Trampa legal

Esa no es la versión que me han contado —dijo Philip.

Uno de los socios del club sentado a la barra se volvió al oír las voces, pero cuando vio de quién se trataba, sonrió y prosiguió su conversación.

El club de golf Hazelmere estaba muy concurrido aquel sábado por la mañana. Y antes de la comida era difícil encontrar un sitio libre.

Dos de los socios habían pedido ya su segunda ronda y se habían instalado junto al ventanal que da al primer hoyo, cuando la sala apenas estaba concurrida. Philip Masters y Michael Gilmour habían terminado su partida de los sábados por la mañana mucho antes de lo normal, y ahora parecían enfrascados en la conversación.

—¿Y qué es lo que te contaron a ti? —preguntó Michael Gilmour, tranquilamente, pero con un tono de voz fuerte.

—Que tú no estabas ni mucho menos exento de culpa en el asunto.

—Pues claro que estoy exento de culpa. ¿Puede saberse qué insinúas?

—Yo no insinúo nada —rechazó Philip—. Pero no olvides que a mí no puedes engañarme. Yo mismo te di trabajo una vez y te conozco hace demasiado tiempo para creerme a pie juntillas todo lo que me digas.

—Yo no intento engañar a nadie. Es del dominio público que me quedé sin trabajo. Nunca he dicho lo contrario.

—De acuerdo. Pero lo que no es del dominio público es cómo te quedaste sin trabajo y por qué no has encontrado otro.

—No he podido encontrar otro por la simple razón de que no es tan fácil en este momento. Y te diré que yo no tengo la culpa de que tú seas un tipo con suerte y estés podrido de millones.

—Tampoco yo tengo la culpa de que tú siempre estés sin un céntimo y sin trabajo. La verdad es que no resulta tan difícil encontrar empleo si puedes presentar referencias del trabajo anterior.

—¿Puede saberse qué quieres dar a entender exactamente? —preguntó Michael.

—Yo no quiero dar a entender nada.

Algunos socios habían dejado de prestar atención a su propia conversación para intentar escuchar la que se desarrollaba detrás de ellos.

—Lo que quiero decir —prosiguió Philip— es que nadie te dará trabajo por la sencilla razón de que no puedes encontrar a alguien que te dé referencias… y eso lo sabe todo el mundo.

No todo el mundo lo sabía, por eso casi todos los que estaban en la sala en aquel momento intentaban enterarse.

—Pasé al paro por reducción de personal.

—En tu caso lo de reducción de personal fue un simple eufemismo de despido.

—Pasé al paro por reducción de personal —repitió Michael— por la simple razón de que los beneficios de la empresa resultaron un poco decepcionantes ese año.

—¿Un poco decepcionantes? Fueron nulos.

—Solo porque uno o dos de nuestros clientes principales se pasaron a la competencia.

—Competencia que, según me han informado, se mostró muy dispuesta a pagar un poquito de información interna.

Ahora casi todos los socios del club redujeron al máximo sus propias conversaciones y se inclinaban y se volvían intentando captar todas las palabras de los dos individuos que se sentaban junto al ventanal.

—La pérdida de esos clientes se explicó detalladamente en el informe a los accionistas de ese año —dijo Michael.

—¿Y se explicó también a esos accionistas cómo un antiguo empleado podía permitirse comprarse un coche nuevo transcurridos pocos días de que le despidieran? Un segundo coche, tendría que añadir.

Philip tomó un sorbo de zumo de tomate.

—No era un coche nuevo —rebatió Michael, a la defensiva—. Era un Mini de segunda mano y lo compré con parte de la liquidación cuando tuve que devolver el coche de la empresa. Además, sabes perfectamente que Carol necesita un coche propio para ir a trabajar al banco.

—Francamente, me asombra que Carol haya aguantado tanto tiempo con lo que le has hecho pasar.

—¡Lo que le he hecho pasar! Pero ¿qué insinúas ahora?

—Yo no insinúo nada. Pero lo cierto es que determinada joven que no voy a nombrar —la discreción de Philip pareció disgustar a la mayoría de los oyentes— se quedó sin trabajo más o menos por las mismas fechas, además de quedarse embarazada.

