Capítulo CINCO
Honey era el apodo ideal para la madre de Hope. No estaba bronceada: las mujeres de su posición evitaban broncearse. Tenía un aspecto dorado, beige, con cabello rubio suave y cuidadosamente ondulado alrededor de su rostro. Como su hija, era bajita, aunque solía llevar zapatos de mucho tacón, cocodrilo o un cuero blando, suave, de modo que parecía más alta que Hope. Tenía ropa elegante, conservadora, de aspecto caro: trajes de Chanel, sedas de color de rosa; y la llevaba de manera elegante, conservadora y de aspecto caro. Todo lo que rodeaba a Honey era de buen gusto: su aspecto, su ropa, su papel de cartas pesado, de color crema, su sala con extensiones de alfombrado pálido, sus sofás de terciopelo limón, sus tazones de flores perfectamente frescas y ordenadas a la perfección.
Las relaciones entre Honey y Hope nunca eran difíciles de discernir. Un hombre que las conocía a ambas y que las había observado juntas solía tratarlas de "rivalidad entre hermanas". Como hermanas, eran envidiosas y competitivas. Como hermanas, discutían y peleaban y dependían una de otra en una vinculación intensa, constante y emocional. Honey decía que Hope era una hija difícil; Hope decía que Honey estaba tratando de manejar su vida. Las dos tenían razón.
Honey había nacido en Canadá, pero sus padres se mudaron al sur de California cuando era pequeña, de modo que siempre se había considerado californiana. Su padre fue un próspero hombre de negocios, y a Honey le gustaba recordar "la tremenda estabilidad" de su niñez. "Cuando me crié en Beverly Hills —contaba— era una aldea encantadora. Todos los dueños de tiendas conocían a las familias. Era un modo de vida muy tradicional, muy conservador. Mi familia era conocida y respetada en la comunidad, y nunca estuve expuesta a la clase de revoltijo que viene a California". A Honey no le gustaba hablar de su primer matrimonio con el padre de Hope; a Hope le encantaba. "¿Y qué hay de Jimmy y sus locos compinches?", preguntaba, cuando su madre hablaba del "revoltijo".
—Sí, sí, es cierto —respondía Honey con voz agria pero controlada—. Me vi expuesta, durante mi primer matrimonio, al lado hollywoodense de la vida, y lo odié. Odié todo lo que representaba. No que odiara tener a los grandes de la música en casa. Era maravilloso que George Szell tocara el piano en nuestra sala, acompañando a Jimmy con el como francés, o que José Iturbi tocara "La danza del fuego" justo para ti cuando eras pequeña. O que John Barbirolli fingiera ser un gran oso moreno y te llevara a caballo sobre sus espaldas.
—¿Y Frank Sinatra? —insistía Hope—. Te gustaba; y te gustaba Nancy.
—Sí —confesaba Honey con renuencia—. Lo conocí cuando llegó por primera vez a Hollywood y tenía un programa de radio. Sinatra era muy agradable.
Después de divorciarse, Honey dejó a Hope con sus padres en Holmby Hills, tranquila porque sabía que "Hope tenía refugio y protección", y que la "criarían como a una princesita". Afirmaba que Hope fue una "niña muy dichosa". Honey disfrutó de la vida social que su fortuna y su belleza le permitían llevar —viajes por el mundo, fiestas extravagantes— hasta que se casó con Van y se estableció en una calmada vida de clase alta.
La familia de Van era conocida y respetada en la comunidad, como la de Honey, sólo que todavía más. Él había sido enviado a estudiar al Este, y cuando regresó de la Escuela de Leyes de Yale, se unió a una firma jurídica de la vieja escuela, conservadora, y se casó con una de las mujeres más acaudaladas de Estados Unidos, con dinero del petróleo por respaldo y un escándalo petrolero detrás. Después de tres generaciones, el escándalo se había diluido muchísimo, excepto por algunas notas incluidas en la historia de Estados Unidos, pero el dinero nunca se diluyó. Además, Van tenía su propio dinero procedente de su familia. Su padre había descubierto una mina de cobre y se había retirado muy pronto para jugar al golf... a los treinta y cinco años. Van había tenido hijos con su primera esposa, de modo que cuando se casó con Honey, Hope adquirió dos hermanastros y una hermanastra de su misma edad, Cynthia. Aun cuando Cynthia sólo iba de visita eventualmente algún fin de semana que otro, Hope tenía la impresión de que su madre le había decorado el cuarto a gusto de Cynthia, de modo que Hope se vestía un poco más descuidadamente, salía por ahí mucho más y sobreactuaba de varias maneras. Hope contaba quince años cuando su madre volvió a casarse; aún cuando Van la adoptó legalmente, los dos se llevaron mal desde el principio. Hope decía que él le recordaba al águila americana: tiesa, inflexible, conservadora; y Van decía que Hope era desagradecida. A Hope le parecía que gran parte del problema era causado por su madre, quien se quejaba constantemente de Hope a Van, quien entonces reprendía a Hope por hacer infeliz a su madre. Cuando Honey tuvo una temporada en que perdía el conocimiento, Van la envió a la clínica Scripps para que le hicieran un examen general, Honey dijo a los médicos: "Mi hija me está dando mala vida"; ellos se lo dijeron a Van, y éste, a Hope, que siempre se sintió como una tercera rueda en la casa, indeseada e ignorada. Lo que la fastidiaba particularmente era la costumbre que tenía Van de entrar en el cuarto de estar cuando ella veía la televisión, y cambiar los canales sin pedirle permiso.
Inclusive cuando salió de la casa para fugarse con el muchacho de la casa vecina, Hope encontró que su vida seguía entretejida con la de Honey y Van. Además del dinero de su padre, Van había heredado su pasión por el golf, y solía jugar con el esposo de Hope. Los cuatro jugaban a menudo al bridge, y las partidas acababan por hacer llorar a Hope. Honey y Van habían logrado adquirir la primera casa en que vivió Hope, después del nacimiento de Keith, un sitio en Benedict Canyon que Hope describía como una "casita de muñecas, adorable", y que decoró en blanco, negro y gris. Para cuando Hope se divorció y volvió a casarse, con un tercer hijo en camino, la casa resultó demasiado pequeña, y Honey se las había arreglado para comprar la casa sobre el Drive, con menos encanto pero más habitaciones. Todo el tiempo —recordaba Honey a Hope— ella y Van habían "provisto lo básico, lo esencial. Hemos cuidado de que se pagaran las cuentas del médico, de que tu casa estuviera pagada y, claro está, compramos todos los muebles. Pagamos el nacimiento de tus hijos, de los tres: las cuentas del médico, del hospital, de las enfermeras. Y entonces creamos un ingreso modesto para ti".
Honey censuraba a casi todos los hombres con quienes tuvo relaciones, Hope después de separarse de su segundo esposo. Sin embargo, le gustaba Bill Ashlock. Lo había visto una sola vez, más o menos una semana antes de que fuera con Hope al rancho, cuando fueron a casa de ella a buscar a Keith que había estado de visita en casa de su abuela. Bill manejaba el guayín de Hope, con sus dos hijas, K.C. y Hope Elizabeth dentro. Bill dijo a Honey que habían pasado el fin de semana del aniversario del natalicio de Washington en casa de Hope, y que ahora iba al mercado para comprar lo necesario para una barbacoa. "Con los cinco niños", había exclamado Honey, y Bill se había reído: "Cuantos más sean, mejor". Honey, Van y Bill habían charlado un poco sobre la visita al rancho el siguiente fin de semana. Entonces todavía pensaban Bill y Hope llevarse a los niños, y Honey dijo a las hijas de Bill cuánto se divertirían cabalgando a Bonnie, la yegua más mansa que había en el rancho. "Lo pasaremos maravillosamente", había asentido Bill. "Ahora todos somos una familia grande y feliz". Cuando se fueron Bill y los niños, Honey y Van habían hablado del porvenir de Hope. Honey dijo que no le parecía correcto que Bill tuviera que mantener a los tres hijos de Hope además de las dos suyas, y que ya que Hope recibía tan poco de su primer marido, Honey y Van tendrían que contribuir al sostenimiento de Keith y Hope Elizabeth, por lo menos. Honey no estaba de acuerdo que Bill viviera con Hope, pero se alegraba de que Hope pensara casarse. Aun cuando Bill estaba en la publicidad, Honey no lo consideraba como el "típico hollywoodense".
Hope dijo que su madre la ayudaba tanto porque le remordía la conciencia por haber descuidado a Hope de pequeña, y quizá por haberse casado con tanto dinero, y Hope no; Hope señalaba que lo que su madre recibía mensualmente de Van eran tres mil dólares al mes, lo cual no incluía el mantenimiento de su Lincoln Continental ni las comidas en el Los Ángeles Country Club. Honey no comprendía por qué, cuando quería regalarle un abrigo de visón a Hope, ésta lo rechazaba, aun cuando esperaba tan obviamente ayuda financiera de su madre. A veces Honey consideraba que había organizado equivocadamente la educación de Hope. Le dijo una vez a Van: "Mis padres la criaron como una princesita; tal vez haya sido un error, porque nunca tuvo que hacer nada por sí misma. Y llegaron las duras realidades de casarse, tener un presupuesto... no tenía la más mínima preparación para ese tipo de cosas. Y considero que en ese aspecto cometí un tremendo error. Por otra parte, una quiere hacerlo lo mejor posible y, claro está, así fue como yo me crié, en un ambiente social. Hope fue criada en ese mismo ambiente, y de esa manera se ha rebelado en contra, en algún lugar del camino... hasta un punto que me es duro entender".
