Christina Rosenthal

El rabino sabía que no iba a poder empezar su sermón sin antes haber leído la carta. Llevaba más de una hora sentado a su escritorio, ante la hoja en blanco, y aún no había escrito ni la primera frase. Últimamente era incapaz de concentrarse en una tarea que venía realizando todos los viernes por la noche desde hacía treinta años. Ya tenían que haberse dado cuenta de que no estaba a la altura. Sacó la carta del sobre y desdobló despacio las hojas. Se colocó luego las medias gafas de lectura en el puente de la nariz, y empezó a leer.

Queridísimo padre:

«¡Judío, judío, judío!» eran las primeras palabras que le oía decirme cada vez que pasaba delante de ella en el primer trecho. Estaba siempre detrás de la barrera, junto a la línea de salida, con las manos haciendo bocina para asegurarse de que la oían bien. Debía de venir de otro colegio porque no la conocía, pero me bastó una mirada fugaz para ver que Greg Reynolds estaba a su lado.

Después de cinco años de aguantar sus comentarios sarcásticos y sus abusos en el colegio, deseaba con todas mis fuerzas contestarle: «Nazi, nazi, nazi», pero tú me enseñaste que debía mantenerme siempre por encima de tal provocación.

Procuré no pensar en ninguno de los dos. Hacía muchos años que soñaba con ganar los campeonatos del instituto West Mount y no estaba dispuesto a permitir que me lo impidieran.

Al completar la segunda vuelta, le dediqué una mirada más atenta. Estaba en el centro de un grupo de amigas que llevaban las bufandas del colegio Marianapolis. Debía de tener unos dieciséis años y era tan esbelta como un sauce. Me pregunto si me habrías castigado si le hubiera gritado: «¡Pecho plano, pecho plano!», para ver si eso provocaba al chico que estaba a su lado a pelear. Luego podría haberte dicho, sin mentir, que él lanzó el primer golpe; claro que en cuanto te hubiera dicho que se trataba de Greg Reynolds habrías comprendido que hacía falta bien poco para provocarle.

Al completar otra vuelta me dispuse a oír de nuevo los cantos. Los cantos en las competiciones se habían puesto de moda a finales de los cincuenta, cuando en los estadios de todo el mundo gritaban «¡Za-to-pek! ¡Za-to-pek! ¡Za-to-pek!» al gran campeón checo. Pero a mí no me gritarían «¡Rosenthal! ¡Rosenthal! ¡Rosenthal!» cuando pasara a su altura.

«¡Judío! ¡Judío! ¡Judío!», gritaba ella, como un disco rayado. Su amigo Greg se echó a reír. Me constaba que él le había dado la idea, y no sabes cuánto me hubiera gustado borrarle aquella sonrisa estúpida de la cara. Llegué a la señal de la media milla en dos minutos diecisiete segundos, tranquilamente al ritmo necesario para batir el récord del colegio; pensé que era la mejor forma de poner en su sitio a la chica insolente y al fascista Reynolds. Al mismo tiempo, no podía dejar de pensar lo injusto que resultaba aquello. Yo era canadiense auténtico, nacido y criado en este país, mientras que ella era una inmigrante. Después de todo, tú, padre, escapaste de Hamburgo en 1937 y empezaste partiendo de nada. Los padres de ella llegaron a estas costas hacia 1949, cuando tú ya eras una persona respetada en la comunidad.

Rechiné los dientes e intenté concentrarme. Zatopek decía en su autobiografía que ningún corredor puede permitirse perder la concentración en una carrera. Cuando llegué a la penúltima vuelta, el inevitable cántico empezó de nuevo, pero esta vez solo me hizo ganar velocidad e incluso determinación para batir el récord. En cuanto alcancé la seguridad de la recta final, pude oír a algunos de mis amigos rugiendo: «Vamos, Benjamín, puedes conseguirlo», y el cronometrador gritó: «Tres veintitrés, tres veinticuatro, tres veinticinco», cuando inicié la última vuelta.

Sabía que el récord (cuatro treinta y dos) estaba ahora totalmente a mi alcance, y de pronto tuve la sensación de que todas aquellas noches de invierno entrenando habían merecido la pena. Cuando llegué al tramo final, tomé la delantera y sentí, incluso, que de nuevo podía mirar a la chica de frente. Me concentré para el último esfuerzo. Una mirada rápida por encima del hombro me confirmó que llevaba metros de ventaja a los demás corredores, así que solo era una cuestión entre yo y el reloj. Entonces oí el cántico, pero esta vez aún más fuerte: «¡Judío, judío, judío!». Era más fuerte porque ahora cantaban los dos al unísono, y justamente cuando tomaba la curva, Reynolds alzó el brazo en un flagrante saludo nazi.

Si hubiera seguido otros veinte metros habría alcanzado la seguridad de la recta final y los vítores de mis amigos, la copa y el récord. Pero la rabia acumulada era tal que ya no pude controlarme.

Salí precipitadamente de la pista y crucé el prado hacia el hoyo del salto de longitud, derecho hacia ellos. Al fin, mi loca decisión interrumpió sus cánticos porque Reynolds bajó el brazo y se quedó mirándome con expresión patética desde detrás de la pequeña barrera que rodeaba el perímetro de la pista. La salté y aterricé delante mismo de mi adversario. Descargué un golpe potentísimo con toda la energía que había guardado para la recta final. Le di unos milímetros debajo del ojo izquierdo; se dobló y se desplomó en el suelo junto a ella. Ella se arrodilló a mi lado y, alzando la vista, me lanzó una mirada de odio tal que ninguna la hubiera igualado. Convencido de que Greg ya no se levantaría, volví despacio a la pista cuando los últimos corredores tomaban la curva final.