Hacía casi siete minutos que nadie pedía bebidas al camarero, y todavía quedaban algunos socios que simulaban no prestar atención al altercado de los dos hombres. Algunos miraban, incluso, con franca incredulidad.

—Pero ¡yo no lo sabía! —protestó Michael.

—Ya te he dicho que esa no es la versión que me han contado. Más aún: me han dicho que el niño se parece asombrosamente a…

—Eso ya es ir demasiado lejos…

—Solo si no tienes nada que ocultar —dijo lúgubremente Philip.

—Sabes que no tengo nada que ocultar.

—¿Ni siquiera los cabellos rubios que Carol encontró en el asiento del Mini nuevo? La chica del trabajo era rubia, ¿no?

—Sí, pero esos cabellos eran de un perdiguero rubio.

—Tú no tienes un perdiguero rubio.

—Ya, pero el perro pertenecía al propietario anterior.

—Esa perra no pertenecía al propietario anterior; y, la verdad, me resisto a creer que Carol se tragara ese cuento.

—Lo creyó porque era la pura verdad.

—Me temo que la verdad es algo con lo que tú perdiste contacto hace mucho tiempo. Te despidieron, primero porque no podías mantener las manos apartadas de todo lo que tuviera faldas y menos de cuarenta; y, en segundo lugar, porque no podías mantener los dedos fuera de la caja. Yo lo sé muy bien. No olvides que tuve que librarme de ti por las mismas razones.

Michael dio un salto, con las mejillas tan coloradas como el zumo de tomate de Philip. Alzó el puño cerrado y estaba a punto de descargarlo con todas sus fuerzas cuando el coronel Mather, presidente del club, apareció a su lado.

—Buenos días, caballero —dijo Philip al coronel.

—Buenos días, Philip —atronó el coronel—. ¿No cree que su pequeño malentendido ya ha ido demasiado lejos?

—¿Un pequeño malentendido? —Protestó Michael—. ¿Es que no ha oído usted lo que ha estado diciendo de mí?

—Todas y cada una de sus palabras, lamentablemente. Igual que los demás socios —confirmó el coronel, y añadió, volviéndose a Philip—: ¿Qué tal si se estrechan la mano como buenos amigos y dan el asunto por zanjado?

—¿Estrechar la mano a ese picapleitos tenorio y sinvergüenza? Ni hablar —rechazó Philip—. Le aseguro, coronel, que no es digno de pertenecer a este club. Y solo ha oído usted la mitad de la historia.

Antes de que el coronel pudiera insistir en que hicieran las paces, Michael saltó sobre Philip e hicieron falta tres hombres más jóvenes que el presidente del club para separarles. El coronel ordenó a ambos salir de allí al instante, advirtiéndoles que se informaría de su comportamiento a la junta directiva en la próxima asamblea mensual, y que hasta entonces se les retiraba el carné.

Jeremy Howard, secretario del club, les escoltó hasta la calle y vio a Philip subir a su Rolls-Royce y alejarse tranquilamente por el camino y cruzar las verjas. Tuvo que esperar en las escaleras del club varios minutos hasta que Michael se fue en su Mini. Estaba sentado en el lado del conductor escribiendo algo, al parecer. Cuando al fin cruzó las verjas, el secretario giró sobre sus talones y volvió al bar. Lo que hicieran ambos una vez fuera del recinto del club no era de su incumbencia.

De nuevo en el club, el secretario descubrió que la conversación no había vuelto al probable ganador del Palo del Presidente, a la distribución para la copa del torneo femenino y a quién podría convencerse para que patrocinara el torneo juvenil de aquel año.

—Parecían muy animados cuando les pasé en el hoyo dieciséis esta mañana —informó el capitán del club al coronel.

El coronel confesó su desconcierto. Les conocía a los dos desde que habían ingresado en el club, unos quince años antes. No eran malos tipos, le aseguró al capitán; en realidad le caían bastante bien. Jugaban una partida de golf todos los sábados por la mañana, desde que podía recordar, y no se sabía que hubieran intercambiado nunca una mala palabra.

