Capítulo SIETE

"Si alguien le quiere hacer daño", dijo el policía Stien a Hope cuando fue registrada en la delegación de Beverly Hills, "este es el lugar más seguro para usted". Pero no se sentía a salvo, tendida en el estrecho catre de su celda, escuchando caer la lluvia nocturna. Temía por los niños; habían perdido a Bill y cuando se despertaran por la mañana, descubrirían que también ella se había ido. O quizá no se despertarían; estaba segura de que Taylor no los mataría, pero una bomba bajo la casa... O quizá mataran a sus padres, y los niños despertarían para encontrar una sala cubierta de cadáveres.

Y tenía miedo por ella misma. Era la única presa en el piso de mujeres, y recordaba claramente la advertencia de Taylor: "ellos" están en todas partes, inclusive en departamentos de policía y clínicas de médicos, inclusive en las cárceles. De modo que a la una de la madrugada, cuando su puerta fue abierta súbitamente y alguien dijo: "Aquí está su abogado", se puso tensa inmediatamente. Nunca anteriormente había visto a aquel hombre.

Pero cuando el hombre alto, de aspecto distinguido y cabellos grises comenzó a hablar, se sintió más confiada. No dijo mucho porque su experiencia le había demostrado que las conversaciones en la cárcel no eran tan privadas como podría hacer pensar una pieza compacta de dos por 3 metros. Le dijo brevemente quién era; escuchó brevemente lo que ella tenía que decir. Le dijo que no hiciera más declaraciones a la policía; que durmiera un poco y que todo sería atendido por la mañana. "Gracias a Dios, han traído a alguien que sabe lo que está haciendo", pensaba Hope al arrebujarse bajo la sábana.

Ned Nelsen tenía una reputación sólida de saber lo que hacía. Había practicado el derecho penal en Los Ángeles durante más de veinte años, comenzando con un caso de asesinato al salir de la Universidad del Sur de California, y trabajando como protegido del famoso abogado procesal, Grant Cooper. Había ganado el caso y durante las dos décadas siguientes ningún defendido de Ned Nelsen había llegado a ser convicto de asesinato, ni siquiera el hombre al que defendió poco antes de conocer a Hope, un hombre que mató a su cuñado disparándole entre los ojos con una .38 a un metro de distancia. Inclusive aunque el hombre muerto estuviera desarmado y el hombre con el arma lo sabía, el cliente de Ned alegó legítima defensa y el jurado lo absolvió.

Poco después de que Hope se fue con los policías, Van había podido comunicarse con Ned Nelsen que estaba en su casa. El abogado escuchó a Van y Honey y aceptó hablar con Hope. Ned Nelsen se negaba pocas veces a defender a alguien, aunque algunas veces, como solía decir, "cuando explico la estructura de los honorarios, deciden buscar otra representación". La estructura de sus honorarios no era difícil de explicar: una iguala de 25,000 dólares y mil más diarios por los servicios de Nelsen y su joven asociado, Tom Breslin; o seiscientos dólares diarios por Breslin solo.

Van no conocía personalmente a Ned Nelsen, pero sí sus credenciales profesionales y sociales. Ned vivía en una bella mansión vieja de la sección de Los Ángeles llamada Hancock Park, con su hermosa esposa y sus bellas hijas adolescentes, donde presidía con un encanto lleno de urbanidad comidas gastronómicas que él mismo cocinaba. Era cazador apasionado; tenía por recuerdos de un reciente safari en Kenya un portafolios de piel de elefante y los colmillos de siete pies de largo instalados por encima de las puertas del comedor. Como chef, su especialidad era el venado con chile. Una vez hizo una cena de gansos silvestres de Canadá para setenta personas. Cuando conoció a Hope, estaba haciendo los preparativos para una cena anual de caridad en el Beverly Wilshire Hotel, cena de corbata negra que organizó, como presidente, con nueve platillos y media docena de vinos. Habría champaña con paté de faisán y pato silvestre ahumado; consomé al jerez; trucha de Montana hervida con camarones de la bahía, servida con Chardonnay; urogallo con arroz silvestre y Pinot Noir; sorbete; lomo de venado; alcachofas rellenas con puré de nuez, Cabernet Sauvignon; fruta; Brie y oporto. En su oficina tranquila, artesonada, Ned Nelsen tenía un enorme tarro de vidrio lleno de papel: un millón de dólares hechos tiritas.

Ned Nelsen no era tan optimista como parecía al hablar con Hope. Aun cuando no creía que ella hubiera matado a Bill Ashlock —no tenía motivo, señaló, y aun cuando los fiscales no tienen por qué demostrar que hay motivo, las cosas no suelen encajar cuando no lo hay—, le preocupaban los dos días que había pasado en su casa con el Hombre llamado Taylor, dándole masajes en la espalda, sin hacer el menor intento de escapar o de llamar a la policía o a sus padres o de pedir ayuda. Él tuvo que decir a Honey y Van que había evidencias que implicaban a Hope, y que si no aparecía Taylor, se vería metida en un gran lío. Y sobre todo, Nelsen desearía haber sido avisado antes, antes de que Hope hubiera contado sus divagaciones a los policías durante dos horas y media respecto a un intruso. "Yo habría tenido una charla íntima con ella para saber con exactitud quién era aquel extraño", dijo Ned, reduciendo la cosa a la más modesta apreciación.

Inclusive con la actividad insólita que rodea la detención de una sospechosa de asesinato en mitad de la noche, la delegación de policía de Beverly Hills estaba muy tranquila, comparada con la escena que se desarrollaba al norte. Por todo el condado de Tulare, al parecer, detectives y agentes de policía estaban siendo sacados de la cama por telefonazos imperiosos.

El sargento Henry Babcock y el detective Ralph Tucker salieron de Porterville poco después de la medianoche, dirigiéndose por la autopista a Los Ángeles. En la casa del rancho, iluminada con todas sus luces, el agente Michael Scott estaba haciendo dos líneas de gis continuas marcando la pista desde la sala a través de la cocina hasta el cadáver de la víctima en el cuarto. Empolvó para encontrar huellas y pudo producir y levantar huellas digitales latentes en distintas partes de la casa, en distintos objetos. Recogió cierto número de cosas y las etiquetó como evidencias, incluyendo un trozo de esparadrapo blanco hecho bola hallado en un basurero amarillo de la cocina, a media altura del basurero. Vio una Bandita dentro de la bola, con lo que parecían ser cabellos.

A las 3:20 de la madrugada, el detective Jack Flores, que había estado parado durante más de tres horas junto a la puerta del cuarto donde yacía el cuerpo, fue relevado; salió de la casa y atravesó el naranjal para ir a hablar con Jim Webb. Los Webb estaban todavía levantados, y Flores pidió que Jim relatara, con sus propias palabras, lo que sabía de todo aquello.

Jim Webb comenzó con el viernes por la noche cuando, dijo, él y Teresa y los chicos habían vuelto tarde a casa, a eso de las 11:30. Habían visto un coche estacionado junto a la casa grande y algunas luces tenues dentro, pero sin que nadie circulara por allí.

El sábado por la mañana temprano, Jim vio, al salir a trabajar a eso de las seis, otro coche estacionado junto a la casa, un modelo viejo Lincoln, blanco, con el techo azul oscuro o negro.

