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Las dos mujeres de Les Karcher se llamaban Mary, aunque la familia daba a la más joven el cariñoso apelativo de «Tetas». La pasma y los sanitarios encontraron a la Vieja Mary delante de la casa, en donde Skinflick y yo la habíamos dejado. Le habían aplastado el cráneo, sin duda con la placa de hierro del fogón que se encontró cerca de su cadáver, sin huellas (según los agentes del FBI) pero con una buena cantidad de tejido cerebral. Tetas, al igual que los tres Karcher, había desaparecido pura y simplemente.[48] A diferencia de ellos, no había dejado rastro alguno de sangre.

El hecho de que el FBI me acusara de los asesinatos de las Mary y no de los Chicos Karcher, tal como llegó a denominarse al padre y los hijos, tenía cierto sentido. Las Mary resultaban mucho más simpáticas, y los agentes tenían uno de los cadáveres. Y si la causa no cuajaba, siempre podían imputarme más tarde los asesinatos de los Chicos.[49]

Por otro lado, juzgarme por los asesinatos de las Mary no era buena táctica en otros aspectos, porque en realidad yo no los había cometido. Cualquier prueba que presentara la acusación estaría amañada o tergiversada, y les resultaría imposible rebatir la «explicación alternativa»: que Tetas, después de Dios sabe cuántos años de malos tratos, había descerebrado a la Vieja Mary largándose con los doscientos mil dólares que, según había oído por casualidad una de las chicas ucranianas, estaban ocultos en la casa.

A propósito, y para que conste, permítanme declarar lo siguiente:

Tetas, si eso es lo que pasó en realidad, no te guardo rencor. Aunque estuvieras escondida en algún sitio todo el tiempo, leyendo todos los días en el New York Post los detalles de mi juicio y desternillándote de risa al pensar que podías intervenir para salvarme —cosa que dudo— pero que no lo ibas a hacer, tu comportamiento es enteramente comprensible.

Aunque no puedo jurar que seguiría pensando lo mismo si las cosas hubieran resultado de otro modo.

Mi «equipo de defensa» lo constituyó el bufete de Moraday Childe. Incluía, en particular, a Ed Louvak, «el Johnnie Cochran[50] Triestatal»[51], y a Donovan Robinson, «el Único Miembro De Su Equipo Jurídico Que Siempre Le Devolverá Las Llamadas, Aunque Cualquier Otro Le Cobraría Cuatrocientos Cincuenta Dólares La Hora, En Números Redondos, Por Escuchar Sus Mensajes».

Donovan, que ahora es adjunto especial en el Ayuntamiento de San Francisco —¡Hola, Donovan!—, tiene cinco años más que yo, de manera que entonces debía tener veintiocho. Era listo pero parecía estúpido —¡Lo siento, Donovan! ¡Sé cómo son las cosas!—, justo lo que se requiere en un abogado defensor. Hizo todo lo que pudo por ayudarme, supongo que porque creía en mi inocencia. Al menos en esos cargos concretos.

Por ejemplo, Donovan fue el primero en ver lo raro que era el cargo de asesinato con agravante de tortura, teniendo en cuenta que no se sustentaba en prueba alguna y que había testimonios directos de varias chicas ucranianas de que la Vieja Mary, si no había participado directamente, al menos había prestado servicios auxiliares en un par de sesiones bastante horripilantes. De modo que era un asunto que lógicamente la acusación no querría suscitar.

Donovan vino un día a verme a la cárcel —qué curioso, no recuerdo que Ed Louvak lo hiciera en ningún momento— y me dijo:

—Tienen algo contra ti. ¿De qué se trata?

—¿A qué te refieres? —le contesté.

—Poseen alguna prueba de la que no nos han hablado.

—¿No va eso contra la ley?

—Desde el punto de vista técnico, sí. Por regla general tienen que comunicarnos, «en debida forma», todo aquello de que dispongan. Pero si se trata de algo sustancial, el juez lo permitirá de todos modos. Podemos basarnos en eso para solicitar la nulidad del juicio, pero lo más probable es que no lo consigamos. De modo que si sabes algo sobre lo que podrían tener, será mejor que pienses en contármelo.

—No tengo la menor idea —le contesté. Y era verdad.

David Locano pagaba todo aquello, a propósito, aunque no directamente. No deseaba establecer un vínculo expreso conmigo, y probablemente también pretendía estar en condiciones de cortar todo tipo de comunicación en caso de que me convirtiera en un peligro para él o para Skinflick.