«Otra vez el último, judío», le oí gritar cuando entraba despacio en la meta, tan lejos de los otros que ni siquiera se molestaron en registrar mi tiempo.

Muchas veces desde entonces me has citado aquellas palabras: «Pero lo he soportado con paciente indiferencia, pues la resignación es el símbolo de toda nuestra tribu». Desde luego tenías razón, pero entonces yo solo contaba diecisiete años, y ni siquiera después de saber la verdad sobre el padre de Christina podía entender que alguien que había llegado de una Alemania vencida, una Alemania condenada por el resto del mundo por su trato a los judíos, siguiera comportándose así. Y entonces yo creía de verdad que su familia era nazi, aunque recuerdo que me explicaste con paciencia que su padre había sido almirante de la armada alemana y que había ganado una cruz de hierro por hundir barcos aliados. ¿Recuerdas que te preguntaba cómo podías soportar a un hombre así, permitirle siquiera que se instalara en nuestro país?

Y tú me asegurabas que el almirante Von Braumer, que procedía de una vieja familia católica y que seguramente despreciaba a los nazis tanto como nosotros, había cumplido siempre honorablemente con su deber de oficial y caballero como marino alemán. Pero yo seguía sin aceptar tu actitud, o sin querer aceptarla.

No sirvió de nada, padre, que tú siempre tuvieras en cuenta el punto de vista de los otros, que fueras capaz de perdonar a aquellos cabrones, pese a que mi madre hubiera muerto prematuramente por su causa.

Si hubieras nacido cristiano, llegarías a santo.

El rabino dejó la carta sobre la mesa y se frotó los ojos cansados antes de volver otra hoja escrita con aquella letra delicada que hacía tantos años había enseñado a hacer a su único hijo. Benjamin siempre lo aprendió todo de prisa, desde las escrituras hebreas hasta las ecuaciones algebraicas complejas. El anciano había albergado la esperanza de que el chico se hiciera rabino.

¿Recuerdas que aquella tarde te pregunté por qué no podía entender la gente que el mundo había cambiado? ¿Es que aquella chica no comprendía que ella no era mejor que nosotros? Jamás olvidaré tu respuesta. Ella es mucho mejor que nosotros, me dijiste, si la única forma en que puedes demostrar tu superioridad es dando un puñetazo a su amigo.

Volví a mi cuarto indignado por tu debilidad. Eso fue muchos años antes de que llegara a comprender tu fortaleza.

Cuando no estaba corriendo por aquella pista, me concentraba en conseguir una beca para McGill, y no tenía tiempo para nada más, así que fue una sorpresa que ella volviera a cruzarse en mi camino tan pronto.

Aproximadamente una semana después volví a verla en la piscina local. Cuando llegué, estaba en la parte más honda, debajo mismo del trampolín. El largo cabello rubio le flotaba sobre los hombros, y sus ojos brillantes captaban ávidamente cuanto ocurría a su alrededor. Greg estaba con ella. Me complació notar un cardenal oscuro todavía bajo su ojo izquierdo, donde todos podían verlo. Recuerdo también que me reí solo porque ella era realmente la chica de dieciséis años con el pecho más plano que yo había visto, aunque he de confesar que tenía unas piernas preciosas. A lo mejor es rara, me dije. Me di la vuelta para ir a los vestuarios (una fracción de segundo, antes de tocar el agua). Cuando emergí para respirar, no había rastro alguno de la persona que me había tirado; solo un grupo de rostros risueños, pero inocentes. Claro que no hacía falta ser muy listo para saber quién tenía que haber sido; pero como tú me recordabas continuamente, padre, sin evidencia no hay prueba. No me habría importado mucho que me hubieran tirado al agua si no hubiera llevado puesto mi mejor traje; en realidad mi único traje de pantalones largos, el que me ponía para ir a la sinagoga.

Salí del agua pero no perdí el tiempo buscándole. Estaba seguro de que Greg ya se habría marchado hacía rato. Volví a casa por calles laterales, no cogí el autobús para que no me viera alguien que pudiera contarte el lastimoso estado en que me hallaba. Al llegar a casa pasé sigilosamente junto a tu estudio y subí a mi cuarto a cambiarme. Tú no te enteraste de lo sucedido.

El viejo Isaac Cohen me lanzó una mirada indignada cuando llegué a la sinagoga una hora tarde y con vaqueros y chaqueta de lana.

A la mañana siguiente llevé el traje a la tintorería. Me costó la paga de tres semanas conseguir que no te enteraras de lo sucedido en la piscina.

El rabino miró la foto de su hijo a los diecisiete años, con aquel traje de la sinagoga. Recordaba perfectamente a Benjamín llegando al servicio religioso con vaqueros y chaqueta de punto, y la muda reprimenda de Isaac Cohen. El rabino le estaba agradecido al señor Atkins, el instructor de la piscina, que le había telefoneado para decirle lo que había pasado aquella tarde, así que él no se sumó a la reprimenda del señor Cohen. Se quedó un buen rato contemplando la fotografía antes de reanudar la lectura de la carta.