Después de trabajar el sábado, Jim fue a casa de su madre, calle Cottage en Porterville, para visitar a su hermano, Júnior Edward, que había ido desde Ventura con su esposa Betty y la hermana de ésta, Sharon, y el hijo mayor de Edward y la hija de Sharon, y su otro hermano, Gerald, de Fresno. Gerarld y Ed dijeron a Jim que habían ido al rancho a ver el ganado y que unas personas que allí estaban habían pedido a los Webb que ensillaran un caballo. Al enterarse, Jim fue en coche al rancho con uno de sus hermanos y habló con una joven que conocía por el nombre de Hope; no sabía su apellido de casada. Dijo que le dijo que había allí un hombre de Los Angeles Times que quería tomar fotos, y les hacía falta una silla para el caballo. Al no poder encontrar Jim la llave del cuarto de herramientas, llamó a Teresa, que aún estaba donde su madre, para preguntarle si sabía dónde estaba la llave.

Teresa dijo que no sabía, de modo que Jim llamó a Hope para decirle que no podía encontrar la llave, y si no podría esperar al día siguiente. Dijo que no, que el tipo del Times tenía que marcharse esa tarde y que no estaría allí al día siguiente. Hope dijo a Jim que su madre le había dado una llave del cuarto de herramientas, y le pidió que fuera a ver si estaba entre las llaves que tenía. Jim dijo que fue y tocó a la puerta y lo presentaron a dos hombres. Uno de ellos fue presentado como un fotógrafo de Los Angeles Times; Jim no recordaba su nombre; alto, 1 metro 90 o un poco más, cabellos oscuros, quizá moreno, bien vestido, con un saco de cuero oscuro. El otro tipo era más bajito, con cabello moreno oscuro y rizado, de unos veinticinco a treinta años. Se llamaba Bill.

Jim dijo que aquellos dos hombres y Hope eran las únicas personas que vio en el rancho aquel fin de semana.

Jim y su hermano dieron la vuelta para ver al ganado y cuando regresaron, unos cuarenta y cinco minutos después, el caballo estaba atado delante de la casa y la gente no estaba allí. Jim llevó al caballo nuevamente al pasto, entonces los Webb se fueron para volver a la casa de su madre en Porterville a ver transparencias de las vacaciones de Jim, y cuando salían vieron el Lincoln que Jim dijo haber visto por la mañana, que subía por la cuesta hacia ellos. Jim retrocedió y lo dejó pasar. Vio tres personas en el coche pero no podía decir con seguridad quiénes eran.

Cuando Jim y Teresa y los chicos volvieron a casa a eso de las nueve de la noche del sábado, vieron ambos coches estacionados junto a la casa, el Vega y el Lincoln blanco, y había luces en la casa grande.

Cuando se fue Jim a trabajar el domingo por la mañana temprano, a eso de las seis, los dos coches seguían allí, y cuando regresó a casa hacia las siete y media de la tarde, el Lincoln ya no estaba. Lo mismo el lunes: el Vega estacionado junto al costado de la casa, una luz prendida, ninguna señal de gente. Lo mismo el martes por la mañana; y lo mismo el martes por la tarde cuando regresó del trabajo, y para entonces Jim estaba ya preocupado porque era insólito no ver a nadie siquiera de vez en cuando. Preguntó a su esposa si había visto a alguien por allí: dijo que no. Preguntó a los chicos: dijeron que no. Tocó el zumbador entre su casa y la casa principal, pero nadie contestó. Marcó el número del rancho por el teléfono normal, dejó que sonara seis o siete veces, pero nadie respondió.

Fue hasta la casa y tocó sin obtener respuesta. Dijo que había mirado dentro de la casa, no sabía si era correcto o no, pero de todos modos escudriñó por la ventana y vio que había una sábana sobre el sofá, cubrecama o algo así. Había una especie de luz tenue, pensó que sería la del cuarto de baño.

Volvió a su casa, tomó su linterna, regresó y alumbró un par de ventanas: la de la sala, la del cuarto del ángulo y la puerta lateral que da a la cocina, sin ver nada.

Dijo que no tenía ganas de llamar al padre de Hope porque había oído decir que sufría del corazón, pero le parecía que esta vez debería hacerlo. De modo que llamó a información, obtuvo su número y llamó. Contestó la madre de Hope. Jim le preguntó si sabía algo de su hija; dijo que la madre de Hope respondió: "Acaba de llegar". Jim le dijo que estaba preocupado porque el coche había estado inmóvil en un lugar todo el tiempo, y que no había nadie por allí. Dijo que la madre de Hope le contó que había ocurrido una terrible tragedia y que volvería a llamarlo,

Casi tan pronto como colgó el teléfono, dijo Jim, se oyó su otro teléfono. Era el señor Nick Doughty, uno de los otros propietarios, que en cierto modo administraba el rancho y que Jim suponía ser su jefe. Jim dijo que el señor Doughty llamaba para ver cómo iban las cosas

Jim le contó su conversación con la madre de Hope. El señor Doughíy le dijo que colgara, que volvería a llamar. Cuando llamó, dijo que había hablado con Honey y Van, y que éstos tenían un problema. Jim dijo que el señor Doughty le dijo que no era problema del rancho ni de Jim, y aconsejó a éste que llevara a su esposa y sus chicos a dormir a otra parte. Jim dijo que le parecía bien, y que estaba listo para marcharse pero que la madre de Hope le había dicho que llamaría de nuevo. Jim dijo al señor Doughty que cerraría todas las puertas y se quedaría encerrado en su casa.

Dijo Jim que a las 9:30 llamó Van y dijo que su hija le había dicho que había habido un intruso en la casa y que habían matado a alguien y que era algo de la Mafia, y que toda la familia estaba amenazada. Van dijo que iba a llamar a la policía de Beverly Hills. Jim y Van hablaron acerca de llamar a la policía de Porterville o a la oficina del sheriff de Porterville, y finalmente Jim llamó personalmente a la oficina del sheriff.

—Es lo único que puedo decir hasta ahora —dijo Jim Webb al detective Flores. Más adelante habló más.

Hope despertó temprano, al oír que alguien caminaba por el corredor fuera de su celda.

—¡Hola! —llamó.

Un hombre se acercó a la puerta.

—¿Tan temprano y ya empiezas?

—Bueno, el policía de anoche me dijo que si necesitaba algo sólo tenía que llamar —explicó Hope.

—¿Y qué necesitas?

—Quisiera un fósforo —dijo Hope.

El hombre llevó una cajita de fósforos.

—No tires cigarrillos al piso —advirtió.

—No estoy acostumbrada a tirar cigarrillos al piso —replicó Hope con un tono de voz que su madre habría reconocido—. Además, usted no sabe quién soy ni por qué estoy aquí.

Después de los fósforos, el hombre le llevó una bandeja de desayuno con cereal sin leche y café tan caliente en una taza metálica que no pudo tomarla con la mano.

Allá abajo, el sargento Babcock y el detective Tucker, que habían llegado del condado de Tulare a eso de las cuatro de la madrugada, estaban hablando con los policías Stien y DeMond y su jefe, el teniente Mann. Los jóvenes policías habían enumerado tres sujetos en el caso:

Sujeto No. 1: MASTERS, Hope, ama de casa, 31 años

Sujeto No. 2: TAYLOR, Tyler

Sujeto No. 3: DESCONOCIDO, 6 pies de alto, 185, lleva cabello hasta el hombro, liso, bigote o barbita.

