Ignatious Barrelotodo

Muy pocas personas manifestaron gran interés cuando Ignatious Agarbi fue nombrado ministro de Economía y Hacienda. Después de todo, argüían los cínicos, era la decimoséptima persona que ocupaba el cargo en diecisiete años.

En su primer discurso político, Ignatious prometió poner fin a los sobornos y la corrupción, y advirtió al electorado que ni una sola persona que ostentara un cargo público podría sentirse segura a menos que llevara una vida intachable. Terminó su discurso con las siguientes palabras: «Me propongo limpiar los establos de Augías nigerianos».

Fue tal el impacto del discurso del nuevo ministro, que ni siquiera lo mencionaron en el Times de Lagos. Tal vez el director pensara que, como el periódico había cubierto los discursos de los dieciséis ministros anteriores in extenso, los lectores tendrían la impresión de que todo se repetía.

Pero Ignatious no se desanimó por la falta de confianza de que era objeto; antes bien, se consagró a su nueva tarea con determinación y energía. A los pocos días de su nombramiento, ya había hecho encarcelar a un funcionario menor del Ministerio de Alimentación, por falsificar documentos relacionados con la importación de grano. La siguiente persona que sintió el ímpetu de la escoba de Ignatious fue un importante financiero libanés al que se expulsó del país sin juicio previo, por infringir las normas de control de divisas. Un mes después sucedería algo que hasta Ignatious consideró un golpe personal: la detención del jefe de policía por aceptar sobornos, algo que los ciudadanos de Lagos habían aceptado siempre como normal. Cuando, cuatro meses después, el jefe de policía fue condenado a año y medio de cárcel, el nuevo ministro de Economía y Hacienda consiguió al fin una primera plana en el Times de Lagos. Un editorial de la página central le llamaba «Ignatious Barrelotodo», la escoba a la que temía todo individuo corrupto. La fama de Ignatious como Señor Barrelotodo crecía a medida que se iban sucediendo las detenciones. Empezaron a circular por la ciudad rumores infundados, según los cuales el nuevo ministro de Economía y Hacienda había sometido a investigación al mismísimo general Otobi, jefe del Estado.

Solo Ignatious controlaba, revisaba y autorizaba todos los contratos con el extranjero por valor superior a cien millones de dólares. Y aunque sus enemigos controlaban meticulosamente cada una de sus autorizaciones, ni siquiera el más leve soplo de escándalo llegó a asociarse a su nombre.

Cuando inició el segundo año en el cargo, hasta los más escépticos empezaron a reconocer sus éxitos. Precisamente por entonces, el general Otobi se sintió ya lo bastante seguro para convocar a Ignatious a una consulta informal. El jefe del Estado recibió al ministro en el cuartel de Durden y le acompañó hasta un cómodo sillón de su despacho, que daba al campo de maniobras.

—Ignatious, he acabado de repasar el último informe presupuestario y estoy consternado por esa conclusión suya de que el Tesoro Público sigue perdiendo millones de dólares anualmente en sobornos pagados a intermediarios por las empresas extranjeras. ¿Tiene usted idea de a qué bolsillos va a parar ese dinero? Quiero saberlo.

Ignatious, rígido en su asiento, no apartaba la vista del jefe del Estado.

—Sospecho que un gran porcentaje de ese dinero acaba en cuentas bancarias de Suiza, pero aún no dispongo de pruebas que lo demuestren.

—Pues le concederé todas las autorizaciones precisas —dijo el general Otobi—. Puede emplear usted todos los medios que considere necesarios para descubrir a esos canallas. Empiece por investigar a todos los miembros del gobierno, los actuales y los anteriores. Y hágalo sin ningún miramiento a su rango ni a sus relaciones.

—Para que esa tarea tenga la menor posibilidad de éxito necesitaría una autorización especial firmada por usted, general…

—Esta misma tarde a las seis se la enviaré a su despacho.

—Me convendría tener el rango de embajador plenipotenciario cuando viaje al extranjero.

—Concedido.

—Gracias.

Ignatious se levantó, suponiendo que la audiencia había terminado.

—Necesitará usted también esto —le dijo el general cuando se encaminaba hacia la puerta. El jefe del Estado entregó a Ignatious una pequeña pistola automática—. Porque sospecho que, a estas alturas, ya tiene usted casi tantos enemigos como yo.

Ignatious aceptó la pistola con torpeza, se la guardó en el bolsillo y volvió a darle las gracias, mascullando entre dientes.

Sin que mediara una palabra más entre ambos, Ignatious se marchó y fue conducido de nuevo a su ministerio.

Sin conocimiento del director del Banco Estatal de Nigeria, y sin el obstáculo de los altos funcionarios, Ignatious se consagró entusiasmado a su nueva tarea. Solo investigaba por la noche, y no comentaba sus descubrimientos con nadie durante el día. Al cabo de tres meses, ya estaba en condiciones de actuar.

