El robo

Christopher y Margaret Roberts pasaban siempre las vacaciones de verano lo más lejos de Inglaterra que podían permitirse. No obstante, como Christopher era profesor de griego y latín en St. Cuthbert’s, una pequeña escuela preparatoria al norte de Yeovil, y Margaret la gobernanta, su experiencia de cuatro de los cinco continentes se limitaba en gran medida a revistas como National Geographic Magazine y Time.

Las vacaciones anuales de los Roberts en el mes de agosto eran, sin embargo, algo sagrado y se pasaban los once meses restantes del año ahorrando, haciendo planes y preparándose para su único lujo extravagante. Y los otros once meses, comunicando sus descubrimientos a los «chicos». Los Roberts, que no tenían hijos propios, consideraban a los alumnos de la escuela sus «chicos».

Durante las largas noches en que se suponía que los «chicos» estaban durmiendo en sus dormitorios, los Roberts estudiaban detenidamente los mapas, analizaban la opinión especializada y, finalmente, elaboraban una lista de opciones. En los últimos viajes habían llegado hasta Noruega, el norte de Italia, Yugoslavia y el año anterior habían explorado la isla de Aquiles, Skiros, al este de la costa griega.

—Este año tendrá que ser Turquía —decidió Christopher tras una profunda meditación.

Al cabo de una semana, Margaret llegó a la misma conclusión, con lo que ya pudieron pasar a la segunda fase. Sacaron de la biblioteca todos los libros sobre Turquía, los consultaron y volvieron a sacarlos y a consultarlos. Todos los folletos que consiguieron en la embajada de Turquía y en las agencias de viajes de la localidad fueron sometidos al mismo escrutinio prolongado y sistemático.

El primer día del último trimestre de curso, ya habían sacado los billetes de avión, habían alquilado un coche, reservado una habitación de hotel un poco mayor que de costumbre; ya estaban resueltas todas las cuestiones básicas. Solo les faltaba a sus planes un último detalle.

—Bueno, ¿y cuál será nuestra «ganga» este año? —preguntó Christopher.

—Una alfombra —dijo Margaret sin la menor vacilación—. Tiene que ser eso. Durante más de mil años Turquía ha producido las alfombras más preciadas del mundo. Sería idiota pensar en otra cosa.

—¿Cuánto gastaremos en ella?

—Quinientas libras —decidió Margaret, sintiéndose una despilfarradora.

Una vez tomado este acuerdo, intercambiaron recuerdos sobre las «gangas» que habían conseguido a lo largo de los años. En Noruega fue un diente de ballena tallado en forma de galeón, obra de un artista local, al que poco después patrocinó Steuben. En Toscana, fue un cuenco de cerámica que encontraron en un pueblo pequeño donde los moldeaban y los cocían para venderlos a precios exorbitantes en Roma: un pequeño defecto que solo habría podido apreciar un experto, lo convertía en una «ganga». Y cerca de Skopje, los Roberts visitaron una fábrica de vidrio y compraron una jarra de agua momentos antes de que volaran el establecimiento ante sus propios ojos; y en Skiros consiguieron su mejor trofeo, un fragmento de una urna que descubrieron junto a una antigua zona de excavaciones. Los Roberts informaron inmediatamente de su hallazgo a las autoridades, pero los funcionarios griegos no lo consideraron lo bastante importante como para impedir que se lo llevaran.

Al volver a Inglaterra, Christopher no pudo resistir la tentación de enseñárselo al catedrático de estudios clásicos de su antigua alma mater. Este le confirmó que la pieza era probablemente del siglo XII. Esta última «ganga» estaba ahora, esmeradamente engastada, en la repisa de la chimenea del salón.

—Sí, una alfombra será perfecto —reflexionó Margaret—. El problema es que todo el mundo va a Turquía con la idea de comprar una alfombra barata. Así que encontrar una realmente buena…

Se arrodilló para medir el pequeño espacio que quedaba delante del hogar de su salón.

—Una de dos por tres valdría.

Pocos días después de terminar el curso, los Roberts fueron en autobús a Heathrow. El viaje era algo más largo que en tren, pero costaba la mitad.

—Todo lo que ahorremos podremos gastarlo en la alfombra —recordó Margaret a su marido.

—De acuerdo, gobernanta —repuso Christopher, riéndose.

Al llegar a Heathrow, entregaron el equipaje para el vuelo, eligieron dos asientos de no fumadores y, al comprobar que tenían tiempo de sobra, decidieron ver despegar otros aviones a lugares aún más exóticos.

Christopher se fijó primero en los dos pasajeros que corrían por la pista de despegue; evidentemente llegaban tarde.

—Mira —dijo, indicando la pareja que corría.

Margaret observó a los dos, gordos y todavía morenos de las vacaciones anteriores, subir pesadamente la escalerilla.

