Jaque mate

Todos se volvieron a mirarla cuando entró.

Para contemplar y admirar a una mujer, muchos hombres empiezan por la cabeza y van bajando. Yo lo hago al revés: de abajo arriba, empezando por los tobillos.

Llevaba zapatos negros de tacón alto y un vestido negro ceñido, corto, que descubría unas piernas perfectas hasta más arriba de las rodillas. Detuve mi recorrido ascendente para observar con más detenimiento su estrecha cintura y su esbelta figura atlética. Pero fue su rostro oval lo que me resultó más cautivador: aquellos labios un poco fruncidos y los ojos azules más grandes que he visto, y el abundante cabello negro, corto y muy brillante. Su aparición fue aún más sorprendente por el entorno que había elegido. Todos se habrían vuelto en una recepción diplomática, en la fiesta de una empresa, hasta en un baile de caridad, pero en un torneo de ajedrez…

Seguí con la mirada todos sus movimientos, y un sentimiento paternal me indujo a desechar la idea de que pudiera ser una jugadora. Se dirigió despacio a la mesa de la secretaria del club y se inscribió, demostrando con ello que yo estaba en un error. Le entregaron un número que correspondía a su contrincante en la partida de apertura. Los que aún no tenían adversario aguardaron, con la esperanza de que les correspondiera jugar con ella.

La jugadora comprobó el número que le habían dado y se dirigió hacia un hombre mayor que se sentaba en el rincón del fondo de la estancia, un antiguo capitán del club, cuyos mejores años habían pasado ya.

Como nuevo capitán del club, yo había sido el organizador y responsable de aquel torneo. Nos reunimos los últimos viernes de mes en una sala grande, encima de Mason’s Arms, en la calle Mayor. El propietario se encarga de que preparen treinta mesas y dispongan comida y bebida. Otros tres o cuatro clubes del barrio envían media docena de contrincantes para jugar un par de partidas rápidas, y nos dan ocasión de enfrentarnos a adversarios con los que normalmente no tendríamos ocasión de jugar. Las normas son bastante simples: un minuto de reloj es el máximo permitido para cada jugada, así que una partida rara vez dura más de una hora. Y si en treinta jugadas no se come ningún peón, automáticamente se considera empate. Un breve descanso entre partidas para beber, a costa del perdedor, asegura a todos los jugadores la ocasión de enfrentarse a dos contrincantes durante la tarde.

Un hombre menudo, con medias gafas de lectura y terno azul marino se abrió paso hacia mi tablero. Sonreímos y nos dimos la mano. Supuse que era notario, pero me equivoqué, pues trabajaba como contable para un distribuidor de artículos de oficina de Woking.

Me resultaba difícil concentrarme en la bien ensayada apertura Moscú de mi contrincante, y volver la vista de vez en cuando hacia la chica del vestido negro. En la única ocasión en que nuestras miradas se encontraron, me sonrió enigmáticamente, pero aunque lo intenté, no conseguí que volviera a hacerlo. Pese a estar distraído, conseguí ganar al contable, que parecía ignorar la existencia de distintas formas de ataque.

En el intermedio, otros tres socios del club ya le habían ofrecido una copa antes de que yo consiguiera acercarme siquiera a ella en el bar. No podía jugar mi segunda partida contra la chica, ya que estaba obligado a disputarla con uno de los capitanes de los equipos visitantes. En realidad, acabó jugando con ella el contable.

Vencí a mi nuevo contrincante en poco más de cuarenta minutos y, como anfitrión solícito, empecé a interesarme por el juego de los otros jugadores. Me fijé una ruta circular que me permitía terminar en la mesa de ella. Advertí que el contable dominaba la situación, y al poco tiempo de llegar yo a su lado ella ya había perdido la reina y la partida.

Me presenté y descubrí que solo con darle la mano para saludarla se vivía ya una experiencia sexual. Zigzagueando entre las mesas llegamos juntos al bar. Me dijo que se llamaba Amanda Curzon. Pedí un vaso de vino tinto para ella y media jarra de cerveza para mí. Empecé a compadecerla por haber perdido.