Pero en aquel momento no había motivo alguno para que eso sucediera. Todos sabíamos que los agentes federales se abstendrían de acusar a Locano de incitación al asesinato hasta que demostraran, de manera fehaciente, que yo había asesinado a alguien. Y Skinflick ni siquiera era sospechoso. Locano había mantenido a su hijo al abrigo de toda sospecha. Le había prohibido atribuirse la responsabilidad del trabajo hasta que hubiera cesado toda presión policial. Y él nunca había mencionado personalmente a Skinflick en relación con los Karcher fuera de la sala de vapor de los Baños Rusos de la calle Diez.

Lamentablemente, se había mostrado un poco más descuidado en lo que a mí se refería. Los federales tenían ocho horas de conversaciones telefónicas grabadas en las que Locano se refería a mí como «el Polaco». Por ejemplo: «No te preocupes por los hermanos K. El Polaco va a hacerles una visita la semana que viene». Pero al menos eso le daba un poderoso incentivo para procurar que no me condenaran.

Los federales nos contaron enseguida lo de las cintas, para animarme a volverme contra Locano. También nos dijeron que ya tenían en la cárcel a un miembro de la mafia dispuesto a testificar que, en principio, yo era un conocido asesino a sueldo que trabajaba para Locano.

Pero el FBI, si es que Donovan estaba en lo cierto, mantendría la Prueba Misteriosa en secreto hasta el último momento.

Y entretanto yo me pudría en la cárcel.

La genial Wendy Kaminer dijo una vez que si un conservador es un progresista que ha sufrido un atraco, entonces un progresista es un conservador que ha estado detenido. Cabría pensar que un sicario de la mafia no es exactamente el tipo más indicado para ilustrar ese argumento, pero qué coño, permítanme señalar un par de cosas.

La primera es que si los acusan —y los inculpan, claro— de un delito castigado con la pena capital, no les ofrecerán la libertad bajo palabra. Antes de que empezara siquiera el juicio me pasé ocho meses en el Centro de Detención Federal Metropolitano de la Región Nordeste (CDFMRN), que está en el centro de Manhattan, frente al edificio del Ayuntamiento.

La segunda es que, a menos que seas un famoso asesino a sueldo que dé miedo con sólo mirarlo, como era mi caso, les harán en la cárcel muchas más putadas que a mí. A mí nunca me obligaron, por ejemplo, a dormir junto a la taza del váter, de aluminio y sin tapa, que en todo momento mantenía una perfecta tensión superficial de orines, mierda y vómito, a la espera únicamente de salpicar por todas partes cada vez que alguien lo utilizaba. Nunca me forzaron a «cambiarme de calzoncillos», según lo llaman, ni a degradarme de las otras mil maneras fantásticamente imaginativas que los presos inventan para demostrar su poder sobre los demás y combatir el aburrimiento. Hasta los guardias me lamían el culo.

Y recuerden: no estaba cumpliendo condena. Sólo detenido en un calabozo. En el lugar adonde se manda a los presuntos inocentes. En la ciudad de Nueva York, el hecho de que a uno lo envíen a Rikers Island (adonde yo habría ido en caso de que los delitos de que me acusaban no hubieran sido de carácter federal) sólo significa que tienes que responder de algunos cargos.

Y quizá pienses que nunca acabarás en ese sitio, porque eres blanco y el sistema judicial funciona a tu favor, o porque nunca has fumado hierba ni hecho trampas con los impuestos ni dejado resquicios para nadie que quiera perjudicarte; pero eso no significa que no vayas a parar allí. Se cometen errores, después de lo cual te verás atrapado en una maquinaria tan compleja como la del Departamento de Vehículos Motorizados, pero manejada por personal contratado con requisitos mucho menos estrictos.

Y encima —incluso en Nueva York, y seas quien seas— hay ciento cincuenta veces más posibilidades de ser detenido de que te atraquen por la calle.

Además, noticias frescas: la cárcel es una mierda.

Tal como aseguran, es ruidosa. Se supone que las perreras son estrepitosas porque cualquier ruido superior a los cincuenta decibelios causa dolor a los perros, de modo que una vez que un perro empieza a ladrar por eso, todos los demás siguen su ejemplo, y el número de decibelios sigue su cuenta ascendente. En la cárcel es lo mismo. Siempre hay alguien que está demasiado loco para dejar de gritar, y siempre están las putas radios, pero esas cosas sólo constituyen un aspecto del problema.