Stien y DeMond dijeron la historia que el Sujeto No. 1 les había contado respecto a un matón de la Mafia que había asesinado a la víctima y se supone que debería haberla matado a ella y sus hijos. Todos los policías discutieron por qué un matón alquilado, que había sido contratado para matarla a ella, sus hijos y la víctima, la habría dejado con vida después de matar a la víctima. También estudiaron prolongadamente el hecho de que el Sujeto No. 1, que era testigo de un supuesto crimen, hubiera abandonado el escenario de éste y no hubiera informado del delito durante un par de días. Stien y DeMond dijeron que el sujeto se mostró vago en cuanto al varón que había manejado un Lincoln Continental y la había llevado de regreso a L.A., y que sólo pudo decir que se llamaba Taylor o Tyler y que era un reportero o fotógrafo de Los Angeles Times. Dijeron que los padres "no podían o no querían" identificar al sujeto que manejaba el Lincoln. Los hombres de Beverly Hills dijeron también a los de Tulare que el abogado de Masters había ido a hablar con ella.

El sargento Babcock telefoneó a Van y le pidió que fuera a la estación de policía para hacer una declaración oficial. Van aceptó y llegó rápidamente, justo antes de las seis, todavía fresco en la ropa que había tenido puesta cuando llegó a casa de la oficina la noche anterior, tan eficiente e imponente que Babcock lo llamó "señor", cosa que no solía hacer tratándose de homicidio.

—¿Quiere tener la bondad de decirnos lo que sabe del incidente, señor?

—Tendré la bondad de decirles lo que sé respecto al incidente —dijo cuidadosamente Van—, pero debe usted comprender que lo único que sé del incidente real que implica la muerte de un hombre, lo sé por mi hija.

Babcock asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo—. Comencemos por el principio.

Van contó cómo había vuelto a casa después de su día de trabajo la noche anterior, para encontrar a su esposa y a Hope, y a un hombre cuyo nombre era Taylor, reunidos en la sala. Describió a Taylor como hombre blanco, de unos cuarenta y cinco años de edad, de un metro 95, aproximadamente, 90 kilos, con cabellos de un rubio rojizo.

—¿Es amigo de su hija? —preguntó Babcock.

—No, no es amigo de mi hija —respondió Van—. En realidad, no creo que mi hija conociera al hombre antes de que éste llegara al rancho después del incidente.

—¿Sabe usted de qué vive ese hombre?

—Sólo puedo decirle lo que él dio a entender. Creo que escribe artículos, supongo que para periódicos o revistas.

—¿Sabe por qué llegó al rancho si su hija no lo conocía?

Van dijo que el escritor había ido al rancho para escribir un artículo acerca de Bill. Babcock arrugó levemente el entrecejo.

—Ese caballero, Bill... supongo que es el difunto, ¿era persona notable, famosa, ha hecho algo que sea noticia?

—No, Bill mismo no tenía nada de particular, pero estaba metido en un tipo de trabajo que implicaba películas o asuntos teatrales,

—Eso es fácil de comprobar —dijo Babcock—. Muy bien, señor, volvamos ahora a lo que le contó su hija del incidente.

Van respiró hondo.

—Pues bien, la historia que contó mi hija, dado que estaba todavía en un estado de profunda agitación, fue una historia considerablemente larga, pero permítame usted que le indique los puntos principales, y entonces pídame los detalles que desee.

"Como lo entiendo yo, mi hija y Bill fueron al rancho el viernes. Ella no me ha contado lo que hicieron el sábado durante el día, pero me cuenta que se acostó en uno de los cuartos para dormir un rato el sábado por la tarde; y le pidió a él que la despertara para jugar una partida de cartas".

Babcock lo interrumpió.

—¿Eso fue lo que su hija le contó?

—Sí.

—¿Personalmente?

—Sí.

Babcock asintió con la cabeza antes de decir: "Prosiga usted, señor".

—Para jugar a la baraja o algo por el estilo —prosiguió Van—. Se fue a dormir pero la despertó, no Bill sino el... ese individuo, el intruso, permita que lo llame el intruso, que la estaba tocando y agarrando. Y ella pudo escapar de sus manos y se puso a llamar a Bill. Corrió a la sala, que colinda con el cuarto. Estamos hablando de una casa muy pequeña. Corrió a la sala y vio a Bill tendido en el sofá, se lanzó sobre él y, llamándolo por su nombre, lo agarró de los hombros y lo sacudió. Y dijo que observó que su cabeza oscilaba mientras ella lo sacudía, y mientras lo hacía, el intruso estaba llegando tras ella o se le acercó y le dijo: No, no puede ayudarte. ¡Está muerto!

"Dijo eso varias veces, como si nada. Y finalmente, cuando mi hija dejó de sacudir a Bill, el intruso dijo: Mira tus brazos. Y al mirarse los brazos vio que estaban cubiertos de sangre. No dije que esto sucedió durante las horas de la noche, sábado por la noche o madrugada del domingo, según lo que dijera el reloj. Mi hija fue totalmente incapaz de decirnos a qué hora pasó. Dijo que el individuo estuvo con ella de cuatro a seis horas y que se marchó cuando todavía no amanecía".

Babcock volvió a interrumpir.

—¿Cómo se fue? ¿No lo dijo?

Van arrugó el entrecejo.

—No, no creo que lo dijera. ¿Dice usted si se fue caminando o en auto? No lo dijo, y si lo dijo, se me ha olvidado. ¿Debo continuar?

—Claro que sí, por favor.

—El hombre la agarró, le arrebató las ropas y tal vez intentó violarla o la violó. Está algo nebuloso; no sé qué sucedió realmente. En cierto punto, ya fuera el primer ataque u otro ulterior, no lo sé, dijo que el hombre comenzó a violarla pero se detuvo al ver que ella no mostraba interés. Ella... el hombre la ató, supongo antes, con cinta adhesiva, con las manos detrás de la espalda y supongo que también le puso cinta adhesiva en los pies. No recuerdo si mi hija contó que estuviera atada a la cama. Lo siento. Se me ha olvidado.

"Por lo visto, el intruso y ella conversaron largamente, y el intruso le contó, entre otras cosas, que estaba haciendo el trabajo por contrato, que le pagaban 3,600 dólares por hacer el trabajo".

Van explicó que el intruso dijo a Hope que también había que matar a sus dos hijos mayores pero no al bebé, si se presentaba. Dijo a Babcock los nombres de los dos ex esposos de Hope, aunque no sabía cuál de ellos vivía en Los Ángeles.

—Mi hija dijo que de alguna manera pudo persuadir al hombre de que no la matara.

—¿Qué clase de arma tenía ese hombre? —preguntó Babcock.

—Mi hija dijo que tenía un revólver con un gran cañón, que el hombre trató de meterle el cañón del arma en la boca y que no cabía.

—Entonces, ¿qué ocurrió? —preguntó Babcock.

—Bueno, pues el hombre se fue a una hora que mi hija no pudo decir; lo único que podía decir es que sería de cuatro a seis horas después de que la despertó.