—¿Cómo consiguió superarle? —me preguntó.

—Solo conseguí ganarle. Pero por los pelos. ¿Qué tal la primera partida con nuestro antiguo capitán?

—Me abrumó —confesó Amanda—. Pero creo que procuró no ganarme por pura cortesía.

—La última vez que jugamos los dos ocurrió lo mismo.

Ella sonrió.

—A lo mejor podemos jugar alguna vez, ¿no?

—Lo intentaré —le dije mientras ella terminaba el vino.

—Bueno, tengo que irme —me anunció ella de pronto—. Debo tomar el último tren que sale para Hounslow.

—Permítame llevarla en coche —le propuse con galantería—. Es lo menos que puede esperarse del capitán anfitrión.

—Pero seguramente tendrá que desviarse unos kilómetros, ¿no?

—Ni mucho menos —mentí, pues Hounslow queda unos veinte minutos más allá de mi piso.

Bebí de un trago la cerveza que me quedaba y ayudé a Amanda a ponerse el abrigo. Antes de marcharme, di las gracias al propietario del local por la eficiente organización de la velada.

Luego nos dirigimos al aparcamiento y abrí la portezuela del pasajero de mi Scirocco, para que montara Amanda.

—Es algo mejor que el transporte londinense —comentó mientras se acomodaba a mi lado en el coche.

Sonreí y salimos a la carretera en dirección norte. El vestido negro que he descrito se sube todavía más cuando una chica se recuesta bien en el asiento de un Scirocco. Al parecer, mi presencia no la cohibía.

—Todavía es muy pronto —tanteé, tras algún que otro comentario sin importancia sobre la velada en el club—. ¿Tienes tiempo de parar a tomar una copa?

—Tendría que ser una copa muy rápida —contestó, consultando el reloj—. Mañana me espera un día de mucho trabajo.

—De acuerdo —dije, y seguí la charla, con la esperanza de que no se diera cuenta de un desvío que difícilmente podría tomarse por la ruta de Hounslow—. ¿Trabajas en la ciudad? —le pregunté.

—Sí. Soy recepcionista de una agencia inmobiliaria de Berkeley Square.

—Me extraña que no seas modelo.

—Lo fui —me contestó, sin más explicaciones.

Parecía totalmente ajena a la ruta que yo iba siguiendo mientras continuaba hablando de sus planes de ir de vacaciones a Ibiza. En cuanto llegamos a mi casa, aparqué el coche y precedí a Amanda por la puerta principal y el piso. Le ayudé a quitarse el abrigo en el vestíbulo, y pasamos al salón.

—¿Qué te apetece beber? —le pregunté.

—Seguiré con el vino, si tienes alguna botella abierta —contestó, mientras se volvía despacio y pasaba a la habitación insólitamente limpia y ordenada. Mi madre debió de haber estado en casa por la mañana, pensé, agradecido.

—No es más que un piso de soltero.

Di énfasis a la palabra soltero y pasé a la cocina, donde descubrí, encantado, que había una botella de vino sin abrir en la despensa. Volví junto a Amanda con la botella y dos vasos, y la encontré estudiando mi tablero de ajedrez y acariciando las delicadas piezas de marfil colocadas para la partida que yo estaba jugando por correo.

—Es precioso —me dijo cuando le tendí el vaso de vino—. ¿Dónde lo encontraste?

—En México —le respondí, sin explicarle que lo había ganado en un torneo estando allí de vacaciones—. Es una lástima que no tengamos tiempo para jugar una partida.

Consultó el reloj.

—Tengo tiempo para una rápida —decidió, sentándose ante las pequeñas piezas blancas.