Volví a ver a Christina (para entonces ya sabía su nombre) en el baile de fin de curso, que se celebró en el gimnasio del colegio. Yo creía estar muy elegante con mi traje pulcramente planchado, hasta que vi junto a ella a Greg con un esmoquin nuevo. Greg había conseguido una plaza en McGill y lo estaba pregonando a los cuatro vientos; eso me hizo empeñarme más todavía en conseguir la beca al curso siguiente.

Miré detenidamente a Christina. Llevaba un vestido largo, rojo, que cubría completamente sus hermosas piernas. Un delicado cinturón dorado realzaba su fina cintura, y la única joya que llevaba era un sencillo collar de oro. Sabía que si esperaba un poco más no tendría valor para hacerlo. Cerré los puños, me dirigí a donde estaban sentados y, como tú me enseñaste, padre, me incliné ligeramente antes de preguntar: «¿Me concedes el placer de este baile?».

Me miró fijamente a los ojos. Juro que si me hubiera pedido que saliera a matar a mil hombres antes de pedírselo otra vez, lo habría hecho.

Ella ni siquiera habló, pero Greg se inclinó sobre su hombro y me dijo: «¿Por qué no vas a buscarte una agradable chica judía?». Me pareció que ella fruncía el entrecejo ante este comentario, pero me ruboricé como si me hubieran pillado con las manos en el tarro de los dulces. No bailé con nadie aquella noche. Salí inmediatamente del gimnasio y volví a casa.

Entonces estaba convencido de que la odiaba.

Aquella última semana de clases batí el récord de la carrera de una milla. Tú estabas allí para verme, pero, gracias al cielo, ella no fue. Aquellas vacaciones fuimos a Ottawa a pasar el verano con tía Rebecca. Un amigo del colegio me contó que Christina había pasado las suyas en Vancouver con una familia alemana. Al menos Greg no la acompañó, me aseguró mi amigo.

Tú seguías recordándome la importancia de una buena formación, pero no era necesario porque, cada vez que veía a Greg, me reafirmaba en mi determinación de conseguir, por todos los medios, aquella beca.

Me esforcé todavía más en el verano del 65, cuando me explicaste que para un canadiense una plaza en McGill era como ir a Harvard u Oxford, y que me despejaría el camino para toda la vida.

Por primera vez en mi vida, las carreras pasaron a segundo plano.

Aunque no vi mucho a Christina aquel curso, pensaba en ella con frecuencia. Un compañero me contó que ya no salía con Greg, pero no supo explicarme por qué. Yo tenía entonces una medio novia que se sentaba siempre al otro lado en la sinagoga (Naomi Goldblatz, ¿te acuerdas?), aunque fue ella quien me pidió que saliéramos.

Al acercarse los exámenes, te agradecí que siempre encontraras tiempo para repasar mis trabajos y pruebas cuando las había acabado. Lo que tú no podías saber es que siempre volvía a mi cuarto para hacerlos por tercera vez. Muchas veces me quedaba dormido sobre la mesa. Cuando me despertaba, pasaba hoja y seguía leyendo.

Ni siquiera tú, padre, que no tienes ni un ápice de vanidad, pudiste disimular ante tu congregación el orgullo que te proporcionaron mis ocho sobresalientes y la concesión de una beca completa para McGill. Yo me preguntaba si lo sabría Christina. Debía de saberlo. Durante la semana siguiente, mi nombre figuró en el cuadro de honor en la hoja dorada, así que alguien se lo habría dicho.

Volví a verla unos tres meses después, cuando ya estaba estudiando en McGill. ¿Recuerdas que me llevaste a ver Santa Juana al teatro Centaur? Pues allí estaba ella, unas filas delante de nosotros, con sus padres y un estudiante de segundo que se llamaba Bob Richards. El almirante y su esposa parecían remilgados y muy severos, pero no hostiles. En el intermedio vi que ella reía y bromeaba con ellos. Era evidente que lo había pasado bien. Yo casi no vi Santa Juana, y, aunque no podía apartar los ojos de Christina, ella ni siquiera se dio cuenta. Deseé estar en el escenario interpretando el Delfín; así habría tenido que mirarme.

Cuando cayó el telón, ella y Bob Richards dejaron a sus padres y se fueron. Les seguí al vestíbulo y a la calle y les vi subir a un Thunderbird en el aparcamiento de coches.

A partir de aquel momento, pensaba en ella cuando entrenaba, cuando estudiaba y hasta cuando dormía. Averigüé cuanto pude de Bob Richards y supe que le caía bien a todo el mundo.

Por primera vez en mi vida, me pareció horrible ser judío.

Cuando volví a ver a Christina, me asusté al pensar en lo que podría ocurrir. Fue en la meta de salida de la carrera de una milla contra la Universidad de Vancouver, y yo había tenido la gran suerte de que me seleccionaran para representar a McGill siendo novato. Cuando salí a la pista para calentarme, la vi sentada con Richards en la tercera fila del estrado. Estaban cogidos de la mano.

Yo era el último cuando sonó el disparo de salida, pero al dar la vuelta avancé a quinta posición. Era el público más numeroso ante el que yo había corrido, y cuando llegué a la recta final esperaba oír el cántico «¡Judío, judío, judío!». Me pregunté si se habría dado cuenta de que participaba en la carrera. Sí que me había visto, porque cuando tomé la curva oí su voz con toda claridad: «¡Vamos, Benjamin, tienes que ganar!», me gritó.