—Es una lástima —se lamentó el coronel—. Pensaba pedirle a Masters que patrocinara este año el torneo juvenil.

—Buena idea; claro que ahora no sé cómo va a hacerlo.

—Es que no entiendo lo que se proponían.

—¿No será, simplemente, que Philip ha tenido muchísimo éxito y Michael pasa por una mala racha? —indicó el capitán.

—No; es más que eso —replicó el coronel—. El pequeño incidente de esta mañana exige una explicación más completa —añadió juiciosamente.

En el club todos sabían que Philip Masters había levantado su propio negocio de la nada tras dejar su primer trabajo como vendedor de cocinas. «Cocinas a medida» había empezado en un cobertizo al fondo del jardín de Philip y acabado en una fábrica al otro extremo de la ciudad, con más de trescientos empleados. Cuando la empresa se dio a conocer, las especulaciones de la prensa financiera indicaban que solo las acciones de Philip debían valer un par de millones. Cuando la empresa fue absorbida a los cinco años por el consorcio de John Lewis, todo el mundo supo que Philip había obtenido en el acuerdo un cheque de diecisiete millones de libras y un contrato por cinco años que habría complacido a una estrella pop. Había invertido parte de aquello en una casa georgiana con casi veinticinco hectáreas de terreno arbolado junto al Hazelmere: podía ver la pista de golf desde su dormitorio. Philip llevaba casado más de veinte años, y su esposa Sally era presidenta de la delegación regional del Fondo de Protección a la Infancia y juez de paz. Su hijo acababa de conseguir una plaza en la escuela St. Anne de Oxford.

Michael era el padrino del chico.

La trayectoria de Michael Gilmour había sido completamente distinta a la de Philip. Al salir de la escuela, en la que Philip había sido su mejor amigo, pasó de un trabajo a otro. Empezó como aprendiz con Whitneys, donde trabajó solo unos meses y se dedicó luego a trabajar como representante de una agencia de publicidad. Se había casado con su amor de la infancia, al igual que Philip. Su esposa, Carol West, era hija de un médico local.

Cuando nació su hija, Carol se quejaba de que Michael pasaba muchas horas fuera de casa, así que dejó la publicidad y empezó a trabajar como director de distribución de una empresa local de refrescos. Este trabajo le duró dos años, hasta que ascendieron a su ayudante a director de zona, puesto por encima del suyo, y dejó el trabajo indignado. Tras su primera temporada cobrando el subsidio de paro, entró a trabajar en una empresa de empaquetado de cereales, donde descubrió que era alérgico al maíz, y, tras obtener un certificado médico que así lo confirmaba, obtuvo su primer cheque de indemnización. Entró entonces a trabajar con Philip como representante de su empresa de cocinas, puesto que abandonó sin ninguna explicación al mes de que la empresa fuera absorbida. Siguió otro período de desempleo y luego aceptó un empleo como director de ventas de una empresa que fabricaba hornos microondas. Al fin parecía haberse asentado hasta que, sin previo aviso, pasó al paro por reducción de personal. Era cierto que los beneficios habían bajado casi al cincuenta por ciento aquel año, mientras que los directores de la empresa lamentaban que Michael se marchara… o al menos eso decían en la revista de la empresa.

Carol no pudo disimular su disgusto cuando Michael se quedó sin trabajo por cuarta vez. Les habría ido bien el dinero extra, ahora que su hija tenía opción a una plaza en la escuela de arte.

Philip era el padrino de la niña.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Carol nerviosa, cuando Michael le contó lo sucedido en el club.

—Solo puedo hacer una cosa. Después de todo, debo velar por mi reputación. Voy a demandar a ese cabrón.

—Es una forma espantosa de hablar de tu amigo más antiguo. Y de cualquier forma, no podemos permitirnos meternos en pleitos. Philip es millonario y nosotros no tenemos un penique.

—No hay más remedio. Tengo que hacerlo, aunque signifique venderlo todo.

—¿Aunque todos tengamos que padecer contigo?

