Capítulo DOS
Marta llevó el equipaje y los comestibles al coche mientras Hope y Bill se despedían de los niños, todos ellos apiñados, en el umbral. Bill columpió una vez más a K.C. en sus brazos mientras Hope le repetía sus instrucciones a Marta, recordándole que el padre de K.C. iría a buscarlo el sábado por la mañana, y que Marta no debería marcharse antes de que llegara Licha para hacerse cargo el sábado por la noche. Se aseguró de que Marta tenía el número de teléfono del rancho, y entonces se deslizó al asiento delantero del Vega, junto a Bill, se recostó y cerró los ojos.
—Ya nos vamos —dijo Hope con un suspiro, mientras Bill daba vuelta al coche por el Drive hasta arriba y se dirigía seguidamente a la cuesta que bajaba por la colina—. No acabo de creerme que finalmente estemos en camino —le parecía estar a punto de quedarse dormida allí mismo, en el coche; pero para cuando salieron de la ciudad, por la autopista del norte, se sintió más repuesta y se enderezó en su asiento. La circulación era densa pero ágil a lo largo de la carretera dividida, cuatro carriles en cada dirección. Bill se volvió ligeramente hacia ella, sonriendo:
—¿Ya te sientes mejor?
—Mucho mejor —contestó Hope, buscando el peine en su bolso. Se volvió hacia Bill y, recogiendo sus piernas en el asiento, se arrebujó contra el respaldo—. Estoy tan contenta de no ir de fiesta esta noche... Me alegra tanto que estemos juntos Sólo tú y yo.
—También yo —dijo Bill.
Entonces Hope arrugó ligeramente el entrecejo.
—Bueno, no realmente los dos solos. Oye, Bill ¿por qué ese tipo viene solamente a tomar fotos? Nos podíamos haber puesto unos pantalones de mezclilía, apoyándonos en un árbol en Los Ángeles.
—¡Oh, Hopie! —respondió Bill—. Siempre tienes que preocuparte por alguien. Si el tipo quiere hacer todo el camino, que lo haga.
—Bueno, pero habría preferido que no viniera —afirmó Hope—. y luego, cuando haya hecho todo el camino, vamos a tener que convidarlo por lo menos a comer o algo.
—Me resulta simpático —dijo Bill—, y creo que te pasará a ti lo mismo. Lo hemos pasado bien durante la comida.
—¿De qué hablaron los dos?
—Oh, nos contamos nuestras experiencias en guerra, y hablamos de Vietnam. Me contó que acababa de regresar después de tres años allá, y está poco más o menos pasando el tiempo antes de que le den otro encargo.
—Bueno, pues espero que disfrute de éste —le dijo Hope—. ¿Le dijiste que uno de los diez solteros más codiciados comió pastel de carne anoche y después se quedó mirando la TV?
—Hablando de pastel —dijo Bilí riendo—, ¿tienes hambre?
—Sí —contestó Hope. Acabo de recordar que hoy no he comido nada. Pero vamos un poco más lejos antes de detenernos.
Más allá de Bakersfield, Bill dejó la autopista y se dirigió al norte por la carretera 99, atravesando el gran valle de San Joaquín, el centro agrícola de California, con sus campos llenos de algodón y papas, no lejos de la ciudad de Delano donde, sólo unos cuantos años antes, César Chávez y sus agricultores habían capturado el interés de la nación. Naranjas y almendras, uvas y olivas se derramaban en abundancia de esos campos bien regados a los camiones de plataforma que atronaban por la carretera 99 toda la noche, rumbo a los mercados matutinos. Al pasar delante de un restaurante con un estacionamiento grande y bien iluminado —The Ranch House— Hope vio un rótulo de luz fluorescente que decía EAT [a comer].
—Conozco el lugar —dijo a Bill—. Vamos a parar aquí.
El lugar era corriente pero la comida buena. Hope comió una hamburguesa, se tomó dos tazas de café y se sintió mejor por primera vez en todo el día.
La carretera se redujo a tres carriles, con matas de adelfa creciendo en el camellón central. Pasaron delante del Golden Hills Trailer Park; algunos remolques tenían las luces encendidas.
—Me pregunto cómo hay gente que puede vivir ahí —dijo Hope
—¿Quieres decir que no deseas vivir en un remolque? —le preguntó Bill, provocándola—. ¡Curioso! siempre había creído que eres el tipo de chica que querría vivir algún día en un remolque.
—¡Oh, Bill! ¿no sería maravilloso si pudiéramos conseguir casa en el campo? Tú trabajarías allí y sólo te desplazarías a la ciudad dos o tres veces por semana. Y a los chicos los fascinaría.
—Ya lo haremos, Hopie —dijo Bill, súbitamente serio—. Lo vamos a hacer.
—No quiero que mi madre tenga nada que ver —dijo Hopie—. No quiero que ella efectúe pagos por la casa, porque entonces considerará que puede manejar nuestras vidas. Ya he pasado por eso antes, con mi madre, y es realmente un agobio.
—Lo haremos nosotros solos —dijo Bill—. Cuando tenga este asunto en marcha con Checkmate, ayudará mucho —Checkmate era el nombre de una sociedad que había formado Bill con un cineasta llamado Richard Miller. Bill le había mostrado a Hope las tarjetas comerciales que habían hecho Miller y él, con las letras a mano, y también le había pasado uno de sus cortos, una mezcla panorámica de puesta de sol y camellos, la Esfinge y las arenas del desierto, con la inscripción:
Todos los días nace una nueva persona. Podría ser usted.
—Pues ojalá se ponga pronto en marcha —dijo animadamente Hope—. Mientras tanto, Bill ¿qué te parecería aprovechar a los niños para algunos comerciales? Quiero decir, algo que no les resulte perturbador, emocionalmente, sino algo divertido como montar en un parque de diversiones o algo por el estilo.
—Quizá —contestó Bill—. Pero antes que nada voy a empujar realmente ese anuncio para Occidental y tratar de que aprovechen tu retrato. Vendrán a verlo la semana que viene.
—Bueno —dijo Hope—. Y querría que vieras todo esto —y señaló con la mano hacia la oscuridad que se extendía más allá de la ventanilla—. Realmente, es una lástima que lleguemos de noche para tu primera visita. Esas montañas están cubiertas de flores silvestres.
—Las veré mañana —repuso Bill—. Estoy tan contento de venir que no me importa lo oscura que esté ni lo tarde que sea.