Sin embargo, la rebelión de Hope no era constante. Su amigo Michael Abbott había observado el orgullo que experimentaba Hope por su crianza. La consideraba como una personalidad doble. Tenía una veta terrenal, pero se consideraba también como patricia y actuaba de esa manera. Y en verdad, la semejanza entre Hope y Honey era mucho más visible que sus diferencias. Ambas mujeres eran pequeñitas, rubias, bellas; ambas fumaban mucho. Hope cuidaba de gatos enfermos, recogía niños escapados y trataba de salirse un poco de las percepciones impuestas por Beverly Hills; aunque Honey no era nada terrenal, había ocasionalmente indicios de que sus anhelos interiores no diferían tanto de los de su hija. Honey tenía un cuaderno de poemas religiosos junto a su ducha, y había recortado una máxima que tenía pegada a la puerta de su refrigerador:
BUSCO, POR LO TANTO, SOY.
El lunes solía ser uno de los días bien organizados, atareados, de Honey. Ella y Van acababan de volver, dos semanas antes, de un viaje a Guatemala, y Honey tenía que hacer anotaciones, tomar citas para comer con gente, preparar la reunión de Chips el miércoles, aleccionar a las sirvientas; además de su doncella diurna, una negra de edad madura llamada Gertrude, Honey tenía una estudiante japonesa llamada Kazue Tomita que trabajaba por horas en su casa. La tarde del lunes Honey fue a casa de su hijastro para buscar a dos de los niños que Van y ella llevaron a cenar más tarde. Los llevaron nuevamente a su casa y estuvieron de regreso en la suya a eso de las ocho.
Entonces Honey llamó a Hope. Pensaba que su hija tenía todavía una voz extraña, y Honey le dijo que iría a verla. Hope puso a un hombre al teléfono, que habló con calma, tranquilizándola. Dijo que se llamaba Taylor, que era amigo de Bill y que Hope y los niños estaban bien, pero que había surgido algo respecto al divorcio que había perturbado a Hope.
—En estas situaciones de divorcio, siempre pasan cosas desagradables relacionadas con lo jurídico —dijo Taylor a Honey, asegurándole que Hope iría a verla el martes y le explicaría todo.
El martes por la mañana Hope telefoneó a Honey a eso de las once.
—Cierra todas las puertas, pon la alarma y no permitas que entre nadie en la casa —dijo Hope a su madre—. Voy a ir con Keith y K.C. porque hay una amenaza contra nuestras vidas.
Al despertarse Hope el martes encontró que Taylor ya se había duchado y vestido, animoso como siempre, preparando como siempre el desayuno para los niños y aprestando a Hope Elizabeth para ir a la escuela. Hope suplicó a Taylor que dejara que su hija se quedara en casa.
—Me la llevo a la escuela y no se hable más —dijo Taylor con firmeza. Se fue con la niña; cuando regresó solo, dijo a Hope que Hope Elizabeth estaba sana y salva en la escuela, y que la niña sería vigilada todo el día por los suyos.
—Taylor, esto no puede continuar —dijo temblorosamente Hope—. Alguien va a descubrir el cuerpo de Bill. ¡Dios mío, ya han pasado tres días!
—Tienes razón —convino renuentemente Taylor—. Lo que debes hacer ahora es llamar al capataz del rancho y decirle que hay alguien en la casa que está escribiendo un libro, y que no quiere que lo molesten-pero como Hope se negara a hacerlo, Taylor sonrió—. Tienes que hacerlo... no te queda más remedio.
Cuando Hope telefoneó a Jim Webb, no obtuvo respuesta.
Keith y K.C. andaban correteando por toda la casa, peleando y armando un tremendo escándalo.
—Por favor, deje que vayamos a casa de mi madre —suplicó Hope a Taylor.
—Podrás ir cuando yo diga que está bien —contestó Taylor—. Ahora mismo tengo que ir de compras —tendió la mano a través del sofá y le tomó la mano—. Te debo un vestido de estilo antiguo.
—¡Por Dios, Taylor! —dijo Hope—. No quiero un vestido. Por favor, déjeme ir a casa de mi madre.
Taylor meneó la cabeza.
—Voy a comprarte ese vestido —dijo firmemente—. ¿Dónde compras tu ropa?
—No importa, no importa —dijo Hope esforzándose por controlar su voz—. Por favor, olvide lo del vestido.
—Voy a agasajarte —insistió Taylor.
Hope declaró:
—Generalmente en la House of Nine.
—¿La House of Nine? ¿Dónde es eso?
Hope se lo explicó y Taylor se puso de pie.
—Entonces, a la House of Nine —dijo alegremente Taylor—. No contestes al teléfono y no abras la puerta cuando yo haya salido —recordó a Hope que la casa estaba siendo vigilada, que el teléfono estaba intervenido y que el hombre del otro lado de la calle, que parecía jardinero, no era jardinero.
Hope se sentó en el sofá fumando cigarrillos, sin prestar atención a la barahúnda de los niños. Cuando sonó el timbre dio un brinco y el corazón se le puso a latir fuertemente. Sonaba tanto que finalmente fue a la ventana de la cocina y preguntó: "¿Quién llama?"
Era la niñera de un niño de la edad de K.C. que vivía en la misma calle. La mujer estaba muy nerviosa; dijo a Hope que el niño estaba perdido y creía que tal vez hubiera caminado hasta donde estaba Hope. Ésta dijo que no había visto al niño y, cuando se fue la niñera, se espantó a la idea de que la mujer llamara a la policía y entonces, al regresar Taylor y ver coches de la policía por la calle, creería que ella había llamado. Consideró que debería hablarle, explicarle, de modo que llamó a la House of Nine donde la conocían: "¿Ha ido alguien a comprar un vestido para mí?", preguntó frenéticamente. Le dijeron que no. "Bueno, si va un hombre a comprarme un vestido, díganle que me llame". Dejó su número de teléfono y se dejó caer nuevamente en el sofá, tratando de pensar. "Si ese niño ha sido raptado", pensó, "entonces es verdad que andan tras de nosotros; habrán pensado que era K.C. Pero si Taylor puede comunicarse con ellos y decirles que tienen al niño indebido, todo estará bien". Tenía que hablar con Taylor; estaba contando con él.
Pero mientras tanto el niño perdido reapareció, caminando por el patio de otro vecino, y cuando regresó Taylor el vecindario estaba en calma. Hope soltó toda la historia, insistiendo en su pánico, y él la rodeó con un brazo.
—Ya está bien todo —le dijo—. Todo estará bien. He dado una vuelta para comprobarlo, y ahora no hay peligro en ir a casa de tu madre —y se excusó por no haber comprado el vestido blanco.
Después de que Hope llamó por teléfono a su madre para decirle que iban a su casa, Taylor le dio instrucciones de última hora. Debería contarle a su madre la historia convenida de un intruso y de su rescate, a la mañana siguiente, por Taylor. Le dijo que si iba a cualquier parte que no fuera la casa de su madre o si hacía cualquier cosa que pudiera llamar la atención por el camino, todos morirían. Le advirtió que si Honey se ponía nerviosa y llamaba a la policía, todos morirían. Le dijo que también el teléfono de Honey estaba intervenido, y que si alguien llamaba a la policía lo sabrían inmediatamente todas las personas que estaban vigilando y escuchando, y todos morirían. Le dijo que la seguiría en el Lincoln y observaría para asegurarse de que ella y los niños llegaran sanos y salvos a casa de Honey. Cuando llegara allí, le dijo, debería llevar inmediatamente el coche al estacionamiento inferior del Beverly Hills Hotel, y su madre la seguiría, y después volvería a casa de ésta y esperaría hasta tener noticias de él.
Justo antes de que se fueran, Taylor levantó en brazos a K.C. y lo abrazó, después rodeó a Keith con un brazo.
—Tengo unos regalos para ustedes —dijo a Keith, y lo llevó a la mesa del comedor donde había puesto varios artículos, entre ellos un radio portátil y un peine eléctrico Schick.
Cuando Hope vio el coche que debería manejar, le volvieron las palpitaciones: era un coche amarillo con la franja café. Estaba segura de que le habrían quitado los frenos y de que los niños y ella morirían de esa manera, rodando por la carretera de la montaña abajo.
—No, no —la calmó Taylor cuando le dijo lo que temía—. Yo mismo lo he manejado; está perfectamente bien.
Hope sentó a K.C. en el asiento de atrás y a Keith delante, junto a ella. Taylor retrocedió saliendo de la entrada en el Lincoln blanco, y Hope retrocedió después; cuando volvió y se dirigió al Drive, se quedó Taylor muy pegado a ella. Manejaba tan despacio que Keith se fijó.
—¿Qué pasa? —preguntó. Keith había observado que su madre actuaba de manera extraña desde su regreso del rancho, como nerviosa, asustada y cansada, con los cabellos enredados. Le habían dicho que no contestara al teléfono, a pesar de que había muchas llamadas, y también le dijeron que hoy no iría a la escuela, sin explicarle por qué. Keith no había estado realmente preocupado, porque el hombre que había vuelto con su madre era muy amable. Taylor parecía querer mucho a los niños, aun cuando le obligó a limpiar y recoger su cuarto y un poco el cuarto de baño—. ¿Qué está pasando? —preguntó nuevamente mientras avanzaban.