En la cárcel la gente habla continuamente. A veces lo hacen para fastidiarse unos a otros. En la cárcel, incluso internos tan estúpidos que uno se sorprende de que sepan respirar, están continuamente tratando de sacar tajada. Porque hay buenas posibilidades de que encuentren a alguien aún más imbécil que ellos: alguien que está más en tensión, o más jodido por las drogas, o que su madre bebía más alcohol cuando estaba embarazada de él, o cualquier otra cosa por el estilo.

Pero en la cárcel también se habla por hablar. La información, en un lugar tan caótico, resulta vital con independencia de su calidad.

El verdadero valor de la conversación en la cárcel, sin embargo, consiste en que evita pensar a la gente. No hay otra forma de explicarlo. Los reclusos prefieren mantener una charla con alguien que esté cuatro celdas más allá antes que callarse la puta boca durante dos minutos. Como si no hubiera ya bastante ruido con el tío que está acuchillando o violando a un interno que no se encuentra muy lejos de ti, o afilando su jeringa de fabricación casera en la pared. La gente a quien uno amenaza de muerte, sigue dirigiéndote la palabra.

Lo que todo el mundo espera es que en ese ámbito sin sentido acabes diciendo algo que no debes, para luego vender la información a los guardias. En la cárcel se habla todo el tiempo de lo odiosos que son los soplones, y de que no hay que chivarse de nada, y de que hay que disculparlos un momento mientras van a dar una puñalada a alguien por chivato. Ésa es una de sus palabras favoritas.[52] Pero todos esos cipotes, por mucho que repitan que prefieren morir antes que ser un chivato, se pasan la mayor parte del tiempo intentando averiguar algo de que chivarse. Para reducir su sentencia, lamer el culo, o simplemente para combatir el aburrimiento.

Otro tema predilecto en la cárcel es adónde van a mandar a cada cual.

Como miembro de la mafia y asesino, estaba claro que a mí me enviarían a una de las dos instalaciones que constituían el Nivel 5, los recintos de máxima seguridad de la organización penitenciaria federal. La cuestión era a cuál: Leavenworth o Marion.

Lo interesante de Leavenworth y Marion consiste en que aunque sean los dos únicos presidios de Nivel 5, y las dos peores cárceles de Estados Unidos, son completamente distintos. En Leavenworth, las puertas de las celdas están abiertas dieciséis horas al día, durante las cuales los prisioneros son libres de «relacionarse» a su antojo con los demás. Por lo visto, esa circunstancia se vuelve especialmente grotesca de junio a septiembre, porque en ese periodo el alcaide deja apagadas las luces en las plantas superiores. No hay más remedio: en Leavenworth se suda tanto que si las encendiera, los presos las romperían para suprimir esa fuente de calor.

En Marion, en cambio, la estética es enteramente distinta. Los internos se encuentran en «SegAd», o «Segregación Administrativa», lo que significa una diminuta celda blanca, en solitario, con una luz de difusión fluorescente sobre la cabeza que nunca se apaga y que es lo único que hay para mirar. Ahí pasan los reclusos veintitrés horas al día, y en la restante toman una ducha, salen a dar una carrerita en solitario en un espacio de cuatro metros, o esperan a que les quiten y pongan los grilletes de los pies, que han de llevar cada vez que hacen algo. En la blanca fluorescencia de la celda se tiene la impresión de estar flotando entre la nada, y de que en realidad no existe nada más.

Si Leavenworth es fuego, Marion es hielo. El infierno de Hobbes contra el de Bentham. Los tarados con los que estuve en la cárcel afirmaban que preferían Leavenworth, porque en Marion uno se volvía irremediablemente loco. También decían que a mí, en particular, me iría bien en Leavenworth con su libre circulación, porque como miembro de la mafia me granjearía respeto. Por lo menos mientras fuera lo bastante joven para defenderme por mí mismo.

«Respeto», a propósito, es la tercera palabra que se oye todo el tiempo en la cárcel. Por ejemplo: «¿Es que quieres declarar la guerra, coño? ¡Es una falta de respeto llamar Carlos a esa puta chota! Tienes que llamarla Rosalita, tío. ¡No, me refiero a que es una falta de respeto para los violadores machos del pabellón!». Cosa que una vez me dijo textualmente un guardia.

