sido? —pregunté a Mary-Beth Brennan.
—No me lo han dicho.
—Mentira.
—Es que no quiero que sufras.
—Eso no me importa, coño.
Me lo dijo. Lo más probable era que hubiesen concebido todo el asunto con el único objeto de matarlos. Los ancianos quizá no sean las mejores víctimas de un robo con allanamiento de morada, pero son fantásticos para fines homicidas. Se mueven con lentitud, pueden pasarse varios días tendidos antes de que los descubran, y, como he dicho, suelen estar en casa. Quienquiera que piense cometer un asesinato y le importe poco quién sea la víctima, se decidirá por personas como mis abuelos. Y ese tipo de criminal se incluye en una de las categorías siguientes: asesinos en serie y mafiosos en prueba.
A principios de 1992, en West Orange, estado de New Jersey, había que ser tonto del culo para apostar por los asesinos en serie.
Así que lo más probable era que hubiese sido alguien deseoso de demostrar su valía para matar, y brindar a la mafia una ascendencia estratégica sobre él a guisa de cuota de entrada. O puede que fueran dos personas, puesto que había dos víctimas y las balas que asesinaron a mis abuelos eran de pistolas diferentes.
Según uno de los detectives a quienes la agente Brennan sonsacó información para mí, eso significaba que había bastantes posibilidades de que acabaran atrapando a aquellos tíos. Esa gilipollez de la mafia, la omertà, funciona en ambos sentidos: los antiguos chantajean a los nuevos, y los nuevos delatan a los antiguos. De manera que la policía acabaría enterándose de que dos capullos en concreto habían entrado en la mafia al mismo tiempo, y entonces identificarían a los sospechosos.
Pero eso podría ocurrir dentro de diez años, y para entonces se habrían evaporado las pruebas, o el interés. Y eso suponiendo que aquellos tipos hubieran «aprobado» y no los rechazaran, si es que simplemente no decidieron seguir trabajando en los almacenes Best Buy o donde fuese.
El asunto tenía poco cuerpo. Era endeble. A lo mejor había sido obra de un asesino en serie después de todo. O de unos yonquis.
Pero los perros no rehúyen al zorro porque esté sarnoso. La teoría de la mafia era lo único que tenía, de modo que seguí adelante con ella.
Y además dejé de recibir información. Un día presioné demasiado a Mary-Beth, y se me puso a llorar en el pecho diciendo que sospechaba que no la quería de verdad.
Cuando uno se cría en la parte norte de New Jersey, oye muchas sandeces acerca de la mafia y de que el padre de tal o cual anda metido en ella. Pero también conoce la existencia de una academia militar diurna en Suffern, y cada vez que se tropieza con alguien que asiste a ella resulta que es un gilipollas con un deportivo Iroc-Z y un collar de oro macizo con el que puede romperse el espejito para la cocaína. Y cuando se consultan los personajes de las Cinco Familias en el Who’s Who de New Jersey, resulta que mogollón de ellos ha ido a esa escuela.
No voy a nombrarla. Baste decir que se llama igual que una de las más famosas academias militares de Inglaterra, pese a que su fundación data de ciento cincuenta años después de la guerra de Independencia.
Contaba con ir a un instituto católico, pero en realidad daba lo mismo. Ya estaba haciendo flexiones.
Hice el traslado durante el verano. Era cara, pero con la herencia y la liquidación del seguro me sobraba dinero. Y, como ya he dicho, no tenía muchas necesidades.
Como escuela militar era una filfa. «Toque de diana» a las siete y media y a las dos y media, cuarenta minutos diarios de instrucción, desfile una vez al mes. Había un grupo de tarados que se lo tomaban muy en serio, y se apuntaban a los equipos deportivos y todo eso, pero los demás fumaban mandanga en los lavabos y salían a escondidas al Pizza Hut de la autopista para retozar con las chicas del instituto femenino, que estaba al otro lado de las pistas de tenis y el bosque. En los servicios del Pizza Hut había enseñanza mixta.
Tenías que hacer cola.