—Nada —contestó Hope.
—¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? —seguía preguntando Keith.
—Alguien está tratando de matarnos —dijo Hope al niño.
—Caracoles, tal vez no debería haber ido Hopie a la escuela —balbuceó el muchacho.
—No, está bien —dijo Hope, lamentando inmediatamente habérselo dicho—. Está bien. Ahora vamos a casa de Honey y estaremos bien. Taylor está ayudándonos.
Honey estaba mirando por la ventana de la sala. Cuando vio que Hope llegaba a la entrada en forma de media luna, quitó la alarma. Se quedó en el umbral mientras Hope metía en la casa a los niños rápidamente.
Al entrar, Hope se volvió deprisa y vio a Taylor estacionado al otro lado de la calle, mirando. Cayó en brazos de su madre. Honey llamó a Kazue para que llevara a los chicos al cuarto de estar; entonces llevó a Hope a su cuarto y cerró la puerta.
Hope trató de conservar la calma para que su madre no se echara a llorar.
—Tienes que dominarte por completo —dijo Hope a Honey—. No puedes llorar ni ponerte histérica ni hacerte pedazos. Bill está muerto y alguien nos ha amenazado. Todos estamos en peligro.
Trató de seguir sus propios consejos y conservar la calma mientras contaba toda la historia de que Bill había sido asesinado en el rancho de noche por un desconocido, el contrato y los matones profesionales, y la implicación de Tom Masters, la sangre, los gritos, los vómitos y el baño de sangre planeado, y su rescate por un hombre llamado Taylor. Mostró a su madre sus muñecas con señales de cinta adhesiva, su mano derecha hinchada y algo amoratada, huellas de sangre seca bajo sus uñas.
—Querida, deja que te la lave —dijo Honey, pero Hope retiró las manos del regazo de su madre.
—No, no —insistió—, para mí, esto es la realidad. Cada vez que creo estar perdiendo la cabeza, miro mis manos y compruebo que todo ha sucedido realmente.
Honey estaba horrorizada ante el aspecto que presentaba Hope: sucia, despeinada, el cutis gris, los ojos hundidos en las órbitas, exactamente el aspecto que tenían sus padres poco antes de morir; quiso que Hope fuera al hospital.
—No puedo alejarme mientras no se haya cancelado el contrato, ¿no lo entiendes? —gritó Hope—. Si sigo con vida por la mañana, entonces iré al hospital.
Honey hizo la sugerencia entonces de que un médico fuera a verla a casa.
—No, no —dijo Hope—. Taylor dice que tu teléfono está intervenido y sería peligroso llamar a nadie.
Honey quería llamar a Van, a la escuela de Hope Elizabeth, para advertirles del peligro, pero Hope insistía en que siguieran las instrucciones de Taylor.
—Me ha dicho que él o los suyos cuidarán de Hopie, y cuento con él —de repente dio un brinco—. ¡Dios mío! ¡El coche! Tenemos que llevarnos el coche.
—No pBedes manejar —dijo Honey—. No estás en condiciones de manejar.
—No discutas conmigo —gritó Hope—. La única razón por la que todos estamos con vida es porque he hecho exactamente lo que me ordenaban.
—¿Pero no será peligroso que salgamos de casa? —preguntó Honey.
—No —contestó Hope—, mientras vayamos derechas al hotel y regresemos directamente sin llamar la atención.
Honey dijo a Kazue que se quedara con los niños en la sala de estar mientras Hope y ella iban a efectuar una diligencia. En la puerta de la casa, Honey olvidó que había puesto la alarma después de que entraron Hope y los niños; al abrir se oyó un sonido agudo. Hope comenzó a sollozar.
—Si llega ahora la policía todos estaremos muertos. Muertos. El Beverly Hiíls Hotel estaba a unas pocas cuadras de la casa de Honey, en la esquina de North Canon Drive y Sunset Boule-vard. Hope estacionó el coche amarillo en el estacionamiento inferior, dejó las llaves en el auto y corrió al coche de Honey. Sólo estuvieron fuera diez minutos, pero cuando regresaron, Kazue les dijo que había llamado un hombre preguntando por Hope. Kazue le dijo que no estaba en casa. Hope se puso frenética. —Ahora no confiará en mí, ahora no confiará en mí, Honey trató de calmarla, recordándole que Taylor tenía que saber que habían salido para devolver el coche, como él indicó. Y sirvió un vaso de vino.
Hope y Honey se sentaron en el borde del largo sofá de la sala, fumando, cada una tratando de que la otra mantuviera la calma. Decidieron que una de ellas, no Kazue, debería contestar el teléfono porque Taylor había dicho que les haría saber cuándo se había cancelado el contrato para que pudieran llamar sin peligro a la policía. Muy pronto sonó el teléfono. Cuando respondió Honey, reconoció la voz del hombre con quien había hablado la noche anterior, el hombre que había dicho que era amigo de Bill y que Hope tenía un pequeño problema.
—Acabamos de volver de dejar el coche —dijo Honey.
—Sí, ya sé —dijo el hombre.
Pidió hablar con Hope. La conversación duró poco.
—Dijo que iba a cambiar de sitio y que volverá a llamar —dijo Hope a su madre cuando colgó.
—Cuando vuelva a llamar, dile que venga —aconsejó Honey. Pero cuando volvió a llamar para decir lo mismo, que tenía que cambiar de ubicación y volvería a llamar, Hope colgó, y Honey se trastornó mucho.
—Tienes que decirle que venga —insistió. Al llegar la cuarta llamada, Honey contestó y volvió a darle el aparato a Hope, pero al ver que ésta no le pedía a Taylor que fuera a la casa, agarró el teléfono.
—Por favor, venga inmediatamente a nuestra casa y explique lo que está sucediendo pues de lo contrario llamaré a la policía.
—No llame a la policía —advirtió Taylor—. Ahora no puedo explicar nada porque no puedo seguir en este teléfono, pues sabrían seguir la llamada. Su teléfono está intervenido —y colgó.
Hope estaba de pie junto a su madre pero no se atrevía a llorar porque tenía miedo de no poder terminar nunca.
—¿Por qué lo has hecho? —gimió—. ¿Por qué lo has hecho?
—Porque tiene que venir aquí a hablarnos —dijo Honey.
Hope respiró hondamente varias veces.
—Está bien —dijo—. Pero sé muy, muy cuidadosa cuando hables con él si viene. Escucha lo que tenga que decir y por favor, por favor, no te pongas histérica. Odia a las mujeres histéricas. Sé amable con él. Sé encantadora y no le hagas demasiadas preguntas.
Entre las llamadas de Taylor, Honey recibía llamadas personales. Decía: "Ahora no puedo hablar", y colgaba rápidamente el aparato. Poco después de las tres de la tarde, Hope Elizabeth tocó el timbre, deteniéndose en casa de su abuela en su camino al salir de la escuela como lo hacía siempre; poco después volvió a llamar Taylor diciendo que sabía que había llegado la niña y que él iba para allá.
Hope fue a la sala de estar y se llevó a Keith y a Hope Elizabeth, uno por uno, al cuarto de Honey. Habló primero con Keith.
—Ha sucedido algo muy malo, Keith, y te lo voy a contar ahora. No quiero que llores ni que te alborotes. Quiero que me escuches y no me hagas preguntas, y que después vayas a la otra habitación y cuides de tu hermanito, porque eso es lo que necesito que hagas ahora.
"Alguien ha matado a Bill, y ahora alguien quiere robarse a K.C. Quiero que te quedes en el cuarto de estar y vigiles a K.C. y lo mantengas tranquilo mientras yo trato de salir de este lío".
Le dijo lo mismo a su hija, pues tenía la impresión de que al decirles que K.C. corría peligro, se despertarían sus instintos protectores. Ambos niños regresaron al cuarto de estar después de que habló con ellos, asombrados pero sin llorar.
Sonó el timbre de la puerta mientras Hope estaba con Kazue y los niños en el cuarto de estar. Cuando regresó corriendo a la sala, vio que Honey miraba por la ventana; Hope corrió junto a ella.
—¡Es Taylor!,¡Es Taylor! Hazlo pasar.
Honey desprendió la cadena de la puerta y quitó la alarma. Abrió la puerta a un hombre guapo y sonriente.
—Soy Taylor —dijo.
—Soy la madre de Hopie —dijo Honey—. Haga el favor de pasar.
Cerró la puerta detrás de él, afirmó la cadena y volvió a poner la alarma.
—¿Le explicó Hope que soy el fotógrafo de prensa a quien Bill Ashlock invitó al rancho para una entrevista y unas fotos? —preguntó.
—Sí —dijo Honey—. Bill me llamó por teléfono el viernes pasado para asegurarse de que estaba bien que lo invitara. ¿No es usted la persona con quien hablé la noche pasada por teléfono, en casa de Hopie?
—Sí, soy yo —contestó—. Lamento haberle mentido por teléfono, pero el teléfono de Hopie está intervenido, y tenía que cuidar mucho lo que decía. No sé lo que hubiera ocurrido de llegar usted anoche, o de haber enviado a la policía.