El rancho se encontraba a tres horas en auto de Los Ángeles, más o menos a medio camino entre Bakersfield y Fresno, pero lejos de la carretera en un mundo de libros grabados que le era propio. Más allá de Porterville —el pueblo más próximo con un Wells Fargo Bank, un club de Elks, un juzgado y una cárcel— tomaron la dirección del este por los contrafuertes de la Sierra Nevada, más allá de las oscuras profundidades del lago Success, por una carretera de dos carriles. La vida de Springville se hallaba más adelante, una aldea con justo lo necesario para poder vivir en el monte: una abarrotería pequeña, una ferretería y una estación de gasolina, uno o dos bares, un almacén que vendía hielo y cerveza así como carnadas y aparejos.
—Vete despacio por este camino —advirtió Hope a Bill— Si llegamos a Springville habremos ido demasiado allá. Es fácil pasarse de la desviación, incluso a la luz del día.
No había más autos en el camino, ni luces en ninguna parte. La forma oscura del monte que los dominaba se fundía con la negrura. Hope miraba por la ventanilla, buscando la desviación.
—Ahí está. Da vuelta a tu derecha.
Bill entró por el camino de tierra. A la luz de los faros pudo ver que el portón, cuesta arriba del camino desigual, al tomar la curva, estaba abierto, de manera que aceleró un poco junto a una casa grande, blanca, de madera, con porche.
—Gira a la izquierda —indicó Hope— y estaciónate ahí, junto a la casa.
Bill giró y se estacionó entre la casa y el bosquecillo de naranjos. La casa del capataz, más alia de los árboles, estaba a oscuras.
—Supongo que los Webbs han salido porque el portón estaba abierto —dijo Hope—. O quizá estén acostados, pero de estar acostados, deberían haber cerrado —buscó una lamparilla eléctrica en la guantera del coche y lanzó el haz de luz alrededor mientras salía del auto—. Por lo menos, espero que mi madre los haya llamado para que tengamos la calefacción prendida.
Pero la casa estaba helada cuando abrió la puerta lateral que daba a la pequeña despensa que se comunicaba con la cocina. Encendió las luces y atravesó la cocina para entrar en la estancia donde prendió el termostato. Una vez que estuvo encendida la lámpara sobre la mesa que había entre dos mecedoras, la habitación pareció súbitamente acogedora y agradable. Llegó Bill y se quedó parado en medio de la salita, mirando a su alrededor.
—Me gusta —dijo—. Es exactamente como me la había imaginado.
Era una habitación agradable, cómoda y sin pretensiones, como la sala de una granja del Medio Oeste. En verdad, en el Medio Oeste se la habría llamado granja y no rancho, aunque en realidad sería algo entre ambas cosas. El título que tenía Jim Webb de capataz era principalmente honorífico: no tenía empleados a quienes mandar; tenía un empleo regular en el hospital estatal de Porterville. Pero tenía algo de ganado en la propiedad, cuidaba un puñado de caballos y regaba los naranjos, de modo que era justo hablar de rancho con más de quinientos acres de terreno montañoso, dos lagos profundos y un torrente. La madre de Hope había pagado setenta mil dólares por su cuarta parte.
Era un buen escondite para un hombre y una mujer enamorados. Bill se sentó en un extremo del sofá, cerca de la chimenea, abarcándolo todo con la mirada. Una larga mesa para el café separaba el sofá de las dos mecedoras, con lámparas sobre las mesitas en ambos extremos del sofá. Detrás de éste había un amplio espacio-comedor, con una mesa ovalada a la que podían sentarse ocho personas. Más arriba del aparador, sobre la pared más larga, había dos patos silvestres tallados en madera. En un juguetero de la sala había una taza de porcelana con una leyenda pintada: Your Fathers Mustache, y debajo de ese entrepaño, una hilera de libros condensados del Reader's Digest. Dos linternas ocupaban los dos extremos de la repisa de la chimenea.
Bill sonrió.
—Por lo menos no resulta difícil salir de aquí —en efecto, cinco puertas daban a la sala. Hope abrió la puerta principal, la de la fachada, que abría sobre el porche, y Bill fue a pararse junto a ella—. Vamos a dar un paseo —dijeron ambos a la vez, y soltaron la carcajada.
Dos moreras se erguían como amables centinelas en el resplandor dorado que salía de la casa. Bill se paró bajo una de ellas y se volvió para mirar la casa, iluminada, animada y hogareña, ahora, con bancos de madera en el porche, una campana colgada sobre la escalerilla y un montón de leña bien ordenado para el fuego.
—Me gusta —repitió—; no quiero volver nunca más a L. A.
—Hay un río por ahí abajo —dijo Hope, caminando delante de él que la alcanzó, y ambos caminaron juntos por el camino que había subido en auto, salieron por el portón y dejaron el camino, quedándose en el borde de una loma que bajaba hasta el río.
—Es el río Tule —explicó Hope—. No es muy grande, pero sí limpio y bonito, y hay una playita de arena ahí abajo, estupenda para nadar.
Sacó un cigarrillo y Bill se lo encendió. Él no fumaba, pero nunca se había quejado de que ella lo hiciera; nunca se quejaba de nada que ella hiciera. Se quedaron un rato al claro de luna, sin necesidad de hablar. Luego fueron lentamente hacia el camino que subieron, pasaron junto a la casa hasta donde estaba estacionado el coche, frente al monte oscuro. Hope mantuvo abierta la puerta para que Bill pudiera pasar con las bolsas de comestibles.
—Vamos a tomarnos una copa —dijo Bill—. ¿Y si encendiéramos la lumbre?
—Hay leña junto a la chimenea —dijo Hope—. Por lo menos debería haber. Se supone que Jim Webb tenga siempre leña preparada. En todo caso hay un montón en el porche. Voy a cambiarme.
Llevó su maletín a través de la salita hasta el dormitorio del ángulo delantero de la casa que daba al césped. Las dos camas gemelas del dormitorio estaban unidas formando una sola pero con cobertores separados. Hope abrió su maletín y sacó un largo camisón de algodón. Entonces salió del dormitorio, fue al pequeño vestíbulo y entró en el cuarto de baño.
Cuando salió, Bill estaba arrodillado delante de la chimenea, y el fuego había prendido.
—Un leño más —dijo, y puso uno pequeño sobre la pila. Cerró el biombo de rejilla y se puso en pie. Hope regresó a la cocina, apagó la luz y también las de la salita. Bill se acomodó en el extremo del sofá, junto al fuego, con su copa sobre la mesa para el café. Hope se sentó en el suelo, a sus pies, junto al fuego, con una copa de vino blanco.
—Es más de medianoche y, a pesar de todo, no me siento cansada —dijo.
Bill estiró el brazo para acariciarle los cabellos.
—Te ves bien —le dijo. Ella le tomó la mano, sin apartar la vista del fuego. Se veía bien con sus largos cabellos cayendo suavemente más abajo de los hombros, con su suave camisón de nenita se veía linda, frágil y muy inocente.
