Sucesión de desgracias

Conocí a Patrick Travers durante nuestras vacaciones de invierno en Verbier. Estábamos esperando el telesquí aquel primer sábado por la mañana, cuando un individuo que debía de andar por los cuarenta y pocos cedió a Caroline su sitio para que pudiéramos subir juntos. Explicó que él ya había hecho dos carreras aquella mañana y no le importaba esperar. Le di las gracias y olvidé completamente el asunto.

En cuanto llegamos a la cima, mi esposa y yo seguimos siempre rutas distintas, ella hacia la pista A para unirse a Marcel, su instructor, que solo enseña a esquiadores muy adelantados (ella esquía desde los siete años), y yo hacia la pista B donde aguardaba el instructor para los principiantes (yo empecé a esquiar a los cuarenta y un años… y, francamente, incluso la pista B me resultaba demasiado difícil, aunque no me atreviera a admitirlo y menos delante de Caroline). Luego nos reuníamos siempre junto a la estación inferior del telesquí, después de haber seguido nuestras respectivas rutas.

Aquella noche encontramos a Travers en el bar del hotel. Como parecía estar solo, le invitamos a sentarse a nuestra mesa para la cena. Resultó un compañero divertido y pasamos juntos una velada bastante agradable. Coqueteó cortésmente con mi esposa sin pasarse nunca de la raya, y ella pareció halagada con sus atenciones. Con los años, me he acostumbrado a que los hombres se sientan atraídos por Caroline, y no necesito que me recuerden lo afortunado que soy. Durante la cena nos enteramos de que Travers era financiero y tenía oficinas en la City y un piso en Eaton Square. Nos contó que acudía a Verbier todos los años y que lo visitó por vez primera durante una excursión estudiantil a finales de los años cincuenta. Tenía a gala ser el primero en llegar al telesquí todas las mañanas, y ganar casi siempre a los ases locales al subir y al bajar.

Mostró verdadero interés por el hecho de que yo dirigiera una pequeña galería de arte en el West End. Resultó ser una especie de pequeño coleccionista, experto en los impresionistas menores. Prometió pasar por la galería para ver mi próxima exposición cuando volviera a Londres. Parecía muy interesado en el tema.

Le aseguré que me encantaría verle, pero no volví a pensar en él. La verdad es que solo vi a Travers un par de veces más durante el resto de las vacaciones, una vez hablando con la esposa de un amigo mío que tenía una tienda especializada en alfombras orientales, y en otra ocasión descendiendo detrás de Caroline, con gran pericia, por la traicionera pista A.

Una noche, seis semanas más tarde, le vi en mi galería. Tuve que ejercitar esa parte de la memoria que recuerda los nombres, habilidad en la que los políticos confían a diario.

—¡Qué alegría verle, Edward! —me saludó—. Vi el anuncio del Independent y recordé su amable invitación a una vista privada.

—Me complace que pudiera venir, Patrick —le contesté, al tiempo que recordaba.

—La verdad es que no me gusta el champaña, pero estoy dispuesto a recorrer un largo camino por ver un Vuillard.

—¿Le parece muy bueno?

—Desde luego. Yo le compararía ventajosamente con Pissarro y Bonnard, y aún sigue siendo uno de los impresionistas más subestimados.

—Estoy de acuerdo —contesté—. Pero ese es precisamente el criterio que mi galería mantiene respecto a Vuillard desde hace mucho tiempo.

—¿Cuánto cuesta La dama de la ventana?

—Ochenta mil libras —dije tranquilamente.

—Me recuerda un cuadro suyo del Metropolitan —comentó, estudiando la reproducción del catálogo.

Yo estaba impresionado y le dije que el Vuillard de Nueva York había sido pintado un mes más tarde del que tanto le gustaba.

Asintió con un cabeceo.

—¿Y el desnudo pequeño?

—Cuarenta y siete mil.