Honey tenía muchas preguntas que hacer, pero recordó que Hope le había recomendado ser encantadora.
—Pase y siéntese —dijo a Taylor—. ¿Gustaría tomar una copa?
—No, gracias —respondió Taylor—. Estoy demasiado perturbado —se sentó en el extremo del sofá largo, más cerca de la puerta—. ¿Están los niños en casa? Sé que ha llegado Hope Elizabeth porque estuve vigilando para asegurarme de que estaba a salvo.
—Sí, todos están aquí —dijo Honey—. Están los tres en el cuarto de estar con la muchacha —y se sentó en el sofá corto.
Taylor sonrió a Hope.
—¿Devolviste el coche?
—Sí.
—¿Fuiste allí directamente y volviste aquí al instante?
—Sí.
—¿Lo pusiste donde te dije que lo dejaras?
—Sí, lo puse en el estacionamiento inferior.
—Buena chica —comentó aprobadoramente—. ¿Te detuviste a hablar con alguien?
—Oh, no, no —dijo Hope—. No lo hicimos.
—¿Cómo llegó ese coche a casa de Hope? —preguntó Honey.
—Oh, uno de los míos lo llevó ahí para mí —dijo ligeramente Taylor.
Hope se preparó otra bebida y Honey escrutó a Taylor mientras hablaba; estaba impresionada por el aspecto de aquel hombre, alto, de buena constitución y hombros anchos. Sus cabellos morenos y ondulados estaban bien peinados, cortados a unas dos pulgadas por debajo de las orejas, espesos y abundantes. Pensó que tenía ojos cafés pero resultaba difícil de comprobar porque llevaba anteojos con anteojeras ligeramente matizados en color lila. Estaba muy bien vestido: un saco de tweed café con camisa amarillo claro, corbata oro y café, a rayas, botas de cuero brillantes. "Obviamente inteligente, bien educado, de buena cuna", pensó Honey; estaba tranquilo y confiado, tenía una sonrisa agradable. Taylor le contó a Honey cómo había visto a Bill en la ciudad el viernes, y habían hecho planes para ir al rancho. Pero sólo fue el domingo. Había llegado a Springville a las 9:30, el domingo por la mañana, pero cuando telefoneó desde allí para ir al rancho, y pidió las indicaciones a Bill, como habían convenido, no obtuvo respuesta. Supuso que Bill y Hope estarían fuera, de modo que fue en el auto por allí hasta dar con el camino del rancho, con el nombre de éste en el portón. Subió por el camino sinuoso y vio dos casas; supuso que Bill estaría en la más grande. Fue a la puerta de atrás, la encontró sin llave, entró, oyó gritos de mujer, atravesó la cocina, llegó a la sala y encontró en el sofá a Bill Ashlock muerto de un tiro. Siguiendo los gritos, llegó al cuarto del frente y encontró a Hope desnuda y atada. "Era un caso para la camisa de fuerza", dijo, "y lo ha sido desde entonces". Y prosiguió:
—Por la manera en que estaba atada, era obvio que no podía haber tenido nada que ver con la muerte de Bill, y la solté. Estaba aterrada y sólo pensaba en salir de la casa, pero dijo que no podía soportar la idea de pasar por la sala donde estaba Bill, de modo que pasé el cadáver de Bill al otro lado, eché una sábana sobre el sofá manchado de sangre, y le dije a Hope que ya podía pasar por ahí. Corrió a la puerta del frente hasta mi coche, y yo tras ella.
—¿Cómo estaba atada? —preguntó Honey.
—Muy, muy profesionalmente —contestó Taylor—. Sus pies habían sido pegados con cinta en los tobillos, después las piernas recogidas hacia la espalda y las manos pegadas a los pies. Quité la cinta adhesiva lo mejor que pude pero sé que sin duda la lastimé al despegarlo de su piel.
—¿Cómo supo quién era ella?
—Bueno, Bill me habló de ella, y sabía que estaría ahí con Bill, y cuando comimos juntos Bill me enseñó su retrato —Taylor meneó la cabeza gravemente—. Sabe usted, cuando la vi, apenas podía reconocerse a la bella joven del retrato. El hombre que le hizo eso a su hija tenía que estar loco.
Hope iba y venía por el salón, fumando.
—¿Por qué estás tan nerviosa? —preguntó Taylor—. Siéntate, calmate.
Tan pronto como se lo dijo Taylor, Hope se sentó.
—Después de desatar a Hopie y salir del rancho, ¿por qué no si— fue usted directamente a la estación de policía más cercana? —preguntó Honey.
—Porque su hija me había contado lo que había sucedido allí, y estaba espantada pensando en la seguridad de sus hijos. Me dijo que estaban en su casa con la sirvienta mexicana, y que el asesino le había dicho que si notificaba a la policía antes de que él lo autorizara, la mataría a ella, a sus hijos y —señaló con un gesto— también a usted y a su esposo.
"Estaba preocupada a la idea de que su marido, que fue quien contrató al matón, según dijo éste, se hubiera llevado a K.C. y no lo hubiera devuelto a su casa. De modo que la llevé a su casa y poco después de nuestra llegada telefoneó el asesino, pidiendo saber quién era el hombre que la había traído a casa —inclinó levemente la cabeza, reconociendo—. Y volvió a decirle que si avisaba a la policía, ni ella ni sus hijos volverían a estar a salvo. Nunca —miró a Hope—. Mientras vivieran".
Hope se puso rápidamente de pie y volvió a sentarse.
—Y si la policía era notificada, no debería identificarlo so pena de que la mataran.
—¿Existe realmente una organización así, de asesinos profesionales? —preguntó Honey—. ¿Es la Mafia?
—No lo interrumpas —dijo Hope—. Limítate a escuchar. Déjale hablar.
Taylor adoptó una actitud muy grave. Se inclinó hacia adelante y juntó las manos.
—En Los Ángeles no se llama la Mafia, se llama la organización. Pero le aseguro a usted que son muy, muy reales. Ya sé que le resulta difícil comprenderlo porque esa gente nunca ha rozado sus vidas ni su manera de vivir, pero hay organizaciones, hay matones profesionales. Matan porque es su negocio. Están realizando un trabajo, como cualquier otro, y son pagados por ello.
Honey se quedó mirándolo.
—¿Y cómo sé yo que no es usted uno de ellos?
—No lo sabe —respondió calmadamente Taylor—. Pero si lo fuera, ¿le habría traído a su hija a casa y la habría cuidado día y noche? ¿Me habría quedado sentado toda la noche junto a la ventana con una arma, para que tanto ella como sus hijos pudieran dormir?
"De hecho —prosiguió, bastante malhumorado— me siento muy cansado porque no he dormido, para poder permanecer junto a la ventana de su salita con el rifle. Esa puerta corrediza de la sala de Hope ha sido descompuesta deliberadamente, de manera que no se puede cerrar. Probablemente lo hicieron cuando sacaron el plano de la casa".
—He mirado por el rifle de Taylor —agregó Hope—. No puedes imaginar lo lejos que se puede ver con el telescopio que lleva.
—Ha estado en un peligro espantoso —prosiguió Taylor—. Todos ustedes están en un peligro espantoso. Estoy seguro de que hay alguien en el techo de la casa, al otro lado de la calle, en este mismo instante, con un rifle telescópico apuntando a la puerta de entrada.
—Pero, ¿no está su gente ahí fuera? —preguntó Honey.
—Ya no. Les hice señas de que se fueran al llegar yo. Pero puede haber una bomba bajo la casa en este momento, una bomba dispuesta a estallar si llaman a la policía. ¿No ha visto personas sospechosas por los alrededores, últimamente?
Honey dijo que sí. Dijo a Taylor que mientras seguía a Hope hasta el Beverly Hills Hotel, había observado dos hombres con overoles de trabajo parados junto a un camión delante de la casa al otro lado de la calle; todavía estaban allí a su regreso. Una mujer negra había estado sentada en el umbral de la casa junto a la de Honey. Y recordaba el incidente del día anterior, el lunes, cuando un hombre al que nunca había visto atravesó su patio hasta la puerta deslizante que da a la sala. Haciéndose una visera con la mano, había escudriñado el interior de la pieza, y al ver a Honey se había dado vuelta, había atravesado el patio hasta el pasto y el garaje; entró, salió con una azada y se puso a trabajar. Honey pensó que sería un nuevo trabajador contratado por el jardinero.
Taylor asintió con expresión entendida.
—Con todas las puertas de vidrio y las ventanas que tienen por aquí, no hay una habitación en toda la casa donde no pudiera alguien dispararles con un rifle telescópico.
"Ese asesino ha sido muy listo. Siempre se las ha arreglado para tener a un niño separado de Hope en todo momento. De esa manera, ella no podía ponerse en contacto con la policía, porque uno de los niños estaba siempre en peligro. Pero nunca la he dejado sin protección. Cada vez que tuve que dejarla sola, hubo alguno de los míos vigilando. Uno de ellos estuvo ahí fingiendo ser jardinero".
—¿Pero cuándo podremos llamar a la policía? —preguntó Honey.
—No antes de que se cancele el contrato. He hablado con mi gente en Chicago, y que ellos sepan, el contrato sigue en pie contra Hope y sus hijos y —se interrumpió antes de proseguir— probablemente también contra usted y su esposo, ahora que Hope se encuentra aquí.