Supuse que, en principio, era preferible Marion. Pero no me preocupé mucho por eso, porque uno no es quien decide si se pasa el resto de la vida en Marion o en Leavenworth. Por extraño que parezca, eso no lo decide nadie. Es algo que establece el azar, sobre la base de las camas disponibles.[53]

Y en cualquier caso, yo pensaba evitar ambos sitios. Chivándome de cosas o haciendo lo que fuera.

Estaba dispuesto a contar a los federales todo lo que sabía, sobre la mafia en general y David Locano en particular. Cierto que una vez quise a Skinflick como a un hermano. Había tenido más trato con sus padres que con los míos. También era verdad que quería tanto a Magdalena que habría vendido a los Locano y a quien hubiera hecho falta con tal de poder verla un instante, de estar una hora a solas con ella, en cualquier sitio.

Simplemente no sabía cuánto tiempo podía esperar. Si al final resultaba que por lo que fuera salía libre, sería una locura entrar innecesariamente en conflicto con la mafia. Pero si esperaba demasiado, y me condenaban, resultaría mucho más difícil llegar a un acuerdo con el fiscal.

Los hombres de Locano eran lo bastante listos como para no amenazar directamente a Magdalena —ni a mí, si vamos a eso—, porque sabían que entonces yo empezaría a pensar en la manera de perjudicarlos, y ya no pararía. Pero tampoco tenían que decir mucho. Yo estaba en una celda, y ellos andaban sueltos por ahí, cerca de ella. Los que venían a verme no dejaban de mencionarla: «Ese juicio es una parida. Una gilipollez. Enseguida volverás con tu novia. ¿Cómo se llama? ¿Magdalena? Bonito nombre. Una chica estupenda. Estarás con ella dentro de nada. Le mandaremos algo».

Magdalena venía a verme cuatro veces por semana.

Los derechos de visita son más flexibles en el centro de detención que en el penal —porque: ¡Oye, eres inocente!—, y por lo visto más aún en el federal que en el estatal. No se permite el contacto físico, pero ambas personas pueden sentarse a extremos opuestos de una larga mesa de metal sin divisoria, siempre que el interno mantenga las manos a la vista sobre el tablero. La visita puede tener las manos donde quiera, y pasárselas por donde le apetezca mientras tú hablas, y al cabo de unas semanas ni siquiera piensas que los guardias están ahí cuando lo hace. Y si os dais prisa podéis levantaros al mismo tiempo y besaros, o ella puede introducirte los dedos en la boca antes de que os separéis, y entonces la echan y luego te examina el dentista. Porque la advertencia de que no se le permitirá volver es una chorrada. Y los guardias, esos pobres parias, están dispuestos a mentir por ti.

Mi amor por Magdalena crecía más y más con cada una de sus visitas y extrañas y formales cartas. «En el cuarteto no dejan de decirme que toco fuera de compás. Es verdad, porque estoy pensando en ti. Pero eso me hace tocar mejor, no peor, porque entonces estoy mucho más viva, de modo que no creo decepcionar a nadie. Toco mejor cuando lo hago con el corazón, y tú eres mi corazón, te quiero».

Si esto les recuerda a una de esas jodidas relaciones carcelarias en que una tía gorda se escribe con el personaje famoso que ha matado a su mujer, no me importa. Aquello me salvó la vida, y me mantuvo en mi sano juicio. Sus visitas borraban durante días la sordidez de aquel sitio de mierda.

Magdalena hablaba con el abogado más que yo. Cuando Donovan nos sugirió, a cada uno por separado, que si nos casábamos ella no tendría que testificar en contra mía, Magdalena me dijo que estaba más que dispuesta. Que haría cualquier cosa.

Le contesté que yo no quería, porque lo que deseaba era casarme con ella de verdad.

—No seas tonto —repuso ella—. Estamos prácticamente casados desde el 3 de octubre.

Dejaré que se hagan una idea por sí solos. Sería como describir el aspecto de la superficie del sol.

No es que nadie pensara seriamente en que citarían a Magdalena a declarar en el juicio. Habría desgarrado el corazón al jurado con sólo mirarlo.

Me traía libros, que resultaba difícil leer a causa del ruido. Luego me trajo tapones para los oídos.

Y, sin decírmelo, inició los trámites para hacerse funcionaria federal de prisiones, con objeto de tener la posibilidad de estar cerca de mí si las cosas salían mal.