Decidí entablar amistad con Adam Locano porque era muy popular, no por sus relaciones con la mafia. No me enteré de que las tuviera hasta después, cuando le pregunté cómo le habían puesto su mote, que era «Skinflick».
Según me habían dicho, lo llamaban así porque había hecho una película porno con la canguro cuando tenía doce años.
—Qué más quisiera —me contó—. Fue con una puta en Atlantic City. Ni siquiera me acuerdo, tío, estaba como una cuba. Entonces un capullo del club de mi padre robó la cinta y se puso a hacer copias para todo el mundo. De pena.
Oí campanas, y comprendí que me había metido hasta el cuello en la mafia. Pero antes de eso no tenía ni idea, porque Locano era diferente de los demás chicos mafiosos.
Tenía quince años, como yo. A diferencia de mí, era regordete, de pezones hinchados con pliegues diagonales y una cara parecida a la del perro Droopy, con carrillos colgantes y bolsas en los ojos. Tenía el labio inferior demasiado carnoso. También a diferencia de mí, era un gallito. Era como si se tomase muy en serio el hecho de parecer —incluso con el pijama de tarados que teníamos que llevar en el desfile— que se había pasado toda la noche bebiendo. En Las Vegas. En 1960.
Otra particularidad de su encanto (que no dejaba de maravillarme) era que por lo visto siempre hablaba con absoluta franqueza y libertad. Soltaba con aire despreocupado que iba a cagar o hacerse una paja, o que estaba enamorado de su prima hermana, Denise. En cuanto se enfadaba o se sentía contrariado, te lo hacía saber, incluidas las ocasiones en que le daba rabia que yo fuese tan superior a él en los deportes o peleando.
Yo hacía lo posible por evitar esa clase de situaciones, pero, como chicos que éramos, y en particular alumnos de una presunta academia militar, surgían continuamente. Y siempre me impresionaba la gracia con que Skinflick se enfrentaba a ellas. Se ponía a aullar de cólera, reía luego a carcajadas, y no cabía duda de que ambas reacciones habían sido sinceras. Encima de lo cual, pese a la manera en que se comportaba, y su pretensión de no haber leído en la vida más que un libro de cabo a rabo, era el chaval más listo que había conocido.
Tenía además la suficiente seguridad en sí mismo para caer bien a toda clase de gente —horteras, empleados de la cafetería, todo el mundo—, lo que hacía posible intimar con él. No es que no me costara trabajo. Corté con los antiguos hábitos europeos y empecé a vestirme al estilo pijo descuidado, con unas Vuarnet y collar de coral. Empecé a hablar más despacio y en voz más baja, abriendo la boca lo menos posible. En el instituto, todo chico solitario debe encontrar un estímulo lo bastante poderoso para integrarse. Así es más fácil enrollarse.
También empecé a vender drogas. Tenía un contacto a través de un memo que conocí en mi antiguo instituto, antes de que asesinaran a mis abuelos y de que todos mis amigos dejaran de hablarme porque no sabían qué decir. El hermano mayor del memo se dedicaba al trapicheo, y me pasó ocho bolsitas de treinta gramos de hierba y unas cuantas de cocaína a buen precio. Creo que los dos pensaban que me estaba automedicando.
De todos modos, al final no tuve más remedio que venderlo a menos del precio de coste —resulta que comprar amigos no es la inversión más extraordinaria del mundo—, pero dio buen resultado. Fue por la mandanga por lo que Skinflick y yo empezamos a conocernos.
Un día me pasó en clase una nota que decía: «Hermano, ¿puedes pasarme algo?».
Seguro que soy el mayor gilipollas de la creación: un mono en unas ruinas mayas, cagándose en todo lo que no comprende, peor que un neandertal. Pero de todas las cosas vergonzosas que he hecho, la que más fácilmente entiendo es la de encariñarme con Adam Locano y su familia a los quince años.