—Usted habla siempre de su gente —dijo Honey—. ¿Quién es su gente? ¿Es usted de la CÍA o el FBI o qué?
Taylor rió.
—Creo que cuanto menos sepa acerca de mí y mi gente, mejor será —dijo con dulzura.
Dos o tres veces aquella tarde fue Honey al teléfono para llamar a su esposo, a pesar de las advertencias de Taylor. Pero todas las veces, Hope la detuvo.
—Madre, madre, por favor, escucha a Taylor y haz lo que él dice.
Destacaba la palabra "madre", aunque Hope llevaba ya veinticinco años sin llamar madre a Honey. Y cada vez, sintiendo que le estaba advirtiendo de algo más siniestro aún que la situación en que estaban, Honey volvía a poner el teléfono en su sitio.
Taylor también estaba explicando por qué no debía llamar.
—Vera usted, también tienen gente en el departamento de policía. ¿Cómo sabe usted que no será uno de ellos quien reciba la llamada? Tienen gente por todas partes. ¡Por todas partes! Abogados, médicos, policías... inclusive en altos puestos del gobierno.
Honey estaba tratando de entender bien las cosas.
—Cuando regresaron a Los Ángeles y tuvieron a los niños, ¿por qué no fueron a la estación de policía?
—Porque no soy ciudadano estadounidense.
Honey dijo que no comprendía.
—No soy ciudadano estadounidense —dijo con paciencia—, y esta clase de asuntos podría meterme en muchos líos con mi pasaporte.
—Lo que no entiendo, dadas las circunstancias, es qué diferencia pudiera haber,
Taylor siguió hablando con paciencia.
—He movido un cadáver y retirado a un testigo material del escenario de un crimen, y he trastornado las evidencias del crimen. Podría meterme en toda clase de problemas.
—Desde luego, podría explicar por qué lo hizo —repuso Honey con enojo—. Debería haberla llevado directamente a la policía. Comprendo que Hopie quisiera volver a casa para asegurarse de que sus hijitos estaban sanos y salvos, y resulta obvio que estaba demasiado histérica para mostrar algo de juicio, pero usted parece persona madura, inteligente, y debería haber sabido que tenía que ir derecho a la policía.
—Era demasiado peligroso —explicó Taylor—. Y podía haberme metido en toda clase de líos. Lo que tengo que hacer es ver a un abogado, dictar una declaración y tomar el primer avión que salga del país. De hecho, creo que ahora me iré —y se puso de pie.
—¡Oh, Taylor! —rogó Honey, que ya no estaba enojada—. Usted rescató a Hope del rancho. La salvó. El matón podría haber vuelto si no se la hubiera llevado. Y la ha protegido desde entonces. De seguro que no se marchará ahora, cuando es el único testigo que tenemos. La policía necesitará todos los detalles de lo que ha hecho usted, para poder hallar e identificar al asesino. Quédese, por favor.
Taylor miró a Hope y sonrió.
—Me quedaré —se sentó y encendió su pipa—. Vamos a cambiar de tema —dijo con suavidad—. ¿Sabía usted que su hija recoge nenitos sucios y les limpia los mocos?
No explicó, y tampoco Honey pidió explicaciones.
—No me sorprende —replicó—. Es la mamita del mundo entero. Todos los que tengan un problema parecen acudir a ella en busca de ayuda. Nuestro dentista considera extraordinario que siga llevándole a sus sirvientas mexicanas para que atienda su dentadura y que nunca va a que le cuide la suya. Siempre ha ayudado a la gente, y Bill Ashlock la ayudaba a ella. Bill era maravillosamente servicial y disfrutaba tanto con los niños...
Taylor dejó abruptamente la pipa en la mesita y se puso de pie. Hope recordó que no le gustaba hablar de Bill.
—Mamá, ¿creerías que Taylor tiene cincuenta y un años? —preguntó con voz aguda.
—¿Es posible, cincuenta y uno? —se pasmó Honey—. La verdad es que no los representa.
—Y tengo nietos —dijo Taylor. Ya no parecía perturbado; se sentó y tomó nuevamente la pipa—. Me pregunto cuál será la siguiente maniobra del asesino —dijo con tono meditativo—. Me pregunto si pedirá dinero. Quizá por eso haya dejado que Hope venga aquí, porque sabe de dónde le viene el dinero. Oh, lo sabe; lo sabe todo respecto a ustedes. Sabe que su esposo ha tenido dos crisis cardiacas e inclusive ha ido a la nueva oficina de su esposo en Arco Towers.
—Mi esposo me ha dicho muchas veces que no daría un centavo por un chantaje basado en un rapto —dijo Honey—, y estoy segura de que seguirá opinando lo mismo en este asunto.
—¿Quién se beneficiaría si todos fueran muertos menos K.C.? —preguntó Taylor.
—Si todos muriéramos, la propiedad que está a mi nombre iría a K.C. y naturalmente, Tom Masters la controlaría.
Taylor se mostró pensativo.
—¿Es posible —preguntó Honey— que alguien tome una póliza sobre la vida de Hopie sin que ella se entere?
—Es muy posible —contestó Taylor—, pero las primas serían elevadas.
Se puso a echar bocanadas de humo de la pipa, meditando, y Honey hizo algunas preguntas que se le habían ocurrido.
—¿Cómo le dispararon a Bill?
—Le dispararon en la parte posterior de la cabeza —dijo Taylor—. Probablemente ni siquiera se enteró de lo que sucedía.
—Me pregunto cómo es que Hopie no oyó el disparo —dijo Honey.
—¡Oh, sin duda usaría un silenciador! —y Taylor demostró con las manos cómo debieron de matar a Bill—. Como en El día del chacal. ¿Lo ha leído usted?
Honey se sobresaltó tanto que no contestó. Acababa de leer el libro, en vacaciones, y tenía presentes aún los detalles mortíferos. El Chacal. Un hombre que entraba y salía de la identidad de otras personas y en sus vidas, como si nada, y las dejaba a su conveniencia. Un hombre culto que llevaba ropa a la medida y zapatos de cuero bien lustrados, un hombre que disfrutaba la buena comida y que estaba como en su casa en buenos hoteles. Un hombre acostumbrado a disfrazarse: a veces llevaba una curita en la mejilla; a veces se ponía anteojos oscuros con anteojeras.
Una vez, cuando sonó el teléfono, fue el capataz del rancho, Jim Webb. Dijo a Honey que el coche de Hope seguía en el rancho, pero que no la había visto por allí y que se preguntaba si pasaba algo malo.
Honey tapó el teléfono con la mano y dijo a Taylor que era Jim Webb.
—¿Puedo decírselo? —preguntó.
—No —dijo Taylor.
—Hope está aquí conmigo, Jim —dijo Honey al aparato—. Pero ha sucedido una terrible tragedia en el rancho. Lo llamaré tan pronto como pueda. Por favor, no entre en la casa —Honey colgó y se volvió hacia Taylor—. Terry Webb va a la casa los domingos para limpiar después del fin de semana y cambiar la ropa. Probablemente no haya ido aún porque el coche de Hopie todavía está allí. Mala suerte que no haya ido esta vez como de costumbre, porque entonces habrían llamado a la policía y ésta habría ido inmediatamente a casa de Hopie a buscarla.
—Han tenido mucha suerte de que no fueran a casa de Hope —dijo Taylor con voz severa—. Ya les he dicho que si la policía hubiera ido allí, todos los que estaban habrían sido asesinados.
—Pero si nuestro teléfono está intervenido y han oído esta conversación —dijo Honey con angustia—, deberán saber que muy pronto va a descubrirse todo. ¿No puedo llamar ahora a la policía?
—No, no —repitió Taylor—. Tiene usted que esperar hasta que Hope sepa que no hay peligro en avisar a la policía —se detuvo y entonces asintió con la cabeza—. Tiene usted razón: ya sabrá que se acaba el tiempo.
Van llegó a casa poco antes de las siete.
—Querido, tenemos algo muy perturbador que contarte —le dijo Honey—, pero antes deberías sentarte y tomar una copa y estar preparado para la terrible noticia. Y quizá sea bueno que tengas tus pastillas a mano, por si las necesitas —y presentó a Van y Taylor.
—¿No quiere una copa? —preguntó Van a Taylor; éste dijo que tomaría un jerez.
Van fue al bar formando alcoba, que estaba provisto de refrigerador, fregadero y puertas plegadizas. Llevó bebidas hasta el sofá y los cuatro se quedaron tranquilamente sentados unos minutos, bebiendo; Taylor fumaba calmosamente su pipa.
Hope apenas podía quedarse quieta; tenía las manos húmedas y la cabeza se le iba. Una vez que Kazue salió para asistir a su clase en Berlitz, a las seis, Hope había acostado a los niños, a los tres, en la cama grande del segundo cuarto, el que fue suyo cuando era adolescente. Hope conocía bien el cuarto; no dejaba de pensar en la larga ventana que ocupaba toda una pared del cuarto y daba al jardín de atrás. Los cortinones estaban corridos, pero Hope recordaba lo que había dicho Taylor de la gente que estaba fuera, y cómo no estaba nadie a salvo en una casa con tanto vidrio. Le dolía el estómago y estaba tan agitada que de repente se puso a contar su historia, tratando de decírsela a Van. Honey también comenzó a hablar, y Hope la interrumpía; cuando Taylor tomó la palabra, las dos mujeres callaron.