—Bill —murmuró—, me siento tan afortunada. Quiero decir, es una suerte que queramos realmente cada uno a los hijos del otro ¿no es cierto? Tenemos tanta suerte de poder tratarlos a todos por igual y hacerlo sinceramente.
—Ya lo sé —dijo Bill—. Y será algo grande cuando tengamos una casa que sea nuestra, como ésta, y que todos puedan jugar juntos —se quedaron silenciosos un buen rato, mirando al fuego. Entonces Bill se movió un poco en el sofá.
—Hopie —dijo— ¿qué crees que debo hacer, respecto a Sandi?
Hope miró al fuego, no a Bill.
—Creo que probablemente deberías verla de nuevo para saber cómo te sientes —le dijo.
—No quiero volver a verla —dijo Bill—. Seis meses antes de conocerte ya sabía yo que todo había terminado entre Sandi y yo. Pero sigue llamándome. Ayer me llamó nueve veces a la oficina... y cuatro veces era para decir que no volvería a llamar nunca más.
—Bueno, pues creo que tendrás que verla en persona y miraría a los ojos y decirle que no quieres volver a verla —dijo Hope—. Creo que lo tienes que hacer porque sólo han hablado los dos por teléfono, y sin duda ella cree que si pudiera verte una vez más, tus sentimientos cambiarían. Y te he dicho ya antes que no quiero llevar contigo seis meses viviendo y descubrir que todavía amas a Sandi.
—Por Dios, Hopie —dijo Bill—, no quiero verla, como tampoco quiero que vuelvas a ver a Lionel.
Hope suspiró levemente. No era algo nuevo aquella conversación sobre Sandi y Lionel. La discusión acerca de Sandi había comenzado a raíz de conocer a Bill, y ella lo había incitado una y otra vez a que fuera a ver a Sandi, preferentemente a la hora de comer, y salir ya de aquel lío. "Es territorio neutral —explicaba— y en un restaurante; nadie va a hacer escenas en un restaurante". Había pedido a Tom Masters que se reunieran a la hora de la comida y le había dicho que no iban a funcionar las cosas, dos semanas después de casados.
En cuanto a Lionel, sabía que Bill seguía teniendo celos, preocupado a la idea de que Lionel volviera a participar en la vida de Hope. Sus relaciones con Lionel eran las más recientes y las más serias que había tenido desde su separación de Tom, antes de conocer a Bill. El primero fue Michael Abbott, un joven estudiante de leyes —calmado, guapo y serio— que había vivido con ella unos cuantos meses en el Drive. Habían compartido un dormitorio pero también problemas financieros, y Hope había cosido muchos remiendos en los pantalones de mezclilla de Michael. Al cabo de algún tiempo, Michael tuvo necesidad de más tiempo tranquilo consigo mismo, cosa que el hogar ruidoso de Hope con tres niños pequeños, criadas surtidas, gatos, perros y conejillos de Indias, no le podría proporcionar, de manera que se mudó. Presentó a Hope a un amigo suyo, Lionel, escritor de guiones. Los hijos de Hope simpatizaron inmediatamente con él, y lo hicieron ruidosamente. En realidad, hacían tanto ruido alrededor de Lionel, y tan insistentemente, que él y Hope tenían que llevarse sus copas y desaparecer en un armario empotrado del dormitorio donde podían cerrar la puerta, sentarse en el suelo y hablar en privado.
Lionel era jovial, guapo y encantador, un narrador maravilloso y un cocinero magnífico. Pero tenía la costumbre de decirle a Hope, a veces en mitad de la noche: "Me marcho a Europa", y se iba; nunca llamaba por teléfono ni enviaba una postal, y Hope se sentía abandonada. A veces ni siquiera se lo decía; Hope despertaba por la mañana y descubría que se había marchado dejándola con los niños, sin saber adonde había ido ni cuándo volvería, ni si volvería.
Siempre volvía, lloraba sobre el hombro de Hope y le decía que no volvería a hacerlo, pero lo hacía una y otra vez más. Ella pedía consejo a Michael: "No lo entiendo", le decía.
—No tienes que entenderlo, Hopie —decía Michael—. Estás sufriendo.
Cuando Lionel fue a Londres para trabajar en una versión del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, no escribió ni telefoneó, cosa que confirmó la impresión de Hope de que Lionel era profundamente desconsiderado y no un verdadero amigo. En realidad, se lo había dicho: "Puedes ser mi amante o no, pero nunca serás mi amigo".
Que fuera su amigo era importante para Hope, quizá más importante que ser su amante, aunque si ambas cosas se combinaran, como lo había logrado con Bill, sería el mejor de los mundos románticos posibles. Michael Abbott siguió siendo un amigo íntimo; llegaba frecuentemente a la casa con una botella de vino, cuando Lionel estaba de viaje. Él y Hope se sentaban cerca del calentador de gas, bebían vino, jugaban al ajedrez y se daban consejos mutuos. Aún después de que Bill pasó a vivir con ella, Hope siguió en contacto estrecho con Michael; lo había llamado para contarle el comercial de Bill entre los "diez mejores", y le había dicho que Mili y ella irían al rancho. Pensaba que Michael y Bill se parecían mucho, y le había repetido a Bill la teoría de Michael acerca de la causa del fracaso de unas relaciones.
"Michael dice que hay tres clases de necesidades —explicaba Hope—. Las número uno son esenciales; las necesidades número dos son importantes, pero no todas ellas son esenciales; y las número tres son ajustables. Mi necesidad número uno consiste en ser necesaria para alguien, para una persona cálida y cariñosa con la que pueda comunicarme. La número dos es el sexo; es bastante importante. Las necesidades número tres, como la clase de películas que te gustan y a qué hora quieres despertarte por las mañanas, pueden resolverse".
Hope y Bill habían discutido sus necesidades y habían llegado a la conclusión de que las número uno estaban todas cubiertas, las número dos bastante bien equilibradas, y las número tres, aun cuando muy distintas, eran fáciles de resolver.
Hope había llevado a otros hombres al rancho, pero ninguno de ellos parecía haberlo disfrutado tanto como lo estaba disfrutando ahora Bill, en su primera visita. Inclusive Michael, que tenía tan buen carácter, había refunfuñado un poco la última vez que habían venido a pasar el fin de semana, porque Hope le había pedido que ayudara un poco con los niños, y él no había sido capaz de tomar un caballo y cabalgar solo ni de hacer las cosas que habría hecho de no haber tenido a los niños entre los pies. Más adelante Hope había tratado de darle otra oportunidad, un sólo día, con su amigo Billy. Billy había llamado a un amigo suyo que vivía en Porterville, y Hope recordaba lo bien que habían pasado el día los tres hombres juntos. Habían estado cabalgando y nadando todo el día.
