11
En el mostrador de enfermeras, frente a la habitación del Tío del Culo y Mosby, se me acerca un chico con pijama de «voluntario». Es un estudiante del barrio que cree que después de dos cursos preparatorios irá a la facultad de medicina para hacerse neurocirujano. Quiere llegar a ser ese abuelo que a fuerza de pasarse la vida trabajando establece la fortuna familiar. Y quizá lo consiga.
Sé todo eso porque una vez le pregunté por qué llevaba un peinado afro recortado en forma de cerebro.
—Hola, doctor Brown.
—No tengo tiempo —le advierto.
—No importa, sólo quería decirle que he bajado a ese paciente a UR.
UR significa unidad de rehabilitación. Me detengo.
—¿Qué paciente?
El chico echa un vistazo a su tablilla.
—Mosby.
—¿Quién te ha dicho que lleves a Mosby a UR?
—Usted. Estaba en las órdenes.
—¿Órdenes? Joder. ¿Cómo lo has llevado hasta allí?
—En silla de ruedas.
¡La leche!
Me vuelvo hacia el mostrador de enfermeras.
—¿Ha llevado alguien a Mosby su gráfica, y luego la ha traído y la ha puesto en la bandeja de las órdenes?
Las cuatro personas que trabajan allí eluden mi mirada, como hacen siempre que algo va mal. Es como una escena de esos documentales de naturaleza.
—¿Lo has dejado dentro de la unidad? —pregunto al muchacho.
—No. Me dijeron que lo dejara en la sala de espera mientras miraban a ver qué hora tenía.
—Vale. ¿Quieres venir a dar una vuelta?
—¡Sí!
Me vuelvo hacia mis estudiantes, que salen ahora de la habitación de Mosby y el Tío del Culo.
—Bueno, chicos —les digo—. Si preguntan dónde está Mosby, decidle que en Radiología. Si añaden que ya han mirado allí, decid que queríais decir UR. Entretanto, robadme unos antibióticos cuando el laboratorio informe de esa mierda que me he inyectado. Quiero una cefalosporina de tercera generación, un macrólido y una fluoroquinolona. Y también algunos antivíricos…,[33] de todo lo que podáis echar mano. Pensad en alguna combinación que no llegue a matarme. Si no podéis, traedme lo que he recetado al Tío del Culo, pero doblad la dosis. ¿Entendido?
—Sí, señor —dice él.
—Bien. No alucinéis.
Me vuelvo hacia el chico con el cerebro afro y le digo:
—Ven conmigo.
En el ascensor le pregunto otra vez cómo se llama.
—Mershawn —me contesta. No le pido que me lo deletree.
Le he hecho ponerse el abrigo. Yo llevo una bata de laboratorio que lleva bordado en la pechera «Doctora Lottie Luise». No sé quién es la tal Lottie Luise, pero deja la bata muy a mano. O la dejaba.
—Mershawn, nunca te hagas un piercing en la lengua —le aconsejo mientras llegamos a la planta baja.
—Eso es una mierda, coño —me contesta.
Nieva frente al hospital, es aguanieve y todo está hecho un asco. La visibilidad, como suele decirse, es escasa.
No sé lo que esperaba —bueno, pues huellas de silla de ruedas entre la nieve fangosa, ahora que lo pienso—, pero han echado sal en la acera, por donde pasan treinta personas cada minuto. Además hay un enorme letrero metálico que se extiende a lo largo de cincuenta metros sobre la fachada principal. La acera es un charco de agua negra.
—¿Por dónde habrá ido? —pregunto. Pensando: En caso de que haya salido efectivamente por aquí, porque por lo menos hay una entrada en cada fachada del edificio.
—Por ahí —indica Mershawn.
—¿Por qué?
—Es cuesta abajo.
—Ah. Me alegro de haberte traído.
A la vuelta de la esquina, la calle lateral desciende hacia el río de forma más pronunciada que la avenida en que nos encontramos ahora. Mershawn la señala con la cabeza, de modo que empezamos a bajar por ahí.
A un par de manzanas, hay un tramo de ocho metros con nieve medio derretida en donde puede haber dejado rastro. Lo sabemos al ver que está plagado de huellas que parecen de silla de ruedas. Las rodadas tuercen hacia una puerta metálica llena de pintadas en un edificio de ventanas cerradas con tablas, pero mueren justo antes de llegar a ella.
Voy y llamo a la puerta con el puño. Mershawn observa con recelo el edificio.