Tomé la delantera porque todo lo que quería era volver a donde estaba ella. Seguí sin pensar quién estaba detrás, y cuando pasé a su lado por tercera vez iba varios metros por delante de los demás corredores. «¡Vas a ganar!», gritó cuando yo corría para alcanzar la meta en tres minutos ocho segundos: once segundos menos que mi propio récord. Me dije que los manuales de entrenamiento tendrían que explicar que el amor puede hacer ganar dos o tres segundos en cada vuelta completa de pista…

La estuve mirando durante todo el recorrido de vuelta, y cuando entré en la curva final por última vez la multitud se puso en pie. Me volví a buscarla. Ella saltaba y gritaba: «¡Cuidado! ¡Cuidado!», y yo no lo entendí hasta que me alcanzó por la parte interior el número uno de Vancouver, de cuya potencia final, bien conocida, el entrenador ya me había advertido. Entré perplejo en la meta unos metros detrás de él, en segundo lugar, pero seguí corriendo hasta sentirme a salvo en los vestuarios. Me senté solo junto a mi taquilla. Cuatro minutos diecisiete, me dijo alguien. Seis segundos menos que mi propio récord. No era ningún consuelo. Estuve un buen rato en la ducha, tratando de averiguar por qué habría cambiado ella de actitud.

Volví a la pista; solo quedaba por allí el personal del campo. Eché una última ojeada a la meta antes de encaminarme hacia la biblioteca Forsyth. No me sentía con fuerzas para soportar la habitual reunión del equipo, así que intenté calmarme escribiendo un trabajo sobre los derechos de propiedad de las mujeres casadas.

Aquel sábado por la tarde la biblioteca estaba casi vacía, y yo iba bastante adelantado por la página tercera cuando oí una voz que decía: «No quiero interrumpirte, pero no viniste a Joe’s». Alcé la vista y vi a Christina al otro lado de la mesa. No sabía qué decir, padre. Sencillamente me quedé mirando a aquella hermosa criatura. Llevaba una elegante minifalda azul y un suéter ajustado que realzaba sus perfectísimos senos, y no dije nada.

—Yo soy la que te gritaba «¡Judío!» en el instituto. Es algo de lo que siempre me he avergonzado. Quena disculparme en el baile de tu promoción, pero con Greg delante no fui capaz de reunir el valor necesario —asentí, dándole a entender que lo comprendía; no se me ocurría nada apropiado que decirle—. No volví a hablar con él, pero supongo que ni siquiera le recuerdas.

Me limité a sonreír.

—¿Te apetece un café? —le pregunté, procurando dar la impresión de que me tenía sin cuidado que contestara «lo siento, tengo que volver con Bob».

—Me encantaría —dijo.

La llevé a la cafetería de la biblioteca, que era cuanto podía permitirme entonces. Ella nunca se molestó en contarme lo que había pasado con Bob Richards, y yo nunca se lo pregunté.

Parecía saber tanto sobre mí que me sentía violento. Me pidió que le perdonara lo que había gritado en la pista aquel día, dos años antes. No dio ninguna excusa ni echó la culpa a ninguna otra persona; sencillamente se limitó a pedirme que la perdonara.

Me dijo que iba a empezar a estudiar en McGill en septiembre, que se iba a especializar en alemán. «No es nada extraño —aclaró—; se trata de mi lengua nativa».

Pasamos el resto del verano juntos. Volví a ver Santa Juana y hasta hicimos cola para una película llamada Doctor No, que todo el mundo veía entonces. Trabajábamos juntos, comíamos juntos, jugábamos juntos, pero dormíamos solos.

No te hablé mucho de Christina entonces, aunque hubiera jurado que sabías cuánto yo la amaba; nunca pude ocultarte nada. Y después de todas tus enseñanzas sobre el perdón y la comprensión, no podías reprobarlo.

El rabino hizo una pausa. Sentía una gran angustia, pues sabía por lo que tendría que pasar aún, aunque no era capaz de predecir lo que ocurriría al final. Nunca pensó que viviría para lamentar su formación ortodoxa, pero cuando la señora Goldblatz le habló por primera vez de Christina, no pudo ocultar su disgusto. «Con el tiempo se le pasará», le había dicho. ¡Qué sagacidad!

Cuando iba a casa de Christina me trataban con cortesía, pero su familia no podía disimular su disgusto. Decían cosas que no pensaban, intentando demostrar que no eran antisemitas, y cuando yo sacaba el tema a colación, Christina me decía que los suyos estaban especialmente sensibilizados y a la defensiva. Los dos sabíamos que no era cierto. Sus padres simplemente no me consideraban digno de su hija. Y estaban en lo cierto, aunque eso nada tuviera que ver con el hecho de ser judío.

Jamás olvidaré la primera vez que hicimos el amor. Fue el día en que Christina supo que le habían concedido una plaza en McGill.

Fuimos al cuarto a las tres a cambiarnos para jugar al tenis. La tomé en mis brazos por lo que creía iba a ser un instante, y no nos separamos hasta la mañana siguiente. NO lo habíamos planeado en absoluto. Pero ¿cómo podíamos haberlo hecho, siendo la primera vez para ambos? Le dije que me casaría con ella. ¿Acaso no lo dicen todos los hombres la primera vez? Pero yo sí pensaba hacerlo.

A las pocas semanas tuvo una falta. Le supliqué que no se asustara y ambos esperamos un mes, porque temía que la viera un médico de Montreal.

Tal vez si entonces te lo hubiera contado todo a ti, padre, mi vida hubiera tomado otro rumbo. Pero no lo hice, y nadie más que yo tiene la culpa.