—El señor y la señora Kendall-Hume —dijo Margaret, incrédula. Tras un momento de vacilación, añadió—: No me gustaría ser severa con ningún alumno, pero el pequeño Malcolm Kendall-Hume me parece un…

—¿Un mocoso mimado? —sugirió su mando.

—Pues sí. No puedo dejar de pensar en cómo deben de ser sus padres.

—Pues si damos crédito a lo que cuenta el chaval, gente muy rica. Tienen una cadena de locales de venta de coches de segunda mano de Birmingham a Bristol.

—Menos mal que no van en nuestro vuelo.

—Seguro que se marchan a las Bermudas o a las Bahamas —comentó Christopher.

El altavoz impidió a Margaret poder emitir su opinión.

—Vuelo 172 de las líneas aéreas Olympic a Estambul, salida número 37.

—Es el nuestro —dijo encantado Christopher, dirigiéndose hacia la puerta de embarque.

Fueron los primeros pasajeros que subieron a bordo, y en cuanto les indicaron sus asientos se pusieron a estudiar las guías de Turquía y las tres carpetas con información que llevaban.

—En Éfeso tenemos que ver el templo de Diana —dijo Christopher, mientras el avión se deslizaba por la pista.

—No olvides que entonces estaremos a pocos kilómetros del supuesto último hogar de la Virgen María —añadió Margaret.

—Que los historiadores serios admiten con reservas —comentó Christopher como si hablara con un alumno de cuarto, pero su esposa estaba demasiado absorta en su libro para advertirlo.

Ambos siguieron leyendo hasta que Christopher le preguntó a Margaret qué leía.

—Alfombras: realidad y fábula, de Abdul Verizoglu… Es la decimoséptima edición —dijo Margaret, segura de que todos los errores se habrían eliminado en las dieciséis ediciones anteriores—. Da muchísima información. Al parecer, los mejores ejemplares son los de Hereke y están tejidos con seda y a veces trabajados hasta por veinte jóvenes, niñas incluso, a la vez.

—¿Por qué jóvenes? —preguntó en tono pensativo Christopher—. La experiencia tendría que ser algo esencial en una tarea tan delicada.

—Al parecer, no. En Hereke las tejen jóvenes con buena vista que pueden distinguir dibujos intrincados muchas veces no mayores que la punta de un alfiler y con no menos de novecientos nudos en unos seis centímetros cuadrados. Una alfombra así puede valer unas quince mil libras, veinte incluso.

—¿Y al otro extremo de la escala? Las alfombras tejidas con lana vieja por gente también vieja —comentó Christopher, respondiendo él mismo la pregunta.

—Sin duda. Pero hasta con nuestro humilde presupuesto hay que tener en cuenta algunas normas elementales.

Christopher se inclinó hacia ella para no perderse nada, por el ruido de los motores del avión.

—«Las de tonos rojos y azules apagados, con fondo verde, se consideran clásicas y son muy admiradas por los coleccionistas turcos, pero deben evitarse los amarillos y los naranjas chillones —leyó su mujer en voz alta—. Y no pensar siquiera en las alfombras con animales, pájaros o peces, pues solo se fabrican para complacer el gusto de los occidentales».

—¿No les gustan los animales?

—Creo que no se trata de eso. Los musulmanes sunnitas, que son los dirigentes religiosos del país, son contrarios a la representación de imágenes. Pero si buscamos bien en los bazares, seguro que encontraremos alguna ganga por unos cientos de libras.

—¡Qué buena excusa para pasarnos todo el día en los bazares!

Margaret sonrió, luego siguió leyendo:

—Pero escucha. «Es importantísimo regatear. El precio inicial que da el vendedor, seguro que es el doble del que espera conseguir y el triple de lo que vale la alfombra».

Alzó la vista del libro.

—Si es cuestión de regatear, tendrás que hacerlo tú, cariño. En Marks Spencer no están acostumbrados a esas cosas.

Christopher se echó a reír.

—«Y, por último —continuó su mujer, volviendo la hoja del libro—, si el vendedor le ofrece café, no lo acepte. Significa que espera que el regateo se prolongue un rato mientras disfruta tanto del propio hecho de regatear como de la venta».

—Si la cosa es así, más vale que tengan una cafetera bien grande preparada para nosotros —dijo Christopher mientras cerraba los ojos y se solazaba pensando en los placeres que le aguardaban.

Margaret no cerró el libro sobre alfombras hasta que el avión tomó tierra en el aeropuerto de Estambul. Abrió entonces la carpeta número uno, llamada «Pre-Turquía».

—Un autobús nos estará esperando en la zona norte de la terminal para trasladarnos al lugar donde debemos tomar el otro avión —le dijo a su marido mientras adelantaba meticulosamente el reloj dos horas.