—¿Qué es este sitio? —pregunta.
—El Pole Vault.
—¿Qué es eso?
—¿Lo preguntas en serio?
Se me queda mirando.
—Es un bar de homosexuales —le informo.
Abre la puerta un negro fornido, de unos cincuenta años y pelo entrecano. Lleva bifocales y una áspera camisa de franela.
—¿Queréis algo? —dice, inclinado la cabeza hacia atrás para mirarnos.
—Estamos buscando a un negro entrado en años que va en silla de ruedas —le explico.
Por un momento, el hombre se queda allí parado, silbando una melodía que no reconozco. Luego pregunta:
—¿Por qué?
—Porque no nos han regalado uno en Navidad —replica Mershawn—, y en los almacenes Negros Viejos en Silla de Ruedas los han vendido todos.
—Es paciente del hospital, y se ha escapado —digo yo.
—¿Enfermedad mental?
—No. Tiene gangrena en los pies. Aunque no está en su sano juicio.
El hombre se queda pensando un momento. Silbando otra vez.
—No sé por qué, pero me parece, pedazo de idiotas, que tenéis buenas intenciones —dice al fin—. Se fue por ahí abajo, hacia el parque.
—¿A qué ha venido aquí? —le pregunto.
—A pedir una manta.
—¿Se la ha dado?
—Le di una chaqueta que se había dejado un cliente. Se la puse sobre los hombros.
Mira alrededor y, con un súbito escalofrío, interrumpe una nueva serenata de silbidos.
—¿Eso es todo?
—Sí —le digo—. Pero le debo una. Tiene que venir a que le veamos el enfisema.
Con los ojos entornados, mira desdeñosamente la pechera de mi bata blanca, con el monograma de «Doctora Lottie Luise».
—Gracias, doctora Luise —me dice.
—Me llamo Peter Brown. Éste es Mershawn. Lo examinaremos gratis.
El hombre suelta una espasmódica carcajada que termina en un jadeo.
—Me parece que hoy voy a pasarme sin ir al hospital —decide.
—Como quiera —no tengo más remedio que decir.
Camino del parque me pregunta Mershawn cómo sabía que el tío tenía enfisema, y le enumero los síntomas visibles que mostraba. Luego le digo:
—Lección de hoy, Mershawn. ¿Quiénes silban?
—¿Los gilipollas?
—Vale. ¿Quién más?
Mershawn reflexiona un instante.
—La gente que está pensando en algo y que, de manera subliminal, lo asocia con una canción. Como cuando examinas un nervio craneal once y empiezas a silbar «Mantén la cabeza erguida».
—Bien —apruebo—. Pero mucha gente también silba porque subconscientemente intenta incrementar la presión de aire en los pulmones, para hacer que pase más oxígeno entre los tejidos.
—No joda.
—Sin joder. ¿Te acuerdas de los enanitos de Blancanieves, que trabajan en la mina?
—Sí, vale.
—Si tienes silicosis, también te dejas el culo silbando.
—La hostia.
—Eso.
Hasta llegar a la esquina me siento como el Profesor Marmoset.
Cuando lo encontramos, Duke Mosby está en un pabellón de piedra, contemplando el río Hudson desde las alturas de Riverside Park. Es una vista asombrosa, pero el río pasa factura, escupiendo ráfagas de viento húmedo. De los que entran por la ventilación de los zuecos de plástico. Copos de nieve saltan del suelo al tiempo que caen en remolinos del cielo. A Mosby se le han depositado en el pelo y las pestañas.
—¿Qué pasa, señor Mosby? —le grito por encima del ruido del viento.
Vuelve la cabeza y sonríe.
—No mucho, doctor. Y usted, ¿qué tal?
—¿Conoce a Mershawn?
—Claro que sí —dice sin mirarlo—. Dígame una cosa, doctor. ¿Por qué es tan importante contemplar un río de vez en cuando?
—Pues no sé —le digo—. Me parece que me perdí esa clase en la facultad.
—Supongo que es porque todos sentimos alguna vez la necesidad de ver algo creado por Dios. Como cuando en un campo de prisioneros de guerra se plantan flores, y entonces a la gente no le da por escaparse tanto.
—Si tengo que contemplar algo creado por Dios —terció Mershawn—, preferiría mirar un coño.
—¿Ves alguno por aquí? —le pregunta Mosby.
—No, señor.