Van escuchaba mientras Taylor contaba la historia, la misma historia que habían contado a Honey, por separado, él y Hope: que Bill fue asesinado, que un intruso había lastimado a Hope en el rancho y la había atado, advirtiéndole de un contrato contra su vida, que ella y todos los de su familia corrían peligro. Taylor describió cómo liberó a Hope y los esfuerzos que hizo para protegerla cuando regresaron a su casa. Agregó algunos detalles que Honey no había oído, acerca de llamadas telefónicas amenazadoras que habían llegado a casa de Hope durante los dos días que él había pasado allí.
—¿No es cierto, Hope? —preguntó, observándola fijamente.
—Ha, ha —contestó Hope, asustada a la idea de que si no confirmaba lo de las llamadas telefónicas amenazadoras, pudiera sacar su arma y dispararles sencillamente a todos. Honey no había visto el revólver de Taylor pero periódicamente, durante la tarde, 158
Hope lo había visto abrir varias veces su saco, lo suficiente para que viera ella parte del arma metida en la pretina del pantalón, y le pareció que estaba advirtiéndola.
Van dejó la bebida en la mesita y se puso de pie.
—Voy a llamar a la policía —dijo con decisión.
—No puede usted llamar a la policía —explicó Taylor—. Su teléfono está intervenido, y si llama a la policía, todos los que se encuentran en esta casa morirán.
—No me importa —dijo Van—, Tengo sesenta y tres años y en toda mi vida nunca he faltado a la ley. Llamaré a la policía.
Se dirigió al teléfono que había en la mesa de juego, al otro lado de la sala. Hope gritó y echó a correr hacia el teléfono, adelantándosele. Se volvió para hacerle frente a Van, de pie entre el teléfono y él.
—¿Y qué hay de mis hijos? —gritó Hope—. No estás arriesgando sólo tu vida. Estás condenando a mis hijos ¡y ni siquiera han tenido la oportunidad de vivir!
Van miró un momento a Hope; volvió a mirar a Taylor, entonces se puso a ir y venir por la sala.
—Mi capataz y su esposa están en peligro allí —dijo Van.
—¿Y qué me dice de la seguridad de su propia familia, aquí mismo? —preguntó Taylor—. Su capataz no corre peligro alguno de parte de un cadáver.
El antagonismo entre los dos hombres aumentaba mientras Van iba y venía. Taylor volvió a hablar de la posibilidad de una bomba debajo de la casa, dispuesta a estallar si se avisaba a la policía, de un posible francotirador en un árbol. Van seguía sacudiendo la cabeza, insistiendo en que había que avisar inmediatamente a la policía. Hope parecía a punto de desmayarse.
Taylor habló con calma.
—¿Conoce usted algún abogado o tiene algún amigo en la oficina del fiscal de distrito, a quien pudiera llamar para que venga? —preguntó a Van.
Van dio media vuelta y se quedó mirando a Taylor.
—Vaya mala pasada para hacérsela a un amigo —espetó—. Pedirle que venga aquí tal vez para que lo maten delante de nuestra puerta.
Entonces Taylor comenzó a estar de acuerdo con Van en lo de avisar a las autoridades; parecía estar tratando de calmar a Van. Finalmente, el debate se redujo a la cuestión de a quién habría que llamar.
—No se puede llamar a nadie en la estación de policía —dijo Taylor—. Yo sugiero llamar primero a un abogado penalista y pedirle consejo.
Nuevamente Van se negó, diciendo que todo el que viniera a la casa podría correr peligro. A medida que la conversación se prolongaba, Hope se dio cuenta de que Van quería llamar a la policía local de la delegación de Beverly Hills, a dos cuadras de la casa.
—Llama al FBI o a alguien importante —suplicó a Van—. Si tengo que hablar con alguien, quiero que sea alguien que tenga experiencia, inteligencia, y la capacidad de tratar toda esta espantosa situación. No quiero hablar con un empleado cualquiera a cuatrocientos dólares al mes.
Le parecía que Van estaba ignorándola.
—Llamaré a la policía aquí —repetía—. Sabrán qué hacer. Saldré y llamaré de alguna parte y les pediré que manden hombres vestidos de paisano y un coche sin señales.
—Será mejor que salga yo a llamar —dijo Taylor poniéndose de pie—. Me han visto entrar y salir de la casa, de modo que no parecerá raro que vuelva a salir.
Y esbozó su plan: iría al Polo Lounge, en el Beverly Hills Hotel, pediría un trago para no despertar sospechas, y al cabo de unos minutos saldría sin llamar la atención para ir al baño de caballeros, desde donde llamaría a la policía por el teléfono que hay allí.
—Pero volverá usted, ¿verdad? —dijo Hope con voz suplicante.
Taylor dijo que volvería; se puso de pie, se inclinó ligeramente en dirección a Hope y se fue.
Van se puso en pie, llegó por el vestíbulo hasta el dormitorio y regresó con dos armas: un rifle y un revólver automático. Las depositó cuidadosamente en la mesa de juegos de la sala. Hope se quedó mirando las armas.
—Nunca he hecho testamento —dijo, temblorosa—. Quiero hacer mi testamento —hizo un gesto de súplica hacia Van—. ¿Me enseñarás cómo se hace?
—Lo escribes en un papel y lo firmas —dijo Van— y no olvides ponerle la fecha.
Honey sacó una hoja de la papelería membretada de Van que había en el estante del teléfono de la cocina y se la entregó a Hope. Hope escribió:
2 ࢤ 27 ࢤ 73
En caso de que muera, que se permita a mis amigos, el señor y la señora Bill Pierce, tener la custodia de mis tres hijos. Tom Masters ha mandado que nos maten, y mi primer esposo no muestra interés alguno y no es capaz de atenderlos debidamente. Por favor, que los niños sigan juntos, pues son una pequeña familia por sí solos y se necesitan unos a otros. Por favor, que la gente que se encargue de los niños reciba el dinero o propiedad que pueda yo poseer.
Hope Masters
En la estación de policía de Beverly Hills, el sargento Billy Ray Smith recibió la llamada de Taylor a las nueve. Era una noche tranquila en el puesto, como cualquier otra noche de martes, tranquila, con unas cuantas llamadas que llegaban acerca de perros sin correa, tal vez una alarma contra robos que se oía en el vecindario, probablemente por error. El que llamaba dijo al sargento Smith que llamaba desde una cabina telefónica por cuenta de otra gente, acerca de una joven que había sido "implicada en un asesinato" en el norte de California. El sargento Smith no observó nada especial acerca de la voz —ni acento nacional ni extranjero—, sólo que parecía excitado; el que llamaba dijo que aquella joven había presenciado un asesinato, y que la persona muerta había sido asesinada por un miembro de la Mafia. Dio la dirección de Honey y Van y pidió que enviaran allá una unidad con ropa de paisano.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó el sargento Smith.
—Taylor —dijo su interlocutor.
—Bueno, ¿vive usted en esa dirección?
—No, yo vivo en otra parte.
—Bueno, pues déme su dirección —dijo el sargento Smith. No le entusiasmaba el asunto, además, ¿quién sabe?, tal vez ese tipo estuviera tratando de atraer a un policía a una emboscada o algo.
Taylor dijo que vivía en el Drive.
—Déme su número de teléfono allí —dijo el sargento Smith.
Taylor se negó.
—¿Van a mandar una unidad sin uniforme o no? —exigió.
—No tengo unidad sin uniforme —dijo el sargento Smith.
Taylor se enfureció.
—Bueno, si tengo que pasar por todo esto, olvídelo —dijo—. Llamaré al FBI —y colgó estrepitosamente el teléfono.
El sargento Smith quedó convencido de que era la llamada de algún chiflado. Pero llamó al coche patrulla del vecindario y pidió al policía William Stien, que lo manejaba, que comprobara alrededor de la casa por si había algo anormal, cualquier vehículo que pareciera sospechoso.
Taylor llamó a la casa. Dijo que la policía de Beverly Hills no quiso creerle y no iba a ir porque él no era residente propietario.
—Ahora llamaré a la policía de Porterville —dijo a Hope—. Volveré a llamarte.
—No podemos quedarnos sentados esperando —declaró Van. Tomó el teléfono y llamó a información—. Quiero el número de la policía de Beverly Hills —dijo.
Hope lo miraba silenciosamente, la cabeza se le hacía pedazos. "Ya está", pensó. "Ya está".
Entonces Van casi se puso a gritar por teléfono.
—Un asesinato, un asesinato... eso es lo que dije ¡un asesinato!
Para cuando llegó la llamada de Van, el sargento Smith había comprobado el apellido en su directorio, y decidió que prestaría atención. El sargento le había dicho la verdad a Taylor: realmente no había unidad con ropa de paisano; pero cuando volvió el policía Stien a la estación diciendo que no había nada sospechoso, el sargento Smith le indicó que cambiara de ropa y volviera, llevándose otro policía con él, Phil DeMond.