Hope echó una mirada a Bill y se maravilló al ver lo contento que parecía estar. Y él le sonrió.
—Algún día tendremos nuestra propia chimenea, Hopie, con una casa haciendo juego todo alrededor,
—Primero tenemos que pensar en hacer algún dinero —le recordó Hope, y volvieron a hablar de los comerciales para la TV. Hope tenía la impresión de que, además del anuncio impresa para la compañía de seguros, podría modelar para unos cuanta comerciales, tomando en cuenta los contactos de que disponía Bill. Era joven y lo suficientemente guapa, y tenía cierta experiencia de la actuación. Nunca había tenido un empleo fijo para actuar aun cuando había tenido ofrecimientos... hacía falta comprometer mucho tiempo —levantarse a las cinco de la mañana—, pero fue extra en unas cuantas películas. Se había puesto un maquillaje pálido y un conjunto de tiempos de la gran depresión en They Shoot Horses, Don't They? En El gran robo al banco se puso un vestido de prostituta, un vestido color púrpura con muchas plumas y cintas, pero no salió bien: "Kim Novak me echó una mirada, y fui desterrada al otro extremo del pueblo", recordaba Hope. Había trabajado con cierta regularidad en la serie de TV El Virginiano porque conocía al productor. Tuvo un papelito muy pequeño en otra serie, Ladrón sin destino, hasta que conoció a la estrella, Robert Wagner. "Supongo que no lo halagué lo suficiente —decidió Hope—. Se acercó a mí un día y dijo hola y yo le dije hola y seguí leyendo mi libro. Y de repente me sacaron del set principal". Al ver que no le daban más que "bocadillos aburridos" llegó a la conclusión de "la gente guapa no sirve para extra", y más o menos se salió de esa línea de trabajo, aunque hizo una película comercial para porcelana Franciscan. Poco después la llamó una mujer que había obtenido su nombre por el fotógrafo de esa película y que la invitaba a salir en "The Dating Game". "¿Cuánto pagan?", preguntó Hope, y la mujer pareció escandalizarse. "¿Pagar? —exclamó—. ¡Pero si la gente se muere por salir en esa película! Y tendrás la oportunidad de conocer a muchísimos tipos". Hope declinó el ofrecimiento, diciendo que ya tenía suficientes tipos.
Bill preparó más bebidas y siguieron hablando del porvenir, de la casa de campo que tendrían algún día, de lo bueno que era haberse conocido.
—Solía decir que era feliz —dijo Bill—, pero ahora, cada día, estoy esperando la hora de volver a casa de noche contigo, y si pensara alguna vez que no podría volver a casa contigo, preferiría estar muerto.
—Siempre volverás a casa conmigo —declaró Hope—. Y no te preocupes mucho por morir. Recuerda que tienes solamente cuarenta años.
—No me preocupa morir realmente —dijo Bill—. Cuando estás muerto, estás muerto y se acabó. Lo que me fastidia realmente es la idea de volverme viejo y enfermo.
Hope sabía de su temor, le había dicho cómo había visto a su padre morir lentamente de cáncer cuando él sólo contaba siete años. Ella había tratado de hacerle creer en Dios y el más allá, pero no era fácil de convencer. Los intentos de Hope para hacerle cambiar su manera de pensar estaban algo complicados por lo errabundo de sus propias ideas. No ponía en tela de juicio la existencia de Dios ni de la vida después de la muerte, pero había pasado años preguntándose acerca de los medios terrenales para llegar a ese fin divino. Una de sus amigas le había enseñado a Hope a rezar el Ave María cuando eran pequeñas, y por algún tiempo Hope estuvo haciendo colección de rosarios, que colgaba de su pared. Pero a medida que creció, Hope llegó a conocer a tantos católicos que consideraba agobiados por el remordimiento, que desconfiaba de dejarse enredar más en esa fe. Técnicamente era episcopalista, por su bautizo y porque su madre era miembro de esa iglesia, pero nunca se había sentido cómoda en Todos los Santos debido al aspecto social. Recordaba un prolongado lapso en que asistió con regularidad a la iglesia. "Nadie me hablaba —contó—. Nadie me hizo sentir siquiera que yo pertenecía a la familia de Dios". De modo que dejó de asistir aunque el pastor de allí le resultaba muy simpático; era el reverendo Kermit Castellanos, y fue a visitarla cuando nació K.C. llevándole un ramo de flores del altar; ella había escogido las iniciales de su bebé, K.C. en honor de él. Pero se había negado a dejarlo bautizar. "Es básicamente un exorcismo ¿verdad?" preguntó al reverendo Castellanos. "Bueno, preferimos decir que es una especie de iniciación", respondió él, aunque convino con ella en que, según las palabras del rito, se trata de expulsar al demonio. "Me niego a creer que pueda haber algo malo en un bebé pequeñito" dijo Hope. No creía que nadie fuera realmente malo, sino que las personas entraban en dos categorías: buenas y no tan buenas. Le parecía que siempre había tratado de ser buena con los demás, en especial con los que necesitaban amigos. Cuando una condíscipula suya en L. A. High que se llamaba Posie, fue excluida de ciertos grupos porque su madre era católica, y su padre judío, Hope había hecho un esfuerzo especial por convertirse en su amiga. Unos cuantos años más tarde, cuando Posie contaba diecinueve años, se mató en un accidente de aviación, y poco después Hope dijo que oyó a Posie por la noche pedirle que hablara con su padre. De modo que Hope escribió al padre de Posie una carta de cinco páginas, diciéndole que Posie le había dicho que le dijera que no se preocupara por ella y que no se sintiera triste, y que Posie sabía que su padre lo había pasado mal tratando de comprender el servicio fúnebre católico que se había celebrado para ella, pero que todo estaba bien. Más adelante Hope se enteró de que su carta había impedido que el padre de Posie se suicidara, cosa que la hizo sentirse bien porque consideraba que ahí estaba la importancia de la religión: en ayudar a los demás. Ella misma buscaba orientación en varios puntos, incluyendo programas religiosos en televisión, libros sobre astrología y diversas iglesias y grupos de autoayuda espiritual en la ciudad. Una vez, sólo por complacerla, Bill la había acompañado a una de las iglesias, el Jardín de la Autorrealización (Self-Realization Garden), y después se había mostrado menos escéptico: "Tengo que admitirlo, tal vez esas personas tengan algo", dijo a Hope, y ella pensó que estaba progresando.
—No te enfermarás realmente —le dijo Hope—. Estás en una forma inmejorable; es el momento cumbre de tu vida. Y cuando lleguemos a viejos, lo haremos muy lenta y graciosamente. Ni siquiera nos tomaremos la molestia de pintarnos el cabello cuando se nos ponga gris.