—Y entonces, ¿qué pasó?

—Bueno, no quiero decir lo que yo he deducido —dijo cuidadosamente Van—. El incidente siguiente que me relató mi hija fue cuando Taylor o Tyler, el fotógrafo-escritor, llegó a la casa.

—Según ella ¿a qué hora llegó?

—No tiene la menor idea, pero en esta parte del juego, Taylor, que estuvo presente en mi casa anoche, como le dije, siguió contando. Dice que llegó a la casa a eso de las once o las doce del domingo, y lo primero que recuerdo haberle oído decir fue que lo único que pudo oír fueron gritos que salían de la casa. Alaridos. Entró en la casa y vio a Bill, el difunto, tendido en el sofá, pero no le prestó atención y siguió los gritos hasta donde estaba mi hija, tendida en la cama y atada con cinta adhesiva.

"Mi hija quería levantarse y telefonear... he olvidado a quién quería llamar, pero para hacerlo tendría que haber atravesado la sala, Y según cuenta Taylor, mi hija estaba en un estado de tremenda agitación; supongo que eso significa: histérica. Ella no quería ir a la sala donde se encontraba el cadáver. Taylor trató de persuadirla que fuera, y le preguntó qué quería que hiciera al respecto".

—Él le contó a usted todo esto, ¿cierto? —dijo Babcock—. Él se lo contó, ¿cierto?

—Estando ella presente —dijo Van. Babcock asintió.

—Le preguntó lo que quería que él hiciera —prosiguió Van—. Y ella dijo: quite el cuerpo de ahí, dijo: llévese a Bill de ahí. De modo que Taylor cambió el cadáver de sitio, lo tendió en una cama de uno de los otros cuartos. No sé en cuál —después de lo cual, dijo Van, Taylor y Hope se fueron de ahí en el coche de Taylor.

—¿Sabe usted dónde se encuentra ahora ese caballero? —preguntó Babcock.

—No, no lo sé.

—Bueno, acabaremos por ponernos en contacto con él —dijo Babcock—. Claro está, es un poco insólito que el hombre que llamó a la policía desaparezca. Hay algo malo en esto —calló un momento—. ¿Posee su hija algún arma, arma de fuego?

—No sólo no posee ninguna sino que la espantan —dijo Van con énfasis.

—¿Y su esposa?

—Tiene la misma actitud respecto a las armas de fuego que mi hija. Le dan un miedo mortal.

—Y usted, ¿posee armas de fuego?

—Sí, yo sí —dijo con firmeza Van—. Tengo una escopeta del .12, una automática del .45 y otra del .38, y para que conste, ninguna de esas armas ha sido disparada, que yo recuerde, desde hace diez o quince años. Además poseo, sin embargo, un rifle del .22 que me llevo al rancho para tratar de cazar ardillas, y también un Colt Woodsman del .22 —Van explicó que había comprado las dos automáticas hacía más de treinta años, cuando estuvo en la Armada, y que la escopeta, el Colt y el rifle habían sido regalos.

—Está bien —dijo Babcock—. Sólo me quedan dos o tres preguntas más —en realidad, fueron cuatro.

—Una: ¿ha sido arrestada su hija alguna vez y, de ser así, por qué?

—Mi hija no ha sido arrestada nunca que yo sepa, como no sea por violaciones de tránsito.

—Número dos: ¿por qué cree usted que la haya dejado con vida el hombre?

Al ver que Van no contestaba rápidamente Babcock se inclinó hacia adelante.

—Piénselo bien —le recordó el detective—. Tenemos un hombre que, por lo menos tal como se lo ha contado su hija, ha sido pagado para matar. Ese hombre ve a una dama, una mujer, un testigo, que puede identificarlo. ¿Por qué... por qué no la mató?

—No puedo responder a esa pregunta —respondió lentamente Van—. Si era realmente un asesino a sueldo, y dijo que lo era, no tengo respuesta, y me encuentro tan intrigado como usted.

—Y otra cosa —apremió Babcock—: ¿Por qué esperar tanto para informar del crimen?

—La razón que me dio mi hija, y eso fue confirmado por Taylor, fue que el intruso, el asesino, le había dicho que no debería decir nada a las autoridades, que él se pondría en contacto con ella y que le haría saber, dado el caso, cuándo podría avisar a las autoridades, y que la iba a vigilar, a ella y a su familia, es decir a mí, su madre y sus hijos, y que si no obedecía sus instrucciones, matarían a todos.

"Tenía miedo de hacerlo y... mmm —Van tartamudeó un poco, cosa rarísima en él— mmm... bueno, déjeme decirle lo que pienso: que era un error, pero por otra parte, allí había un hombre de cuarenta y cinco años que le seguía la corriente".

—Permítame preguntarle esto —dijo lentamente Babcock—: Su opinión, claro está. ¿Cree usted posible que su hija y ese caballero hayan estado implicados en el asesinato?

—Yo... yo... yo... creo.

—¿Cree que es una posibilidad?

—Yo creo... yo creo que es absolutamente inconcecible desde cualquier punto de vista —dijo Van.

—¿No cree concebible que su hija y ese otro caballero estuvieran implicados en el asesinato como perpetradores?

Van dejó de tartamudear; habló con gran firmeza.

—Creo que sería absolutamente inconcebible que cualquiera de ellos pudiera haber estado involucrado.

La taza de café de Hope se había enfriado ya lo suficiente para que pudiera tomarlo cuando el carcelero vino a buscar la bandeja.

—Ahí está su abogado —anunció.

Nuevamente un extraño; nuevamente, temblando un poco, pidió ver su identificación.

Tom Breslin se sentía bastante malhumorado cuando lo condujeron a la celda y cerraron la puerta tras él. Lo había despertado en su cama Ned Nelsen, diciéndole que fuera a la cárcel de Beverly Hills para hablar con una tal Hope Masters, y que había homicidio. Tom había pasado una hora dando vueltas en coche tratando de encontrar una tienda, a esa hora temprana, donde adquirir un cuaderno. Se sentó en el borde del catre de Hope y la miró seriamente.

—No me mienta —dijo Tom Breslin. La última persona que me mintió fue condenada a muerte.

Al mirar más de cerca a su nueva dienta, sin embargo, se ablandó. A la luz blanca y dura de la celda, pensó que se veía horrible: delgada, inclusive flaca, con enormes ojeras moradas debajo de los ojos, muy temblorosa, muy asustada. De modo que sonrió con su sonrisa abierta, irlandesa, y trató de ponerla cómoda bromeando sobre la puerta de la celda, especialmente la taza del baño sin tapa, al lado opuesto.

—Muy pintoresco, ¿no le parece?

Hope sonrió un poco, y Tom tomó su cuaderno nuevo. Antes de comenzar a hablar, se oyó decir que debería ser muy cortés con la policía pero que no debería decir nada más, nada en absoluto. No tuvo valor para decirle que ya había hablado demasiado.

Van fue a casa para recoger sus armas. Se las llevó al puesto de policía mientras Honey se vestía, y cuando estuvo de regreso la llevó para que prestara declaración.

—¿Puedo ver a Hopie? —preguntó Honey.

Le dijeron que no podía.

—¿Necesita algo? —preguntó Honey—. ¿Cómo está?