Los policías Stien y DeMond se quitaron el uniforme, se vistieron de paisano y recorrieron en coche la breve distancia que separaba la estación de la casa de Honey y Van. Stien puso las tarjetas de identidad de los dos en la tablilla que llevaba, fue hasta la puerta y tocó el timbre. La luz que había encima de la puerta estaba prendida, y podía ver desde allí el frente de la casa, la entrada de coches y la banqueta. Nada parecía sospechoso; nada se veía raro. DeMond vio un hombre a la ventana, mirándolos desde detrás de los cortinones. Entonces una mujer abrió la puerta unas pulgadas, con la cadena puesta. Stien mostró sus identificaciones, pero Honey no quiso dejarlo entrar; le parecía sospechoso. Van fue a la puerta, miró de cerca la identificación y quitó la cadena. Mientras el policía Stien entraba en el vestíbulo con su acompañante sobre los talones, Hope se abalanzó hacia él.
—Si no son de la policía, si son de ellos, por favor mátenme —les gritó—. El contrato va contra mí, no contra mis padres.
Tenía un revólver en la mano. Hope dijo más tarde que apuntaba al piso; en su informe, DeMond dijo que lo blandía "por encima de su cabeza". Stien dijo "más o menos lo apuntaba a otra parte, no hacia nosotros, pero lo tenía bien sujeto y parecía capaz de usarlo fácilmente si quisiera".
—Quiero ver suficiente indentificación —exigió Hope, de modo que Stien volvió a enseñarle sus tarjetas. Van le quitó el revólver, descargó cinco balas y lo puso en la mesa. Siguió de pie allí junto. Hope, Honey y el policía Stien se sentaron. El policía DeMond permaneció junto a la puerta.
—Creo que deberían entrevistar a mi hija acerca del crimen o lo que sea, que se ha cometido en nuestro rancho —dijo Van.
El policía Stien colocó la tablilla con las hojas de papel en su regazo y sacó un bolígrafo.
—Muy bien, ¿qué sucedió allí? Comience con algunas informaciones sobre el rancho. ¿Cómo se llama?
Honey arrugó el entrecejo.
—No queremos publicidad —dijo—. No queremos que el nombre del rancho ni nuestro nombre ni nada de esto salga en la prensa.
—Bueno, ustedes nos llamaron —le recordó Stien.
Van explicó el arreglo en sociedad con las otras tres familias. Estaba describiendo el rancho cuando Hope interrumpió.
—Déjame hablar. Deja que les cuente la historia.
Una vez que comenzó a hablar, Hope no pudo detenerse. Había estado deseando hablarle a la policía desde hacía tres días, y su historia brotó como un chorro ininterrumpido: un intruso por la noche; los gritos para llamar a Bill y sus correrías por la casa a oscuras; lo de un contrato contra ella, Bill y los niños; la sangre, el vómito, el terror en el cuarto; la cuestión aquella de cepillarse los dientes. La mayor parte del tiempo los policías escuchaban, porque DeMond observó que cuando la interrumpían para hacerle una pregunta, tendía a volver a empezar toda la historia desde el principio, y más tarde DeMond informó que nunca llegó a saber si se había cepillado los dientes o no.
A Honey le parecía que Hope estaba como histérica, extravagante, e inclusive Hope se percataba de que se repetía a sí misma, pero tenía la impresión de que debía hacerlo: no parecían creerle; parecían estar siguiéndole la corriente, sentados allí, de modo que cada vez hablaba más. DeMond recordó que había hablado de su divorcio, de Tom Masters, de que la ataron y pegaron con cinta adhesiva, de guantes de goma, y de que le pagaban tres mil seiscientos dólares al asesino por el trabajo... aun cuando DeMond dijo que nunca supo si eran tres mil seiscientos por todos ellos o por cada uno. Habló de un fotógrafo llamado Taylor que se había presentado en el rancho con un Lincoln blanco el lunes, que la había liberado y llevado a su casa, y lo aterrorizada que estuvo en su casa, y cómo tenía miedo de llamar a la policía y que quería hacerle un buen funeral a Bill y que lo cremaran porque era lo que él había querido.
Los policías podían darse cuenta de que había estado bebiendo y de que estaba sumamente nerviosa, y a medida que pasaba el tiempo y que su historia se desarrollaba —"divagaba", informó DeMond—, las dudas de ambos crecieron. Cuando les contó que la habían atado con cinta adhesiva estaba blandiendo los brazos y señalando. "Y se puso a contar todo lo de la cita adhesiva", dijo DeMond, de modo que cuando Hope le dijo: "¿Ve? ¿Lo ve?" y le mostró sus muñecas, no alegó. Estaba de pie junto a la puerta, a unos dos metros de ella, y aunque no vio señales de cinta adhesiva. "Acepté que había huellas de cinta adhesiva", dijo. "Ni siquiera sabía si hubo crimen. Nos estaba contando una historia que se alargaba, y volvía sobre lo mismo. Se ponía a darnos detalles exactos de ciertos aspectos de la conversación, y luego no respondía a preguntas sencillas que le hacíamos, para ponerlas en nuestro informe, si es que habríamos de escribir uno".
Cuando los policías le pidieron que describiera al intruso, DeMond informa: "Hizo un gesto hacia mí diciendo: es más o menos de su estatura y su peso, quizá un poco más pesado, quizá un poco más delgado". Stien informó que Hope había descrito al intruso como "posiblemente blanco o posiblemente mexicano, probablemente de seis pies de estatura, ciento ochenta libras, un tipo bastante grande de buena estatura, cabellos largos más o menos hasta el hombro, y posiblemente tenía bigote o una barba de perilla o algo", DeMond pensó que había dicho "barba o patillas".
Sonó el teléfono y Van contestó. "Es para usted", dijo al policía Stien. Era el sargento Billy Ray Smith que llamaba a Stien en la casa, porque acababa de recibir una llamada de un policía al norte, desde Porterville, en el condado de Tulare: el sargento Coley. Éste llamó a la policía de Beverly Hills porque a las 9:40, la policía de Porterville había recibido una llamada de un tipo que decía que estaba llamando desde Beverly Hills, desde un cabina telefónica cerca de su casa. Dio su dirección y su número de teléfono. Dijo que su hijastra, llamada Hope Masters, acababa de contarle una cosa terrible sucedida en su rancho de Springville, que había un cadáver allí. Cuando el sargento Coley y otro policía de allí sobre la misma línea pidieron más detalles e indicaciones, el hombre les había dado indicaciones y la combinación de la cerradura del portón, y entonces se había puesto a gritarles: "Dejemos todas estas idioteces y no sigan haciéndome preguntas y manden a alguien para descubrir el cuerpo y hacer algo". Entonces el hombre colgó.
De modo que el sargento Coley, de Porterville, había llamado al sargento Smith de Beverly Hills, y éste llamó al policía Stien.
—¿Qué está pasando ahí? —preguntó Smith a Stien.
—No estoy muy seguro —contestó Stien—. Posiblemente haya un cadáver en una casa de un rancho del condado de Tulare.
El sargento Smith dijo a Stien que permaneciera allí, que volvería a llamarlo. Stien se sentó y tomó nuevamente su tablilla. Hope seguía hablando. Había estado hablando de patillas, y cuando los policías quisieron enterarse —¿de qué largo, las patillas? ¿un par de días o al estilo hippie?—, DeMond dijo que se puso a dar detalles: era un bigote exactamente como el de su marido, o tal vez pudiera ser una barbita. "Se puso a hablar sin parar sobre las patillas", dijo cansadamente DeMond, e inclusive al cabo de dos horas, dijo Stien, "parecía un cuento largo".
Entonces sonó nuevamente el teléfono.
Jim Webb estaba tan asustado que ni siquiera temblaba. Estaba sentado como una piedra en la orilla de la ducha, mirando al piso.
Todos los niños estaban en la sala, y Jim Webb quería estar solo consigo mismo. Era tan increíble que apenas podía pensar ni hablar. Cuando su esposa lo vio llegar de fuera con un aspecto muy extraño, pálido, en el rostro, y meterse en el cuarto de baño, lo siguió: "Has visto algo", le dijo Teresa; Jim no contestó.
A eso de las nueve de la noche, más o menos cuando Taylor estaba llamando a la policía de Beverly Hills desde el baño de caballeros en el hotel, Jim Webb había tomado una lámpara de mano y salido, siguiendo el camino de tierra entre las dos casas, más allá del naranjal, abriéndose paso a través de la profunda oscuridad, dando la vuelta hacia la puerta trasera de la casa principal. Se había puesto un par de guantes, había cubierto sus zapatos con unos calcetines; abrió la puerta y entró.
Jim Webb no pudo explicar con exactitud a la policía por qué había entrado. "No sé por qué entré. No sé por qué entré. Sólo tenía la impresión de que algo andaba mal, y tenía que comprobarlo. Ya sabe, yo no... a veces siente uno que tiene que hacer las cosas, y yo tenía la impresión de que debía ir. Y fui. Todo por dentro decía que no, pero algo más decía que sí, de modo que fui. Si había algo malo, no quería verme metido en ello. No quería dejar huellas dactilares, eso ya lo sé".