—Ninguno de nosotros sufrirá cuando él tenga que pagar las costas más una cantidad colosal por daños y perjuicios.

—Pero puedes perder —dijo Carol—. Y entonces nos quedaríamos sin nada.

—Es imposible —replicó Michael—. Cometió el error de decir todo eso delante de testigos. Debía de haber unos cincuenta socios en el club, incluido el presidente y el director del periódico local, y todos oyeron hasta la última palabra.

Carol no estaba muy convencida, y fue un alivio para ella que en los días siguientes Michael no mencionara para nada el nombre de Philip. Esperaba que su marido hubiera recobrado el juicio y hubiera olvidado de una vez por todas aquel asunto.

Pero entonces el Hazelmere Chronicle decidió publicar su versión de la riña entre Michael y Philip. Bajo el titular:

RIÑA EN EL CLUB DE GOLF

Se daba un informe bien redactado de lo ocurrido el sábado anterior. El director del Hazelmere Chronicle sabía perfectamente que la conversación propiamente dicha era impublicable a menos que quisiera que le demandaran también a él, pero consiguió incluir en el artículo explicaciones suficientes para dar una idea bien aderezada de lo ocurrido aquella mañana.

—Esto es la gota que colma el vaso —dijo Michael al terminar de leer el artículo por tercera vez.

Carol ya no podía decir nada que detuviera a su marido.

El lunes siguiente, Michael se puso en contacto con el abogado local, Reginald Lomax, que había ido a la escuela con él y con Philip. Armado con el artículo, Michael informó a Lomax de la conversación que el Chronicle había considerado imprudente publicar con mucho detalle. Michael dio también a Lomax su propio informe detallado de lo ocurrido en el club aquella mañana, y le entregó cuatro hojas manuscritas para respaldar su demanda.

Lomax estudió detenidamente las notas.

—¿Cuándo escribiste esto?

—En el coche, nada más echarnos del club.

—Muy prudente por tu parte —dijo Lomax—. Muy prudente.

Contempló con expresión irónica a su cliente por encima de sus medias gafas de lectura. Michael no hizo ningún comentario.

—Naturalmente, te das cuenta de que la ley es un pasatiempo caro —continuó Lomax—. Presentar una demanda por calumnia no te saldrá barato, y podrías perder incluso con pruebas tan concluyentes como estas. —Dio un golpecito en el bloc de notas que tenía ante sí—. La calumnia depende mucho de lo que recuerden las otras personas o, lo que es aún más importante, de lo que digan que recuerdan.

—Lo tengo muy en cuenta, pero estoy decidido a seguir adelante. Debía de haber más de cincuenta personas en el club aquella mañana y lo oyeron todo.

—Muy bien —concluyó Lomax—. Entonces necesitaré una provisión de cinco mil libras para las diligencias previas y para los preparativos del caso.

Por vez primera parecía que Michael vacilaba.

—Recuperables, por supuesto, pero solo si ganas el caso.

Michael sacó su talonario y escribió una cifra que, según reflexionó, solo cubriría el remanente de su indemnización por baja en el trabajo.

Lomax, de Davis y Lomax, presentaron al día siguiente la demanda por calumnia contra Philip Masters.

Al cabo de una semana, otra firma de abogados de la misma ciudad, con sede precisamente en el mismo edificio, aceptó la defensa.

Y en el club de golf, las discusiones y los comentarios sobre los pros y los contras del caso Gilmour contra Masters no cesaban a medida que pasaban las semanas.

Los socios del club susurraban furtivamente entre sí, preguntándose si les citarían para prestar declaración en el juicio. Muchos de ellos habían recibido ya cartas de Lomax, de la firma Davis y Lomax, pidiéndoles declaraciones sobre lo que podían recordar de las palabras pronunciadas por los dos hombres aquella mañana. Algunos alegaron amnesia o sordera, pero otros dieron informes detallados de la disputa. Animado, Michael presionó, con gran disgusto de Carol.