—La señora Hensell, esposa de su marchante y segunda amante de Vuillard, si no me equivoco. Los franceses siempre son mucho más civilizados que nosotros en estas cosas. Pero mi cuadro favorito de los de esta exposición —prosiguió— es sin duda equiparable con lo mejor de su obra.

Se volvió para contemplar el gran óleo que representaba a una joven tocando el piano y a su madre inclinada para pasar la hoja de la partitura.

—Extraordinario. ¿Podría saber cuánto?

—Trescientas setenta mil libras —dije, preguntándome si aquella cantidad entraría en las posibilidades de Travers.

—¡Qué gran reunión, Edward! —exclamó una voz a mi espalda.

—¡Percy! —grité, girando en redondo—. Pero ¿no me habías dicho que no vendrías?

—Sí, lo dije, amigo, pero decidí que no podía quedarme sentado en casa, solo todo el rato, así que he venido a ahogar mis penas en champaña.

—Muy acertado. Lamento lo de Diana —añadí mientras se alejaba.

Cuando me volví para proseguir la conversación con Patrick Travers, este había desaparecido. Le busqué por la sala y le localicé en un rincón del otro extremo de la galería, charlando con mi esposa y con una copa de champaña en la mano. Ella llevaba un vestido verde con los hombros al descubierto, que me pareció demasiado moderno. Los ojos de Travers parecían clavados en un punto situado unos centímetros por debajo de los hombros. Esto no me hubiera dado qué pensar si hubiera estado hablando con otra persona.

Volví a ver a Travers una semana después, cuando regresaba del banco, adonde había ido a sacar un poco de dinero. Esta vez estaba también ante el óleo de Vuillard que representaba a la madre y la hija ante el piano.

—Buenos días, Patrick —le saludé, acercándome a él.

—No puedo dejar de pensar en este cuadro —me confesó, sin apartar la vista de las dos figuras del lienzo.

—Es comprensible.

—Supongo que no me permitirías convivir con ellas una o dos semanas hasta que pueda tomar una decisión, ¿verdad? Dejaría un depósito con muchísimo gusto, por supuesto.

—No habría inconveniente alguno, pero necesitaría, además, una referencia bancaria, y el depósito tendría que ser de veinticinco mil libras.

Aceptó ambas condiciones sin vacilación y le pregunté dónde quería que se entregara el cuadro. Me dio una tarjeta en la que figuraba su dirección de Eaton Square. A la mañana siguiente, sus banqueros confirmaron que trescientas setenta mil libras no serían ningún problema para su cliente.

En veinticuatro horas, el Vuillard colgaba en el comedor de la planta baja de su casa. Por la tarde telefoneó para darme las gracias e invitarnos a cenar a Caroline y a mí. Dijo que quería una segunda opinión sobre cómo quedaba el cuadro.

Pensé que habiendo en juego trescientas setenta mil libras no era razonable rechazar la invitación, y además a Caroline le apetecía ir; decía que tenía curiosidad por ver cómo era su casa.

El jueves siguiente cenamos con Travers. Resultó que éramos los únicos invitados, y recuerdo que me extrañó que no existiera una señora Travers o al menos una novia. Fue un anfitrión atento y había preparado una cena extraordinaria. Pero recuerdo que pensé que se mostraba una pizca demasiado solícito con Caroline, aunque desde luego ella daba la impresión de disfrutar de sus atenciones. En determinado momento, empecé a preguntarme si se habrían dado cuenta alguno de los dos si yo me hubiera volatizado.

Al marcharnos aquella noche de Eaton Square, Travers me dijo que casi había tomado una decisión sobre el cuadro, así que pensé que al menos la velada había servido para algo.

Seis días después devolvió el cuadro a la galería con una nota en la que decía que ya no le interesaba. No daba explicaciones, pero terminaba anunciando simplemente que pasaría algún día y miraría los otros Vuillard. Le devolví su depósito, disgustado, aunque sabía que a veces los clientes vuelven meses e incluso años después.