Dijeron que no necesitaba nada, que estaba bien, y recordaron a Honey que había ido allí para prestar declaración.

Koney contó a los detectives de Tulare que Hope había llegado a su casa el día anterior en un coche amarillo que Honey no reconoció, y lo terriblemente perturbada y desorientada que había estado Hope al hablar de un contrato contra su vida, de teléfonos intervenidos, de un asesino en la noche que le había dicho a Hope que su marido quería verla muerta.

—Vaciló un instante —dijo Honey— porque se ha casado dos veces.

—¿Qué esposo? —preguntó Babcock.

—¡Eso fue precisamente lo que le pregunté! —exclamó Honey—. ¿Qué esposo?, ¿qué esposo? —relató a Babcock parte de la conversación entre Hope y el asesino, conversación acerca de las llaves de la casa—. Ahora, usted comprende que todo lo que le cuento es lo que me ha dicho mi hija —señaló Honey.

—Exacto —dijo Babcock.

—Y tengo todas las razones para creerla explícitamente —dijo Honey con firmeza—.Es una persona muy honrada. Totalmente honrada.

Honey explicó que el asesino había dicho a Hope que no se suponía que el pequeño fuera lastimado, y en realidad ni siquiera se suponía que estuviera allá, porque su marido iría por el niño, y aI oír eso Hope, comprendió de qué esposo hablaba el asesino.

—¿De qué esposo hablaba el asesino? —preguntó Babcock.

—De Tom Masters —declaró Honey.

Babcock sólo expresó: "Está bien", y Honey prosiguió con el relato hecho por Taylor de su llegada al rancho, retirando el cadáver de Bill al cuarto de atrás y llevando a Hope de regreso a la ciudad. Dijo lo asustados que estaban todos, incluyendo a Taylor.

—Obviamente, temía por su vida —dijo Honey—. Contó que había estado cambiando de coches y haciendo toda clase de cosas para evitar que aquella gente lo viera o lo siguiera. Obviamente, Taylor estaba aterrorizado —contó cómo Taylor había salido para llamar a la policía, y cómo llamó entonces el propio Van—. Le costó muchísimo convencer a alguien de que fuera la policía de Beverly Hills —dijo agriamente Honey, y comenzó a describir pormenorizadamente a Taylor: sus botas, sus anteojos y su insólita pipa, pero la interrumpieron.

—¿Cree usted la historia de su hija? —preguntó Babcock abruptamente.

—Por completo. Por completo —dijo Honey—. Taylor, que parecía un hombre muy racional, la creía por completo, e inclusive Van, cuando llegó... también la creyó.

—¿Por qué no se ha presentado Taylor? —preguntó Babcock.

—No lo sé —contestó Honey—. Tal vez tuviera miedo de regresar a casa por si esa gente pudiera matarlo o quizá temiera por sí mismo. Él... se daba cuenta de que había hecho una tontería al cambiar el cadáver de sitio y, después, al no llamar a la policía.

—Déjeme volver sobre todo esto —dijo Babcock. Parece... bueno, déjeme revisarlo. Primeramente, el caballero Tyler o Taylor, si tal es su verdadero nombre, no tenemos su dirección, ¿verdad? Y no se ha dado a conocer a la policía, no se ha presentado ¿cierto?

—Prometió regresar —dijo quejumbrosamente Honey.

Babcock no pudo disimular su escepticismo.

—Permita que le haga una pregunta —dijo secamente—: ¿Cree usted que es plausible en un asesino profesional de tipo mafioso, dejar con vida al único testigo de un crimen? No parece lógico, ¿verdad?

—No, no lo parece —admitió Honey—, salvo que creo que ella lo convenció de... —Babcock la interrumpió nuevamente.

—Estamos hablando de un asesino profesional, ¿no?

—Sí —convino Honey.

—No parece lógico, ¿verdad?

—No, no lo parece —repitió Honey. Miró a Babcock y unió las manos con fervor—. Creo que es un verdadero milagro.

Babcock la miró, tal vez viéndola por vez primera no sólo como un sujeto de interrogatorio sino como una madre.

—No estamos aquí para hostigar a su hija —dijo, con menos sequedad—. Pero tenemos un muerto entre manos.

Lo único que sabía el doctor Hayes, cuando fue a la capilla Myers de Porterville, era que el cuerpo tenía mucha sangre encima. Cuando vio el pequeño orificio en la nuca, visiblemente una herida de arma de fuego, envió el cuerpo al hospital distrital de Sierra View para que le tomaran los rayos X.

Cuando le devolvieron el cadáver, el doctor Hayes comenzó la autopsia a las 4:10. Pidió al sargento Vern Hensley que retratara el cuerpo vestido, debido a las huellas de sangre; había mucha sangre, seca y pegada, en la camisa, delante y detrás, en el pantalón, en las manos y en la boca de la víctima. En realidad, parecía que toda la sangre venía de la boca.

Ted Goode, del personal de la funeraria, ayudó al doctor Hayes a desnudar a la víctima, y entonces el sargento Hansley tomó más fotos. Después el doctor Hayes se puso guantes de goma y prosiguió su trabajo. No halló heridas defensivas, lo cual indicaba que no hubo lucha: ni señales en los nudillos ni cabellos bajo las uñas. Por el oscurecimiento del cuerpo, determinó que éste había estado en dos posiciones: primeramente apoyado en algún objeto sólido, después, tendido boca abajo.

Por las áreas cerebrales y el exceso de hemorragia, el doctor Hayes pensó que la muerte había sido instantánea. Llegó a la conclusión de que la bala había fracturado los huesos de la base del cráneo y salido por el paladar. La bala estaba fragmentada. La herida de la cabeza medía 3 mm de diámetro y puesto que tenía las orillas quemadas pero sin huellas de pólvora, decidió que el arma había sido disparada a una distancia mínima de 60 a 90 cm. Calculó que el hombre llevaba muerto de uno a tres días.

El teniente Becker, de la División del Forense, a quien conocía el doctor Hayes por otras autopsias, otros casos, estaba parado a su lado, pero el médico no conocía a los demás policías; a menos que alguien lo ayudara específicamente en una autopsia, no prestaba atención a las personas que andaban por allí.

El sargento Hensley tomó la ropa como evidencia, así como siete pequeños fragmentos metálicos y una muestra del cabello. El doctor Hayes sacó sangre y la envió al laboratorio penal, donde el análisis mostró concentración de alcohol en la sangre: .23 por ciento, once o doce copas. Sacó toda la orina que pudo, pero no había mucha, sólo 144 cm², más o menos una cucharada; ese análisis mostró una mancha característica de la morfina, que podía encontrarse presente si la víctima hubiera tomado codeína, heroína o morfina en los tres días anteriores al examen. El estómago de la víctima contenía arroz y alguna materia café oscuro, posiblemente frijoles, que llevaron en el sistema digestivo de una a cinco horas.

El doctor Hayes no firmó certificado de defunción. En los documentos enviados al laboratorio con las muestras, puso "John Doe".

La autopsia duró dos horas, más o menos el tiempo normal, como de costumbre, reflexionó el doctor Hayes, para una autopsia efectuada a las 4 de la madrugada en la víctima de un homicidio. Lo único insólito en aquel caso, para él, era la buena condición física del cadáver. Le habían dicho que la víctima tenía cuarenta y tres años. "Ese hombre no representa esa edad" dijo el doctor Hayes a uno de los detectives; juzgaba que el hombre representaba mucho menos.