Siguieron pronto a los Roberts un raudal de pasajeros que se encaminaban al control de pasaportes. Las primeras personas a quienes vieron fueron precisamente aquellas dos, de mediana edad, que suponían rumbo a lugares más exóticos.

—Ya puedes suponer a dónde van —dijo Christopher.

—Al Estambul Hilton, supongo.

Subieron a un vehículo desechado por la compañía de autobuses de Glasgow hacía veinte años. Soltó chorros de humo negro al acelerar, antes de arrancar en dirección a la pista de donde iba a partir el vuelo interior THY.

Los Roberts se olvidaron del señor y la señora Kendall-Hume en cuanto miraron por las ventanillas del pequeño avión para contemplar la costa oeste de Turquía, iluminada por el sol poniente. El aparato aterrizó en el aeropuerto de Izmir cuando el brillante globo rojo empezaba a ocultarse tras la montaña más alta. Otro autobús, aún más destartalado que el anterior, se encargó de que los Roberts llegaran a su pequeña pensión a tiempo para una cena tardía.

Su habitación era diminuta pero pulcra, y del dueño podía decirse exactamente lo mismo. Les recibió gesticulando exageradamente y con una amplia sonrisa que les pareció un buen presagio para los próximos veintiún días.

A la mañana siguiente a primera hora, los Roberts repasaron el minucioso programa para el «día uno» de la carpeta «número dos». Primero tenían que recoger el Fiat de alquiler que ya habían pagado desde Inglaterra, en el que irían, por las colinas, a la antigua fortaleza bizantina de Selcut por la mañana, y por la tarde, si les quedaba tiempo, al templo de Diana.

Una vez retirado el desayuno, los Roberts se lavaron los dientes y salieron de la pensión unos minutos antes de las nueve. Pertrechados con el comprobante del alquiler del coche y la guía, se encaminaron al garaje de Beyazik. Recorrieron las calles empedradas disfrutando de la brisa marina hasta llegar a la bahía. Christopher divisó el letrero del garaje a unos cien metros de distancia.

Al pasar junto a los magníficos yates amarrados a lo largo del puerto, fueron preguntándose sobre la nacionalidad a la que correspondía la bandera de cada embarcación, con un sentimiento no muy distinto al de «los chicos» en una prueba de geografía.

—Italiana, francesa, liberiana, panameña, alemana. No hay muchos barcos británicos —observó Christopher, en un tono insólitamente patriótico; el que usaba siempre, pensó Margaret, cuando estaban en el extranjero.

Ella contempló las hileras de cascos alineados como los autobuses en Picadilly en la hora punta; algunas embarcaciones eran aún mayores que los autobuses.

—¿Cómo será la gente que puede permitirse semejante lujo? —preguntó a su marido, sin esperar respuesta.

—Señor y señora Roberts, ¿no es cierto? —gritó una voz a su espalda.

Ambos se volvieron y vieron a un individuo que les resultaba familiar, con camisa blanca, pantalones cortos Mancos y gorra, que recordaba al capitán Bird’s Eye del anuncio, haciéndoles señas desde la proa de uno de los yates más grandes.

—¡Suban a bordo, amigos! —gritó entusiasmado el señor Kendall-Hume, en un tono más imperativo que suplicante.

Los Roberts recorrieron de bastante mala gana la plancha.

—¡Mira quién está aquí! —gritó su anfitrión hacia un gran agujero que había en el centro de la cubierta. Al momento emergió la señora Kendall-Hume ataviada con un diáfano sarong naranja y la parte de arriba de un biquini a juego con aquella prenda—. Son el señor y la señora Roberts… ¿recuerdas? De la escuela de Malcolm.

Kendall-Hume se volvió hacia la consternada pareja.

—No recuerdo sus nombres de pila, pero ella es Melody y yo soy Ray.

—Christopher y Margaret —aclaró el profesor mientras se daban la mano.

—¿Qué tal una copa? ¿Ginebra, vodka o…?

—Oh, no —rechazó Margaret—. Muchísimas gracias; tomaremos zumo de naranja.

—Como ustedes gusten —accedió Ray Kendall-Hume—. Tienen que quedarse a almorzar.

—Pero no podemos imponer…

—Insisto. Después de todo, estamos de vacaciones. Por cierto, iremos a almorzar al otro lado de la bahía. Hay una playa extraordinaria donde podrán tomar el sol y nadar tranquilamente.

—Muy amable por su parte —dijo Christopher.

—¿Y el joven Malcolm? —preguntó Margaret.

—Está en un campamento de vacaciones en Escocia. A él no le gustan los barcos, como a nosotros.

Por primera vez, que pudiera recordar, Christopher sintió cierta admiración por el muchacho. Al poco rato, el motor arrancó con estruendo.