Años después, los agentes federales intentaron llevarme al huerto con eso: cómo sólo un completo gilipollas podía pasar de encontrar a sus abuelos asesinados por unos hijoputas de la mafia a vivir y trabajar para ellos, lamerles el culo y no poder estar sin su compañía. Pero las razones eran evidentes.
Hay polis que se tuercen por setenta mil dólares y medio kilo de cocaína. Los Locano me acogieron en su familia. Literalmente, sin las chorradas de las películas de la mafia. Me llevaban a esquiar, joder. Una vez me invitaron a París, y luego Skinflick y yo nos fuimos a Ámsterdam en tren. No eran esencialmente simpáticos, pero sabían compenetrarse con la gente, y se portaban muy bien conmigo. Además de Skinflick y sus padres, en la familia había dos chicos menores. Ninguno tenía aire atormentado, ni aspecto de pensar continuamente en matanzas. Todos parecían mirar hacia delante, hacia un mundo lleno de vida, y no hacia atrás, a un ámbito peligroso que no podían explicar. Y por lo visto querían que los acompañase.
Yo no era ni por asomo lo bastante fuerte para dejar escapar la oportunidad.
David Locano, el padre de Skinflick, era abogado en un bufete cercano a Wall Street. Luego me enteré de que era el único de los cuatro socios que se dedicaba a asuntos de la mafia, aunque también era el que mantenía el despacho a flote. Llevaba trajes caros con aire descuidado y tenía un pelo negro que le sobresalía a los lados del cogote. Nunca logró ocultar plenamente lo listo y competente que era, pero cuando estaba con la familia parecía aturdido, como intimidado. Siempre que necesitaba saber algo —del ordenador, de si debía empezar a jugar al squash o hacer régimen o algo así—, nos preguntaba a nosotros.
La madre de Skinflick, Barbara, era delgada y tenía gracia. Hacía canapés con frecuencia, y o bien le interesaban realmente los deportes profesionales o se le daba bien fingirlo. «Oh, por favor», le gustaba decir. En frases como: «Oh, por favor, Pietro, ¿es que ahora vas a llamarlo Skinflick?».
(Pietro era mi nombre auténtico, a propósito. Pietro Brnwa, pronunciado «Brawno»).
Y luego estaba Skinflick. Andar con él no era exactamente como si te hicieran un lavado de cerebro, en el sentido de que el lavado de cerebro suele tener el objeto de que se acepte como deseable una realidad que, en el fondo, es una cagada, mientras que salir con Skinflick era divertido. Pero tenía el mismo efecto.
Contéstenme a esto, por ejemplo:
¿Qué valor puede darse a una fiesta nocturna alrededor de una hoguera en la playa? ¿Qué pasa si entonces tienes dieciséis años? ¿Y notas el fuego en una mejilla y el viento en la otra, y el frío de la arena desde los tobillos hasta el fondillo de los vaqueros, pero los labios de la chica que estás besando casi a oscuras abrasan y están húmedos y saben a tequila, y sientes como si te comunicaras telepáticamente con ella, y además no te acosan ni los remordimientos ni las decepciones de la vida, porque por lo que te imaginas el futuro va a ser una sorpresa, aunque sufrirás reveses, desde luego, pero cabe esperar que también haya beneficios con el correr del tiempo?
¿A qué puede renunciarse por algo así? ¿Y cómo se contrapone eso a la obligación que se tiene con los muertos?
No es complicado: echas una mirada y te marchas. Sacudes la cabeza y vuelves a ser el tipo gigantesco y solitario que no tiene abuelos. Estás contento de conservar el alma.
Yo no hice eso. Me quedé con los Locano mucho después de conseguir lo que me había propuesto sacar de ellos, hasta que mi vida se convirtió en una burla de lo que había sido mi misión en un principio. Cabría decir que el hecho de que me criaran mis abuelos me había dotado de pésimas defensas contra personas para quienes la mentira y la manipulación era una manera de vivir y entretenerse. Pero también podría alegar que estar con los Locano me volvió loco de felicidad, y no quería que aquello terminase.
Y lo cierto es que he hecho cosas mucho peores desde entonces.