Hope y Tom Breslin seguían hablando cuando alguien fue a la puerta de su celda y anunció que los policías de Tulare estaban preparados para llevársela al norte.

Tom la ayudó a ponerse en pie, porque vacilaba. Le estrechó la mano.

—No se preocupe —le dijo—. Y no hable con nadie antes de volver a verme —bajó la escalera con ella, el guardia abriendo la marcha, rodeando el estacionamiento que había detrás de la cárcel, y allí se presentó a los dos detectives—: la señora Masters puede querer hablar con ustedes durante el viaje —dijo Tom, consciente ya de la tendencia de Hope a hablar sin parar—. Pero le he aconsejado que no hable, y si no comentaran este caso con ella, se los agradecería.

El sargento Babcock llevó unas esposas.

—No las apriete mucho —dijo Hope—. Me duelen realmente las manos.

Cerró las esposas y la condujo al asiento trasero, donde no había manijas en las portezuelas. Él y el detective Tucker se sentaron delante y salieron de Beverly Hills a las 10:26 de la mañana.

Cliff Einstein seguía creyendo que Bill podría llegar en cualquier momento. Tenían una importante presentación que hacer esa mañana, y a Bill no se le podía haber olvidado. Era una presentación importante, una en que Bill había estado trabajando semanas enteras.

Esa mañana, la del miércoles, era la primera vez que Cliff se sentía realmente preocupado por Bill, aunque no lo veía desde el viernes por la tarde. "¿Dónde está Bill?" preguntó alguien a Cliff el lunes al ver que Bill no llegaba, y aunque Cliff no lo sabía, no lo pensó mucho en ese momento. Bill tenía pendientes unos días de vacaciones, y había hablado de hacer un crucero de tres días algún fin de semana, incluyendo el lunes. Nunca anteriormente había dejado Bill de avisar a Cliff de dónde estaría, de modo que Cliff pensó que tal vez lo hubiera dicho y él lo hubiera olvidado.

Cliff fue en avión a San Francisco el lunes por la tarde. Al llegar temprano a casa el martes por la tarde, a eso de las 5 y media, su esposa le dijo que Fran Ashlock había llamado, porque Sandi, la amiga de Bill, había pedido a Fran que averiguara dónde estaba Bill. Sandi había llamado a Bill a la oficina, y cuando le dijeron que no había vuelto desde el viernes, Sandi empezó a preocuparse. Dijo a Fran que temía que Bill hubiera sufrido un accidente. Entonces Fran se preocupó.

Cuando recibió ese mensaje de su esposa, Cliff se preocupó también un poco, pero no llamó a nadie; para empezar, no sabía a quién llamar, si a Fran, Sandi o Hope Masters.

—Bueno, cuando llegue mañana a la oficina, estoy seguro de que ya estará él —dijo Cliff a su esposa,

Pero el miércoles por la mañana Bill no estaba. Helen Linley dijo que había intentado comunicarse con él el martes, y Barry Carter, del departamento de arte, dijo a Cliff que había llamado un par de veces a casa de Hope el martes, pero que la muchacha le había dicho que la señora no podía ir al teléfono. Al preguntar Barry a la muchacha acerca de Bill, ella dijo una vez que no sabía donde estaba, pero después dijo que estaba en el rancho. Entonces, el gerente de producción, Gene Wollenslegal, que vivía cerca del departamento de Bill, pensó que éste pudiera estar enfermo, y fue a ver si estaba el coche de Bill en el garaje. No estaba, de modo que pensaron todos que quizá Bill siguiera en el rancho. Cliff pensó que el coche faltante no significaba gran cosa, pues bien sabía él que Bill vivía casi todo el tiempo en casa de Hope, pero en ese momento no tenía tiempo de hablar de ello porque acababa de llegar el cliente para la presentación.

Cliff consideraba que el desplegado de Bill estaba precioso: una amplia tabla blanca con un retrato de una bella mujer en el centro, la mujer con una expresión dulcemente grave sosteniendo una rosa roja de tallo largo. El papel blanco estaba orlado de negro, con una frase en negro, con letras de imprenta: ¿Y SI ELLA MUERE PRIMERO?

Cliff estaba describiendo el cuadro cuando se abrió la puerta y una de las muchachas le hizo señas apremiantes. Cliff se excusó y fue a la recepción.

—Bill ha muerto —dijo alguien—. Helen está al teléfono. Cliff se apresuró en atravesar el vestíbulo para pasar a su despacho, pasando delante de Helen Linley que hablaba por teléfono con el rostro demacrado por la impresión, tratando de anotar lo que estaba diciéndole su interlocutor. Cliff tomó el teléfono por el que hablaba el padre de Hope Masters.

—¿Quiere hacer el favor de repetirme lo que le acaba de decir a mi secretaria? —preguntó Cliff.

—Bill Ashlock ha sido muerto de un tiro —dijo Van.

—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo sucedió?

—En mi rancho de Springville, que está cerca de Porterville —dijo Van.

—¿Cuándo?

—En algún momento de la noche del sábado o la madrugada del domingo —dijo Van—. Un intruso se metió en la casa de alguna manera —Cliff escuchaba mientras Van contaba cómo el intruso había dominado entonces a su hija; ella luchó contra el intruso, dijo Van, corrió hacia Bill en busca de ayuda, y lo encontró muerto con un disparo en la cabeza.

—¿Quién fue? —preguntó Cliff—. ¿Quién lo hizo?

—Mi hija dice que era un asesino a sueldo, contratado, y le hizo pasar muy malos ratos, pero finalmente lo convenció de que se fuera.

—¿Cómo?

—Diciéndole que ya había matado a una persona y que era suficiente, que no había nadie a quien debiera matar o que no era la familia en cuestión, que todo era un error.

—¿Cómo está su hija? —preguntó Cliff.

—Ahora está en dificultades —dijo Van—. La tienen detenida por haber sido la única persona en el escenario del crimen, la única que hay —la voz de Van estaba cansada pero hablaba claramente.

—¿Tiene usted idea de quién pudo haber sido? —preguntó Cliff—. ¿Alguien que tenía algo en contra de Bill o algo así?

—No —respondió Van—. Pero quiero poner en claro que iba detrás de nuestra familia, no de Bill. Él ha sido la víctima inocente de algo en lo que no estaba implicado. ¿Sabe usted algo acerca de un fotógrafo que pudiera haber estado implicado más o menos?

Cliff recordó inmediatamente el viernes, y contó a Van lo poco que sabía del hombre que había ido a buscar a Bill para comer, el hombre que había entrevistado a Bill durante tres horas sin tomar notas. Querría haber seguido hablando con Van, pero éste dijo que tenía que colgar; y le dio a Cüff el número de teléfono de su oficina.

Cliff miró en el expediente personal y encontró el nombre del hermano de Bill en Columbus, Ohio. Llamó a Robert Ashlock, después salió de la oficina y tomó su coche para ir a ver a Fran y decírselo. No llamó a Sandi.

Cuando dejó de hablar con Cliff, Van llamó a un hombre que conocía en Los Angeles Times y le pidió que descubriera si un reportero llamado Taylor estaba escribiendo una historia sobre los diez solteros más codiciados de la ciudad.