—Está bien —dijo riendo Bill—. Mientras tanto será mejor dormir un poco. Son las cinco.
Hope no tenía ganas de acostarse. Quería seguir sentada junto al fuego hasta que amaneciera, después hacer café y caminar por la parte posterior de la propiedad, más allá del lago de abajo y del de arriba, y escalar parte del monte que, ella lo sabía, estaría ahora cubierto de flores silvestres en capullo. Pero sabía que Bill tenía razón. Si el reportero iba a llegar a la una, tendrían que dormir un poco. Se levantó del piso sintiéndose algo entiesada y se quedó un momento inmóvil, contemplando el fuego mortecino. Bill la rodeó con un brazo y sumió su rostro entre los largos cabellos.
—Te amo —le murmuró—. Y tengo tanta suerte.
Hope no durmió bien. A ratos, por la mañana, oyó coches que pasaban cerca de la casa, dormitaba nuevamente pero, al oír un ruido en el tejado como si alguien caminara por encima, despertó a Bill y se lo dijo; él contestó que no había nadie.
Al oír pasos por la casa, se puso de pie y se fue a la cocina donde Bill había preparado café.
—Son las diez y media —le dijo— de manera que será mejor que me bañe y me afeite y ponga las cosas en orden.
Hope se sirvió una taza de café.
—Las cosas están en orden —dijo, bostezando. Puso su taza en la mesa junto al teléfono y llamó a Jim Webb, pero no obtuvo respuesta.
—He salido a dar una vuelta —dijo Bill—. Dios mío, todo es bellísimo por aquí. Esos árboles están cargados de naranjas.
—Con esas naranjas se puede hacer un desarmador terrorífico —dijo Hope.
—Y esa montaña —prosiguió Bill, de pie junto al fregadero y mirando por la ventana que tenía enfrente—. ¿Qué altitud tiene?
—No lo sé —contestó Hope—. Lo llaman Snailhead Mountain, o cabeza de caracol, eso sí lo sé —prendió un cigarrillo y volvió al dormitorio. Abrió las cortinas y se quedó sentada un rato en el borde de la cama, en su aturdimiento matutino habitual, y se acostó nuevamente. Dormitó, despertándose de vez en cuando, pero estaba despierta al sonar el teléfono. Al llegar a la salita, Bill estaba diciéndole al hombre que esperara en Springville, y Hope meneó la cabeza—. Pásame el teléfono y le explicaré cómo llegar. Bill le tendió el aparato.
—Salga de Springville del mismo modo que llegó —dijo Hope al hombre que estaba en el otro extremo— más o menos una milla. Va a ver un camino de tierra y gira la izquierda. Pasará por un puentecillo y se detendrá ante el primer portón a la izquierda. Entonces espere ahí que vaya Bill a abrirle la puerta.
—¿Cómo sabré cuál es la izquierda? —preguntó el hombre— ¡Ah, ya sé! Es la mano que lleva puesta la piedra.
Hope rió por el viejo chiste y colgó. Se volvió hacia Bill.
—Espera unos diez minutos y entonces ve al portón para que pueda entrar.
Fue al cuarto de baño, se lavó la cara, se cepilló los dientes y se puso media docena de tubos colgándole del pelo. De vuelta al dormitorio, sacó un pantalón café y un chaleco a juego además de una blusa color de rosa, que tenía en la bolsa de viaje, y se vistió rápidamente.
En la cocina sacó un litro de chablis de Almadén del refrigerador y sirvió un vaso; tenía la teoría de que los invitados se sienten incómodos cuando se abre una botella sólo por ellos, de modo que siempre trataba de sacar un poco, antes de que llegara alguien. Metió el vaso de vino en el refrigerador y llevó la botella y unos vasos a la salita, dejándolos en la mesa baja. Hizo otro viaje llevando queso y galletitas y entonces volvió al dormitorio y se estudió en el espejo, preguntándose si se maquillaría. Cuando vivía con Tom se cargaba mucho de maquillaje, pero Bill prefería que se viera natural, y se había acostumbrado a no pintarse más que para ir a fiestas. Estaba pensándolo cuando oyó que el coche se acercaba a la casa, y después voces de hombres. Abrió la ventana del cuarto de baño.
Y lo vio.
Era alto y bien parecido, con cabellos oscuros y ondulados, y un buen bronceado. Llevaba pantalón oscuro, un suéter oscuro de cuello ruso y una camisa blanca por encima, además de una chaqueta de cuero. Estaba frente a Bill, haciendo gestos hacia la montaña con una pipa grande, labrada, y la otra mano metida en el bolsillo; la verdadera imagen de la naturalidad viril y la elegancia casual.
Hope lo miró por lo menos un minuto antes de hablar. Dios mío —se dijo—, este tipo es algo serio. Se parece a Roben Wagner. Si estuviera soltera podría complicarme con él y serian líos por años y años. Es un seductor.
—Vengan —los llamó, y ambos se volvieron hacia la ventana—. Entren en la casa.
Al pasar delante del espejo, al salir, Hope se echó una mirada y sonrió; no hay más que pensar, se dijo: sin maquillaje. Para este tipo es mejor verse anticuada.
Bill y el visitante estaban sentados en la sala cuando entró Hope. Ambos se pusieron en pie.
—Hopie, es Taylor Wright —dijo Bill.
El hombre sonrió y dijo: "Hola".
—Hola, Taylor —dijo Hope—. ¿Dónde se ha conseguido usted ese fantástico bronceado?
—Estuve esquiando —dijo Taylor.
Hope se sentó en el sofá; Bill sirvió vino para los tres y se sentó en una silla junto a la ventana panorámica. Taylor ocupó la mecedora que estaba más cerca de la chimenea.
—¿De dónde es usted, Taylor? —preguntó Hope.
—Soy del Medio Oeste —contestó—. Digamos media América,
—También yo —agregó Bill.
—Ya lo sé —repuso Taylor, sonriendo.
Hope se sentía nerviosa. Se levantó del sofá y se puso a vagar por la sala, pasándoles queso y galletitas, sentándose un poco y volviendo a levantarse. Pero Taylor parecía sentirse en su casa.
—En realidad, me casé en media América —prosiguió—. Tengo dos hijas y una nieta.
—No parece tan grande para ser abuelo —dijo Hope.
—Tengo cincuenta y un años —dijo Taylor.
Hope y Bill estaban pasmados.
—Es increíble —dijo Hope—. Representa unos treinta y cinco. ¿Estás seguro de tener cincuenta y uno? —todos rieron.
—Muy seguro —contestó.