Pero Travers no volvió jamás.

Al cabo de un mes, más o menos, supe por qué no volvería. Estaba comiendo en la gran mesa central de mi club, que es, como en casi todos los locales de hombres, la mesa reservada a los socios que acuden solos. Percy Fellows llegó después que yo, así que se sentó frente a mí. No había hablado con él desde la exposición de Vuillard, y ni siquiera entonces hablamos gran cosa. Percy era uno de los anticuarios más prestigiosos de Inglaterra, y en una ocasión hicimos un trueque beneficioso para ambos: un escritorio Carlos II por un paisaje holandés de Utrillo.

Volví a decirle que lamentaba muchísimo lo de Diana.

—Tenía que terminar en divorcio —me explicó—. Entraba y salía de todos los dormitorios de Londres. Yo estaba empezando a parecer un cornudo de tomo y lomo, y lo de ese desgraciado de Travers fue ya el colmo.

—¿Travers? —pregunté, sin entenderle.

—Patrick Travers, el tipo al que se cita en mi solicitud de divorcio. ¿No le conoces?

—Le he oído nombrar —dije un tanto vacilante, deseando que me contara más antes de admitir nuestro trato superficial.

—Es extraño. Juraría que le vi en tu exposición.

—Pero ¿a qué te refieres con lo de que fue el colmo? —le pregunté, procurando que olvidara la exposición.

—Le conocimos en Ascot, al muy desgraciado. Comió con nosotros, se bebió tranquilamente mi champaña, se comió mis frambuesas con crema, y antes de una semana ya se había acostado con mi mujer. Claro que esa no es ni la mitad de la historia.

—¿Ni la mitad de la historia?

—El tipo tuvo la desfachatez de presentarse en mi tienda y hacer un gran depósito por una mesa georgiana. Luego nos invitó a los dos a cenar para que viéramos cómo quedaba. Y cuando se cansó de hacerle el amor a Diana me devolvió la mesa y a la mujer ligeramente estropeadas. ¡Oye, no tienes buen aspecto, amigo mío! —exclamó de repente Percy—. ¿No te habrá sentado mal algo? Aquí la comida no es igual desde que Harry se fue al Carlton. He escrito varias veces sobre ese asunto a la comisión de vinos pero…

—No, me encuentro bien —le interrumpí—. Se me pasará con un poco de aire fresco. Discúlpame, por favor, Percy.

Cuando volvía paseando del club, decidí que tenía que hacer algo respecto al señor Travers.

A la mañana siguiente esperé que llegara el correo y comprobé todos los sobres dirigidos a Caroline. Ninguno parecía sospechoso, pero pensé, por otra parte, que Travers no iba a ser tan estúpido como para dejar pruebas escritas. Empecé también a escuchar sus conversaciones telefónicas, pero él no figuraba entre las personas que le llamaban, al menos mientras yo estaba en casa. Comprobé incluso el kilometraje de su Mini para ver si había hecho largos recorridos, pero en realidad Eaton Square no queda muy lejos. Decidí que, muchas veces, precisamente lo que se deja de hacer es lo que descubre el juego: no hicimos el amor en quince días y ella no dijo nada.

Seguí vigilando a Caroline más de cerca durante otros quince días, pero comprendí que Travers debía de haberse cansado de ella más o menos cuando devolvió el Vuillard. Y eso me indignaba todavía más.

Así pues, elaboré un plan de venganza que me pareció soberbio entonces, pero imaginé que en cuestión de días lo superaría e incluso lo olvidaría. Sin embargo, no fue así. Por el contrario, la idea se convirtió en una obsesión. Empecé a convencerme de que tenía la obligación ineludible de acabar con Travers antes de que deshonrara a algún otro amigo mío.

Nunca he quebrantado intencionadamente la ley. Las multas de tráfico me irritan, no me gusta tirar basura y pago el IVA el mismo día que el horrible sobre amarillento llega a mi buzón.