Aproximadamente un mes después del incidente, una mañana, cuando Carol ya se había ido al banco, Michael Gilmour recibió una llamada de Reginald Lomax. Los abogados de la parte demandada, le dijeron, habían solicitado un acto de conciliación.

—No te extrañará que lo hagan después de todas las pruebas que hemos conseguido, ¿verdad?

—Bueno, piensa que solo es una consulta —le recordó Lomax.

—Consulta o no consulta, no me conformaré con menos de cien mil libras.

—Bueno, ni siquiera sé si lo que ellos… —empezó a decir Lomax.

—Yo sí; y también sé que en las últimas once semanas ni siquiera he podido conseguir una entrevista para un trabajo por culpa de ese cabrón —dijo Michael con desprecio—. Ni un céntimo menos de cien mil libras, ¿me oyes?

—Creo que eres un poco optimista, dadas las circunstancias, pero ya te llamaré para comunicarte la respuesta de la otra parte en cuanto se celebre la reunión.

Michael comunicó a Carol las buenas noticias aquella noche, pero ella se mostró escéptica, como Reginald Lomax. El sonido del teléfono interrumpió su discusión sobre el asunto. Michael, con Carol de pie a su lado, escuchó con atención el informe de Lomax. Al parecer, Philip estaba dispuesto a pagar veinticinco mil libras y las costas de ambas partes.

Carol indicó con un cabeceo que aceptaba agradecida, pero Michael se limitó a repetir a Lomax que no aceptara menos de cien mil.

—¿No comprendes que Philip ya ha calculado lo que le costará si el caso acaba en el juzgado? Y él sabe perfectamente que no voy a ceder.

Carol y Lomax no estaban convencidos.

—No es tan seguro como te crees —le dijo el abogado—. Un jurado del tribunal superior podría interpretar que la disputa fue en broma.

—¿Broma? ¿Y qué me dices de la pelea que siguió a la broma?

—La iniciaste tú —le recordó Lomax—. Veinticinco mil es una cantidad considerable, dadas las circunstancias —añadió.

Michael se mantuvo en sus trece y puso fin a la conversación, repitiendo que quería las cien mil libras. Al cabo de dos semanas, la otra parte ofreció cincuenta mil a cambio de un acuerdo rápido. Esta vez Lomax no se extrañó cuando Michael rechazó de plano la propuesta.

—Una conciliación rápida sería pésima. Te he dicho que no aceptaré menos de cien mil.

A aquellas alturas, Lomax sabía que toda llamada a la prudencia sería predicar en el desierto.

Fueron necesarias otras tres semanas y varias llamadas más entre los abogados para que la otra parte aceptara que iba a tener que pagar las cien mil libras. Una noche, Reginald Lomax telefoneó a Michael para comunicarle las últimas noticias, procurando que pareciera que él mismo se había marcado un triunfo personal. Aseguró a Michael que podrían prepararse en seguida los documentos necesarios y firmarse el acuerdo en cuestión de días.

—Por supuesto se cubrirán todas las costas —añadió.

—Por supuesto.

—Así que ahora solo tienes que hacer una declaración indicando que estás de acuerdo.

Se redactó una breve declaración y, con la autorización de ambas partes, se envió al Hazelmere Chronicle. El periódico publicó el contenido el viernes siguiente en primera página.

La demanda por calumnia entre Gilmour y Masters —informaba el Chronicle— ha terminado con el acuerdo de ambas partes, pero solo tras el pago sin juicio de una suma sustancial por parte del demandado. Philip Masters se ha retractado de todo lo dicho aquella mañana en el club y ha presentado sus disculpas incondicionales; ha prometido también que no repetirá nunca lo que dijo. El señor Masters ha pagado todos los gastos del demandante.

Philip escribió aquel mismo día al coronel, admitiendo que quizá había bebido un poco más de la cuenta la mañana en cuestión. Lamentaba su comportamiento impetuoso, se disculpaba y aseguraba al presidente del club que no volvería a ocurrir.

Carol parecía la única persona a quien el resultado entristecía.

—¿Qué te pasa, cariño? —le preguntó Michael—. Hemos ganado y, lo que es más, esto resuelve nuestros problemas económicos.