En el viaje por la bahía, Ray Kendall-Hume expuso sus teorías sobre cómo «conseguir librarse de todo».

—¡No hay nada como un yate para asegurar tu intimidad y no tener que mezclarte con la hoi pollo!

Él solo deseaba las cosas sencillas de la vida: el sol, el mar y una provisión muy abundante de los mejores alimentos y bebidas.

Los Roberts no habrían pedido más. Al final del día, los dos estaban algo mareados y quemados por el sol. Pese a las pastillas blancas, pastillas rojas y pastillas amarillas, facilitadas por Melody con liberalidad, cuando volvieron a su habitación aquella noche, no pudieron conciliar el sueño.

No les resultó fácil eludir a los Kendall-Hume durante los veinte días siguientes. Solo podían llegar a Beyazik, el garaje donde les aguardaba su cochecito de alquiler todas las mañanas y al que tenían que devolverlo por la noche, pasando por el muelle. Y allí estaba amarrado el yate de los Kendall-Hume como un obstáculo infranqueable. Apenas hubo un día en que los Roberts no tuvieran que dedicar parte de su precioso tiempo a subir y bajar por las agitadas aguas costeras de Turquía, comiendo alimentos aceitosos y hablando del tamaño que debería tener una alfombra para el salón de la casa de los Kandall-Hume.

Pese a todo, lograron completar gran parte de su programa y, resueltamente, dejaron aparte el último día de las vacaciones para buscar una alfombra. Como no precisaban el coche para ir al centro, confiaban en que, al menos por un día, podrían verse libres de sus torturadores.

Aquella última mañana se levantaron algo más tarde de lo previsto, y después de desayunar recorrieron juntos el camino empedrado, Christopher con la decimoséptima edición de Alfombras: realidad y fábula, Margaret, con una cinta métrica y quinientas libras en cheques de viaje.

En cuanto llegaron al bazar el profesor y su esposa, empezaron a mirar las mil tiendecitas, preguntándose por dónde iniciar su aventura. Individuos tocados con fez trataban de convencerles de que pasaran a sus diminutos emporios, pero los Roberts dedicaron la primera hora simplemente a ambientarse.

—¡Ya estoy preparada para iniciar la búsqueda! —gritó Margaret por encima de la algarabía que la rodeaba.

—Entonces les hemos encontrado a tiempo —dijo la única voz de la que creían haberse librado.

—Estábamos a punto de…

—Entonces síganme.

Completamente hundidos y desanimados, los Roberts siguieron a Ray Kendall-Hume fuera del bazar y de vuelta a la ciudad.

—Acepten mi consejo y conseguirán el chollo de su vida —les aseguró Kendall-Hume—. En mi época, encontré verdaderas maravillas en todos los rincones del globo a precios inverosímiles. Les permitiré con mucho gusto aprovechar mi experiencia sin recargo alguno.

—No sé cómo podían soportar el ruido y el olor de aquel bazar —comentó Melody, encantada, sin duda alguna, de volver a los letreros de Gucci, Lacoste y Saint-Laurent.

—Nosotros preferiríamos…

—Rescatados en el momento oportuno —le cortó Ray Kendall-Hume—. Y el lugar que según me han dicho es ideal para comprar una buena alfombra es Oman’s.

Margaret recordó el nombre por el libro sobre alfombras.

«Solo debe ir allí si no le importa en absoluto el dinero y sabe exactamente lo que quiere». Iban a perder la última mañana, que para ellos era vital, se dijo Margaret mientras abría las grandes puertas de cristal de Osman’s, que daban a una sala del tamaño de una pista de tenis. Todo el suelo estaba cubierto de alfombras, así como las paredes, los alféizares de las ventanas e incluso las mesas. En cualquier sitio donde hubiera espacio para extender una alfombra, había una alfombra. Aunque los Roberts comprendieron de inmediato que nada de lo que estaba a la vista entraba dentro de sus posibilidades, la belleza de la exposición les extasió.

Margaret recorrió despacio el local, midiendo mentalmente las alfombras pequeñas para hacerse una idea de lo que podrían buscar cuando consiguieran librarse de los Kendall-Hume.

Un individuo alto y elegante, con las manos alzadas como en oración e inmaculadamente ataviado con un traje de estambre que podría haber sido confeccionado en Savile Row, se acercó a recibirles.

—Buenos días, señor —saludó, dirigiéndose al señor Kendall-Hume, identificando sin dificultades al verdadero derrochador—. ¿Puedo ayudarles en algo?

—Sin duda alguna —repuso Kendall-Hume—. Deseo que nos enseñe sus mejores alfombras, pero le advierto que no me propongo pagar sus mejores precios.