Empecé a hacer planes para casarnos, que ni la familia de Christina ni tú habríais considerado aceptables, pero no nos importaba. El amor no reconoce padres y, por supuesto, tampoco religión. Cuando tuvo la segunda falta, acepté que ella debía decírselo a su madre. Le pregunté si quería que la acompañara, pero se limitó a negar con un gesto y dijo que, según creía, debía afrontarlo sola.

«Esperaré aquí a que vuelvas», le prometí.

«Volveré antes incluso de que tengas tiempo de cambiar de idea respecto a lo de casarte conmigo», me dijo, sonriendo.

Aquella tarde me quedé en mi cuarto de McGill, leyendo y paseando (sobre todo paseando), pero ella no volvió y yo no salí a buscarla hasta que se hizo de noche. Fui entonces a su casa, intentando convencerme de que habría alguna explicación sencillísima para excusar su retraso.

Cuando llegué a su calle, vi luz en su dormitorio. El resto de la casa estaba a oscuras; por ello supuse que estaría sola. Crucé la cancela y me dirigí al porche principal, llamé a la puerta y esperé.

Abrió su padre.

«¿Qué quieres?», me preguntó, mirándome fijamente.

«Amo a su hija —le dije— y deseo casarme con ella».

«Ella jamás se casará con un judío», dijo, y cerró la puerta.

Recuerdo que no dio un portazo; se limitó a cerrarla, lo cual, de alguna forma, fue todavía peor.

Me quedé en la calle mirando a su habitación más de una hora, hasta que apagaron las luces. Luego, volví a casa caminando. Recuerdo que lloviznaba aquella noche y había poca gente en las calles. Intentaba decidir lo que iba a hacer, aunque la situación me parecía desesperada. Aquella noche me acosté deseando que se produjera un milagro. Había olvidado que los milagros son para los cristianos, no para los judíos.

Pero a la mañana siguiente, había elaborado un plan. Telefoneé a casa de Christina y casi cuelgo cuando oí la voz al otro lado de la línea.

«Señora Von Braumer», dijo su madre.

«¿Está Christina?», pregunté, en un susurro.

«No, no está», me contestó, en un tono impersonal, controlado.

«¿Cuándo volverá?», pregunté.

«Estará un tiempo fuera», respondió, y la comunicación se cortó.

«Un tiempo» se convirtió en un año. Escribí, telefoneé, pregunté a amigos del colegio y de la universidad, pero no pude averiguar adonde la habían llevado.

Después, un día, sin previo aviso, ella regresó a Montreal, acompañada de su marido y de mi hijo. Me enteré de los más amargos detalles por esa fuente de todos conocida, Naomi Goldblatz, que ya los había visto a los tres.

Al cabo de una semana, recibí una breve nota de Christina, suplicándome que no intentara ponerme en contacto con ella.

Había iniciado mi último curso en McGill y respeté al pie de la letra sus deseos como un caballero del siglo dieciocho, concentrando todas mis energías en los exámenes finales. Pero seguía pensando en ella y consideré una suerte que a final de curso me ofrecieran una plaza en la Facultad de Derecho de Harvard.

El 12 de septiembre de 1968, partí hacia la ciudad de Boston.

Te habrás preguntado por qué no fui a casa ni una sola vez durante aquellos tres años. Sabía que estabas disgustado. Gracias a la señora Goldblatz, todo el mundo sabía quién era el padre del hijo de Christina, y yo creía que mi ausencia forzosa te haría más llevadera la vida.

El rabino hizo una pausa, recordando cómo se lo había contado todo la señora Goldblatz, que había considerado «su deber» hacerlo.

«Eres una vieja chismosa y entrometida», le había dicho él. Y el sábado siguiente se había trasladado a otra sinagoga, dejando que todos en la ciudad supieran la razón.

Estaba más indignado consigo mismo que con Benjamin. Tendría que haber ido a Harvard y convencer a su hijo de que su amor por él no había cambiado en absoluto. ¡Vaya una capacidad de perdón!

Volvió a la carta.

Durante aquellos años en la Facultad de Derecho, tuve muchos amigos de ambos sexos, pero pocas veces conseguía apartar a Christina de mi mente más de unas horas seguidas. Mientras estuve en Boston le escribí unas cuarenta cartas, pero no eché ninguna al correo. Incluso le telefoneé, pero ella nunca contestó. Ni siquiera sé si le hubiera dicho algo si hubiera descolgado. Solo quería oír su voz.

¿Alguna vez sentiste curiosidad por las mujeres de mi vida? Tuve relaciones con mujeres brillantes de Radcliffe, que se estaban especializando en leyes, historia o ciencias, y una vez con una dependienta que nunca había leído nada. ¿Puedes imaginar lo que es el acto mismo de hacer el amor pensando siempre en otra mujer? Era como si funcionara maquinalmente. Hasta mi pasión por correr se redujo a una hora diaria de carrera lenta.

Mucho antes de que acabara el último curso, los principales despachos de abogados de Nueva York, Toronto y Chicago fueron a entrevistarnos. Se contaba con que el tam tam de Harvard resonara en todo el mundo, pero hasta a mí me sorprendió la visita del socio mayoritario de Graham Douglas Wilkins, de Toronto. No es precisamente una firma conocida por sus abogados judíos, pero me gustaba la idea de que su membrete dijera un día GRAHAM DOUGLAS WILKINS ROSENTHAL. Eso le habría impresionado incluso al padre de ella.