—Bueno, ¿por qué no? —dijo Hope—. Bill tiene cuarenta, y es el cuarentón de aspecto más joven que conozco. Pero si usted tiene cincuenta y uno, le ha ganado.
—Bueno, Hopie —dijo Bill—, tampoco tú representas treinta y uno. Yo diría que los tres tenemos por lo menos diez años de margen.
Hope rió y declaró:
—Sin duda somos el grupo más viejo con aspecto más joven de toda la ciudad.
—Una de mis hijas acaba de tener un bebé —dijo Taylor—. Todos viven en el Medio Oeste. Ahora estoy divorciado y también tengo un hijo que tiene tres años. Vive fuera de París con su madre.
—Yo también tengo un hijito de tres años —dijo Hope—. Hábleme del suyo. ¿Cómo se llama?
—Christian —dijo Taylor—, Christian o Chris.
—Y su esposa, ¿cómo se llama? —preguntó Hope.
—Bueno, no estamos casados —dijo Taylor.
—Bueno, no estoy diciendo que el matrimonio sea siempre la respuesta —dijo Hope—, y quizá no debería haberme casado, pero cuando hay niños de por medio, sabe usted, es bueno estar casados debido a los niños —habló un poco de Tom Masters y después se levantó para servir más vino—. Es bonito para los niños saber que sus padres están casados o que lo van a estar. Mi hijito K. C, entra siempre en el dormitorio y se mete en la cama con Bill y conmigo.
—Sí, es bonito —confirmó Taylor—. Cuando estoy allí, también Chris duerme con nosotros.
—¿Pasa mucho tiempo allí? —preguntó Hope.
—Todos los inviernos. Vivo allí en invierno, y por eso tengo que guardar el tabaco para la pipa en una lata, debido a la humedad. Y viajo mucho. Como le dije a Bill, los tres últimos años los he pasado fuera de Estados Unidos. Acabo de volver y no estoy al tanto de lo que ocurre.
Hope prendió otro cigarrillo.
—No se ha perdido gran cosa —manifestó fríamente; ahora se sentía menos nerviosa y estaba disfrutando la conversación.
—Por ejemplo, no he visto películas durante tres años —dijo Taylor—. ¿Cuáles valen la pena?
—Casi ninguna —afirmó Hope—. Bill y yo apenas vamos a ver películas porque son muy violentas y asquerosas. Una vez tuve que ir a ver una de esas desdichadas películas con mi esposo porque dos de sus clientes aparecían en ellas, y todavía no se me olvida.
—¿Qué película era? —preguntó Taylor, mostrándose interesado.
—Beyond the Valley of Dolls —contestó Hope—. La parte sexual era más o menos estúpida y podría haberla soportado, pero lo que fue realmente horrendo fue la escena de la mujer tendida en la cama y un hombre le metió una pistola en la boca y disparó. Me sentí enferma.
Taylor sonrió levemente.
—Bueno, tiene que haber algo para todos —dijo.
Charlaron dos horas, bebiendo vino. Taylor era un conversador maravilloso; a Hope le recordaba mucho a Lionel. También sabía escuchar mientras Hope hablaba. Habló de la fluorización del agua, que no le gustaba, y de las comidas escolares gratuitas, que le agradaban siempre que los niños que comían gratis no tuvieran que hacer cola aparte.
—Si hacen cola aparte, los demás saben que no están pagando su comida y eso los separa. Se sienten molestos —señaló Hope.
Habló de sus hijos, su vida, toda clase de cosas, de una manera tan desenvuelta y amigable con Taylor, que más adelante no podía recordar todo lo que había dicho. La botella de vino estaba casi vacía cuando Taylor consultó su reloj, un bonito Seiko.
—Será mejor que tomemos unas fotos de usted y este distinguido soltero —dijo— antes de que oscurezca.
—¿Cómo escogió usted a Bill como soltero distinguido? —preguntó Hope.
—Bueno, maneja un coche deportivo y tiene licencia de aviador y —Taylor se interrumpió sin quitar la vista de Hope— se cita con mujeres atractivas.
—Bueno, yo prefiero no salir en las fotos —dijo Hope, algo nerviosa—. Tome sólo fotos de Bill.
Bill meneó la cabeza.
—¡Oh, no! También tú tienes que salir en las fotos. Ahí está el detalle.
Hope cedió. Es el gran día de Bill —pensó— y mientras esté aquí Taylor, será mejor que me muestre complaciente.
—Está bien —dijo— ¿quieren que me cambie?
—No, su ropa está bien. Pero me gustaría que se maquillara un poco.
—Está bien —dijo Hope—. Bill, llama otra vez a Jim Webb y pregúntale si puede prepararnos un caballo.
En el cuarto de baño se maquilló esmeradamente: fondo Technicolor de Max Factor, rubor, un poco de sombra para párpados, máscara y un brillo canela para los labios. Se quitó los tubos y se cepilló el cabello, dejándolo caer en ondas brillantes por su espalda. Taylor estaba todavía sentado en la mecedora cuando ella volvió a la sala; Bill se encontraba en la puerta de la cocina.
—No puedo comunicarme con Jim Webb —dijo.
—Bueno, caminemos un poco por ahí —dijo Hope—. Lo veremos después.
—Un momento —dijo Taylor, levantándose de su asiento y acercándose a Hope. La miró detenidamente, a los ojos—. Está guapa —agregó— pero preferiría más sombra de ojos.
Para entonces Hope había decidido tomar todo el asunto como una llamada fotográfica y disfrutarlo, aunque sin cobrar nada. De regreso en el cuarto de baño, agregó más sombra gris hasta que sus ojos parecieron nebulosos y muy grandes. Se puso botas brillantes, que no debería haberse puesto debido a su espalda, pero se veían muy bien con los pantalones ajustados.
Bill había servido el resto del vino en un vaso de plástico amarillo, y los tres salieron por la puerta de atrás. Bill se veía casual y guapo en sus pantalones de mezclilla, botas y una camisa blanca con la palabra LOVE en letras negras. Taylor llevaba puesta la chaqueta de cuero; toda la tarde, sentado en la cálida salita, se había quedado con la chaqueta puesta.
La niebla del invierno prematuro comenzaba a caer mientras iban por la carretera, más allá del naranjal y del chalet del capataz. Más allá del portón que daba pasado el lago, se separaron del camino y echaron a andar hacia el río. Bill caminaba delante, y cuando Hope comenzó a resbalar por la hierba mojada, Taylor la tomó de la mano.
Caminaron y resbalaron por la colina lodosa hasta el río.
—Está demasiado oscuro aquí para tomar fotos, pero es bello —dijo Taylor.
Se sentaron en las rocas resbaladizas a la orilla del río y bebieron poco a poco el vino que quedaba, compartiendo el vaso. Bill había subido un poco más allá que ellos, hasta una rueda hidráulica que había a la orilla del río.
