Introducción
Allá por el año 2009, un ingeniero español, con responsabilidades en la organización nacional de su empresa, se encontraba en un hotel del madrileño barrio de las letras, compartiendo con varios compañeros de la misma, procedentes de toda Europa, un buffet frío tras una mañana de formación, en la que personal de la central americana les había instruido sobre la instauración de un nuevo CRM en la Empresa.
Mientras avanzaba, con la intención de tomar un café, hacia una mesa donde se alineaban con precisión tazas y platos, se le acercó un compañero de similar nivel al suyo, aunque hiciera las veces de responsable de la oficina de Madrid y le pidió que le acompañara.
Ese "¿Puedes venir un momento, que queremos comentarte una cosa?", desviando la mirada hacia el suelo, no auguraba desde luego nada bueno. Al llegar a una recóndita parte del lobby del hotel, observó a la directora nacional y a alguien que le habían presentado el día anterior como la nueva responsable de recursos humanos para Europa, sentadas ambas, mirando fijamente hacía él según avanzaba. Papeles sobre la mesa. Piernas y brazos cruzados, en clara señal corporal de protección ante cualquier posible tormenta que se avecinara.
Antes de sentarse junto a ellas, nuestro ingeniero dejó la Blackberry de empresa sobre la mesa, sabiendo que nunca la volvería a recoger. Sabiendo que ese día no terminaría junto al resto de compañeros la jornada de formación.
Ciertamente un despido, a cualquier edad, pero máxime cuando se produce pasados los cuarenta y cinco años, no es algo que se encaje fácilmente. A pesar de cualquier ejercicio de mentalización que uno quiera desarrollar, sabiendo perfectamente que las cifras de ventas de tu empresa no van bien, que el futuro del sector donde trabajas no es que sea oscuro, es que directamente no existe, que la situación económica mundial y particularmente de tu país es poco menos que desastrosa, nunca se está preparado para el momento en el que se produce. Y generalmente eso es porque (casi) nunca a (casi) nadie le da por construir y madurar un plan “B”, por si se produce esta circunstancia algún día. Sencillamente es algo que no entra dentro de nuestros planes, de nuestra rutina, de nuestro, en definitiva, mundo, sea externo o interno.
Y no lo hace porque el ser humano, en general, asume tremendamente mal cualquier cambio que le venga impuesto y por tanto tampoco se pone mentalmente de forma consciente en una situación teórica cualquiera que lo pudiera exigir, para poder preguntarse cómo reaccionaría y así determinar cómo llevarlo a cabo de la mejor forma y en el menor tiempo posible. Visto así, incluso es demasiado complicado hasta entender el porqué del cambio en sí, aún a sabiendas de que resultaría beneficioso.
De manera que los primeros días de nuestro ingeniero, pasadas las cuarenta y ocho primeras horas en las que cuesta tomar verdadera conciencia de la nueva situación, fueron de sufrir eso que se denomina de forma gráfica “entrar en pánico”, haciendo lo que después supo que hacen la mayoría de personas que pasan por la misma situación que la suya. Es decir, autoimponerse horarios kafkianos buscando febrilmente trabajo en cualquier medio, haciendo llamadas, a veces fuera de hora y de momento, a contactos antiguos, enviando un currículo tras otro, lanzándose, en definitiva, a una auténtica carrera, pero un poco y como se suele decir, “a tontas y a locas”. Sin saber siquiera que estaba buscando, porque la situación, cómo antes hemos contado, era algo que no entraba en sus planes.
Además, según pasaba el tiempo y no iba recibiendo respuesta, crecía en él un sentimiento cada vez más grande de frustración. Llegó un momento en que tenía la sensación de que no servían para nada ni su trayectoria ascendente de más de veinte años por diferentes empresas, ni su amplia formación, ni sus habilidades desarrolladas en entornos muy exigentes, donde la presión por los resultados inmediatos era pan de cada día, ni su amplia cultura de las nuevas tecnologías a pesar de su edad o ni siquiera el conocimiento de tres idiomas mas el suyo propio.
Su autoestima, en consecuencia, iba mermando a la misma velocidad que lo hacía su esperanza de volver a la misma situación de antes de perder su trabajo.