Me convencí de que si vivía y trabajaba en Toronto, estaría lo bastante lejos para olvidarla, y de que tal vez, con un poco de suerte, encontraría a otra mujer a la que amar de forma parecida.

Graham Douglas Wilkins me proporcionó un apartamento espacioso que daba al parque, y me asignó un sueldo inicial estupendo. A cambio, yo trabajaba todas las horas que hizo Dios (quienquiera que sea). Si creía que en McGill o en Harvard me habían apretado, padre, resultó que solo había sido un ensayo para el mundo real. No me quejaba. El trabajo era interesante y las recompensas, muy superiores a lo que había esperado. Pero cuando podía permitirme un Thunderbird ya no lo deseaba.

Hubo otras mujeres en mi vida, mujeres que llegaban y se iban en cuanto hablaban de matrimonio. Las judías solían sacar el tema al cabo de una semana; creo que las gentiles tardaban un poquito más. Viví durante un tiempo con una de ellas, Rebecca Wertz; pero también aquella relación terminó… un jueves.

Aquel jueves por la mañana, cuando iba en coche al despacho (debían de ser algo más de las ocho, porque se me había hecho tarde), vi a Christina en la otra acera de la carretera atestada. Nos separaba una barrera. Ella estaba en la parada de autobús y llevaba a un niño de unos cinco años… mi hijo.

El denso tráfico de la mañana me permitió demorarme un poco más y mirarles, incrédulo. Deseaba mirarles a los dos a la vez. Ella llevaba un abrigo largo y ligero que permitía ver que conservaba la figura. Tenía aquella expresión serena suya que me recordó por qué no podía dejar casi nunca de pensar en ella. Su hijo (nuestro hijo) iba enfundado en un abrigo de paño demasiado grande para él y llevaba en la cabeza una gorra de béisbol que me indicó que su equipo era el de los Dolphins de Toronto. Por desgracia, no pude observar a quién se parecía. Recuerdo que pensé: «No podéis estar en Toronto. Se supone que vivís en Montreal». Por el retrovisor lateral les vi subir al autobús. Aquel jueves debí de ser un asesor pésimo para todos los clientes que me consultaron.

La semana siguiente pasé por aquella calle todas las mañanas a la misma hora que les había visto esperando el autobús, pero no volví a verlos. Empecé a preguntarme si no me habría imaginado toda la escena. Y entonces vi de nuevo a Christina cuando cruzaba la ciudad después de visitar a un cliente. Iba sola y frené de golpe al verla entrar en una tienda de Bloor Street. Esta vez aparqué en doble fila y crucé a toda prisa la calle, sintiéndome como el detective privado que se pasa la vida espiando por los ojos de las cerraduras.

Me sorprendió lo que vi: no iba de compras a una hermosa tienda de ropa, sino que aquel era su lugar de trabajo.

Vi que estaba atendiendo a una clienta y volví a toda prisa al coche. En cuanto llegué al despacho, pregunté a mi secretaria si conocía una tienda que se llamaba Willing’s.

Se echó a reír.

«Tiene que pronunciarse en alemán: la W, como una V —me explicó—. O sea que se pronuncia Villing’s. Si estuviera usted casado, sabría que es la tienda de ropa más cara de la ciudad», añadió.

«¿Sabe usted algo más de ese sitio?», le pregunté, procurando adoptar un tono indiferente.

«No mucho. Solo que la propietaria es una señora alemana rica, la señora de Klaus Willing, de la que suelen hablar las revistas femeninas».

No tuve que hacer más preguntas a mi secretaria y no te molestaré a ti, padre, con mi trabajo detectivesco. Pero con la escasa información que conseguí, no me costó mucho averiguar dónde vivía Christina ni enterarme de que su marido era director de BMW en ultramar y de que solo tenían un hijo.

El anciano rabino respiró hondo mirando el reloj de su escritorio, más por hábito que por saber la hora. Hizo una breve pausa y siguió leyendo.

¡Qué orgulloso se había sentido entonces de su hijo abogado! ¿Por qué no había dado él el primer paso hacia la reconciliación? ¡Cuánto le habría gustado conocer a su nieto!

Mi última decisión no exige una especial agudeza legal, solo un poco de sentido común; aunque el abogado que se asesora a sí mismo tiene, sin duda, a un necio por cliente. Decidí que el contacto tenía que ser directo, y creía que el único método que Christina aceptaría era una carta.

El lunes por la mañana redacté un mensaje sencillo, y después de reescribirlo varias veces, telefoneé a los mensajeros y dije que lo entregaran en mano al destinatario. Cuando el joven mensajero salió con la carta, deseé seguirle para cerciorarme de que se entregaba a la persona adecuada. Aún lo recuerdo textualmente.

Querida Christina:

Debes saber que vivo y trabajo en Toronto. ¿Podemos vernos esta semana? Te esperaré en el vestíbulo del hotel Royal York todas las tardes de seis a siete. Te aseguro que si no apareces nunca volveré a molestarte.

BENJAMÍN

Aquella primera tarde llegué media hora antes. Recuerdo que me senté en el salón amplio e impersonal junto al vestíbulo principal y pedí un café.

«¿Espera usted a alguien, señor?», me preguntó el camarero.

«No sé si vendrá», le dije. Ella no apareció, pero yo me quedé hasta las siete cuarenta.