A principios de verano de 2000, me sacaron de la celda para llevarme a un despacho del CDFMRN en el que no había estado nunca. Eso no era nada fuera de lo corriente, porque cada dos semanas o así había una «comparecencia inicial», una «vista previa» o lo que fuera, para comprobar datos como que yo era quien afirmaba ser o quien los federales decían, y si en realidad se había cometido un delito. Pero esta vez el guardia me dejó solo en el despacho y salió a esperar fuera. Lo que me pareció sumamente extraño, aun cuando tenía esposas en las muñecas y grilletes en los pies.

Inmediatamente me puse a buscar un teléfono para llamar a Magdalena. No había. Tanto el escritorio como las estanterías de madera estaban vacíos. La butaca de la mesa, también de madera, era de esas antiguas con listones en el respaldo. La ventana tenía un antepecho por fuera, y si hubiera querido escapar aquél habría sido un buen momento. Lo estuve pensando durante un par de minutos, y seguía mirando por la ventana cuando la puerta se abrió a mi espalda y entró Sam Freed.

Entonces tendría cerca de setenta años, llevaba un arrugado traje gris y caía bien enseguida. Cuando empecé a apartarme del escritorio, alzó la mano y me dijo:

—Siéntese.

Así que me senté en la butaca y él cogió una silla que había arrimada a la pared y se acercó a la mesa.

—Me llamo Sam Freed —anunció. Nunca había oído hablar de él.

—Pietro Brnwa.

Había algo en él que le hacía sentirse a uno, incluso con el mono naranja y los grilletes, como un ser humano.

—Trabajo en el Ministerio de Justicia —explicó—. Aunque ya estoy más o menos jubilado.

Eso es lo que dijo. Y no, por ejemplo: «Soy el inventor del PFPT», aunque habría sido verdad. No dijo: «He roto el espinazo a la mafia, y la gente a quien he procurado inmunidad tiene la tasa más baja de reincidencia que se ha registrado nunca».

Desde luego, tampoco dijo que era una de las personas más odiadas de los cuerpos policiales. Porque, claro, había asestado un golpe de muerte a la mafia, pero sólo a costa de proporcionar una nueva vida a un montón de mamones, cosa que la mayor parte de los polis e incluso los federales consideraban imperdonable.

Era judío, por supuesto. ¿Quién más iba a luchar tan infatigablemente por la justicia, convirtiéndose además en un paria? Su padre había llevado el Mercado de Pescado de Fulton Street, pagando el cuarenta por ciento de los beneficios a Albert Anastasia.

Como he dicho, sin embargo, en aquella época nunca había oído hablar de él.

—Ah —contesté.

—Babu Marmoset me ha hablado de usted.[54]

—No sé quién es.

—Un muchacho indio. Médico. Pelo largo. Le hizo un reconocimiento hace un par de semanas.

—Ah, sí.

Ahora lo recordaba, aunque sólo alguien de la generación de Freed podría decir que tenía el pelo largo. Al tiempo que me hacía el reconocimiento, Marmoset estuvo hablando por teléfono y rellenando mis papeles. Luego me dijo: «Está usted estupendamente». Por lo que yo sabía, hasta ahí había llegado nuestra conversación.

—Me sorprende que se acuerde de mí —dije a Freed—. Parecía un poco distraído.

—Siempre lo está —rió Freed—. Sabe Dios de lo que sería capaz si pudiera centrar la atención. Voy a contarle una historia. —Puso los pies sobre el escritorio y empezó—: Mi mujer y yo solemos ir a un restaurante con espectáculo. A uno de esos chinos en donde unos actores ponen en escena un crimen y los comensales han de resolverlo. Es ridículo, pero nos dan de cenar y a los actores también, así que no está mal.

»A veces nos acompaña Babu. Parece que nunca presta atención. Suele venir con alguna chica, en realidad. Se pasa la velada con la cara metida entre sus tetas o comprobando su buzón de voz. Pero al término de la función, cuando llega el momento de adivinar quién ha cometido el crimen, él siempre acierta.

—¿En serio? —le pregunté.

—Totalmente —confirmó Freed—. En cualquier caso, es la persona con más psicología que conozco. Y he conocido a unas cuantas.

No dijo: «Por ejemplo, a Jack y Bobby Kennedy», aunque podría haberlo dicho.

—Hablando de usted —continuó—, Babu aseguró que era un individuo interesante y redimible. Con lo que quería decir, supongo, no sólo que merecía una segunda oportunidad, sino que probablemente poseía información suficiente para ganársela.

Sacudí la cabeza. Tenía la sensación de que no quería decepcionar a Freed, ni tampoco mentirle.

