13

Primero subo a Medicina Interna a recoger los antibióticos y antivíricos, que mis estudiantes han tenido la amabilidad de poner en un envase de plástico de capacidad apenas suficiente para contenerlos.

—Señor, será mejor que compruebe…

—No hay tiempo —lo interrumpo. Con el número de identificación de un paciente que me viene de pronto a la cabeza abro una vitrina de bebidas y saco una botella de agua con un cinco por ciento de dextrosa.[35] Quito el tapón con los dientes y me trago las pastillas.

¿Y si mis estudiantes se han equivocado, y me tomo una sobredosis?

De todos modos, no me acortará mucho la vida, probablemente.

Al subir al despacho del cirujano visitante, miro el reloj y me cago de miedo.

Frente a la puerta del despacho, el malhumorado residente del doctor Friendly está apoyado contra la pared. Me lanza una hosca mirada, se endereza y se marcha.

En el intervalo entre mi llamada y la respuesta del doctor Friendly —«¿Qué?»—, me dan ganas de dar un cabezazo a la puerta. No contesto, entro directamente.

El despacho del cirujano visitante está pensado para dar la impresión de una oficina de verdad. Hay un escritorio de roble tras el cual puede sentarse el médico para dar las malas noticias, y sobre el empapelado cuelga toda una repetitiva serie de diplomas que desde lejos da mejor impresión de lo que cabría esperar.

Friendly está tras el escritorio. Stacey, la visitadora médica, sentada al borde de la mesa, muy cerca de él, se sorprende al verme. Al ver que me la quedo mirando, Friendly se inclina un poco y le pone la mano en el muslo, justo por debajo del borde de su corta falda. Por donde se desliza mi mirada.

—¿Qué ocurre? —pregunta Friendly.

—Me gustaría intervenir en la operación del señor LoBrutto.

—No. ¿Por qué?

—Es paciente mío. Quisiera ayudar en la medida de mis posibilidades.

Friendly se lo piensa.

—Como quiera. Si no es usted, tendrá que ser mi residente, de manera que no se pierde nada. Tendrá que avisarlo de que lo va a sustituir.

—Voy a buscarlo.

—Empiezo a las once, tanto si está usted como si no.

—De acuerdo.

Stacey me mira con una peculiar expresión en la cara, pero estoy demasiado perplejo para tratar de descifrarla.

Me limito a marcharme.

Con objeto de poder asistir a la operación de Squillante calculo que en las siguientes dos horas tendré que ventilarme cuatro horas de trabajo, y luego otras cuatro en las dos siguientes. Me doy cuenta enseguida de que eso requiere asignar a mis estudiantes más responsabilidad de lo habitual o permitido, aparte de estar continuamente con una Moxfane debajo de la lengua. Para dar un equilibrio ético al asunto, no doy Moxfane a mis estudiantes.

Empezamos. Vamos a visitar enfermos. Ah, no sé ni a cuántos. Los vemos, los despertamos les ponemos luces frente a los ojos y les preguntamos si siguen vivos, todo con tal rapidez que hasta los que hablan inglés no entienden qué coño decimos ni se enteran de lo que hacemos. Luego les cambiamos el gotero, les pinchamos en las arterias y les metemos medicamentos por las venas. Después nos ocupamos del papeleo a toda pastilla. Si están en una sala de aislamiento para tuberculosos, adonde no se puede entrar sin monos ni máscaras especiales, mandamos a tomar por culo los procedimientos sobre materias peligrosas y entramos y salimos lo más deprisa que podemos.

Hablando de materias peligrosas, esquivamos a los dos equipos del hospital —Salud y Seguridad en el Trabajo y Control de Enfermedades Infecciosas— que intentan localizarme para hacerme preguntas sobre la inyección de la muestra del Tío del Culo. Ahora mismo apenas me duele el pinchazo, y no tengo tiempo para esa mierda.

Mientras vamos de un lado para otro por el hospital, nos vemos obligados a recordar, una y otra vez, la fascinante mezcla que estas instituciones pueden ofrecer de gente muy apresurada y personas tan lentas que uno no puede apartarlas de su camino.