Me apresuré a ocupar mi sitio enfrente. Sonrió, alzó un alfil blanco y uno negro y los escondió a la espalda. El vestido se le ciñó aún más y resaltó la forma de sus senos. Colocó luego ambos puños cerrados delante de mí. Elegí la mano derecha; la volvió y abrió el puño: era el alfil blanco.

—¿Hacemos alguna apuesta? —le pregunté, animoso.

Hurgó en su bolso.

—Solo llevo unas libras.

—Yo estaría dispuesto a jugar por apuestas más bajas.

—¿En qué piensas?

—¿Qué puedes ofrecerme?

—¿Qué te gustaría?

—Diez libras si ganas tú.

—¿Y si pierdo?

—Te quitas algo. Me arrepentí de mis palabras nada más haberlas pronunciado y esperé que me diera una bofetada, pero se limitó a decir:

—No tiene nada de malo si solo jugamos una partida.

Asentí con un cabeceo y clavé la vista en el tablero.

No era mala jugadora, aunque su apertura Roux fue bastante ortodoxa. Conseguí que la partida durara veinte minutos sacrificando algunas piezas sin que se notara demasiado. Cuando al fin dije «Jaque mate», se quitó los dos zapatos y se echó a reír.

—¿Te apetece otra copa? —pregunté, sin hacerme muchas ilusiones de que aceptara—. En realidad, todavía no son las once.

—De acuerdo. Una pequeña y luego ya me voy.

Fui a la cocina, volví al momento con la botella y le llené la copa.

—Solo quería media copa —objetó, frunciendo el entrecejo.

—Gané por pura suerte —le dije, sin hacerle caso—, después de que me comieras el caballo con el alfil. Fue una partida muy igualada.

—Tal vez.

—¿Jugamos otra partida? —aventuré.

Vaciló.

—¿Doble y lo mismo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Veinte libras y otra prenda?

—Desde luego, ninguno de los dos va a perder mucho hoy, ¿verdad?

Alzó la silla mientras yo daba la vuelta al tablero y colocamos las piezas entre los dos.

Esta segunda partida duró algo más porque cometí un error estúpido al principio, enrocando del lado de mi reina, y me costó varias jugadas recuperarme. Pero aun así logré acabar en menos de treinta minutos, y todavía tuve tiempo de volver a llena la copa de Amanda cuando no miraba.

Me sonrió, alzándose el vestido lo suficiente para permitirme ver el final de las medias. Se soltó los broches, se quitó las medias poco a poco y luego las dejó caer a mi lado en el suelo.

—Esta vez casi te gano.

—Casi, sí —contesté—. ¿Quieres probar de nuevo? Digamos unas cincuenta libras esta vez —le sugerí, procurando que la propuesta pareciera generosa.

—Las apuestas están subiendo demasiado para los dos —me contestó mientras volvía a colocar el tablero.

Empecé a preguntarme qué pasaría por su mente. Fuera lo que fuese, nada más empezar le comí las dos torres, y la partida concluyó en cuestión de minutos. Volvió a alzarse el vestido, esta vez hasta la cintura. No pude apartar la vista de sus muslos mientras se soltaba el liguero negro y lo alzaba luego sobre mi cabeza antes de dejarlo caer sobre las medias en mi lado de la mesa.

—En cuanto perdí la segunda torre —admitió—, perdí toda posibilidad de ganar.

—Estoy de acuerdo. Así que es de justicia darte una nueva oportunidad —dije, volviendo a colocar el tablero de prisa—. Después de todo —añadí—, esta vez podrás ganar cien libras.

Sonrió.

—La verdad es que tendría que marcharme ya —dijo, moviendo la reina dos casillas hacia adelante.

Volvió a sonreír con aquella sonrisa enigmática cuando yo moví el alfil. Era la partida que mejor había jugado en toda la noche, y su despliegue de la táctica Varsovia me ató al tablero más de treinta minutos. Lo cierto es que estuve a punto de perder al principio, porque no podía concentrarme bien en su estrategia defensiva. En dos ocasiones creyó que me había ganado y soltó una risilla; era evidente que no había visto a Karpov jugar la defensa siciliana y ganar una partida en apariencia imposible.