Pero en cuanto decidí lo que debía hacer, me puse manos a la obra concienzudamente. Al principio pensé pegarle un tiro, pero no tardé en averiguar lo complicadísimo que es conseguir una licencia de armas; y además, si hacía un buen trabajo, acabaría sin sentir mucho dolor, y eso no era lo que yo había planeado para él. Luego pensé en envenenarle…, pero para eso hace falta una receta, y yo seguía sin poder presenciar la muerte lenta que deseaba. Más tarde pensé estrangularle, pero llegué a la conclusión de que necesitaría demasiado valor… Además, él era más corpulento que yo y corría el riesgo de ser yo quien acabara estrangulado. También pensé en ahogarle, pero podría tardar años en conseguir que el tipo estuviera cerca del agua, y una vez conseguido quizá no pudiera asegurarme de que se hundía por tercera vez. Pensé, incluso, en atropellar a aquel desgraciado, pero deseché la idea al comprender que la posibilidad de conseguirlo sería prácticamente nula y que, además, no tendría tiempo para comprobar si estaba muerto. Por tanto, no me costó mucho darme cuenta de lo difícil que es matar a alguien… y que el crimen quede impune.

Me quedaba por la noche leyendo biografías de asesinos, pero no me sirvió de mucho, porque todos habían sido descubiertos y declarados culpables. Recurrí a las novelas de detectives, que parecían tener siempre en cuenta cierto grado de casualidad, suerte y sorpresa, que yo no estaba dispuesto a arrostrar, hasta que di con una frase valiosísima de Conan Doyle: «Cualquier hábito regular de una posible víctima la hace más vulnerable». Entonces recordé una costumbre de la que Travers se sentía especialmente orgulloso. Tendría que esperar otros seis meses, pero eso me daba más tiempo para perfeccionar el plan. Aproveché bien la espera forzosa, pues siempre que Caroline pasaba más de veinticuatro horas fuera de casa, iba a una clase de esquí en la pista artificial de Harrow. Me resultó extraordinariamente fácil averiguar cuando volvería Travers a Verbier, y pude organizar las vacaciones de invierno de forma que coincidiéramos solo tres días, tiempo más que suficiente para cometer mi primer crimen.

Caroline y yo llegamos a Verbier el segundo viernes de enero. Durante las Navidades, ella había hecho más de un comentario sobre mi nerviosismo, añadiendo que esperaba que las vacaciones me ayudaran a relajarme. No podía explicarle, claro, que era precisamente la idea de las vacaciones lo que me ponía tan tenso. Y no fue precisamente una ayuda el que me preguntara en el avión a Suiza si creía que Travers iría también.

A la mañana siguiente tomamos el telesquí hacia las diez y media, y en cuanto llegamos arriba, Caroline se presentó puntualmente a Marcel. Cuando partió con él hacia su pista, yo fui a la mía para practicar por mi cuenta. Quedamos en encontrarnos, como siempre, en el funicular o, si nos extraviábamos, en el comedor.

Durante los días que siguieron, repasé una y otra vez el plan que había elaborado mentalmente y ensayado con toda diligencia en Harrow, hasta asegurarme de que no podía fallar. Al terminar la primera semana, me había convencido ya de que estaba preparado.

La noche antes de que llegara Travers, según lo previsto, me quedé en las laderas el último. Hasta Caroline comentó que había mejorado muchísimo, y le dijo a Marcel que ya estaba listo para la pista A, de curvas y pendientes más pronunciadas.

—Quizás el año que viene —objeté procurando quitar importancia a mis progresos, y volví a la pista B.

La última mañana recorrí el primer kilómetro y medio de la pista una y otra vez, y tan concentrado estaba en la tarea, que se me olvidó completamente ir a comer con Caroline.