Incluso salvamos un par de vidas, si es que puede llamarse así a corregir un error en la prescripción de medicamentos. Normalmente es cuestión de una enfermera que se dispone a administrar a un paciente cierta cantidad de miligramos por libra de peso en vez de por kilogramo, pero alguna que otra vez se trata de algo menos corriente, como una enfermera que va a dar Combivir a alguien que necesita Combivent.

En un par de ocasiones los enfermos nos piden ayuda para adoptar decisiones difíciles, de cuyo resultado dependerá si viven o mueren. Eso también lo hacemos rápido. Si hay una solución clara, ya se habría presentado por sí sola, pero como no ha sido así, no hay mucho que decir a esas personas. Para eso están los chiflados de Internet.

—Marchaos a casa —digo a mis estudiantes cuando terminamos.

Nos sobran, digamos, noventa segundos.

—Señor, nos gustaría ver la operación —declaran.

—¿Por qué?

Pero me viene bien la ayuda.

Vamos los tres corriendo a Preparación.

El anestesista ya está allí, pero Friendly no ha llegado. La enfermera pregunta por qué, y si yo me voy a encargar del papeleo y de traer al puñetero paciente.

«Hago» el papeleo con la velocidad y legibilidad de un sismógrafo.

Luego mando a mis estudiantes a mirar unas tonterías sobre cirugía abdominal, mientras yo voy a buscar a Squillante.

—Te tengo por las pelotas, Zarpa de Oso —me dice de pronto mientras esperamos el ascensor. Sigue en su cama articulada.

—No me jodas.

—Yo diría que te he jodido más de lo que pensaba.

Vuelvo a pulsar el botón.

—¿Ah, sí?

—Sí. Creía que Skingraft estaba en Argentina.

—No entiendo.

—Está aquí, en Nueva York. Ahora mismo. Me lo acaban de decir.

—No. Quiero decir que quién coño es Skingraft.

Me figuro que será uno de los dos hermanos pequeños de Skinflick, aunque no tienen lo que hace falta para dar miedo a la gente.

O se trata de alguna otra parida con eso de los motes.

—Lo siento —dice Squillante—. Skinflick. Se me había olvidado que fuisteis amigos.

—¿Cómo?

Llega el ascensor. Está a tope.

—Espera un segundo —digo a Squillante, ordenando a los de dentro—: Todo el mundo fuera. Este paciente tiene la pasterelosis del conejo.

Cuando se han largado todos y estamos dentro él y yo solos con las puertas cerradas, aprieto el mismo botón que utilizó Stacey para detener el ascensor.

—Pero ¿de qué coño estás hablando?

—Skinflick —insiste Squillante—. Ahora lo llaman «Skingraft»[36] por la cara que le han puesto.

—Skinflick está muerto. Lo tiré por una ventana.

—Lo tiraste por la ventana.

—Sí. Eso hice.

—Pero no se mató.

Por un momento me quedo mudo. Sé que no es cierto, pero mis tripas no parecen estar muy seguras.

—Chorradas —contesto—. Estábamos en un sexto piso.

—No digo que le gustara.

—No me toques los huevos.

—Lo juro por Santa Teresa.

—¿Skinflick está vivo?

—Sí.

—¿Y está aquí?

—En Nueva York. Creí que seguía en Argentina. Se fue a vivir allí, para aprender a pelear con la navaja. —Squillante baja aún más el tono de voz, incómodo—. Para cuando te encontrara.

—Bueno, pues de puta madre —digo al cabo.

—Sí. Lo siento. Pensaba que las pasarías moradas en caso de que yo muriese. Pero ahora puede que no, eso es lo que te quiero decir. Si me muero, probablemente tendrás un par de horas para largarte de la ciudad.

—Gracias por tu consideración.

Para no abofetear a Squillante, doy otra vez al botón de «parada» con la palma de la mano, y subimos rápidamente a Cirugía.