—Jaque mate —declaré finalmente.

—¡Maldita sea! —exclamó, se levantó y se volvió de espaldas—. Tendrás que ayudarme.

Me acerqué a ella temblando y le bajé la cremallera casi hasta la cintura. Deseaba acariciar aquella suave piel cremosa. Se volvió y quedamos de frente, se encogió graciosamente de hombros y su vestido cayó al suelo como cuando se descubre una estatua. Se inclinó hacia delante y me rozó la mejilla con una mano, lo cual me produjo el mismo efecto que una descarga eléctrica. Vacié en su copa el vino que quedaba en la botella y fui a la cocina con la excusa de que tenía que llenar la mía. Cuando volví seguía en el mismo sitio. Las bragas y el sujetador negros y delicados eran las únicas prendas que llevaba ahora, y yo aún no había perdido la esperanza de que también se las quitara.

—Supongo que no querrás jugar otra vez, ¿verdad? —le pregunté, procurando disimular mi ansiedad.

—Ya es hora de que me acompañes a mi casa —dijo, con una sonrisa.

Le di la copa de vino.

—Solo otra vez —supliqué—. Pero por dos prendas.

Se echó a reír.

—De eso nada; no podría permitirme perder.

—Tendría que ser la última partida —acepté—. Pero que sean doscientas libras y también las dos prendas —concluí, esperando que la cuantía de la apuesta la tentara—. Además, seguro que ahora ganas tú. En realidad, has estado tres veces a punto de conseguirlo.

Tomó unos sorbos de vino como si estuviera pensando en la propuesta.

—De acuerdo —dijo al fin—. Un último intento.

Ninguno de los dos comentó lo que creía que pasaría si perdía ella.

Yo no paraba de temblar mientras colocaba una vez más las piezas. Procuré concentrarme, deseando que no se hubiera dado cuenta de que yo solo había bebido media copa de vino en toda la noche. Estaba resuelto a terminar rápidamente.

Moví la reina una casilla. Ella se desquitó moviendo el caballo hacia adelante. Yo sabía exactamente cuál tenía que ser mi siguiente jugada, y por eso la partida duró solo once minutos.

Nunca en mi vida me han dado una paliza como aquella. Ahora Amanda me parecía completamente distinta. Preveía todas mis jugadas y utilizaba tácticas que yo jamás había visto, sobre las que ni siquiera había leído.

Pronto le tocó decir a ella:

—Jaque mate —y acompañó sus palabras con la misma sonrisa enigmática de antes, añadiendo—: Tú mismo dijiste que esta vez ganaría yo.

Bajé la cabeza, incrédulo. Cuando la alcé de nuevo, ya se había puesto aquel lindo vestido negro y estaba guardando las medias y el liguero en el bolso. Se puso los zapatos.

Saqué el talonario, escribí el nombre de Amanda Curzon y añadí la cantidad: 200 libras, la fecha y mi firma. Mientras yo completaba esta operación, ella volvió a colocar las pequeñas piezas de marfil tal como estaban dispuestas cuando entramos.

Se inclinó y me besó en la mejilla.

—Gracias —dijo, guardando el cheque en su bolso de mano—. Tenemos que volver a jugar algún día.

Yo seguía mirando incrédulo el tablero de ajedrez, con todas las piezas de nuevo en su sitio, cuando oí cerrarse la puerta principal.

—¡Espera un momento! —Me apresuré hacia la puerta—. ¿Cómo vas a ir a casa?

Llegué a la puerta a tiempo de verla bajar deprisa las escaleras y correr hasta la portezuela abierta de un BMW. Al sentarse en el coche, pude distinguir una vez más aquellas piernas largas y perfectas. Cuando la portezuela del coche se cerró tras ella, la vi sonreír.

El contable dio la vuelta hasta el lado del conductor, montó en el vehículo, arrancó y se llevó a la campeona a casa.