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Entre el personal de enfermería, el anestesista y yo cogemos la sábana de abajo de Squillante y lo trasladamos de la cama con ruedas a la mesa fija en el centro del quirófano. No es que pese mucho, pero la mesa de operaciones es tan estrecha que hay que dejarlo perfectamente colocado para que no se caiga. En realidad, se le desploman los brazos hasta que le pongo debajo un par de apoyos.
—Lo siento —dice cuando los atornillo a los pasamanos de la mesa.
—Cierra la puta boca —ordeno a través de la mascarilla. Squillante es el único de la sala que no lleva pijama, mascarilla ni gorro de ducha.
El anestesista lanza a Squillante una andanada inaugural por uno de los goteros. Una mezcla de analgésicos, paralizantes y amnésicos. Los amnésicos son por si los paralizantes funcionan pero los analgésicos no surten efecto, y Squillante se pasa toda la operación consciente pero incapaz de moverse. Al menos no recordará su derecho a denunciarnos.
—Voy a contar hasta cinco al revés —anuncia el anestesista—. Cuando acabe, estará usted dormido.
—¿Qué se cree, que soy un niño de teta? —protesta Squillante.
Dos segundos después está tieso y el anestesista le introduce en la garganta un laringoscopio metálico que se curva como el pico de una grulla. Poco después también tiene metido el tubo de la máscara de oxígeno, y Squillante, según palabras del anestesista, ya está «chupando la polla de plástico». El anestesista comprueba la circulación del aire, echa una especie de colirio en los globos oculares de Squillante, y le cierra los párpados con esparadrapo. Luego le tapa la cabeza de forma que le sobresalga el tubo de la máscara. Squillante parece entonces uno de esos cadáveres de la facultad de medicina, cuando se les cubre la cabeza durante los primeros meses de la clase de anatomía para que no se seque antes de meterles mano.
Saco al pasillo la cama vacía de Squillante, de donde la robarán enseguida para dársela a otro paciente, probablemente sin cambiar las sábanas. Pero ¿qué voy a hacer, ponerle un candado de bicicleta? Luego vuelvo y le sujeto con velcro brazos y piernas a la mesa de operaciones, como a un monstruo del cine.
—¿Es eléctrica esta mesa? —pregunto. Alguien se ríe. Encuentro una manivela, le doy vueltas y le incorporo un poco la espalda.
El enfermero termina de cortar con unas tijeras el camisón de Squillante, revelando el hecho de que el escroto se le extiende hasta la mitad de los muslos, como un delantal. El enfermero coge una afeitadora eléctrica. La enfermera le envuelve los brazos y las piernas en lo que parece un colchón inflable. Si alguien se acuerda de ponerlo después en marcha, se llenará de aire caliente y evitará que se congele.
—Señor —dice a mi espalda el estudiante.
—¿Quieres intervenir? —pregunto.
—¡Sí, señor!
—Adelante. —A la estudiante le digo—: Ve a mirar la DL50 de defenestración.
Luego pido a la enfermera circulante que llame por teléfono al doctor Friendly.
Friendly contesta al cabo de cinco tonalidades, jadeante. En lugar de «Diga», o cualquier otra fórmula aceptable, se oye:
—Yo no soy el padre. Es broma. Friendly al habla. ¿Quién llama?
—Soy el doctor Brown. Su paciente está casi preparado.
—Creí que había dicho que estaba preparado —objeta Friendly, cuando por fin aparece. Stacey viene tras él, avergonzada, con máscara y gorro. Friendly lleva las manos en alto, chorreando, con el dorso de las manos hacia delante.
Squillante está preparado. No sólo dispuesto.
Un paciente está dispuesto cuando lo tiene todo tapado menos la zona exacta donde se va a operar. La mayoría de los cirujanos quiere estar presente en ese momento, para comprobar que no lo han colocado, digamos, boca abajo, por error.
Por otro lado, en su mayor parte los cirujanos no llevan botas de goma hasta la rodilla para una gastrectomía, como Friendly ahora. No puede ser buena señal.