El vendedor sonrió cortésmente y dio una palmada. Tres ayudantes les trajeron seis alfombras pequeñas que extendieron en el centro del local. Margaret se enamoró de una de fondo verde suave, con una cenefa de diminutos cuadros rojos. El diseño era tan intrincado que no podía apartar la vista. La midió: exactamente dos por uno.

—Tiene usted un gusto exquisito, señora —dijo el vendedor.

Margaret se ruborizó ligeramente, se incorporó, dio un paso atrás y ocultó la cinta métrica a la espalda.

—¿Qué te parece el lote, cielo? —preguntó Kendall-Hume indicando con un gesto las seis alfombras.

—Ninguna de estas es bastante grande —repuso Melody, dedicándoles solo una mirada de pasada.

El vendedor volvió a dar una palmada y las alfombras fueron enrolladas y retiradas. Pronto las reemplazaron otras cuatro alfombras más grandes.

—¿Les apetece un café? —preguntó el vendedor al señor Kendall-Hume mientras las nuevas alfombras yacían desplegadas a sus pies.

—No tenemos tiempo —rechazó en tono brusco Kendall-Hume—. Hemos venido a comprar una alfombra. Si quiero café, siempre puedo ir a una cafetería —dijo con una risilla.

Melody sonrió con complicidad.

—Bueno, yo sí tomaría un poco de café —declaró Margaret, decidida a rebelarse en algún momento de las vacaciones.

—Encantado, señora —dijo el vendedor, uno de cuyos ayudantes fue a cumplir sus deseos mientras los Kendall-Hume estudiaban las nuevas alfombras.

A los pocos minutos trajeron el café. Margaret dio las gracias al joven ayudante y empezó a tomar el denso líquido negro lentamente. «Delicioso», pensó, y sonrió al vendedor con gratitud.

—También son pequeñas —insistió la señora Kendall-Hume.

El vendedor emitió un ligero suspiro y, una vez más, dio una palmada. Y de nuevo los asistentes enrollaron las alfombras rechazadas. El vendedor se dirigió entonces a uno de sus ayudantes en turco. El ayudante miraba indeciso a su jefe, pero este asintió con firmeza y le indicó con un gesto que se retirara. Poco después volvió a aparecer el ayudante con un pequeño pelotón de auxiliares que portaban dos alfombras, que, una vez extendidas, ocuparon casi todo el suelo de la tienda. A Margaret le gustaron aún menos que las últimas que habían visto, pero como no le pidieron su opinión, tampoco la dio.

—Esto ya está mejor —dictaminó Kendall-Hume—. ¿Qué me dices, Melody, es este el tamaño adecuado para el salón?

—Perfecto —contestó su esposa, sin hacer el menor intento de medir las alfombras.

—Me alegra que estemos de acuerdo —concluyó Ray Kendall-Hume—. Pero ¿cuál de las dos, cielito? ¿La azul claro y roja o la amarilla y naranja fuerte?

—La amarilla y naranja —decidió Melody—. Me encanta la cenefa de pájaros de colores fuertes.

A Christopher le pareció que el vendedor hacía una mueca.

—Bueno, pues ahora solo nos falta llegar a un acuerdo en cuanto al precio —dijo Kendall-Hume—. Será mejor que te sientes, cielo, porque esto puede llevar un rato.

—Espero que no —comentó la señora Kendall-Hume, empeñada en seguir de pie.

Los Roberts guardaron silencio.

—Por desgracia, señor —empezó a decir el vendedor—, su esposa ha elegido una de las mejores alfombras de nuestra colección; así pues, me temo que no hay mucho margen para un reajuste del precio.

—¿Cuánto? —preguntó Kendall-Hume.

—Verá, señor, esta alfombra fue tejida en Demirdji, en la provincia de Izmir, por más de cien costureras que tardaron más de un año en hacerla.

—No me venga con ese camelo, amigo —le atajó Kendall-Hume, haciendo un guiño a Christopher—. Limítese a decirme cuánto espera usted que le pague.

—Creo que es mi obligación indicarle, señor, que esta alfombra en realidad no debía estar aquí —prosiguió el turco quejumbrosamente—. La hicieron para un príncipe árabe que luego no cumplió el trato, al caer los precios del petróleo.

—Pero tuvo que aceptar sin duda el precio en el momento, ¿no?

—No puedo revelar la cantidad exacta, señor. Me resulta bastante violento mencionarla.

—Pues a mí no me violentaría. Vamos, ¿cuál fue el precio? —insistió.

—¿En qué moneda lo prefiere?

—En libras.

El vendedor sacó una calculadora pequeña del bolsillo de la chaqueta, pulsó unas cuantas teclas y luego contempló desconsolado a los Kendall-Hume.

Christopher y Margaret guardaban silencio, como escolares que temen que el director les haga una pregunta cuya respuesta seguramente ignorarán.

—Vamos, vamos, ¿cuánto pensaba usted clavarme?