Honey llamó a algunas amigas íntimas. Pidió a una de ellas que avisara a las demás que se había cancelado la comida de Chips. Acababa de colgar cuando el teléfono sonó.

—¿Puedo hablar con Hope? —preguntó una voz de hombre.

—No está aquí —contestó Honey—. ¿Quién habla?

—Aquí, Taylor.

—¡Oh, Taylor! —gritó Honey—. ¡Gracias a Dios que llama usted! ¡Oh, Taylor! Hopie está en un lío desesperado. La han acusado de asesinato.

—Bueno, he ido a ver a mi abogado —dijo tranquilamente Taylor— y ha tomado mi declaración. ¿Dónde se encuentra ahora Hope?

—Se la han llevado a Visalia.

—Veré que reciban mi declaración enseguida —dijo Taylor.

—Oh, Taylor, por favor, llame a la policía de Beverly Hills y hágales saber que existe —suplicó Honey.

—Después de cómo me trataron anoche, no me interesa perder mi tiempo con ellos —anunció.

—Pero Taylor, tienen que hablar con usted. Lo andan buscando ahora. Es usted el único testigo de que dispone Hopie. Es el único que puede ayudarla. ¿De qué tiene miedo? No le puede pasar nada.

—Oh, sí: puede... en el negocio en que estoy —dijo Taylor—. No soy ciudadano estadounidense, y pueden impedirme salir del país.

—Por favor ¿quiere decirme dónde podemos ponernos en contacto con usted? —preguntó Honey.

—No —dijo Taylor.

—¿Quiere decirme su apellido?

—No.

—Entonces ¿quiere decirme cómo se llama su abogado?

—No.

Honey se echó a llorar.

—Oh, Taylor, no puede hacer eso. Taylor, Hopie está tan complicada, y la policía necesita su testimonio para exonerarla.

—Lo siento —dijo Taylor—. ¿Cómo están los niños?

—Están bien —dijo Honey—, pero necesitan a su madre.

Taylor calló un momento.

—¿A cuánto asciende su fianza? —preguntó.

—Todavía no se ha fijado —le dijo Honey—. Probablemente la hagan comparecer mañana.

—Oh, bueno, entonces —dijo con ligereza Taylor— adiós.

Honey gritó al teléfono:

—¡No cuelgue! ¡Por favor no cuelgue! No puede hacer esto, Taylor. ¡Tiene que ayudar a Hopie! ¡Por favor, ayude a Hopie!

—¿Estará Van en su despacho esta tarde? —preguntó tranquilamente Taylor.

—Sí, eso creo —pudo articular Honey.

—Lo llamaré más tarde —dijo Taylor, y colgó.

Honey encontró un pañuelo y se quedó un rato en la cocina, reponiéndose antes de ir al cuarto de estar donde los niños miraban la televisión. Trató de hablar con voz natural y ligera.

—Keith, ¿sabes el apellido de Taylor?

—Sí —contestó Keith—. Taylor Wright

Hope no estaba en Visalia. La llevaron primero a la comisaría de Porterville después de un viaje en auto al que no creyó sobrevivir.

En el asiento trasero del coche policial, estaba encogida sufriendo calambres pélvicos; sus muñecas palpitaban por las apretadas esposas. Más allá de la reja que separaba el asiento delantero del interior, podía oír hablar a los policías, estaba segura de que la estaban amenazando indirectamente. Al principio habían parecido agradables y comprensivos.

—Puedo comprender lo que hizo —dijo uno de ellos—, tuvo que ser defensa propia.

—No, no, no fue así —dijo Hope—. Bill no me habría lastimado nunca, nunca.

Hablaron otro poco, pero cuando vieron que no quería decir nada de Bill, parecieron enojarse.

—Tendremos que echarla al hoyo y dejar que esos tíos negros se encarguen de ella —dijo un policía en voz alta.

Entonces el auto se detuvo; ella alzó la cabeza y vio que estaban en el estacionamiento de Ranch House, un restaurante junto a la autopista.

—¡Oh, tengo que ir al baño! —dijo Hope.

—Tiene que quedarse en el auto —le dijo uno de los policías—. ¿Qué quiere comer?

—Sólo un licuado de vainilla —dijo Hope. Cerraron el auto con llave y vio que uno de ellos entraba en la cabina telefónica cerca de la puerta del restaurante.

En el calor sofocante del auto, con el sol de mediodía cayendo de plano sobre el techo, se sentía mareada y enferma; cayó de lado sobre los abrigos que habían puesto junto a ella en el asiento de atrás. Uno de los hombres se enojó mucho al volver al coche:

—Quítese de esos abrigos. ¿Qué cree usted que está haciendo en esos abrigos? —le gritó.

Hope consiguió enderezarse y tomó el licuado entre sus manos esposadas, pero después de un sorbo creyó que vomitaría, de modo que lo sostuvo el resto del camino. Los hombres entraron en el auto y antes de ponerlo en marcha, uno de ellos le leyó sus derechos constitucionales. Entonces no volvieron a decirle nada.

Cuando detuvieron el coche y le dijeron que saliera, no sabía dónde se encontraba. La condujeron a un pequeño edificio de ladrillo de cenizas, con alambre de púas alrededor de la parte posterior.

—Tengo que ir al baño —repitió, y alguien la llevó a una pieza que era como un armario empotrado: paredes de concreto, una ventana tapada con cartón, sin luz, un inodoro y una combinación de fregadero y agua para beber. Hope pensó que la pieza olía como un año entero de vómitos y orinas sin limpiar. Había un catre junto a la pared, con un jergón encima, pero estaba tan sucio que Hope no se atrevió a tenderse, pensó que tal vez podría contraer alguna enfermedad; y tampoco usó el inodoro.

Podía oír gente hablando fuera de la pieza. Dos veces oyó sonar un teléfono y una voz de hombre contestar: "Hope Masters no está aquí". Golpeó la puerta al oírlo, pero nadie llegó. No te asustes —se decía una y otra vez—. Tienes un abogado y finalmente alguien dará contigo. No te asustes. Hizo una bola con su suéter y apoyó en ella la cabeza, cerrando los ojos. Al cabo de algún tiempo —no tenía idea de cuánto— alguien abrió la puerta y le dijo que saliera. Le tomaron las huellas digitales y la retrataron, la examinaron para ver si tenía pinchazos de inyección y volvieron a esposarla para llevarla de nuevo al coche policial y trasladarla a la cárcel del condado.

El sargento Hensley estaba cansado cuando tomó las huellas de Hope Masters, y no había terminado su jornada; tenía que ir al laboratorio penal y empezar a procesar las evidencias. Cuando terminó de ayudar en la autopsia, al amanecer, fue a la escena del delito, para ayudar a Mike Scott y demás agentes. Scott había tomado las fotos usando una Pentax de 35 mm hasta que la dejó y tuvo que usar la Kodak de Jack Flores. Tomó dos rollos de película a color con la Pentax y los dejó en el camión del laboratorio, para que los llevaran al Main Drugstore para su procesamiento. Después tomó fotos en blanco y negro de todo lo que había fotografiado a color.

