Solo buenos amigos

Me desperté antes que él. Notaba algo de calor, pero sabía que no podía hacer nada.

Parpadeé y me habitué en seguida a la media luz. Alcé la cabeza y contemplé el amplio espacio de blanca piel inmóvil que dormía a mi lado. Si hiciera tanto ejercicio como yo, no tendría aquellos michelines, pensé con indiferencia.

Roger se agitó inquieto y se volvió hacia mí, pero yo sabía que no despertaría del todo hasta que empezara a sonar el despertador de su mesita. Consideré por un momento si volver a dormirme o levantarme y desayunar algo antes de que despertara él. Decidí seguir en la cama, soñando despierta y procurando no molestarle. Cuando al fin abrió los ojos pensé hacerme la dormida (así acabaría preparándome el desayuno él). Empecé a repasar las cosas que debía hacer cuando él se fuera a la oficina. Parecía no importarle lo que hiciera yo durante el día, con tal de que estuviera en casa para recibirle cuando volvía del trabajo.

De su lado de la cama surgió un leve susurro. Los ronquidos de Roger nunca me molestaban. Mi cariño por él no tenía límites; solo deseaba poder encontrar las palabras que lo expresaran. En realidad, él era el primer hombre al que había apreciado realmente. Mientras contemplaba su rostro sin afeitar, me vino a la memoria que no fue su aspecto lo que me atrajo en aquel bar aquella noche.

Vi a Roger por primera vez en Cat and Whistle, una taberna situada en la esquina de Mafeking Road. Podría decirse que era nuestro bar. Él solía aparecer hacia las ocho, pedía una cerveza y se la llevaba a una mesa pequeña de un rincón, un poco más allá de la diana de los dardos. Estaba casi siempre solo, allí sentado, viendo cómo lanzaban los dardos hacia la diana, aunque solían acabar con más frecuencia lejos de ella, e incluso fuera del tablero. Pero él nunca jugaba, y yo me preguntaba muchas veces, desde mi posición estratégica detrás de la barra, si sería por no renunciar a su sitio favorito o, sencillamente, porque no le interesaba en absoluto el juego.

De pronto, las cosas cambiaron para Roger (favorablemente, sin duda, desde su punto de vista) cuando, una noche de principios de primavera, se sentó a su lado una rubia llamada Madeleine, que llevaba un abrigo de piel sintética y bebía una ginebra doble con vermut. Yo no la había visto nunca por allí, pero estaba claro que la clientela sí la conocía, y los fragmentos de conversación que capté me indujeron a pensar que aquello no podía durar: decían que ella andaba buscando a alguien cuyos horizontes se extendieran más allá del Cat and Whistle.

La relación, si es que llegó a serlo, solo duro veinte días. Lo sé porque los conté de uno en uno. Luego, una noche, los clientes empezaron a levantar la voz, se volvieron y ella se bajó del taburete y se alejó tan de prisa como se había acercado. Roger observó con gesto cansado cómo se instalaba en un sitio vacío, en una esquina de la barra, pero no mostró la menor sorpresa al verla marchar ni hizo intento alguno de seguirla.

La salida de ella fue la señal para que entrara yo. Casi salté desde detrás de la barra y, todo lo rápidamente que permitía la dignidad, unos segundos después me hallaba en el asiento vacío que había junto a Roger. Él no hizo ningún comentario y tampoco me ofreció una copa, desde luego, pero la única mirada que lanzó en mi dirección no sugería precisamente que me considerara un cambio aceptable. Miré a mi alrededor para ver si alguien planeaba usurparme el puesto. Los individuos que jugaban a los dardos parecían indiferentes. El juego les tenía muy ocupados. Miré hacia la barra para comprobar si el jefe había advertido mi ausencia, pero estaba ocupado atendiendo a los clientes. Vi que Madeleine estaba ya sorbiendo una copa de champaña de la única botella del bar, invitada por un extraño cuya elegante chaqueta cruzada y cuya corbata de rayas en diagonal me confirmaron que ella no volvería a preocuparse por Roger. Parecía bien colocada, al menos por otros veinte días.