—No me ha dicho cuándo es su cumpleaños —dijo Hope a Taylor— pero sé exactamente qué es usted: es un Leo; es del signo de Leo, el león.
Taylor sonrió sin contestar, pero Hope estaba segura de tener razón. Por su estudio de la astrología, había descubierto que la gente corresponde pasmosamente bien a su signo. Bill era Virgo: pulcro, organizado, y perfeccionista en su trabajo. Ella, nacida el 21 de octubre, era Libra pero casi Escorpión.
—Los del Escorpión y la Luna tienden a ser síquicos —dijo Hope—, casi hechiceros. Son formidables en las fiestas: coquetean, son encantadores, débiles y maravillosos.
No creía estar flirteando realmente con Taylor, pero estaba bromeando con él, chanceando, dejándole saber que ella estaba enterada de que tenía un millón de muchachas ensartadas tras él.
Cuando dejaron el río y Hope resbaló al reanudar el camino de la colina, fue Taylor quien la asió de la cintura, la ayudó a subir y la sostuvo de la mano mientras cruzaban el prado para volver al camino.
Al llegar a la casa principal, Hope llamó por teléfono.
—Hay una persona aquí tomando fotografías para una historia en la prensa —dijo a Jim Webb—. Necesitamos un caballo bonito y tranquilo, quizá Bonnie; por favor, tráigala, límpiela y ir píllele las crines para que se vea presentable, y ensíllela.
Jim dijo que lo haría, pero al cabo de unos minutos tocó a la puerta. Hope se lo presentó a Bill y a Taylor; los hombres se estrecharon las manos.
—No encuentro la llave del cuarto de arneses —dijo Jim Webb a Hope—. Por eso no puedo sacar una silla.
Bill miró a Hope con expresión de incertidumbre, pero Taylor meneó la mano en un gesto gracioso y desenvuelto.
—¿No puede conseguir una cuerda y hacer un cabestro para que podamos manejar al caballo? —preguntó.
—Claro que sí —contestó Jim Webb—. Ahí tengo una cuerda.
—Entonces, adelante: traiga a la yegua y póngale una cuerda —ordenó Taylor.
Al escucharlo, Hope se convencía más que nunca de que Taylor era del signo del León: arrogante y capaz. En realidad, un león solía ser el más capaz del grupo.
Cuando volvieron a salir, Bill se quedó en segundo término, apoyado en la valla que bordeaba el camino, mientras Taylor charlaba con Jim Webb de cuerdas y diversos tipos de ronzal y de si necesitaría otro caballo más. Hope habló poco, pero como había otras personas más en el corral y Hope supuso que serían familiares de Jim Webb, no quería parecer darle órdenes delante de todos ellos. No conocía a nadie de su familia, sólo a su joven esposa, Teresa, y sus dos hijos, y no vio a ninguno de ellos en el grupo, de modo que sólo habló a Jim y a Taylor.
—Bonnie es una verdadera yegua mansa —dijo Hope—. Todos los chiquillos montan a Bonnie, es tan dulce, de modo que Bill tal vez pueda montar en pelo a Bonnie.
Taylor tomó a la yegua, llevándola del cabestro, camino abajo más allá del camino principal. Bill caminaba a su lado y Hope venía detrás. Al ver que un coche subía por el camino, agitó el brazo y gritó, pensando que sería algún amigo de Jim Webb, manejando demasiado aprisa.
—¡Oiga, deténgase, párese! Vaya despacio para no lastimar al caballo.
El coche se detuvo de repente y Hope reconoció a la esposa de Jim Webb, Terry. "Oh, Dios mío —se dijo Hope—, le he gritado a Terry, precisamente a ella". La ventanilla estaba bajada pero Hope pudo ver, por la expresión del rostro de Terry, que había oído gritar a Hope en aquel tono desagradable. Hope creyó ver niños en el asiento de atrás, pero se sintió incómoda por haberle gritado a Terry, de modo que se dio vuelta y se dirigió al naranjal donde recogió algunas naranjas caídas al pie de los árboles. Al pasar delante de la casa principal, arrojó las naranjas al pasto, y al alcanzar a los hombres les dijo:
—Podremos tener desarmadores frescos más tarde. Déjenme llevar el caballo. Le agradan las mujeres. Vayan adelante, bajen a la playa y tomen algunas fotos sin el caballo; yo lo llevaré.
Bill y Taylor se salieron del camino allí donde Bill y ella se habían quedado el viernes por la noche en la oscuridad, escuchando el río. Cuando bajaban por la ladera, Hope los perdió de vista. Trató de seguirlos con Bonnie, pero en cuanto la yegua avanzó un par de metros por el camino inclinado, agachó la cabeza y comenzó a mascar hierba; no quería moverse y Hope se enfadó de verdad.
—¡Maldita sea, Bonnie! —la yegua seguía inmóvil. No puedo creer que no soy capaz de controlar esta ridicula yegua —pensó Hope—. Mi hija que tiene diez años, puede hacer con este animal lo que quiere... y yo no —estaba enojada consigo misma y con los demás y siguió gritando mientras tiraba de la cuerda—. ¡Vamos, ven conmigo, para eso estás!
Gritó tan fuerte que Jim Webb y sus acompañantes, que estaban cerca de la casa, la oyeron. Finalmente también Bill la oyó y subió por el sendero lodoso para llevarse el caballo. Una vez en la playa, Hope y Taylor compartieron el vino en el vaso amarillo mientras Bill bajaba con el caballo. Hope estaba bromeando de nuevo con Taylor, coqueteando, como solía hacerlo con otros hombres que conocía y que eran tan guapos y encantadores y, a su entender, consentidos. El valle del río estaba bañado en sombras, y tanto Bill como Taylor convinieron que casi no quedaba luz para tomar buenas fotos, pero Taylor siguió disparando su cámara Yashica, retratando a Bill con el caballo, con Hope, con Hope y con el caballo. La manera en que Taylor la miraba con la cámara ponía incómoda a Hope, y se alegró cuando éste dijo:
—Con esto basta. Tomaré otras cuantas mañana.
Taylor subió llevando a Bonnie, y Bill rodeó con el brazo a Hope.
—Oye, creo que estás mostrándote demasiado amable con ese lipo —le dijo—. Me parece que está haciéndose ideas equivocadas.
—Está bien, ¿mejor así? —dijo Hope, abrazándolo y besándolo muy fuerte.
—Mucho, mucho mejor —contestó Bill, sonriendo.
Siguieron caminando colina arriba y camino arriba hasta la casa, abrazados.
—Llévele el caballo a Jim o a quienquiera que se encargue de él —dijo Hope a Taylor, que desaparecía justo detrás de la curva, más allá del naranjal.