Por la tarde comprobé y verifiqué el emplazamiento de todas las banderas rojas que señalizaban el recorrido, y cuando estuve seguro de que todos los esquiadores lo habían dejado por aquel día, recogí unas treinta banderas y las volví a colocar en los puntos que había calculado minuciosamente. Mi última tarea consistió en comprobar el recorrido preparado antes de amontonar gran cantidad de nieve unos veinte metros por encima del lugar elegido. Y una vez concluidos todos los preparativos bajé la montaña esquiando lentamente a la luz crepuscular.

—¿Te propones ganar una medalla de oro olímpica o qué? —me preguntó Caroline cuando, al fin, llegué a la habitación.

Cerré la puerta del cuarto de baño para que no esperara respuesta.

Una hora después llegó Travers al hotel.

Esperé hasta la noche siguiente para tomar una copa con él en el bar. Al principio, se mostró algo nervioso al verme, pero me apresuré a tranquilizarle. En seguida recuperó la seguridad habitual en sí mismo, lo que no hizo más que confirmarme que debía llevar a cabo mi plan. Le dejé en el bar poco antes de que bajara Caroline a cenar, para que no nos viera juntos. Sería necesaria la sorpresa auténtica una vez consumado mi plan.

—Es muy raro que comas tan poco, máxime no habiendo almorzado —comentó Caroline cuando salíamos aquella noche del comedor.

Yo no hice ningún comentario cuando pasamos junto a Travers, que estaba sentado en el bar, con la mano en la rodilla de otra inocente mujer.

No pegué ojo en toda la noche, y a las seis de la mañana me escurrí de la cama, procurando no despertar a Caroline. Todo estaba colocado en el cuarto de baño tal como yo lo había dejado por la noche. A los pocos minutos estaba vestido y preparado. Bajé por la escalera de servicio del hotel, evitando tomar el ascensor, y me escabullí por la salida de incendios, experimentando por primera vez lo que debe de sentir un ladrón. Llevaba un gorro de lana bien embutido y gafas de nieve para protegerme los ojos; ni siquiera Caroline me habría reconocido.

Llegué al pie del telesquí cuarenta minutos antes de que empezaran los viajes. Mientras estaba solo tras el pequeño cobertizo que alberga la maquinaria eléctrica que tira del cable, pensé que todo dependía ya de que Travers se atuviera a su costumbre. No estaba seguro de poder llevar a cabo mi plan si tenía que posponerlo para el día siguiente.

Mientras esperaba, pateaba con fuerza en la nieve recién caída y me tapaba el pecho con los brazos para no quedarme helado. Cada pocos minutos, atisbaba por la esquina del cobertizo con la esperanza de verle aparecer. Al fin divisé una mancha al fondo de la colina, junto al camino: un individuo con un par de esquís al hombro. ¿Y si no era Travers?

Al poco rato salí de detrás del cobertizo para unirme al individuo bien abrigado que, en efecto, era Travers. No pudo disimular su sorpresa al verme. Inicié una conversación improvisada comentándole que no podía dormir y que había pensado esquiar un poco y con tranquilidad antes de que empezara la aglomeración. Solo faltaba que el telesquí iniciara la subida puntualmente. Pocos minutos después de las siete llegó el encargado, y la enorme maquinaria engrasada se puso en marcha.

Fuimos los dos primeros esquiadores que ocupamos nuestros puestos en los pequeños asientos para iniciar la subida sobre el profundo barranco. Miré hacia atrás para comprobar que no aparecía nadie.

—Yo suelo completar un descenso antes, incluso, de que lleguen los siguientes —me dijo Travers cuando el remonte alcanzó el punto más alto.

Miré de nuevo hacia atrás para comprobar que ya no podía vernos el encargado. Luego miré unos sesenta metros más abajo, preguntándome lo que sería aterrizar cabeza abajo en el barranco. Sentí un mareo y lamenté haber mirado. El telesquí siguió su lento avance y llegamos a la zona de bajada.