Alcé la vista hacia Roger (hacía tiempo que sabía su nombre, aunque nunca lo usé para dirigirme a él, e ignoraba si él sabía el mío). Empecé a agitar las pestañas de forma un poco exagerada. Tenía la impresión de estar haciendo la idiota, pero al menos mi actitud provocó una sonrisa amable. Se inclinó hacia mí y me acarició la mejilla; tenía las manos sorprendentemente suaves. Ninguno de los dos sentía necesidad de hablar. Ambos estábamos solos y parecía inútil explicar por qué. Seguimos sentados en silencio. Él sorbía de vez en cuando su cerveza y yo cambiaba la postura de las piernas, mientras a unos pasos de donde estábamos nosotros, los dardos seguían su incierto camino.

Luego el tabernero gritó: «Vamos a cerrar, señores», y Roger acabó la cerveza mientras los jugadores de dardos completaban la que seria su última partida.

Nadie hizo comentarios cuando salimos, y me sorprendió que Roger no protestara al ver que yo le seguía hasta su casita adosada. Yo sabía perfectamente dónde vivía porque le vi varias veces por la mañana esperando el autobús en Dobson Street, entre una fila silenciosa de viajeros huraños. Una vez me situé incluso junto a una pared próxima para poder observar mejor sus rasgos. Era el suyo un rostro anónimo, casi vulgar, pero tenía los ojos más cálidos y la sonrisa más afable que yo había visto en un hombre.

Lo único que me inquietaba era que parecía ignorar mi existencia. Siempre estaba preocupado: por la noche solo tenía ojos para Madeleine, y por la mañana no podía pensar más que en ella. ¡Qué envidia me daba aquella chica! Tenía todo lo que yo deseaba (a excepción de un abrigo de piel decente, lo único que me había dejado mi madre). En realidad, no me asistía derecho alguno a criticar a Madeleine, ya que su pasado no podía haber sido más turbio que el mío.

Todo eso sucedió hace más de un año, y para demostrar mi entrega absoluta a Roger, no volví a entrar en el Cat and Whistle desde entonces. Él parecía haber olvidado a Madeleine, porque no volvió a hablar de ella delante de mí. Era un hombre extraño: nunca me preguntó por mis relaciones anteriores.

Quizá debiera haberlo hecho. Me habría gustado que supiera la verdad sobre mi vida antes de que nos conociéramos, aunque ahora todo eso parece irrelevante. Fui la mayor de cuatro hermanos, y por tanto siempre me tocó el último lugar de la fila. No conocí a mi padre, y una noche, al llegar a casa, descubrí que mi madre se había largado con otro compañero. Tracy, una de mis hermanas, me advirtió que no esperara su regreso. Y tenía razón, pues no volví a ver a mi madre desde entonces. Es terrible tener que admitir, aunque solo sea para tus adentros, que tu madre es una fulana.

Así pues, sin padre ni madre, empecé a ir a la deriva, procurando llevar siempre un paso de ventaja a la ley (lo cual no es nada fácil cuando no tienes dónde apoyar la cabeza). Ni siquiera puedo recordar cómo acabé con Derek… si es que era ese su verdadero nombre. Derek, moreno y sensual, en realidad habría atraído a cualquier hembra sensible. Me contó que estuvo embarcado en un mercante los últimos tres años. Cuando me hacía el amor, yo estaba dispuesta a creer lo que fuera. Lo único que deseaba, le expliqué, era un hogar cálido, comer con regularidad y tal vez, con el tiempo, tener una familia propia. Se aseguró de que uno de mis deseos se cumpliera, porque pocas semanas después de dejarme tuve gemelos: dos chicas. Él no llegó a verlas. Volvió a la mar antes, incluso, de que pudiera decirle que estaba embarazada. No tuvo ninguna necesidad de prometerme el mundo: era tan guapo, que debía de estar seguro de que yo hubiera sido suya por una sola noche de placer.

Procuré sacar a las hijas adelante honradamente, pero las autoridades me cogieron esta vez y las perdí a ambas. ¿Dónde estarán ahora? ¡Dios sabe! Espero que hayan terminado en una buena casa. Por lo menos heredaron la belleza de su padre, y eso les ayudará en la vida. Es otra cosa que Roger no sabrá nunca. Su absoluta confianza me hace sentirme aún más culpable, y nunca me veo con ánimos de revelarle la verdad.

Cuando Derek volvió a la mar, tuve que arreglármelas durante casi un año antes de conseguir trabajo de media jornada en el Cat and Whistle. El tabernero era tan mezquino que ni siquiera me habría dado comida y bebida si no hubiera cumplido mi parte del trato.

Roger iba por allí una o dos veces por semana antes de conocer a la rubia del abrigo de piel raído.

A partir de entonces acudió todas las noches, hasta que ella se levantó y le dejó.