Lavarse las manos, a propósito, que es lo que Friendly acaba de hacer y lo que yo he hecho hace cuarenta y cinco minutos, es lo mejor de la operación. Se hace en el pasillo, sacudiendo la parte delantera del lavabo de acero con la cadera para abrir el grifo. Pese al frío reinante, el agua sale absolutamente caliente. Se coge del dosificador una esponja previamente humedecida (en yodo o en un esterilizador sintético de ocho sílabas fabricado por Martin-Whiting Aldomed: lo que se prefiera, aunque el yodo huele mejor), y se lava uno la mierda de las manos, uñas incluidas. Siempre hay que hacerlo hacia arriba, desde la punta de los dedos hacia el codo, asegurándose de que el agua no vuelva a resbalar hacia los dedos. Hay que estar cinco minutos lavándose. Pero normalmente se está tres, como si se cogieran vacaciones, y luego se cierra el agua de golpe. La esponja se tira simplemente en el lavabo. Porque en las próximas horas no se va a realizar ninguna tarea menor.
Ahora mismo, los cuatro que estamos en la sala, los que «intervenimos» —el doctor Friendly, el enfermero de quirófano, el enfermero instrumentista, mi estudiante y yo—, no podemos literalmente rascarnos el culo. De hecho, no podemos pasarnos la mano por encima del cuello ni por debajo de la cintura, ni tocar nada que no sea azul.[38]
El doctor Friendly se seca las manos con una toalla azul, luego ejecuta la pequeña danza en la cual introduces los brazos en la bata de papel que despliega el enfermero de quirófano, luego en los guantes, y después arrancas la tarjeta de cartón de la pechera de la bata (tocando únicamente la mitad azul) y se la entregas al enfermero, que la sujeta mientras giras una vez sobre ti mismo para que se suelte el cinturón de la bata y te lo puedas anudar. Friendly hace lo que puede por parecer aburrido durante esa ceremonia, pero yo no me creo su expresión. Puede que todo este asunto nunca pierda interés.
—Usaré cota de malla —anuncia. El enfermero instrumentista abre un par de guantes de cota de malla y los deja caer sobre la amplia mesa azul del enfermero de quirófano, de donde Friendly los coge para ponérselos encima de los de caucho.
Junta la punta de los dedos, haciéndolos resonar.
—Y ahora otro par de Dermagels. —Me guiña un ojo—. Riesgo de VIH. El paciente llevaba un anillo en el meñique la primera vez que lo vi. A mi modo de ver, si no es marica que venga Dios y lo vea.
El enfermero de quirófano, un filipino menudo, pone los ojos en blanco.
—Ah, ¿qué? —dice Friendly—. ¿Te has molestado? ¿Es que no se puede decir la palabra «marica»? Preocúpate de eso en tu tiempo libre. Vamos a trabajar. —Y ordena a la enfermera circulante—: Música, por favor, Constance.
La enfermera circulante se acerca a la minicadena instalada en un carro, y poco después suena la canción de U2 sobre el asesinato de Martin Luther King a primeras horas de la mañana del 4 de abril. A Martin Luther King le dispararon al anochecer, aunque uno se rija por la hora de Dublín, pero el álbum de grandes éxitos de U2 es algo con lo que se acostumbra uno a vivir en la profesión médica. Todo cirujano blanco de más de cuarenta años lo pone. Acabas dando gracias de que no sea Coldplay.
El enfermero y yo desplegamos una sábana de papel azul por encima de Squillante y arrancamos la sección correspondiente al abdomen. Entonces, sobre la piel que se le ha quedado al descubierto, dejamos caer un polímero empapado de yodo. Que se le funde con las arrugas.
Friendly, entretanto, da la vuelta a la mesa con una grapadora, uniendo la sábana de papel a la piel de Squillante. El procedimiento de las grapas resulta espeluznante la primera vez que se ve. Pero comparado con la cirugía el daño es menor, y los partidarios de la vieja escuela le tienen una fe ciega. De manera que quienes quieren intervenir al estilo de la vieja escuela, también lo utilizan.