—Creo que debe prepararse usted para un susto, señor.

—¿Cuánto? —repitió Kendall-Hume, impaciente.

—Veinticinco mil.

—¿Libras?

—Libras.

—Debe de estar usted de broma —dijo Kendall-Hume, caminando alrededor de la alfombra, y deteniéndose junto a Margaret y diciéndole en un susurro—: Está usted a punto de descubrir por qué me consideran el azote del comercio automovilístico de la región centrooriental.

Luego se volvió al vendedor, diciendo:

—Yo no pagaría más de quince mil por esa alfombra. Ni aunque me fuera la vida en ello.

—Pues me temo que entonces ha perdido usted el tiempo, señor —replicó el turco—. Porque esta es una alfombra destinada únicamente a los cognoscenti. ¿No querría la señora reconsiderar la roja y azul?

—Por supuesto que no —dijo Kendall-Hume—. Está completamente descolorida. ¿Es que no lo ve? Seguro que la dejaron demasiado tiempo en el escaparate y le dio el sol. No, tendrá que reconsiderar usted el precio si quiere que la alfombra naranja y amarilla acabe en el hogar de un entendido.

El vendedor suspiró y tecleó de nuevo en la calculadora.

Mientras proseguía la transacción, Melody tenía la mirada perdida, y de vez en cuando miraba por la ventana hacia la bahía.

—No bajaré un penique de veintitrés mil libras.

—Yo estaría dispuesto a llegar hasta las dieciocho mil —propuso Kendall-Hume—, pero ni un penique más.

Los Roberts contemplaron al vendedor, que tecleaba los números en la calculadora.

—Eso ni siquiera cubriría el costo, lo que yo mismo pagué por ella —dijo al fin con tristeza, contemplando las pequeñas figuras chillonas.

—Me está usted apretando. Pero no apriete demasiado. Diecinueve mil. Pero es mi última oferta.

—Veinte mil libras es la cifra más baja que puedo considerar —repuso el vendedor—. Un precio tirado, lo juro sobre la tumba de mi madre.

Kendall-Hume sacó la cartera y la puso en la mesa junto al vendedor.

—Diecinueve mil libras y cerramos el trato.

—Pero ¿cómo voy a dar de comer a mis hijos? —preguntó el vendedor, alzando las manos sobre la cabeza.

—Pues igual que yo a los míos —bromeó Kendall-Hume—. Consiguiendo buenos beneficios.

El vendedor se detuvo, como si estuviera pensando, y al fin concluyó:

—No puedo hacerlo, señor. Lo siento. Pero podemos enseñarle otras alfombras.

Ante un gesto, sus ayudantes se acercaron.

—No; esa es la que quiero —terció entonces la señora Kendall-Hume—. No discutas por mil libras, cariño.

—Créame usted, señora —se lamentó el vendedor, volviéndose a la señora Kendall-Hume—, le aseguro que mi familia se moriría de hambre si todos nuestros clientes fueran como su marido.

—De acuerdo, tendrá usted las veinte mil, pero con una condición.

—¿Con una condición?

—Tiene que hacerme un recibo por diez mil. De lo contrario acabaría pagando la diferencia en la aduana.

El vendedor hizo una profunda inclinación, como para indicar que la petición no le parecía insólita.

El señor Kendall-Hume abrió la cartera y sacó diez mil libras en cheques de viaje y luego otras diez mil en billetes.

—Como verá usted —dijo, con una sonrisa—, venía preparado.

Sacó entonces otras cinco mil libras y, moviéndolas delante del vendedor, añadió:

—Y hubiera estado dispuesto a pagarle más.

El vendedor se encogió de hombros.

—Ha puesto usted unas condiciones durísimas, señor. Pero no me oirá quejarme ahora que el trato está cerrado.

Enrollaron la enorme alfombra, la envolvieron e hicieron un recibo por diez mil libras mientras se hacía el pago en los cheques de viaje y el dinero en metálico.

Los Roberts no abrieron la boca en veinte minutos. Cuando vieron el dinero cambiar de manos, Margaret pensó que era más dinero del que ganaban juntos ella y su marido en un año.

—Es hora de volver al yate —dijo Kendall-Hume—. Les esperamos a comer. Y ahora les dejamos, para que puedan ustedes buscar una buena alfombra.

—Gracias —dijeron los Roberts al unísono.

Esperaron a que los Kendall-Hume se perdieran de vista con los dos ayudantes detrás cargando la alfombra amarilla y naranja; dieron luego las gracias al vendedor por el café y se dispusieron a salir de la tienda.

—¿Qué tipo de alfombra buscaban ustedes? —preguntó el vendedor.

—Me temo que sus precios están fuera de nuestro alcance —dijo cortésmente Christopher—. Pero gracias.