—¡Maldita sea! —exclamé cuando nos apeamos—. Marcel no está.

—A esta hora no está nunca —explicó Travers, alejándose hacia la ladera de los esquiadores expertos—. Es demasiado pronto para él.

—¿No quieres bajar conmigo? —grité a Travers.

Se detuvo y se volvió con recelo.

—Caroline cree que ya puedo hacer la pista A —le aclaré—, pero yo no estoy tan seguro y agradecería una segunda opinión. He batido mi propio récord varias veces en la otra pista, pero no querría quedar en ridículo delante de mi esposa.

—Bueno, yo…

—Se lo habría pedido a Marcel si hubiera estado aquí. Y además eres el mejor esquiador que conozco.

—Bueno, si… —empezó a decir.

—Una sola vez; luego puedes dedicar el resto de tus vacaciones a la pista A. Podrías, incluso, considerar el descenso como un precalentamiento.

—Bueno, supongo que podría ser una novedad.

—Una sola vez —repetí—. Es todo lo que necesito. Así podrás decirme si estoy preparado.

—¿Hacemos una carrera? —propuso, pillándome por sorpresa cuando yo empezaba a sujetarme los esquís. No podía quejarme; todos los libros sobre asesinato me habían advertido de que hay que estar preparado para lo imprevisto—. De esa forma podremos averiguar si estás preparado —añadió, presuntuoso.

—Bueno, si insistes… Pero ten en cuenta que soy más viejo y tengo menos experiencia que tú —le recordé.

Comprobé mis esquís, pues sabía que tenía que salir delante.

—Pero tú conoces esta pista al dedillo —replicó—. Yo ni siquiera la había visto antes.

—Aceptaré la carrera, solo si hacemos una apuesta.

Advertí que había captado su interés por primera vez.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Oh, nada tan vulgar como dinero —rechacé—. El que gane le dirá a Caroline la verdad.

—¿La verdad? —preguntó, desconcertado.

—Sí —repuse, y me lancé colina abajo sin darle tiempo a añadir una palabra más. Empecé bastante bien, bordeando las banderolas rojas, pero miré hacia atrás por encima del hombro y vi que se había recobrado rápidamente y que estaba dispuesto a darme alcance. Comprendía que era vital que siguiera delante el primer tercio de la pista, pero ya podía sentirle acortando distancias.

Tras unos setecientos metros de desviarnos e impulsarnos, él gritó.

—¡Tendrás que ir mucho más deprisa si quieres ganarme!

Su arrogancia me impulsaba a seguir, pero mantenía la distancia solo porque contaba con la ventaja de conocer todos los giros y revueltas de aquellos primeros metros. En cuanto vi que alcanzaría la nueva ruta antes que él, empecé a relajarme. Había recorrido los próximos doscientos metros unas cincuenta veces diarias durante los últimos diez días, pero sabía muy bien que esta vez era la decisiva, la única que importaba.

Miré por encima del hombro para ver si me seguía a unos treinta metros de distancia. Empecé a aminorar un poco al acercarnos al trecho de hielo preparado, confiando en que no se diera cuenta y creyera que había perdido empuje. Frené aún más al llegar al principio del trecho preparado; casi podía sentir su respiración. Luego, de repente, un instante antes de tocar el hielo, frené y me paré de golpe en el montón de nieve que había acumulado la noche anterior. Travers pasó a mi lado a unos sesenta kilómetros por hora, y a los pocos segundos salió volando por el aire sobre el barranco emitiendo un grito que jamás olvidaré. No fui capaz de mirar por el borde, pero sabía que se rompería todos los huesos al estrellarse contra la nieve del fondo.