Al cabo de un tiempo, hizo lo que luego posteriormente descubrió que debe hacerse ante cualquier cambio. Simplemente asumió su nueva situación. Fue una buena decisión en comparación con la tomada por muchas personas, que, sometidas a esa misma circunstancia, luchan precisamente por no asumirla, negándose a aceptar que “eso” les pueda estar pasando a ellas.
Dedujo tras un amplio análisis que ese mecanismo era algo aprendido. Hacía unos meses que había realizado un curso de un ciclo básico inicial de Coaching. Algo que quería aprender por su cuenta desde que lo experimentó, como receptor del mismo, hacía ya varios años. Las cuarenta horas de formación, le sirvieron para darse cuenta que estaba siendo víctima de algo muy normal en esos casos. Sus sentimientos, sus emociones, estaban tomando el control en una situación en la que era extremadamente importante tenerlas bajo el mismo, para poder pensar de forma clara y ordenada.
Se dio cuenta de que a él le pagaban en las empresas donde estuvo (muy bien, por cierto), por ser objetivo, racional y desapasionado a la hora de decidir. Y entonces, ¿por qué no lo estaba haciendo ahora?
De alguna forma, decidió poner fin a su autoengaño. Comenzó a orientar sus pasos hacia hacerse con el control de la situación en su presente, en lugar de huir permanentemente hacia adelante. Puso en marcha el mismo ejercicio básico que tuvo que hacer en ese pequeño curso de Coaching, sincerarse consigo mismo.
Tengo que decir que si está bien diseñado e impartido, en un curso de Coaching es necesario desnudarse emocionalmente y observarse de esa guisa. Exponerse y aceptar nuestra vulnerabilidad. No hay forma de poder aprender lo que es de verdad el Coaching y el efecto que puede lograr conseguir en las personas en las que se aplica, sin ser extremadamente honrados con nosotros mismos y aceptar el hecho de que somos limitados e imperfectos, que tenemos creencias invisibles a nuestros ojos y que enjuiciamos exactamente igual que los demás nos enjuician. Sólo bajo esa premisa se puede comenzar a pensar en conectar con el otro, para poder trabajar conjuntamente en la resolución de cualquier dilema que le aqueje.
A partir de entonces, tomó la decisión de construir lo que iba a ser su futuro a través de su propio sueño, sin ningún tipo de censuras, tal y cómo le habían enseñado. Adaptó su sueño hasta que lo convirtió en un objetivo y trabajó muchísimo en el diseño cuidadoso de planes para lograrlo y alternativas en el caso que pudieran fallar los mismos. Mientras tanto, invirtió en sí mismo. Estudió y se preparó a fondo, ampliando sus estudios de Coaching y aprendiendo en seminarios, talleres y jornadas de formación, técnicas, herramientas y disciplinas relacionadas con el mismo. En su cabeza solo cabía dar la vuelta a la tortilla. Ser, ahora sí, dueño de su propio destino.
Tres años y medio después, nuestro ingeniero recibió un e-mail. Una cadena de tiendas de libros y electrónica le proponía dar una charla dentro de su programación mensual de eventos, acerca de cómo funcionaba y que beneficios proporcionaba el Coaching. Lo primero que hizo fue caer en la cuenta que nadie le hubiera podido relacionar con el término hace tan solo unos años y eso le provocó una enorme sonrisa. Cuando se puso manos a la obra para diseñar el contenido, pensó en cómo contar mejor, a quien se acercara a escucharle, que era lo que a él le había situado en línea con sus sueños. Poco a poco, fue recordando esta pequeña historia que hemos desgranado en las líneas anteriores. Recordó también todas esas veces que sus clientes decían haber hecho y repetido las mismas cosas que él. Y cómo las ocultaban bajo quejas, culpando a otros, con frases retóricas, negando cualquier implicación en sus propios actos, rindiéndose antes de empezar.
Cuando se puso a escribir sobre el contenido de la ponencia, cayó en la cuenta de un viejo post de su blog, escrito a propósito de la lectura de un libro, “El encanto de la vida simple” de Sarah Ban Breathnach . Un pequeño post que resumía, de forma sencilla y somera, siete situaciones. Siete excusas que se repetían, curiosamente, de forma aleatoria, pero continua, en sus clientes. En esas personas que acudían a él en busca de ayuda para salir del embrollo en el que se encontraban. Siete excusas que él mismo conocía, por haberlas usado a su vez en diferentes momentos de su vida.
Siete excusas para no conseguir la vida que deseaban.