—Entonces tendremos que conformarnos con el río. —Mosby se fija en el pelo de Mershawn y le pregunta—: ¿Qué demonios llevas en la cabeza?
Se me ocurre que debo estar volviéndome loco.
—¿Podemos volver ya al hospital? —propongo.
En el vestíbulo trato de localizar de nuevo al Profesor Marmoset, es como un reflejo. Aprieto los dientes esperando a Firefly, pero contesta él personalmente.
—Sí, hola, Carl… —dice al teléfono.
—¿Profesor Marmoset?
—¿Sí? —inquiere, confuso—. ¿Quién es?
—Soy Ishmael. Espere un momento.
Me vuelvo hacia Mershawn.
—¿Puedo dejar esto en tus manos? —le pregunto.
—Yo me ocupo —asegura.
—Eso espero —le digo, mirándolo a los ojos, lo que a veces inspira a la gente—. Llévalo a UR, espera veinte minutos, pregunta por qué no lo han llamado para su cita. Cuando te digan que no tiene, vuelve a llevarlo a planta y di que UR se ha equivocado de hora. ¿Lo has comprendido?
—Entendido.
—Eso espero —repito. Luego vuelvo la cabeza y destapo el teléfono—. ¿Profesor Marmoset?
—¡Ishmael! No puedo hablar mucho, espero una llamada. ¿Qué ocurre?
¿Qué ocurre? Estoy tan contento de hablar con él al fin que no recuerdo exactamente por dónde había pensado empezar.
—¿Ishmael?
—Tengo un paciente con cáncer de células en anillo de sello.
—Mala cosa. Sí.
—Sí. Un tal Friendly le va a hacer una laparotomía. He consultado…
—¿John Friendly?
—Sí.
—¿Y se trata de un paciente tuyo?
—Sí.
—Procura que lo haga otro —me aconseja.
—¿Por qué?
—Porque supongo que querrás que viva.
—Pero Friendly es el cirujano gastrointestinal mejor considerado de Nueva York.
—Puede que en las revistas —contradice el Profesor Marmoset—. Se dedica a inflar sus estadísticas. Hace cosas como llevar al quirófano sus propias reservas de sangre para que así no consten las transfusiones. En términos reales, es una amenaza.
—Joder —me asusto—. No quiso que el paciente firmara la orden de no reanimación.
—Exacto. Si tu enfermo se queda hecho un vegetal, Friendly no tendrá que dar parte de un fallecimiento.
—¡La leche! ¿Y cómo hago para que no opere?
—Vamos a ver —dice el Profesor Marmoset—. Bueno. Llamas a un gastroenterólogo llamado Leland Marker, a Cornell. A lo mejor está esquiando, pero en su consulta podrán dar con él. Di a quien le organiza las intervenciones que Bill Clinton tiene que hacerse una laparotomía y se ha ocultado en el Manhattan Catholic para evitar a la prensa. Di que Clinton utiliza un nombre falso, y dale el de tu paciente. Marker se cabreará como un mono cuando lo descubra, pero para entonces será demasiado tarde, y no tendrá más remedio que realizar la intervención.
—Me parece que no tengo tiempo para eso —le explico—. Creo que Friendly va a operar dentro de un par de horas.
—Bueno, pues échale un anestésico en el café, aunque por lo que me han dicho ni siquiera lo notará.
Me apoyo en la pared. Me pita un oído, y empiezo a sentir vértigo.
—Profesor Marmoset —insisto—. Necesito que ese paciente viva.
—Parece que alguien necesita técnicas de distanciamiento.
—No. Lo que necesito es que ese paciente viva.
Hay una pausa, al cabo de la cual pregunta el Profesor Marmoset:
—Ishmael, ¿va todo bien?
—No. Tengo que ocuparme de que ese enfermo sobreviva a la operación.
—¿Por qué?
—Es una larga historia. Pero tengo que conseguirlo.
—¿Debo preocuparme?
—No. No serviría de nada.
Hay otra pausa mientras resuelve lo que ha de hacer.
—De acuerdo —dice al cabo—. Pero sólo porque espero un par de llamadas. Quiero que me llames cuando puedas contármelo. Deja un mensaje. Entretanto, creo que debes intervenir tú también.
—¿Intervenir? No he operado desde la facultad. E incluso entonces se me daba muy mal.
—Vale, lo recuerdo —asegura—. Pero no puedes hacerlo peor que John Friendly. Buena suerte.
Y cuelga.