Allané cuidadosamente el montón de nieve que me había salvado la vida y trepé montaña arriba todo lo deprisa que pude, recogiendo las treinta banderolas con las que había señalizado mi ruta falsa. Esquié luego de un lado a otro, colocándolas de nuevo en su sitio, marcando correctamente la pista B, a unos cien metros por encima del trecho helado. Cuando todas las banderas estaban de nuevo en su sitio, hice un descenso sintiéndome como un campeón olímpico. Al llegar al pie de la ladera, me alcé la capucha para cubrirme la cabeza y no me quité las gafas de nieve. Me despojé de los esquís y me encaminé tan tranquilo al hotel. Entré por la puerta de atrás, y a las siete cuarenta estaba otra vez en la cama.

Procuré controlar la respiración, pero pasó un buen rato hasta que recuperé el ritmo normal del pulso.

Caroline despertó al poco rato, se dio la vuelta y me abrazó.

—¡Uf! —exclamó—. Estás helado. ¿Has dormido destapado?

Me eché a reír.

—Seguro que me has destapado tú durante la noche.

—Date un baño caliente.

Me di un baño rápido y luego hicimos el amor. Me vestí por segunda vez, y antes de bajar a desayunar comprobé que no había dejado ninguna pista de mi escapada.

Cuando Caroline me servía la segunda taza de café, oí la sirena de la ambulancia, primero acercándose desde el pueblo y luego regresando a él.

—Espero que no haya sido un accidente grave —comentó Caroline sin dejar de servir el café.

—¿Qué? —dije, quizá una pizca demasiado alto, alzando la vista del Times del día anterior.

—La sirena, tonto. Algún accidente en la montaña. Seguramente Travers.

—¿Travers?

Mi voz se dejó oír todavía más alta que antes.

—Patrick Travers. Anoche le vi en el bar. No te lo dije porque sé que no te gusta.

—Pero ¿por qué Travers? —pregunté.

—¿No dice siempre que es el primero en llegar a la pista todas las mañanas? Se adelanta incluso a los instructores.

—¿De veras?

—Tienes que acordarte. El día que le conocimos subíamos por primera vez nosotros cuando él ya hacía su tercer descenso.

—¿Era él?

—¡Oh, Edward, qué espeso estás hoy! ¿Te has levantado con el pie izquierdo?

No contesté.

—Bueno, ojalá haya sido Travers —dijo Caroline tomándose el café—. La verdad es que no me cayó bien nunca.

—¿Por qué? —le pregunté, algo sorprendido.

—Una vez me hizo proposiciones —confesó en tono indiferente.

La miré fijamente, mudo por la sorpresa.

—¿Es que no me vas a preguntar qué pasó?

—Estoy tan asombrado que no sé qué decir.

—Estuvo insinuándoseme todo el rato en la galería aquella noche, y luego, después de que fuimos a cenar a su casa, me invitó a comer. Le mandé a paseo —Caroline me acarició delicadamente una mano—. No te lo conté nunca porque pensé que podría haber sido la causa de que devolviera el Vuillard, y me sentía culpable.

—Pero, en todo caso, tendría que sentirme culpable yo —dije manoseando una tostada.

—Oh, no, cariño, tú no eres culpable de nada. De todas formas, si alguna vez decidiera engañarte nunca lo haría con semejante gigoló, bien lo sabe Dios. Diana ya me advirtió de lo que podía esperar de él. No es mi tipo en absoluto.

Me quedé allí sentado, pensando en Travers camino del depósito de cadáveres o, peor aún, enterrado bajo la nieve, sabiendo que yo no podía hacer nada al respecto.

—¿Sabes? Creo que de verdad ha llegado el momento de que empieces en la pista A —me dijo Caroline—. Has aprendido muchísimo.

—Sí —contesté, preocupado de veras.

No pronuncié una palabra más mientras nos dirigíamos juntos al pie de la montaña.

—¿Te encuentras bien, cariño? —me preguntó Caroline en el telesquí, cerca ya de la cima.

—Sí —le dije, incapaz de mirar hacia el barranco al llegar al punto más elevado.

¿Continuaría Travers allí o estaría ya en el depósito?