Supe que era ideal para mí la primera vez que le oí pedir una cerveza suave… Una cerveza suave… No se me ocurre mejor descripción de Roger. Aquellos primeros días, las camareras coqueteaban con él descaradamente, pero él no mostraba el menor interés. Hasta que Madeleine se pegó a él, ni siquiera podía yo saber si le gustaban las mujeres. Quizá fuera mi aspecto andrógino lo que en realidad le atraía.

Creo que en aquel bar yo era la única que buscaba algo más permanente.

Y así, Roger me permitió pasar la noche con él. Recuerdo que se fue al cuarto de baño a desnudarse mientras yo descansaba en lo que supuse sería mi lado de la cama. Desde aquella noche, no me ha pedido ni una sola vez que me vaya ni ha intentado echarme. Es una relación agradable. Jamás me ha levantado la voz ni me ha reñido sin razón. Perdonad el tópico, pero sé que por una vez he tenido suerte.

Brrr. Brrr. Brrr. El maldito despertador. Ojalá pudiera enterrarlo. No parará de sonar hasta que Roger decida moverse. Una vez intenté estirarme por encima de él y poner fin a su infernal estruendo, y lo que hice fue tirar el artefacto al suelo, lo cual le molestó todavía más que el ruido. Decidí que no volvería a hacerlo. Al fin surgió de debajo de la manta un brazo largo, la palma de la mano cayó sobre el reloj y aquel maldito estrépito cesó. Yo tengo el sueño ligero, y el menor movimiento me molesta. Si me lo hubiera pedido, yo podría despertarle todas las mañanas mucho más suavemente.

Después de todo, mis métodos son absolutamente igual de seguros que los de cualquier aparato fabricado por el hombre.

Roger me hizo una leve caricia, todavía medio dormido, antes de masajearme la espalda, lo que siempre provocaba en mí una sonrisa. Luego bostezó, se desperezó y declaró, como casi todas las mañanas:

—He de darme prisa, llegaré tarde a la oficina.

Supongo que a algunas hembras les habría molestado la monotonía de nuestra rutina matinal…, pero a mí no. Todo formaba parte de una vida que me hacía sentirme segura en la certeza de que, finalmente, había encontrado algo que merecía la pena.

Roger consiguió ponerse las zapatillas al revés (siempre había un cincuenta por ciento de posibilidades de que lo hiciera) y avanzó con torpeza hacia el cuarto de baño. Salió de él al cabo de quince minutos, como siempre, con un aspecto poco mejor que el que tenía al entrar. He aprendido a convivir con lo que alguien habría llamado sus manías, en tanto que él ha aprendido a aceptar mis manías de limpieza y la necesidad de sentirme segura.

—Arriba, holgazana —me instó, como si fuera una orden pero se limitó a sonreír cuando me acurruqué, negándome a abandonar el cálido hueco que él había dejado.

—Supongo que esperas que te traiga el desayuno antes de irme al trabajo, ¿eh? —añadió bajando ya las escaleras.

No me molesté en contestarle. Sabía que a los pocos minutos abriría la puerta de la calle, recogería el periódico, el correo y nuestra botella de leche de todos los días. Y la echaría, como siempre, en el hervidor; luego iría a la despensa, llenaría un cuenco con mi comida preferida para el desayuno y añadiría mi ración de leche, dejándose solo la justa para sus dos tazas de café.

Podía prever casi al segundo cuándo estaría listo el desayuno. Primero oiría hervir la leche, a los pocos minutos la serviría y luego le oiría mover una silla. Esa era la señal que me indicaba el momento de unirme a él.

Estiré despacio las piernas, advirtiendo que mis uñas necesitaban ciertos cuidados. Había decidido no hacer una limpieza como es debido hasta que se fuera a la oficina. Oí el ruido de la silla al arrastrarla por el linóleo de la cocina. Me sentía tan dichosa que salté literalmente de la cama y corrí hacia la puerta abierta. A los pocos segundos, estaba abajo. Aunque él ya había tomado el primer bocado de copos de maíz, en cuanto me vio dejó de comer.

—Eres muy amable acompañándome —dijo, con una sonrisa iluminándole la cara.

Me acerqué y alcé la vista hacia él, expectante. Se inclinó entonces y me acercó el cuenco. Empecé a beber la leche, muy contenta, moviendo el rabo de un lado a otro. Lo de que solo movemos el rabo cuando estamos enfadados es un mito.