—Apenas crucé unas palabras con ese señor. Y no estoy dispuesto a testificar.

—Muy bien. Eso puede esperar. Aunque no tarde mucho. Procure darse prisa. La oportunidad no durará eternamente.

—No me interesa entrar en el programa de protección a menos que no tenga otro remedio. No estoy preparado para eso.

—Pues no sé —repuso Freed—. La protección no es lo que usted cree. No se trata de transformarse en otra persona. Sino de convertirse en quien se estaba destinado a ser en un principio.

—Eso es algo profundo para mí.

—No me lo creo ni por un momento. Piense en lo que su abuelo hubiera deseado.

¿Mi abuelo?

—Lamento entrar en asuntos personales. Pero creo saber lo que él pensaba de usted, y de lo que le parecería que ahora se encuentre aquí, y creo que usted también lo sabe.

—¿Hace esto con todos los posibles testigos? —le pregunté.

—Desde luego que no —aseguró—. Pero Babu Marmoset cree que puede usted responder.

—¡Si ni siquiera me conoce!

Freed se encogió de hombros.

—Ese hombre tiene un don. Es probable que lo conozca mejor de lo que usted se conoce a sí mismo.

—Bueno, para eso no haría falta mucho —repliqué.

—No, desde luego, tío duro —convino Freed, bajando las piernas de la mesa y poniéndose en pie—. Pero creo que ya sabe para lo que vale todo eso de la mafia. Le proporcionan un par de chicos de los recados que le lamen el culo porque les pagan y le tienen miedo, y le quitan todo lo demás. Incluida esa encantadora señorita suya.

En cierto modo, no me preocupé cuando él lo dijo en alta voz. Pero yo ya sabía que debía andarme con cuidado.

—Me está engatusando.

—Cree el ladrón que todos son de su condición —repuso. Abrió la puerta pero se volvió antes de salir—. Sabe una cosa, si quisiera engatusarlo, le haría esta pregunta: ¿por qué quería matar la mafia a los Karcher?

—Yo de eso no sé nada.

No me hizo caso.

—Ya vio lo aislados que vivían los Karcher. ¿A quién podrían identificar? ¿Cree que conocían a gente en los eslabones superiores de la cadena?

Me quedé mirándolo sin decir nada.

—Pues no. Trataban con gente que estaba por debajo de ellos. Por eso quería la mafia que desaparecieran. Para que el negocio siguiera adelante, dirigido por un subcontratista diferente. Me pondré en contacto con usted más adelante. Pero si en realidad estuviera engatusándolo, le pediría que reflexionara sobre eso, y en lo que su abuelo habría dicho al respecto.

Freed tenía razón en lo de los Karcher, desde luego. Ya se me había ocurrido a mí un montón de veces.

Pero aquella noche dormí sin los tapones de los oídos, para no tener que pensar en ello.

Del juicio ya tienen noticia todos ustedes, hijos de la Fox News.[55] Pero lo que no saben es lo lastimosamente aburrido que fue, incluso para mí. Los agentes federales llevaban meses trabajando en la «Operación Muñeca Rusa» antes de que yo interviniese y les jodiera el invento, y habían acumulado miles de documentos financieros que cualquier persona capaz de encontrar un empleo en el sector privado se habría abstenido de leer al jurado. Y que no tenían casi nada que ver con la mafia italiana. O, como el FBI la denomina, «la LCN».

«LCN» son las siglas de la cosa nostra: «nuestra cosa», o «nuestro asunto». Nunca he oído a nadie en la mafia decir una sola vez «la cosa nostra», y mucho menos «LCN». ¿Por qué habrían de hacerlo? Sería lo mismo que si una banda de delincuentes franceses se llamara la LJNSQ, siglas de «le je ne sais quoi»[56].

De todos modos, y durante un tiempo, el juicio fue un absoluto coñazo. Entonces, unos diez días después de los alegatos iniciales —justo después de que pusieran la grabación de mi llamada a la policía desde la estación de servicio, de la que un perito dijo que la voz era la mía «con una seguridad del ochenta y cinco por ciento»—, la acusación presentó la Prueba Misteriosa, y la cosa empezó a ponerse interesante.

La Prueba Misteriosa, por supuesto, era una mano cortada, despellejada, que según el fiscal era de Tetas, afirmación que se comprometió a demostrar.