El jueves, el camarero no me preguntó si esperaba a alguien; me senté solo y dejé que la taza de café se enfriara. Miraba el reloj cada pocos minutos. El corazón me daba un vuelco cada vez que entraba una mujer de cabello rubio. Pero nunca era la mujer que yo esperaba.

Y el viernes, poco antes de las siete, vi a Christina en el umbral de la puerta. Llevaba un elegante traje azul abotonado casi hasta el cuello y una blusa blanca; parecía que acudiera a una entrevista de negocios. El cabello rubio, largo, que llevaba recogido atrás, le daba un aire severo; pero por mucho que se esforzara, no podía ocultar su belleza. Me levanté y le hice una seña. Se acercó con presteza y se sentó a mi lado. No nos besamos ni nos dimos la mano.

«Gracias por haber venido», le dije, tras un largo silencio.

«No debía de haberlo hecho, ha sido una estupidez».

Seguimos en silencio un buen rato.

«¿Quieres café?», le pregunté.

«Sí, gracias».

«¿Solo?».

«Sí».

«No has cambiado».

¡Qué vacía le hubiera parecido nuestra conversación a cualquiera que nos hubiera escuchado!

Tomó el café.

La habría estrechado entonces en mis brazos, pero ¿cómo iba a saber que eso era precisamente lo que ella deseaba? Hablamos unos minutos de temas intrascendentes, evitando que nuestros ojos se encontraran, hasta que de pronto yo dije:

«¿Te das cuenta de que aún te amo?».

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras me decía: «Claro que me doy cuenta. Y yo siento por ti exactamente lo mismo ahora que el día que nos separamos. Y no olvides que yo tengo que verte todos los días, en Nicholas».

Se inclinó hacia delante y me habló casi en un susurro. Me contó la reunión con sus padres como si hubiera sido el día antes, como si no hubieran pasado cinco años, como si nunca hubiéramos estado separados. Su padre no se había indignado al saber que estaba embarazada, pero al día siguiente la familia se marchó a Vancouver. Fueron a casa de los Willing, una familia de Munich, viejos amigos de los Von Braumer. Su hijo Klaus siempre había estado enamorado de Christina y no le importó que estuviera embarazada ni que no sintiera nada por él. Estaba convencido de que todo se arreglaría con el tiempo.

Pero no fue así, porque era imposible. Christina supo siempre que por mucho que Klaus se empeñara no funcionaría. Incluso se habían ido de Montreal para ver si el cambio facilitaba las cosas. Klaus le compró la tienda en Toronto y le proporcionaba todo lo que se podía conseguir con dinero; pero no sirvió de nada. Su matrimonio era una farsa evidente. Y como no querían disgustar más a sus respectivas familias divorciándose, habían llevado vidas separadas en los últimos años.

En cuanto acabó de contarme su historia, le acaricié la mejilla; ella me agarró la mano y me la besó. Y desde aquel momento, pasamos juntos todo nuestro tiempo libre, de día y de noche. Fue el año más feliz de mi vida. No podía ocultar mi dicha a nadie.

Nuestra aventura (pues eso era para los chismosos) no pudo mantenerse en secreto. Por muy discretos que fuéramos, pronto comprobé que Toronto es un lugar muy pequeño, lleno de gente que disfruta informando a aquellos a los que también amamos, gente que nos veía juntos muchas veces, incluso saliendo de mi casa a primera hora de la mañana.

Luego, súbitamente, tuvimos que afrontar la situación: Christina me dijo que estaba embarazada. Pero esta vez el hecho no nos causó temor a ninguno de los dos.

En cuanto se lo dijo a Klaus, el acuerdo fue todo lo rápido que el mejor abogado especialista en divorcios de Graham Douglas Wilkins pudo conseguir. A los pocos días de firmar los documentos definitivos, nos casamos. Los dos lamentamos que los padres de Christina no se sintieran capaces de asistir a la boda, pero yo no pude entender por qué no viniste tú.

El rabino aún no podía dar crédito a su propia intolerancia y falta de visión. Las exigencias de un judío ortodoxo debieran dejarse a un lado cuando significaban perder a su único hijo. Había buscado en vano en el Talmud un pasaje que le permitiera romper los votos de toda la vida. En vano.

El único aspecto triste del acuerdo de divorcio fue que la custodia de nuestro hijo se le concedía a Klaus. Exigió también, a cambio de un divorcio rápido, que no se me permitiera ver a Nicholas hasta que cumpliera veintiún años y que no se le dijera que yo era su verdadero padre. El precio nos pareció excesivo, aunque fuese a cambio de tanta dicha. Pero los dos sabíamos que no teníamos más alternativa que aceptar sus condiciones.

Yo solía preguntarme a menudo cómo era posible que cada nuevo día me pareciese mejor que el anterior. En cuanto estábamos unas horas separados, añoraba a Christina. Si tenía que viajar por mi trabajo y debía pasar la noche fuera de casa, le telefoneaba dos, tres, hasta cuatro veces, y si tenía que estar fuera más de un día, ella me acompañaba. Recuerdo que una vez me explicaste cuánto habías amado a mi madre y que yo me pregunté entonces si algún día podría alcanzar semejante dicha.

Empezamos a hacer planes para el nacimiento de nuestro hijo. Se llamaría William si era niño, un nombre elegido por ella; y Deborah si era niña, elegido por mí. Pinté de rosa la habitación libre, suponiendo que ya había ganado.

Christina tuvo que pedirme que no comprara más ropa de bebé, pero le dije que no importaba, pues tendríamos una docena de hijos. Le recordé que los judíos creen en las dinastías.