Por eso había ido a la casa principal dos veces antes, durante el día, porque pensaba que algo pudiera andar mal. Todo el domingo, todo el lunes y todo el martes, el Vega había estado estacionado allí, aunque él no había visto a nadie. La primera vez que fue, el martes por la tarde, sólo llamó a la puerta y después se marchó. La segunda vez había mirado por las ventanas; no era muy tarde pero el crepúsculo invernal llegaba muy temprano en las montañas, y había usado su linterna enfocando su luz a través de algunas ventanas. Por la ventana del cuarto de ángulo, el que estaba más cerca de su casa, había visto las camas deshechas, las cobijas revueltas, pero nada malo. Entonces, mirando desde la despensa hacia la cocina que estaba más allá, había lanzado la luz de su linterna sobre el piso de la cocina: vio una larga franja blanca, una pista de polvo blanco parecido al Ajax, que iba por todo el camino desde la cocina hasta el vestíbulo, el que conducía al cuarto de atrás. Jim se sorprendió de ver lo blanco por el piso, porque Teresa era muy buena ama de casa. Lo último que hacía siempre, cuando iba a limpiar la casa después de que la gente de la ciudad había pasado allí el fin de semana, era lavar el piso de la cocina, y siempre le daba una buena mano de cera. Jim lo sabía porque a menudo la ayudaba a limpiar; sabía que algunos de los dueños eran bastante delicados, especialmente la madre de Hope Masters. Todos los dueños esperaban mucho de los 150 dólares mensuales que pagaban a los Webb; aunque éstos recibían también una casa gratis y los servicios, Jim tenía que cuidar el terreno alrededor de la casa, regar los naranjos, cortar el pasto y traer leña, cuidar media docena de caballos y hacer las reparaciones por todo el lugar: una serie de cosas distintas, muchas tareas que los dueños querían que se hicieran.
Después de su segunda visita, Jim Webb había llamado a Los Ángeles y se había enterado, por la madre de Hope, de "una terrible tragedia en el rancho". Habló con otras personas por teléfono, inclusive con el padrastro de Hope quien le dijo que habían avisado a la policía y que Jim no debería entrar en la casa. También había hablado con otro de los propietarios, Nick Doughty.
Entonces hizo su tercera incursión, con guantes y con los zapatos cubiertos por calcetines. "Tal vez esperaba encontrar a alguien lastimado, «dijo a los policías», o quizá a alguien totalmente chiflado o algo así, pero en cuanto a lo que hallé, no, no me lo esperaba, porque de haberlo esperado, nunca habría entrado".
Excepto una luz en la despensa, la casa había estado a oscuras. Jim había prendido la luz de la cocina y caminando a través de ésta, de la sala, lanzando la luz de su linterna por todas partes, en los dos cuartos del lado este de la casa. Un cuarto estaba arreglado, las camas hechas; en el otro cuarto, el que había visto por la ventana, las camas estaban en desorden, las cobijas revueltas, pero nada más. Regresó a la sala, lanzando su luz sobre el sofá. Vio que sobre éste había una cobija, una sábana o un cubrecama. Pasó más allá, del comedorcito al cuarto delantero del lado oeste, donde estaba todo en orden, nada extraño en el armario ni el cuarto de baño vecino. Entonces se encontraba de pie en el pequeño vestíbulo entre el comedorcito y el cuarto de atrás, el último, el que todavía no había mirado. La puerta estaba cerrada. Al acercarse a la puerta puso el pie en una duela floja y oyó un fuerte crujido.
Empujó la puerta y lanzó la luz sobre las camas, que estaban bien hechas. Lanzó la luz por el cuarto y por el piso: vio allí un paquete largo, en el piso a sus pies, algo envuelto, parecía una momia.
Pudo haber cerrado la puerta o no; pudo haber apagado la luz de la cocina o no. Pudo haber cerrado con llave o no la puerta de atrás de la casa mientras salía a toda prisa, rodeando el naranjal, cruzando las cuarenta yardas que lo separaban de su propia casa donde se metió en el cuarto de baño y pasó sentado una media hora o más, antes de salir y llamar a la policía de Porterville; después fue al dormitorio, sacó su propia pistola, la cargó y la dejó cerca, donde pudiera echar mano de ella si fuera necesario.
La delegación de policía de Porterville anotó su llamada a las 9:44, cuatro minutos después de la llamada del hombre que dijo t|ue hablaba desde una cabina telefónica de Beverly Hills. Al cabo ile unos pocos minutos el agente residente en Springville, Doyle Hoppert, estaba en camino. El teniente Joe Teller fue el segundo en llegar al camino de entrada al rancho, seguido por el sargento Coley y el detective Jack Flores. El teniente Teller decidió dejar los coches estacionados abajo y subir a pie por el camino del rancho hasta la casa, en busca de huellas posibles.
Los cuatro hombres escalaron el camino lodoso en la oscuridad, y sus linternas formaban círculos de luz mientras avanzaban. No había luna. Bajo la lluvia fría, la casa parecía acechar ominosamente más allá del pasto empapado, neblinoso y oscuro, aunque Teller vio una luz mortecina desde una ventana lateral. Siguieron esa luz hacia el costado de la casa hasta llegar a la puerta trasera; la puerta estaba cerrada con llave. El agente Hoppert corrió hacia el caminito, rodeando el naranjal, para pedirle la llave a Jim Webb.
Dentro de la despensa sólo permanecieron un instante, antes de separarse. El detective Flores cruzó la cocina dirigiéndose al ala posterior. El teniente Teller entró en la sala; mientras lanzaba su luz alrededor, vio en una mesita un plato con queso seco y galletas. Al avanzar hacia el cuarto del frente, pasó delante del cuarto de baño y vio que había cuatro o cinco toallas usadas en el piso. Entonces oyó que lo llamaban. Se volvió rápidamente y atravesó la sala, la cocina y llegó al vestíbulo de atrás. Jack Flores estaba de pie en la puerta del cuarto de atrás: lanzaba la luz de su linterna sobre el largo paquete envuelto que había en el suelo.
El cuerpo estaba tendido boca abajo sobre un cojín blanco, totalmente envuelto en un cubrecama amarillo, aproximadamente un metro adentro del cuarto noreste, con la cabeza en dirección al sur.
El policía Doyle Hoppert redactó el informe oficial, haciendo todo lo posible por llenar todos los espacios. Donde decía LUGAR, escribió: casa residencial de madera, un solo piso, en área rural. Donde DELITO: (V) recibió un tiro en lo alto de la cabeza (en el medio y ligeramente detrás de la cabeza) con un arma de fuego de clase y calibre desconocidos. Donde LESIONES: muerte. Tuvo que dejar en blanco los espacios que venían después de NOMBRE DE LA VÍCTIMA: APELLIDOS, NOMBRE así como OCUPACIÓN y DIRECCIONES, RESIDENCIA y TRABAJO, aunque anotó algo donde decía FECHA DE NACIMIENTO, poniendo "unos 25". Donde decía MOTIVO, puso: desconocido.
Los policías que se encontraban en el escenario del crimen llamaron a su delegación. El capitán Farris y el teniente Barnes, que estaban en sus respectivas casas, se fueron al rancho junto con hombres del laboratorio de la policía. Entonces el sargento Coley volvió a llamar a Beverly Hills, y por eso el sargento Billy Ray Smith llamó nuevamente al policía Stien.
Los policías Stien y DeMond preguntaron a Hope dónde estaba su coche. Les contestó que seguía en el rancho. Le dijeron que se la llevarían a la delegación.
—¿Y Taylor? —preguntó Hope—. Por favor, consigan una radiopatrulla y comiencen a buscar a Taylor. Debe de estar todavía en la zona. Quizá esté aún en el Beverly Hills Hotel.
—Necesitaré algo —preguntó Hope a los policías—. ¿Debo llevar mi bolso?
Le dijeron que no necesitaría nada, entonces uno de ellos aconsejó que llevara un suéter. Hope metió una cajetilla de cigarros en el bolsillo de su pantalón de mezclilla.
—Por favor, empiecen a buscar a Taylor —decía Hope—. Tienen que mandar policías al aeropuerto en su busca: dijo que quisiera salir del país. Por favor, pongan barreras de policía en todos los caminos que salen de la ciudad.
Una lluvia helada caía cuando Hope entró en el coche de la policía, en el asiento de atrás. Mientras recorrían la corta distancia que los separaba de la estación, Hope pasó sus manos por encima del respaldo del asiento, moviéndolas entre los dos hombres.
—¿Han visto ustedes manos tan hinchadas alguna vez? —preguntó. Ellos contestaron que sí—. ¿Creen que se quitará la hinchazón? —le dijeron que sí.
Al llegar a la estación le dieron una hoja de papel titulada: forma de arresto y cargos.
—Creí que venía a hablar con un detective —protestó Hope.
Le dijeron que los detectives no se encontraban allí en ese momento—. ¿Y mi familia? —preguntó Hope—. ¿Alguien cuida de ellos?
Los policías le dijeron que su familia estaba bien, y Hope firmó la forma. Llevaba su nombre y dirección y sus demás datos, su ocupación como "ama de casa" y la acusación como "Sospecha PC 187", que es el número, en el Código Penal de California, asignado a homicidio.
Y ese era el número de la placa del auto —CBX187— blanco, de dos puertas, un Chevrolet Impala flamante que fue rentado en el mostrador de Avis del Aeropuerto de Los Ángeles a las 10:30 de la noche, la hora exacta en que, en el rancho, se pronunciaba a la víctima como DOS —dead on the scene, o sea: muerto en el lugar—. El hombre que alquiló el auto dijo que su nombre era William T. Ashlock, y puso en la forma de alquiler las iniciales W.T.A.