La Mano era desagradable. Había que admitir que tenía un aspecto muy delicado para no ser femenina, pero también era demasiado grande para pertenecer a una chica ucraniana. Y resultaba bastante fácil aceptar la palabra de los federales de que la habían encontrado fuera del recinto, cerca de donde estaba aparcado el coche en el que, según pruebas que expondrían más adelante, me había dado a la fuga. Y que las marcas de cuchillo que presentaba la Mano hacían evidente que la habían despellejado, y no, digamos, que la había mordisqueado una comadreja o algo así[57]. Era una cosa que daba profundo horror. Sobre todo cuando los federales proyectaron una imagen, enorme, en una pantalla que colocaron al frente de la sala.

Como era lógico, Ed Louvak protestó, pero Donovan había estado en lo cierto: aunque la acusación no había respetado la jurisprudencia de Brady contra Maryland al no comunicar a la defensa la existencia de la Mano, el juez la admitió como prueba de todas formas, habida cuenta de su carácter grotesco y de la posibilidad de que despertara la atención de la prensa. Y además, suponía yo, porque era lo único con lo que podían conseguir una condena.

Hay que entender que, en términos generales, julio de 2000 era una época horrorosa para ser juzgado por asesinato. Cinco años antes, el juicio de O. J. Simpson había logrado desprestigiar el concepto de pruebas indirectas, que hasta cierto punto había servido de base para la mayoría de las condenas penales en la historia. Las pruebas indirectas incluyen todo menos las pruebas materiales y el testimonio directo de testigos oculares. Si uno compra un fusil de pesca submarina, dice a todos los del bar que va a matar a alguien con él, y vuelve al cabo de una hora con el fusil pero sin arpón afirmando que ya lo ha hecho, eso son pruebas indirectas. El juicio de O. J. consiguió que hasta las pruebas materiales resultaran dudosas, porque cualquier vacío en la «cadena de custodia» hacía concebible que la pasma las hubiera manipulado.

En cuanto al testimonio de los testigos presenciales, por aquella época ya hacía años que estaba en entredicho por poco fidedigno. Y lo es. Aunque, de todos modos, en mi caso no había muchos; sólo Mike, el chico de los recados de la tienda, que testificaría sobre lo que pudiera haber visto o no por el espejo retrovisor de la camioneta.

Los federales, entretanto, no tenían más pruebas materiales que la Mano. La Granja estaba llena de barro, pero ninguna de las huellas era lo bastante grande para ser mía.[58]

De manera que la Mano se había sometido a una escrupulosa protección, y era de suponer que la mantuvieran en observación directa y continua desde el momento de su hallazgo. Lo que parece una estupidez. ¿Quién se encarga de ese trabajo? ¿Tiene que estar siempre dentro de una cámara frigorífica? Pero la Mano transmitió su mensaje.

Los federales ni siquiera tenían una prueba de ADN; lo cual había sido imposible, pues no poseían ninguna muestra fidedigna de Tetas para establecer la comparación. El juicio de O. J. había hecho que las pruebas de ADN parecieran una confabulación de unos cuantos gilipollas para engañar a unos miembros del jurado con respecto a los cuales se sentían superiores. Podía invitarse al equipo de la defensa a realizar una prueba de ADN a la Mano —para que sus integrantes quedaran luego como un hatajo de sabiondos elitistas, tras un resultado que de todos modos el jurado se limitaría a descartar—, pero la acusación no parecía dispuesta a hacerlo.

Todo eso me dejó con la picha hecha un lío.

Y es que ahí estaba. La Mano. No recordaba si Tetas tenía las uñas largas. Pero era la mano de alguien. Si los Chicos Karcher no la habían amputado, tenían que haber sido otros, lo que irremediablemente suponía que alguno estaba tratando de incriminarme.

Pero ¿quién, y por qué?

La acusación hacía constantes referencias a la Mano, sacando en primer plano toda una serie de detalles monótonos. Como las cintas de vigilancia, que tenían tantas interferencias que tuvieron que proyectar subtítulos en la pantalla, haciendo que la mitad de la sala —y dos tercios de los miembros del jurado— se quedaran dormidos. Hasta que el fiscal advirtió: «Tengan presente que estamos hablando de un criminal tan cruel que es capaz de hacer esto con la mano de una mujer».

Y volvió a poner la imagen de la Mano en la pantalla, con lo que se despertó todo el mundo.