—Deja ya de poner esa cara de niño asustado. Después de todo lo que has trabajado esta semana, estás preparado de sobra para esquiar conmigo —me dijo, animándome.

Sonreí débilmente. Al llegar a la cima, salté del telesquí un instante antes de lo debido, y al dar el segundo paso supe que me había dislocado un tobillo.

Caroline no me hizo ningún caso. Estaba convencida de que lo había hecho para no tener que probar la pista A. Pasó a mi lado e inició el descenso a toda prisa, mientras yo regresaba deshonrado en el telesquí. Al llegar abajo miré al encargado, que apenas se fijó en mí. Fui cojeando hasta el puesto de socorro. Caroline llegó en seguida.

Le expliqué que el enfermero de guardia creía que podía ser fractura, y había sugerido que fuera al hospital.

Caroline frunció el ceño, se quitó los esquís y salió a buscar un taxi. No era un trayecto largo, pero el conductor lo había hecho muchísimas veces, por su forma de tomar las curvas peligrosas.

—Esto podría ser una buena anécdota de sobremesa durante un año lo menos —dijo Caroline cuando cruzábamos la puerta del hospital.

—¿Quiere esperar fuera, por favor, señora? —le dijo el enfermero mientras me escoltaba a la sala de radiología.

—Sí, ¿pero volveré a ver a mi pobre marido? —bromeó mientras la puerta se cerraba ante ella.

Entré en una gran sala llena de compleja maquinaria, donde había un médico que vestía ropa muy cara.

Le expliqué lo que creía que me pasaba y me alzó con suavidad el pie lesionado hacia un aparato de rayos X. Poco después estaba estudiando la gran placa.

—No hay fractura —diagnosticó, indicándome el hueso—. Pero si le sigue doliendo, creo que debería vendarle bien fuerte el tobillo.

Sujetó entonces mi radiografía junto a otras cinco que colgaban de un riel.

—¿Ya soy el sexto accidentado hoy? —le pregunté, mirando la hilera de radiografías.

—No, no —dijo riéndose—. Las otras cinco son del mismo individuo. Creo que el muy idiota intentó volar sobre el barranco.

—¿Sobre el barranco?

—Sí, supongo que para alardear —comentó, empezando a vendarme el tobillo—. Todos los años hay uno así. Pero este pobre tipo se rompió las dos piernas y un brazo y le quedará una cicatriz espantosa en la cara como recuerdo de su estupidez. En mi opinión, tiene suerte de estar vivo.

—¿Suerte de estar vivo? —repetí débilmente.

—Sí, pero solo porque no sabía lo que estaba haciendo. Mi hijo de catorce años esquía en ese barranco y puede aterrizar como una gaviota en el agua. Él, en cambio —el médico señaló las radiografías—, no volverá a esquiar estas vacaciones. En realidad no podrá caminar en seis meses por lo menos.

—¿De veras? —pregunté.

—Y en cuanto a usted —añadió, cuando terminó de vendarme—, apoye el tobillo en hielo cada tres horas y cámbiese el vendaje una vez al día. Podrá volver a esquiar dentro de dos días, tres como máximo.

—Regresamos a casa hoy —le dije, poniéndome de pie con cautela.

—Muy oportuno —aprobó sonriendo.

Salí cojeando contentísimo de la sala de radiología, y encontré a Caroline enfrascada en la lectura de Elle.

—Pareces satisfecho —dijo alzando la vista.

—Lo estoy. Resulta que solo es un brazo y dos piernas rotas y una cicatriz en la cara.

—¡Oh, tonta de mí, creía que era una simple torcedura!

—No estoy hablando de mí, sino de Travers, ¿no te acuerdas? El accidente de esta mañana. La ambulancia. Pero me aseguran que vivirá.

—Qué lástima —se lamentó, cogiéndome del brazo—. Después del trabajo que te tomaste, yo esperaba que lo hubieras conseguido.