Además de espolvorear para sacar huellas y de tomar fotos, los policías estaban recogiendo evidencias por toda la casa, incluyendo la ropa de cama, sospecha de manchas de sangre en diversos puntos, ropa, toallas y limpiadores, una caja de primeros auxilios, pañuelos desechables tirados y un basurero amarillo que tenía dentro una funda de almohada con manchas amarillas arriba de todo y la bola de cinta adhesiva muy apretada a media altura del basurero. Cuando hubieron terminado, el sargento Hensley tenía registrados 49 artículos tomados como evidencias y enviados al laboratorio. Algunos objetos fueron marcados directamente, otros se colocaron en recipientes etiquetados y marcados con una pluma de fieltro. El No. 49 era "una sábana y una colchoneta". Más adelante el sargento Hensley tuvo que corregirlo: la colchoneta era evidencia, pues la habían encontrado debajo del cuerpo, pero la sábana pertenecía a la gente de Myers Chapel.

Una mujer alta y guapa sonrió a Hope a través de los barrotes de la cárcel del condado de Tulare.

—Oh, tengo que ir al baño —dijo Hope.

—Puede usar el mío —dijo la mujer, y condujo a Hope a un cuarto de baño, inmaculado, abriéndole la puerta—. Oh, gracias a Dios —pensó Hope— puedo hacer uso de un baño limpio. Puedo descansar un minuto. Me puedo lavar las manos.

Una vez más, pues, fotografiaron a Hope y le tomaron sus huellas digitales. Le dieron un juego de ropa: un camisón de franela floreado con un número marcado, unas pantaletas, un par de pantalones de mezclilla, una camisa azul claro y una sudadera, un par de calcetines blancos y sandalias de cuero con correas.

La matrona, Elisa Arenas, miraba a Hope mientras ésta se quitaba la ropa y se ponía el camisón. Le pareció que Hope estaba muy trastornada, muy tensa y nerviosa.

—Voy a pedir que se la lleven al hospital —dijo la matrona—. Voy a pedirles que le quiten las esposas durante el viaje, y me haré responsable.

—¿No me tiene miedo? —preguntó Hope—. Si hubiera hecho lo que dicen, ¿no tendría miedo de mí?

—No —dijo la matrona—, no le tengo miedo. Sé juzgar a la gente.

De todos modos, esposaron a Hope, flojamente, para el viaje al hospital en el coche de policía, con un hombre al volante, la matrona Arenas en el asiento delantero y Hope en el de atrás. Durante los treinta minutos del trayecto, Hope estuvo hablando.

En el hospital, Hope y Elisa Arenas estuvieron sentadas en un largo banco de sala de espera llena de gente. Una vez más, la escena se le antojó irreal a Hope: sentada, en camisón de franela, esposada en un cuarto extraño lleno de gente desconocida. No tenía la menor idea de la hora que era ni del lugar exacto en que se encontraba; sólo sabía que había oscurecido fuera. Pero se sentía más segura en el hospital, mucho más segura de lo que se había sentido en la pequeña cárcel de Porterville. Tenía la impresión de encontrarse ahora en un lugar donde había reglamentos, cierto tipo de orden. Sólo una vez, mientras estaba sentada en el banco junto a la matrona, se sintió amenazada: un joven estaba súbitamente delante de ella, tendiéndole un dulce. Él sabía que ella no lo podía tomar porque tenía puestas las esposas, y quiso metérselo directamente en la boca. Hope inclinó la cabeza hacia el suelo; pensaba que el dulce de menta podría estar envenenado.

—Espero que el doctor la guarde aquí —dijo la matrona. También Hope lo deseaba, pero no fue así. Cuando el doctor John Wing Hing Wong la examinó en presencia de la matrona, vio dos pequeñas áreas de lo que parecía ser señales de cinta adhesiva en su antebrazo izquierdo, pero no informó de golpes, ninguna evidencia de trauma relacionado con una violación. Después del examen pélvico, dijo que podía regresar a la cárcel.

—¿Cuánto tardaré en saber si estoy embarazada o si tengo una enfermedad venérea? —preguntó Hope.

—Unos tres meses —contestó el médico. Hope estaba horrorizada.

—Los médicos con quienes he tratado podían decirlo en unos tres días o una semana-le informó.

El médico no dijo nada; le pareció perturbada emocionalmente y muy habladora.

—Lamento que el médico no haya querido guardarla, pero no tengo ninguna influencia en la cuestión —dijo Elisa Arenas—. ¿Ha hecho su llamada telefónica? —No —contestó Hope.

En la cárcel, después de la medianoche, utilizó el teléfono que tenía un cartelito: CUANDO QUEDE DETENIDO, PIDA SU LLAMADA TELEFÓNICA. Al oír la voz de Honey, Hope se soltó a llorar. —No tengo mucho tiempo —dijo Hope—. Que se ponga Keith al teléfono.

—Keith, escúchame —dijo Hope—, sólo quiero que sepas que estoy en una cárcel normal, que me ha visto un médico y que estoy bien. Keith, escúchame. Siempre has sido mi hijo del sol, y espero que tengas contentos a tu hermana y tu hermanito hasta que pueda volver con ustedes. ¿Harás eso por mí, Keith?

—Sí —contestó el niño.

—Te quiero —le dijo Hope.

En el cuarto de estar de la casa de su abuela, Keith colgó el teléfono y se volvió hacia su hermanita de diez años de edad.

—Nunca más volveremos a ver a mamá —le dijo Keith.

En el vestíbulo de la cárcel, Hope colgó el teléfono. Entonces apoyó en él la cara y se puso a llorar. Elisa Arenas le puso una mano en el hombro.

—No se haga esto —dijo con bondad—. Sé cómo se siente, pero no se abandone. Eso no la ayudará a usted... ni a ellos —Hope se enderezó—. Ahora tiene que venir conmigo —prosiguió la matrona. Subieron en un elevador que no tenía números en los botones—. La voy a poner con una muchacha negra, pero es correcta —dijo Arenas.

—¿No podría tener una celda para mí sola? —preguntó Hope.

—No, las celdas individuales son sólo para casos especiales —dijo la matrona. Se calló—. Bueno, tengo que decirle que las otras matronas pueden no ser amables con usted, pero recuerde que algunas son jóvenes y están asustadas. Si sale mal, aguante usted y espere que yo regrese.

—¿Cuándo volverá? —preguntó Hope.

—Sólo trabajo parte del tiempo —dijo la matrona—. No volveré antes de tres días.

Se detuvo el elevador y la puerta se abrió. Caminaron por un largo corredor con celdas a ambos lados, cada una de ellas con barrotes que daban al corredor. De repente, mientras avanzaban, hubo alaridos y chillidos; Hope vio manos que salían de las ven-tanucas, agitándose, tratando de agarrarla. Una de las manos casi la agarró de los cabellos; se encogió más, pegándose á la matrona.

Más o menos al llegar a las dos terceras partes del corredor, la matrona se detuvo y sacó una llave de su cinturón. Abrió la puerta, y Hope entró. La mayor parte de los gritos se apagaban mientras Hope pasaba a lo largo de las celdas excepto el ruido que provenía de una celda que había al final del vestíbulo. Hope se enteró de que la mujer que estaba en aquella celda se estaba retirando de la heroína; la oyó agitarse, gritar y vomitar toda la noche.