Cuando Friendly está a punto de terminar, entra mi estudiante y me susurra:
—La DL50 de defenestración son cinco pisos, señor.
Como recordatorio, «DL» es «dosis letal», y la DL50 es la dosis mortal correspondiente al cincuenta por ciento de los casos. Defenestración es arrojar a alguien por la ventana. Así que la estudiante me dice que si tiramos a cien personas por la ventana de un quinto piso, la mitad de ellas sobrevivirá.
—Hostia puta —exclamo. Si tiré a Skinflick de un sexto piso, ¿cuál será el porcentaje?
¿Y por qué no puedo respirar?
—¿Cuál suele ser la causa de la muerte? —le pregunto.
—Rotura de la aorta —contesta la estudiante.
—Vale. —La aorta, nuestra arteria principal, es básicamente un globo estrecho y alargado, semejante a los que los pedófilos retuercen para hacer con ellos formas de animales.[39] Como está llena de sangre, es lógico que reviente al hacer impacto—. ¿Y después?
—Heridas en la cabeza, luego hemorragia por desgarro orgánico.
—Buen trabajo.
Al pensarlo se me llena la boca de bilis. Aunque en realidad la tengo así desde hace media hora, cuando me tragué las últimas cuatro Moxfanes. Por lo menos estoy bien despierto.
—Aún no tenemos los resultados del laboratorio del pinchazo con la hipodérmica, señor —añade la estudiante.
—No te preocupes.
Ciertamente tengo un dolor punzante en el antebrazo, pero probablemente hace mucho que han tirado la muestra del Tío del Culo. Si es que han llegado a enviarla al laboratorio. Hay mucha gente que tendría que alargar cinco minutos su jornada de trabajo si esa muestra alcanzara su destino.
—Manos a la obra —dice Friendly. Pone con el pie un taburete metálico al lado derecho de Squillante, y se instala. El estudiante interviniente coloca otro taburete un poco más allá. Yo me sitúo al lado izquierdo de Squillante. El enfermero instrumentista ya está en un taburete junto a la cabeza del paciente, con las bandejas preparadas en diversos brazos articulados.
—Vamos a ver, todo el mundo —dice Friendly—. El paciente es DPN. Sé que a todos nos gustaría darle un trato especial justamente por eso, como si fuera un poli y trabajáramos en un restaurante para coches. Pero trabajamos en otro sitio. Así que seamos profesionales.
—¿Qué quiere decir «DPN»? —pregunta mi estudiante.
—Demanda Post-Negligencia —explica Friendly—. Presentó una querella hace nueve años.[40]
Agradezco la pregunta de mi estudiante, porque yo tampoco sabía de qué estaba hablando el cirujano. Pero empiezo a distraerme. La Moxfane acaba de darme una sensación de lo más raro. Como si hubiera perdido el conocimiento, pero sólo durante una milésima de segundo.
—¿Signor? —dice Friendly.
Me sacudo la sensación con un estremecimiento.
—Rotulador —pido.
Un instante después tengo un rotulador sin capuchón en la mano. No sé si se lo ha quitado el enfermero antes de pasárselo al instrumentista con increíble rapidez, o si me he vuelto a quedar un momento en blanco. En cualquier caso, me da un repeluzno.
Me quedo mirando el abdomen de Squillante. Supongo que la incisión va a ser vertical, porque sólo he visto incisiones transversales en el abdomen en secciones de tomografías. Sencillamente no tengo idea de la longitud que debe tener el corte, ni de su punto de arranque.
Así que muevo despacio el rotulador en el aire por encima de la cintura de Squillante, como si tratara de decidirme, hasta que al fin me dice Friendly:
—Ahí mismo está muy bien. Venga, ya.
Entonces trazo una línea a partir de ese punto, justo por debajo de las costillas hasta el hueso púbico, describiendo una curva en torno al ombligo, pues si se corta es prácticamente imposible de reconstruir.
Devuelvo el rotulador al enfermero instrumentista y le digo:
—Bisturí.