El ministro eligió el mes de agosto para hacer una visita no oficial al extranjero, pues como era la época del año en que se iba de vacaciones la mayoría de los nigerianos, su ausencia no llamaría la atención a nadie. Pidió a su secretario que sacara billetes para él, su esposa y sus dos hijos hasta Orlando y que se cerciorara de que cargaban el importe a su cuenta personal.

En Florida, la familia se inscribió en el hotel Marriot. Ignatious comunicó a su esposa, sin previo aviso ni explicación de ningún tipo, que debía ir unos días a Nueva York por cuestión de negocios, y que volvería luego para pasar con la familia el resto de las vacaciones. A la mañana siguiente, Ignatious dejó a los suyos prendidos en los misterios de Disneylandia, mientras él se iba en avión a Nueva York. Tras el breve trayecto en taxi del aeropuerto de La Guardia al de Kennedy, donde se cambió de atuendo y sacó un billete turístico de ida y vuelta que pagó al contado, Ignatious, en el más completo anonimato, tomó el vuelo de las líneas aéreas suizas para Ginebra.

Una vez en la ciudad, se inscribió en un hotel discreto, se retiró a descansar y durmió profundamente durante ocho horas. Por la mañana, estudió durante el desayuno la lista de bancos que tan cuidadosamente había preparado una vez completada su investigación en Nigeria: había escrito todos los nombres con su letra. Decidió empezar por el Gerber et Cie, cuyo edificio, según vio desde la habitación del hotel, ocupaba media Avenue de Parchine. Verificó por mediación del conserje el número de teléfono antes de llamar. El director aceptó recibirle a las doce en punto.

Ignatious, con una cartera raída, llegó al banco unos minutos antes de la hora convenida, algo insólito en un nigeriano, según pensó el joven ataviado con un elegante traje gris, camisa blanca y corbata de seda también gris, que le esperaba en el vestíbulo de mármol. Saludó al ministro con una inclinación y se presentó como ayudante personal del director, invitándole acto seguido a acompañarle al despacho del mismo. El joven ejecutivo guio al ministro hasta un ascensor que esperaba, y ninguno de los dos pronunció una palabra más hasta que llegaron a la planta undécima. Una discreta llamada en la puerta del despacho del director recibió la respuesta de Entrez, que el joven obedeció.

—El ministro nigeriano de Economía y Hacienda, señor.

El director se levantó y se acercó a saludar a su visitante. Ignatious no pasó por alto el detalle de que vestía también traje gris, camisa blanca y corbata de seda gris.

—Buenos días, señor ministro —saludó el director—. ¿Quiere sentarse, por favor? —Guio a Ignatious hacia un extremo de la estancia, donde había una mesita baja de cristal rodeada de cómodas butacas—. He pedido café; espero que le apetecerá.

Ignatious asintió, colocó la raída cartera en el suelo junto a su butaca y miró por el ventanal. Hizo un comentario sobre la espléndida vista de la magnífica fuente, mientras una muchacha servía café a los tres.

Ignatious abordó el asunto en cuanto se fue la joven.

—El jefe del Estado de mi país me ha pedido que visite su banco y que le haga una petición un poco insólita —ni el director ni su ayudante manifestaron la menor sorpresa—. Me ha hecho el honor de encomendarme la tarea de averiguar qué ciudadanos nigerianos tienen cuentas numeradas en su banco.

Solo el director del banco movió los labios ante esta información.

—No estoy autorizado a revelar…

—Permítame exponer la situación —dijo el ministro, alzando una blanca palma—. Permítame, primero, demostrarle que cuento con plena autoridad de mi Gobierno.

Y, sin pronunciar una palabra más, Ignatious sacó con un floreo un sobre de su bolsillo interior. Se lo entregó al director, que lo abrió y extrajo un documento que leyó lentamente.

El banquero volvió a leer y carraspeó.

—Lo lamento muchísimo, señor, pero este documento carece de validez en mi país —volvió a meterlo en el sobre y se lo devolvió a Ignatious—. Ni siquiera se me ha ocurrido pensar, por supuesto, que no contara usted con el pleno respaldo de su jefe del Estado, como ministro y como embajador, pero eso no cambia la norma bancaria del secreto en estos asuntos. Sin la autorización expresa de nuestros clientes no podemos revelar sus nombres bajo ninguna circunstancia. Lo lamento de veras, pero esas son y serán siempre las normas del banco.

El director se levantó, dando por terminada la entrevista. No había contado con Ignatious Barrelotodo.

—El jefe del Estado de mi país —dijo Ignatious, suavizando perceptiblemente el tono— me ha autorizado para pedir a su banco que actúe como intermediario de todas las futuras transacciones entre mi país y Suiza.