—Lo sé. Pero ¿merece la pena perder a tu mejor amigo por cien mil libras?

El sábado siguiente por la mañana, Michael se sintió complacido al ver entre su correspondencia un sobre con el membrete del club de golf. Lo abrió con nerviosismo y sacó una sola hoja de papel. Decía:

Estimado Sr. Gilmour:

En la asamblea mensual de la junta directiva celebrada el pasado miércoles, el coronel Mather planteó la cuestión de su comportamiento en el salón del club el sábado, 16 de abril, por la mañana.

Se decidió hacer constar las quejas de muchos socios, pero en esta ocasión solo para imponerles a ambos una severa reprimenda. Si un incidente parecido volviera a repetirse, se les daría automáticamente de baja en el club.

La suspensión temporal impuesta por el coronel el 16 de abril, queda ahora levantada.

Suyo sinceramente,

JEREMY HOWARD

(Secretario).

—¡Salgo a comprar! —gritó Carol desde lo alto de las escaleras—. ¿Qué vas a hacer por la mañana?

—Voy a ir al club a jugar al golf —respondió Michael doblando la carta.

«Buena idea», se dijo Carol, preguntándose con quién jugaría Michael a partir de entonces.

Aquel sábado por la mañana, muy pocos socios se dieron cuenta de que Michael y Philip jugaban en el primer hoyo. El capitán del club comentó al coronel que le complacía ver que la disputa se había arreglado a satisfacción de todos.

—No a la mía —replicó el coronel—. Nadie puede emborracharse con zumo de tomate.

—Me gustaría saber de qué diablos pueden estar hablando —dijo el capitán del club observándoles atentamente por el ventanal.

El coronel alzó los prismáticos para verles mejor.

—Pero ¡qué estúpido! ¿Cómo es posible que fallaras un tiro suave a poco más de un metro? —preguntó Michael cuando llegaron al primer green—. Debes de estar borracho otra vez.

—Como muy bien sabes —repuso Philip—, nunca bebo antes de comer, así que te diré que la afirmación de que estoy otra vez borracho es una pura calumnia.

—Sí, pero ¿dónde están tus testigos? —dijo Michael mientras avanzaba hacia el segundo hoyo—. Yo tenía más de cincuenta, no lo olvides.

Ambos se echaron a reír.

Su conversación versó sobre muchos temas mientras jugaban los ocho primeros hoyos, sin rozar nunca su pasada disputa, hasta que llegaron al green noveno, el más alejado del edificio del club. Los dos comprobaron que nadie podía oírles. El jugador más próximo estaba a unos doscientos metros, en el hoyo octavo. Y entonces Michael sacó un abultado sobre de su bolsa de golf y se lo entregó a Philip.

—Gracias. —Philip lo dejó caer en su propia bolsa de golf a la vez que sacaba un palo para tiros suaves—. Hacía mucho que no realizaba una operacioncita tan limpia —añadió, dándole a la pelota.

—Yo saco cuarenta mil libras —dijo Michael con una mueca irónica— y tú no pierdes nada.

—Solo porque yo pago el porcentaje máximo de impuestos y puedo incluirlo como gasto legal por negocios —dijo Philip—. Y no habría podido hacerlo si no te hubiera dado una vez trabajo.

—Y yo, como litigante vencedor, no he de pagar ningún impuesto por los daños y perjuicios percibidos por una causa civil.

—Un resquicio legal que ni siquiera este ministro ha visto —comentó Philip.

—Aunque fueran a parar a Reggie Lomax, lamenté las minutas de los abogados —añadió Michael.

—No hay problema, amigo. También desgravan al ciento por ciento. Como ves, no perdí un céntimo y tú sacaste cuarenta mil libras libres de impuestos.

—Y todos sin enterarse —le contestó Michael riéndose.

El coronel volvió a guardar los prismáticos en su estuche.

—¿Miraba al ganador de este año del Palo del Presidente, coronel? —preguntó con interés el capitán del club.

—No —repuso el coronel—. Al patrocinador seguro del torneo juvenil de este año.