Las cosas se pusieron más interesantes cuando la acusación empezó a mostrar fotos de la Granja, incluido el sótano, y luego cuando al fin llamaron al estrado a Mike, el chico de la tienda, para que declarara cómo nos había llevado en su camioneta al recinto. Mike mostró una actitud imponente y sombría, arrancando una carcajada al decir: «A juzgar por lo que veían mis ojos, aquello bien podría ser el refugio del Hombre de las Nieves». La acusación también empezó a preparar la comparecencia de los miembros renegados de la mafia que estaban en la cárcel, lo que quizá habría sido interesante.

Pero, como ya saben, el juicio concluyó antes de que eso fuera necesario.

Una noche Sam Freed vino a mi celda. A medianoche. No pudimos hablar hasta que un guardia nos condujo al despacho donde nos habíamos visto por primera vez, dejándonos a solas.

—Mira, muchacho —me dijo entonces—. Está a punto de ocurrir algo. No voy a decirte de qué se trata, porque quiero que prestes atención a lo que te estoy diciendo. Y cuando te enteres no serás capaz de concentrarte en nada.

—Oh, no me venga con gilipolleces —le contesté.

—He venido por eso, y te aguantas. Así que escucha. Te he hecho una proposición que puede ser la mejor oportunidad de tu vida. Podrías haber sido médico, coño, como tu abuelo. Podrías haber sido lo que te hubiera dado la gana. ¿Quieres ser miembro del club de campo? Yo podría convertirte en una persona de la clase privilegiada. ¿Me oyes?

—Nunca he querido pertenecer a la clase privilegiada.

—¿Me estás oyendo?

—Sí.

—Haré lo posible para volver a proponértelo cuando todo el mundo se calme un poco —prosiguió Freed—. Pero durante una temporada las cosas van a ser imprevisibles, y se nos escaparán de las manos. Sólo recuerda que la gente acaba entrando en razón. El hecho de que testifiques contra David Locano siempre valdrá algo para el Ministerio de Justicia. ¿Me estás escuchando?

—No estoy seguro —contesté—. No tengo la menor idea de lo que me está hablando.

—Mañana por la mañana la tendrás, créeme. Así que pasa la noche pensando en lo que te he dicho; en aceptar un trato si es que te lo puedo conseguir. Con tu permiso, voy a llamar a tu novia para darle mi número. ¿Puedo hacerlo?

—Sí…, sí, pero…

—Mañana lo comprenderás todo —aseguró—. Y cuando lo entiendas, utiliza la cabeza, por amor de Dios.

A las ocho de la mañana del día siguiente, el juez desestimó todos los cargos estatales y federales que había contra mí basándose en que, con arreglo al precedente de Brady contra Maryland, debían habernos comunicado la prueba de la Mano. Seis horas después me dejaron salir de los calabozos del juzgado. Donovan vino a recogerme y me llevó a comer, contándome todo lo que había pasado.

El equipo de mi defensa hizo una prueba de ADN a la Mano. Pensaban que el público ya no era tan estúpido sobre esas cosas como lo había sido durante el juicio de O. J. y además no se perdía nada. Cuando recibieron los resultados hicieron que la examinara un radiólogo. Luego un doctor en anatomía y, por último, un zoólogo.

La Mano no era una mano. Sino una zarpa. De oso. Macho. Y así, sin más, se acabó todo.

Aquella tarde, la acusación intentó que las actas del juicio se declararan secretas. Fue del todo inútil. Los titulares se sucedieron de inmediato:

«ZARPAZO AL FISCAL». «OSADÍA LEGAL». «LA ACUSACIÓN, DESGARRADA».

Aquellos cabrones nunca tuvieron la menor oportunidad.

Lo que no era justo. Todo el mundo hablaba sin parar de aquella cagada colosal, y de lo estúpido que debía ser alguien que confundía una zarpa de oso con la mano de una mujer. Pero yo estuve en la sala del juicio, igual que un montón de gente más. Y nadie llegó a sospecharlo ni por un momento. En fotos, al menos, era imposible saberlo.

Incluso después de salir de la facultad me maravillaba la semejanza que tenemos con el oso, aún más acusada si se le arrancan las uñas, cosa que suelen hacer al desollarlo. Los osos son los únicos animales fuera de la especie de los primates que pueden andar sobre las patas traseras. Se parecen tanto a las personas que los inuit, los tlingit y los ojibwa creían que los osos podían convertirse en seres humanos con sólo quitarse la piel. Y esos mismos indios han diseccionado más osos de lo que jamás harán algunos borrachos del FBI. Por no hablar del New York Post.

Qué más da.

El caso es, señores, que así fue como Zarpa de Oso recibió su nombre.