—Nos halaga la confianza que deposita en nosotros, señor ministro —repuso el director del banco, que seguía de pie—. No obstante, estoy seguro de que comprenderá usted que eso no cambiará en nada nuestra actitud en lo referente a guardar el secreto sobre nuestros clientes.

Ignatious seguía imperturbable.

—Lamento tener que informarle entonces, señor Gerber, que nuestro embajador en su país recibirá órdenes de presentar una protesta oficial al Ministerio suizo de Asuntos Exteriores por la falta de cooperación de su banco respecto a la solicitud de información sobre nuestros ciudadanos —esperó a que sus palabras surtieran efecto una vez asimiladas—. Podría evitarse usted esa molestia, claro, solo con darme a conocer los nombres de aquellos de mis compatriotas que tienen cuentas en Gerber et Cie y las sumas que hay en esas cuentas. Puedo asegurarle que no revelaremos nuestra fuente de información.

—Puede presentar usted esa protesta, desde luego, y estoy absolutamente seguro de que nuestro ministro le explicará a su embajador con toda la cortesía del lenguaje diplomático, que el Ministerio de Exteriores no tiene autoridad, según la ley suiza, para exigir esos informes.

—En tal caso, pediré personalmente a nuestro ministro de Comercio que cancele toda relación comercial futura con ciudadanos suizos en Nigeria hasta que se me faciliten esos nombres.

—Está usted en su derecho, señor ministro —repuso el director, impasible.

—Y tendremos que reconsiderar también todos los contratos que su país está negociando en la actualidad en Nigeria. Y me encargaré además personalmente de que no se respeten las cláusulas penales.

—¿No le parece una medida algo precipitada?

—Permítame decirle, señor Gerber, que tal decisión no me quitaría un minuto de sueño. No me conmovería lo más mínimo que mis tentativas de descubrir esos nombres pusieran a su país de rodillas.

—Muy bien, señor ministro. Pero tampoco eso modificaría la política ni la actitud de este banco respecto al carácter confidencial de las cuentas de nuestros clientes.

—Puestas así las cosas, me veo obligado a ordenar hoy mismo a nuestro embajador que cierre nuestra embajada y declararé a su embajador en Lagos persona non grata.

El director arqueó las cejas por primera vez.

—Y además —prosiguió Ignatious—, celebraré una conferencia en Londres e informaré a la prensa mundial del disgusto del jefe del Estado de mi país por la actitud de este banco. Estoy seguro de que en cuanto se haga público, muchos de sus clientes preferirán cancelar sus cuentas, en tanto que otros que les consideraban un buen refugio, tal vez crean necesario buscarse otro.

El ministro esperó, pero el director guardó silencio.

—Pues no me deja usted ninguna alternativa —concluyó Ignatious, levantándose.

El director le tendió la mano, suponiendo que finalmente la entrevista concluía, pero vio horrorizado que Ignatious se llevaba la mano al bolsillo de la chaqueta y sacaba una pistola pequeña. Los dos banqueros suizos se quedaron paralizados cuando el ministro nigeriano de Economía y Hacienda dio un paso hacia el director y le puso el cañón de la pistola en la sien.

—Necesito esos nombres, señor Gerber. Y ya habrá comprendido usted que no me detendré ante nada. Si no me los da inmediatamente, le vuelo la tapa de los sesos. ¿Me ha entendido?

El director asintió con un levísimo cabeceo y se le llenó la frente de sudor.

—Y después a él —dijo Ignatious, señalando con un gesto al joven ayudante, que permanecía mudo y paralizado a pocos pasos.

—Deme los nombres de todos los nigerianos que tienen cuenta en este banco —dijo tranquilamente Ignatious, dirigiéndose al joven— o dispararé y podrá ver los sesos de su jefe esparcidos sobre su preciosa alfombra. Inmediatamente, ¿me oye? —añadió con aspereza.

El joven miró a su jefe, que pese a estar temblando, articuló con toda claridad:

—Non, Pierre, jamáis.

D’accord —repuso el ayudante en un susurro.

—No podrán decir que no les he dado todas las oportunidades.

Ignatious amartilló el arma. Al director le corría ahora el sudor por la cara, y el joven, aterrado, tuvo que volverse para no mirar, esperando el disparo.

—Excelente —dijo Ignatious, retirando el arma de la cabeza del director y guardándosela de nuevo en el bolsillo.

Los dos banqueros seguían temblando mudos de miedo. El ministro alzó del suelo su raída cartera y la colocó en la mesita de cristal. Accionó los cierres y la tapa saltó con un chasquido.

Los dos banqueros contemplaron las hileras pulcramente empaquetadas de billetes de cien dólares. La cartera estaba llena hasta el último milímetro. El director calculó rápidamente que habría unos cinco millones de dólares.

—Querría saber —dijo Ignatious— qué debo hacer para abrir una cuenta en su banco.