Asistía regularmente a sus clases de gimnasia, hacía una dieta estricta, descansaba razonablemente. Yo le decía que hacía mucho más de lo que podía exigirse a una madre, aunque se tratara de la madre de mi hija. Le pregunté si podría asistir al parto y, aunque su ginecólogo se mostró reacio al principio, acabó accediendo. Cuando llegó el noveno mes, organicé tal alboroto en el hospital que debieron de pensar que se estaba esperando el nacimiento de un príncipe.

El martes pasado llevé a Christina en coche al Women’s College Hospital, de camino hacia el trabajo. Fui al despacho, pero no pude concentrarme. A primera hora de la tarde me llamaron por teléfono del hospital para decirme que creían que el niño nacería a última hora; era evidente que Deborah no quería interrumpir la jornada laboral de Graham Douglas Wilkins. Todavía llegué al hospital demasiado pronto. Me senté a los pies de la cama de Christina hasta que empezó a tener contracciones cada minuto, y entonces para mi sorpresa, me pidieron que saliera de la habitación. La enfermera me dijo que tenían que romperle las aguas. Le pedí que recordara a la comadrona que yo quería presenciar el parto.

En el pasillo, paseé nervioso de un lado a otro como hacen en las películas los padres que esperan que su mujer dé a luz. A la media hora o así, apareció el ginecólogo, que me dedicó una gran sonrisa. Me fijé en que llevaba en el bolsillo de arriba un cigarro puro, sin duda destinado a los futuros padres. Solo me dijo: «Ya está a punto».

A los pocos minutos llegó otro médico que yo no conocía. Se limitó a hacerme una ligera inclinación de cabeza y entró en la habitación de Christina. Me sentía como el acusado que espera el veredicto del jurado en el banquillo.

Habrían pasado por lo menos otros quince minutos cuando vi llegar por el pasillo a tres internos jóvenes arrastrando el equipo. Entraron en la habitación casi sin mirarme.

Oí los gritos y luego, súbitamente, el llanto quejumbroso de un recién nacido. Di las gracias a mi Dios y al de ella. Recuerdo que cuando el médico salió de la habitación me fijé en que el cigarro puro había desaparecido.

«Es una niña», dijo tranquilamente. Yo estaba contentísimo. De pronto pensé: «No habrá que repintar la habitación, de momento».

«¿Puedo ver ya a Christina?», le pregunté.

Me agarró entonces del brazo y me hizo acompañarle a su despacho.

«¿Quiere sentarse, por favor? —me dijo—. Lamento tener que darle malas noticias».

«Ella está bien, ¿verdad?».

«Lo siento, siento muchísimo tener que decirle que su esposa ha muerto».

Al principio no lo creía, me negaba a creerlo. ¿Por qué? ¿Por qué? Deseaba gritar.

«Nosotros ya se lo habíamos advertido», añadió.

«¿Advertido? Advertido ¿qué?».

«Qué su tensión arterial tal vez no resistiera un segundo parto».

Christina nunca me había dicho lo que me explicó entonces el médico: que el nacimiento de nuestro primer hijo había sido muy complicado y que los médicos le aconsejaron que no tuviera ninguno más.

«Pero ¿por qué no me lo diría?», quise saber. Y entonces lo comprendí. Lo había arriesgado todo por mí (un hombre estúpido, insensato y egoísta), y yo había acabado matando a la única persona que amaba.

Me permitieron abrazar a Deborah antes de ponerla en la incubadora. Me dijeron que no estaría fuera de peligro antes de veinticuatro horas.

Nunca sabrás lo que significó para mí que fueras al hospital, padre. Los padres de Christina llegaron luego, aquella misma noche. Se portaron muy bien. Me pidieron que les perdonara (me lo suplicaron). Él no dejaba de repetir que aquello nunca hubiera ocurrido si él no hubiera sido tan estúpido y no hubiera tenido tantos prejuicios.

Su esposa me apretó la mano y me preguntó si se le permitiría ver a Deborah de vez en cuando. Como es lógico, le dije que sí. Se marcharon poco antes de medianoche. Yo me quedé allí las veinticuatro horas siguientes, sentado, paseando, dormitando, hasta que me dijeron que mi hija estaba fuera de peligro. Me informaron de que debía quedarse en el hospital unos días, pero que ya estaba tomando el biberón.

El padre de Christina se ocupó amablemente de los preparativos del funeral.

Te preguntarías por qué no aparecí y te debo una explicación. Pensé que podría pasar por el hospital de camino hacia el funeral y estar unos minutos con Deborah. Ya le había transferido todo mi cariño.

El médico no podía hablar. Hacía falta un gran valor para decirme que el corazón de mi hijita había dejado de latir pocos minutos antes de que llegara yo. Hasta el médico jefe lloraba. Cuando salí del hospital, los pasillos estaban vacíos.

Quiero que sepas que te amo con toda mi alma, padre, pero que no deseo pasar el resto de mi vida sin Christina y sin Deborah.

Solamente pido que me entierren junto a mi esposa y mi hija y que se me recuerde como su marido y su padre. La gente irreflexiva sabrá así de nuestro amor. Y cuando termines de leer esta carta, recuerda únicamente que fui tan feliz cuando estaba con ella que la muerte no me da ningún miedo.

Tu hijo,

BENJAMÍN

El anciano rabino dejó la carta en la mesa. La leía todos los días desde hacía diez años.