—Bueno, permítanme al menos averiguarlo. ¿Ha visto usted o su esposa alguna alfombra que les gustara?

—Sí —contestó Margaret—, la pequeña, pero…

—Ah, sí. Ahora recuerdo los ojos de la señora cuando vio la de Hereke.

Se marchó y reapareció a los pocos minutos con la pequeña alfombra de fondo verde suave y diminutos cuadrados rojos, que habían rechazado tan rotundamente los Kendall-Hume. Sin esperar que le ayudaran, él mismo la extendió para que los Roberts pudieran contemplarla mejor.

A Margaret le pareció más preciosa, incluso, al verla por segunda vez, y se dijo que no podrían encontrar otra parecida en el poco tiempo que les quedaba.

—Perfecta —admitió, con franqueza.

—Entonces, solo nos queda hablar del precio —dijo amablemente el vendedor—, ¿cuánto tienen ustedes pensado gastarse, señora?

—Habíamos pensado gastarnos trescientas libras —dijo Christopher interviniendo.

Margaret no pudo disimular su sorpresa.

—Pero acordamos… —empezó a decir.

—Gracias, querida, creo que debo encargarme yo de esto.

El vendedor sonrió y volvió al regateo.

—Tendríamos que cobrarles seiscientas libras. Cualquier cantidad inferior sería un robo.

—Mi última oferta son cuatrocientas libras —dijo Christopher, procurando adoptar un tono firme.

—Mi precio más bajo tendría que ser quinientas libras.

—¡Me la quedo! —exclamó Christopher.

Uno de los dependientes empezó a agitar los brazos y a hablar acaloradamente con el vendedor en su propio idioma. El propietario alzó una mano desechando las protestas del joven, mientras los Roberts les miraban inquietos.

—Mi hijo —explicó el vendedor— no se muestra nada contento con el trato, pero yo estoy encantado sabiendo que la alfombrita irá a parar al hogar de una pareja que, evidentemente, apreciará su auténtico valor.

—Gracias —dijo Christopher tranquilamente.

—¿Quieren ustedes también un recibo con un precio distinto?

—No, gracias —dijo Christopher, entregándole diez billetes de cincuenta libras y esperando que les envolvieran la alfombra y les dieran el correspondiente recibo.

El vendedor sonreía para sí viendo a los Roberts salir de su tienda abrazados a su adquisición.

Cuando llegaron al muelle, el barco de los Kendall-Hume ya estaba a medio camino de la bahía hacia la playa tranquila. Suspiraron con alivio y volvieron al bazar para comer allí.

Cuando estaban esperando en el aeropuerto de Heathrow que apareciera su equipaje en la cinta transportadora, Christopher sintió una palmada en el hombro. Se volvió y se encontró con un radiante Ray Kendall-Hume.

—¿Podría hacerme un favor, amigo?

—Se lo haré si puedo —dijo Christopher, que aún no se había recuperado del todo de su último encuentro.

—Es bastante sencillo —explicó Kendall-Hume—. La vieja y yo nos hemos traído demasiados regalos y me preguntaba si ustedes podrían pasarnos algunos por aduana. De lo contrario, nos retendrán aquí toda la noche.

Melody estaba tras un carro cargado ya, y sonreía benévolamente a los dos hombres.

—Pero aun así tendrá que pagar los derechos correspondientes —dijo Christopher con firmeza.

—Pues claro; no se me ocurriría pensar otra cosa —dijo Kendall-Hume, debatiéndose con un voluminoso paquete antes de ponerlo en el carro de los Roberts.

Christopher iba a protestar cuando Kendall-Hume le entregó dos mil libras y el recibo.

—¿Qué haremos si dicen que su alfombra vale mucho más de diez mil libras? —preguntó nerviosa Margaret, acercándose a su marido.

—Pagar la diferencia y yo se la reembolsaré inmediatamente. Pero les aseguro que es muy poco probable que suceda.

—Ojalá tenga razón.

—Claro que la tengo. No se preocupen. Ya lo he hecho antes. Y tendré muy en cuenta su ayuda cuando llegue la próxima petición de la escuela —añadió, dejándoles con el inmenso paquete.

En cuanto Christopher y Margaret localizaron su propio equipaje, cogieron el segundo carro y se pusieron a la cola de los que tenían algo que declarar.

—¿Llevan ustedes algún objeto de valor superior a quinientas libras? —preguntó cortésmente el joven funcionario.

—Sí —dijo Christopher—. Compramos dos alfombras en Turquía durante las vacaciones.

Le entregó los dos recibos.

El funcionario estudió atentamente los recibos, y luego preguntó si le permitían ver las alfombras.

—Por supuesto —dijo Christopher, y se puso a desenvolver la grande mientras Margaret hacía otro tanto con la pequeña.