En el dormitorio, Hope se quitó las botas y se puso pantalones de pana azul. Fue hasta el porche donde Bill estaba sentado en la baranda y lo rodeó con los brazos.
—Me parece que vamos a tener que cargar con ese tipo un buen rato —dijo Bill.
—No importa —murmuró Hope. Se sentía la cabeza ligera y nebulosa por el vino y quizá por la tableta analgésica que había tomado. Tomaba Robaxin para su espalda, a veces Valium o Empirin con codeína, y en ocasiones un somnífero.
Taylor llegó al porche de la fachada.
—Estábamos hablando de usted —le dijo Bill, con Hope pegada a su cuello—. Nos gustaría que se quede a cenar.
—Y puede pasar aquí la noche —agregó Hope—. Hay espacio de sobra.
—No puedo quedarme esta noche —dijo Taylor— porque una amiga mía regresa esta misma noche en avión de una estación de esquí, y la voy a recoger a Bakersfield.
—Bueno, quédese un rato más —dijo Hope, y Taylor sonrió.
—Sí, puedo quedarme un rato más.
Hicieron desarmadores con el vodka que Bill había traído de la ciudad y las gruesas naranjas recogidas por Hope en el naranjal. Bill tomó después un gin & tonic, y lo compartió con Hope.
Cuando Bill dijo que encendería la chimenea, Hope le recordó que necesitaban comprar unas cosas en el mercado,
—Podemos ir en mi coche —ofreció Taylor, de modo que los tres ocuparon el asiento delantero del Lincoln, Taylor al volante y Hope entre los dos hombres.
—Tengo carne pero necesito leche y mantequilla —dijo Hope a Bill,
—Y carbón —agregó él.
En la tiendecita que había junto a la gasolinería de Springville, Hope jugó con dos nenitos que deambulaban por los corredores. Un niño, junto a la cajera, lloraba; no tendría más de tres años, y Hope lo tomó en sus brazos y le limpió los mocos con un pañuelo desechable que llevaba en el bolsillo. Bill estaba comprando abarrotes y Taylor observaba a Hope.
En la tienda de licores, un poco más allá en la misma pequeña calle principal, Bill y Taylor compraron más vodka, ginebra y cerveza, y finalmente amontonaron las bolsas en el asiento trasero antes de regresar a la casa, poco más o menos a una milla de distancia. El portón seguía abierto, y una vez que estuvieron dentro, Bill preguntó a Hope si habría que cerrarlo.
—No, ya lo hará Jim más tarde —contestó.
Bill preparó más bebidas y fue a la parte posterior de la casa, frente al monte, para encender el asador de carbón. Taylor fue con él mientras Hope preparaba hígado de pollo y galletas, pero al cabo de pocos minutos entró en la casa.
—Bill me dijo que a usted le preocupa que beba —dijo Taylor.
—Bueno, he conocido alcohólicos, de modo que soy algo quisquillosa sobre el punto —dijo Hope.
—No se preocupe —le dijo Taylor—. Yo bebo casi un litro al día.
Hope y Taylor entraron en la sala donde se quedaron sentados, bebiendo y charlando. Cuando entró Bill, Taylor sacó un cuadernillo y le preguntó a Bill dónde había nacido y los nombres de sus padres. Desde su llegada, era la primera vez que Taylor había usado un cuaderno de apuntes. Bill volvió a salir y regresó para anunciar que los filetes estaban en su punto. Hope dio un brinco.
—¡Oh! ¿por qué no me lo dijiste antes? El arroz no está hecho y no tengo preparada la ensalada —exclamó.
Bill envolvió la carne en papel metálico y la guardó en un hornito caliente mientras Hope se afanaba en la cocina.
—Permita que la ayude —dijo Taylor, de modo que Hope le indicó dónde estaban platos y cubiertos, y él puso la mesa.
Para cuando se sentaron a cenar, Hope a la cabecera de la mesa y los hombres a ambos lados, eran casi las nueve de la noche. Hope se sentía demasiado cansada para comer, y algo enferma. Picoteó el arroz y la ensalada, después puso su filete en el plato de Bill diciendo:
—No puedo comer un bocado más; me voy a acostar un ratito.
Tomó una almohada del dormitorio y se tendió en el sofá, dormitando. Podía oír que Bill y Taylor charlaban como viejos amigos, riendo y bromeando mientras levantaban la mesa. Bill se mostraba inusitadamente conversador porque había bebido, y además parecía estar pasándola bien. Se acercó al sofá mientras Taylor estaba en la cocina apilando platos, y se inclinó hacia Hope para acariciarla.
—Te amo —le dijo, y Hope tendió los brazos para rodearle el cuello y le dio un beso cálido y prolongado.
—Todo está tremendamente silencioso por aquí —gritó Taylor desde la cocina con voz jocosa; al regresar se sentó en la mecedora, junto a la chimenea, donde había estado sentado toda la tarde. Bill atizó el fuego mientras Hope levantaba la cabeza de la almohada.
—No pretendo meterle prisa —dijo a Taylor— pero ¿y su amiga que llega esta noche a Bakersfield?
—¡Oh, no es ningún problema! —respondió con ligereza Taylor—. Si no estoy en el aeropuerto, se irá sola al hotel.
—Podría ir a recogerla y traerla aquí —propuso Hope, pero Taylor sacudió la cabeza.
—No, volveré mañana.
Pero como no daba señales de marcharse, Hope decidió que si ella se acostaba en el dormitorio, tal vez entonces entendería la indirecta.
—¿Qué hora es? —preguntó a Bill.
—Cerca de las diez —respondió.
Hope se levantó del sofá.
—Realmente, estoy agotada —dijo a Taylor—, y le pido disculpas pero tengo que dormir ahora. Lo veré mañana.
Taylor sonrió y se puso de pie mientras ella salía de la sala y atravesaba el reducido vestíbulo para entrar en el dormitorio de la esquina, con Bill tras ella.
—No me acuesto para toda la noche —dijo a Bill—. Voy a echar una siesta. Despiértame cuando se haya ido.
Desabrochó su blusa de seda rosa pero se quedó vestida y se tendió en la cama junto a la ventana. Bill había recogido el cubrecama y la cubrió con él; después se inclinó y la besó.
—Te amo —le dijo. Dio vuelta al pie de la cama, apagó la luz y salió del dormitorio, cerrando la puerta tras él. Hope recayó en un sueño profundo, pesado, el sueño del olvido.
Despertó súbitamente. La habitación estaba totalmente a oscuras pero sintió que una forma grande se inclinaba sobre ella. Y entonces algo se puso a golpear su boca para abrírsela: era frío y pesado, y Hope supo que era un arma.