—Tendrá que verlas un experto —dijo el funcionario una vez los paquetes estuvieron deshechos—. Solo llevará unos minutos.

En seguida se llevaron de allí las alfombras.

«Unos minutos» resultaron ser más de quince, y Christopher y Margaret lamentaron en seguida su decisión de ayudar a los Kendall-Hume, fueran cuales fuesen las necesidades de donativos de la escuela. Se entregaron a una conversación trivial que no habría engañado ni al detective más novato.

Al fin volvió el funcionario.

—Por favor, ¿serían tan amables de hablar un momento con mi compañero en privado? —les preguntó.

—¿Es realmente necesario? —preguntó Christopher, enrojeciendo.

—Me temo que sí, señor.

—Debíamos habernos negado —susurró Margaret—. Nunca hemos tenido ningún problema con las autoridades.

—No te preocupes, cariño. Todo habrá acabado en unos minutos, ya verás —la tranquilizó Christopher, no muy convencido de sus propias palabras.

Siguieron al joven hasta una pequeña habitación.

—Buenas tardes, señor —les saludó un individuo de pelo blanco, con varios aros de oro alrededor del puño de la manga—. Lamento haberles hecho esperar, pero nuestro experto ha tenido que ver sus alfombras y está seguro de que hay un error.

Christopher deseaba protestar, pero era incapaz de proferir una sola palabra.

—¿Un error? —consiguió preguntar Margaret.

—Sí, señora. Cree que los recibos que han presentado ustedes son absurdos.

—¿Absurdos?

—Así es —confirmó el funcionario mayor—. Se lo repito, creemos que hay un error.

—¿Qué tipo de error? —preguntó Christopher, recuperando la facultad de hablar.

—Verán, ustedes han declarado dos alfombras, una al precio de diez mil libras y otra al precio de quinientas libras, según estos recibos.

—¿Y bien?

—Todos los años vuelven a Inglaterra cientos de personas con alfombras turcas, así que tenemos experiencia en estos asuntos. Nuestro asesor cree que los recibos están equivocados.

—No acabo de entender… —dijo Christopher.

—Verá —explicó el mayor de los funcionarios—, estamos totalmente seguros de que la alfombra grande ha sido tejida con una tosca rueca y no llega a ochenta ghiordes o nudos por centímetro cuadrado. Pese a su tamaño, calculamos que valdrá unas cinco mil libras. Y la pequeña calculamos que tiene unos trescientos sesenta nudos por centímetro cuadrado y es una muestra perfecta de la artesanía de la seda tradicional de Hereke, por lo que sin duda habría sido una ganga a cinco mil libras. Como ambas alfombras proceden de la misma tienda, suponemos que el dependiente cometió un error al extender los recibos.

Los Roberts seguían callados.

—Lo cual no altera las tasas que han de pagar, pero creíamos que desearían saberlo a efectos de los seguros.

Los Roberts seguían sin pronunciar palabra.

—Como pueden pasar hasta un valor de quinientas libras sin pagar impuestos, el exceso sigue siendo de dos mil libras.

Christopher le entregó inmediatamente los billetes que le había dado Kendall-Hume. El funcionario mayor los contó, mientras el más joven envolvía cuidadosamente las dos alfombras.

—Gracias —dijo Christopher cuando les devolvieron los paquetes y un recibo por las dos mil libras.

Los Roberts cargaron rápidamente el paquete grande en su carro y lo sacaron entre la aglomeración. Afuera, esperaban impacientes los Kendall-Hume.

—Han tardado mucho —se quejó Kendall-Hume—. ¿Algún problema?

—No; solo estaban comprobando el valor de las alfombras.

—¿Algún recargo? —le preguntó preocupado Kendall-Hume.

—No; sus dos mil libras lo cubrieron todo —respondió Christopher, entregándole el recibo.

—Entonces lo conseguimos, amigo. Muy bien. ¡Menuda ganga para añadir a mi colección! —Kendall-Hume cargó el voluminoso paquete en el maletero de su Mercedes, lo cerró, montó en el coche y se colocó al volante—. Muy bien —repitió por la ventanilla abierta, mientras el coche se ponía en marcha—. No olvidaré el donativo escolar.

Los Roberts se quedaron viendo el coche gris plateado unirse a la fila de vehículos que se alejaban del aeropuerto.

—¿Por qué no le dijiste al señor Kendall-Hume el verdadero valor de su alfombra? —preguntó Margaret cuando estaban ya en el autobús.

—Lo estuve pensando, pero llegué a la conclusión de que lo último que querría el señor Kendall-Hume era que le dijeran la verdad.

—Pero ¿no te sientes un poco culpable? Después de todo hemos robado…

—En absoluto, cariño. Nosotros no hemos robado nada. Pero conseguimos una ganga extraordinaria.