Una imitación

Gerald Haskins y Walter Ramsbottom llevaban más de un año comiendo copos de maíz.

—Te cambio mi Cruz Militar y mi Medalla de Servicios Especiales por tu Cruz Victoriana —propuso Walter una mañana cuando iban al colegio.

—Ni hablar —rechazó Gerald—. Además, para conseguir una Cruz Victoria hacen falta diez tapas, y solo dos para una Cruz Militar o una Medalla de Servicios Especiales.

Gerald continuó coleccionando tapas de cajas hasta que consiguió todas las medallas que aparecían en la parte de atrás de las cajas.

Walter nunca se hizo con la Cruz Victoria.

Angela Bradbury pensaba que eran tontos.

—Pero si solo son imitaciones —les decía siempre—, no son auténticas, y a mí solo me interesa lo auténtico —recalcaba con altivez.

A Gerald y a Walter les tenía sin cuidado la opinión de Angela; todavía les interesaban más las medallas que la opinión de cualquier chica.

La oferta de medallas de los cereales Kellogg’s terminó el 1 de enero de 1950, justo cuando Gerald había completado la serie.

Walter renunció a comer más copos de maíz.

A los niños de los cincuenta se les ofreció la oportunidad de conocer el mundo de Meccano. Para ello había que comer aún más copos de maíz, y al cabo de un año, Gerald había reunido piezas suficientes para construir puentes, pontones, grúas y hasta un bloque de oficinas.

La familia de Gerald siguió comiendo copos de maíz, pero cuando reveló su propósito de construir un pueblo entero (la última oferta de Kellogg’s), casi todos sus amigos del quinto curso del colegio de secundaria de Hull tuvieron que ayudarle a consumir cereales para conseguirlo.

Walter Ramsbottom se negó a ayudarle.

A Angela Bradbury ni siquiera le pidió ayuda.

Los tres siguieron caminos distintos.

Dos años después, cuando Gerald Haskins ingresó en la Universidad de Durham, a nadie le extrañó que eligiera ingeniería ni que su afición principal fuera coleccionar medallas.

Walter Ramsbottom entró a trabajar con su padre en el negocio de joyería de la familia, y empezó a cortejar a Angela Bradbury.

En las vacaciones de Semana Santa del segundo curso, Gerald regresó de Durham y volvió a encontrarse con Angela y Walter.

Coincidieron en la misma fila en un concierto del quinteto Bach, en el ayuntamiento de Hull. En el descanso, Walter le anunció que acababan de comprometerse, pero que aún no habían fijado la fecha de la boda.

Hacía más de un año que Gerald no veía a Angela, pero ahora escuchaba lo que decía, pues, al igual que Walter, se había enamorado de ella.

Sustituyó los copos de maíz por continuas invitaciones a Angela a comer, tratando de apartarla de su viejo rival.

Gerald se apuntó otra victoria cuando, pocos días antes de Navidad, Angela devolvió el anillo de compromiso a Walter.

Walter hizo correr la voz de que Gerald solo quería casarse con Angela porque su padre era presidente de la Junta Municipal de Servicios y esperaba conseguir un trabajo en el ayuntamiento cuando se graduara en Durham. Se enviaron las invitaciones de boda, pero Walter no figuraba en la lista.

El señor y la señora Haskins fueron de luna de miel a Multavia, pues ni podían permitirse ir a Niza ni querían ir a Cleethorpes. Además, la agencia de viajes local hacía una oferta especial para quienes visitaran aquel reino diminuto encajonado entre Austria y Checoslovaquia.

Cuando los recién casados llegaron a su hotel de Teske, la capital, descubrieron por qué eran tan módicos los precios.

En 1959, Multavia atravesaba una crisis de identidad mientras intentaba adaptarse a otro tratado redactado en Ginebra por un abogado holandés, escrito en francés, pero pensando en rusos y estadounidenses. Sin embargo, gracias a Alfonso III, monarca hábil y popular, el reino seguía disfrutando de las subvenciones ininterrumpidas de Occidente y las visitas no interruptoras del Este.

Los Haskins descubrieron en seguida que la capital de Multavia tenía una temperatura media de 33 grados en junio, que allí no llovía y que su sistema de alcantarillado era todo lo que había quedado después de los bombardeos indiscriminados de ambos contendientes entre 1939 y 1944. Angela se dio cuenta de que se había tapado la nariz automáticamente cuando iban paseando por las calles empedradas. El Hotel del Pueblo anunciaba sus cuarenta y cinco habitaciones, pero lo que no decía el folleto era que solo tres tenían baño y ninguna de las tres, tapones en las bañeras. Y más que de la comida, hubiera sido apropiado hablar de la falta de ella. Baste decir que Gerald adelgazó por primera vez en su vida.

También descubrirían los recién casados que Multavia no tenía monumentos, galerías de arte, ni teatros de drama o de ópera dignos de tal nombre. Aquel remoto país era más aburrido y menos interesante que los pantanos de la región de Cambridge. El reino carecía de costas, y su único río, el Plotz, iba de Alemania a Rusia, con lo que ninguno de los lugareños se fiaba de él.

Al final de su luna de miel, los Haskins descubrieron con gran placer que Multavia no tenía líneas aéreas nacionales de las que ufanarse. La BOAC les llevó a casa a salvo, y ese habría sido el final de la experiencia de Gerald en Multavia de no haber sido por el dichoso sistema de alcantarillado… o su ausencia.

En cuanto volvieron a Hull, Gerald aceptó el nombramiento de ayudante del departamento municipal de ingeniería. Su primer trabajo fue como tercer ingeniero, encargado concretamente del alcantarillado de la ciudad. Los jóvenes ambiciosos habrían considerado aquel nombramiento como un simple peldaño en la escala de la vida. Pero Gerald, no. Se puso inmediatamente en contacto con las principales empresas de fontanería, con sus asesoras e incluso con sus rivales de la región.

Al cabo de dos años, presentó a su suegro un informe en el que demostraba cómo podía ahorrarse el ayuntamiento una cantidad considerable del dinero de los contribuyentes reestructurando el alcantarillado.

La comisión quedó impresionadísima; no solo decidió llevar a la práctica los consejos del señor Haskins, sino que le nombró segundo ingeniero.

Fue la primera vez que Walter Ramsbottom se presentó a las elecciones municipales; no salió elegido.

Cuando tres años más tarde se completó la red de pequeños túneles y alcantarillas, la diligencia de Gerald se vio recompensada con su nombramiento como ingeniero adjunto del municipio. Aquel mismo año, su suegro salió elegido alcalde y Walter Ramsbottom, concejal.

Los municipios de todo el país empezaron a admitir que, en caso de problemas de alcantarillado, el especialista al que había que consultar era Gerald. Esto dio lugar a una serie de chistes en todas las cenas del Rotary Club a las que asistía Gerald, pero seguían aclamándole como la primera autoridad en su campo.

En 1966, cuando el municipio de Halifax se planteó construir un nuevo sistema de alcantarillado, al primero que se consultó fue a Gerald Haskins (siendo Yorkshire el único lugar del planeta en que se llega a ser profeta en la propia tierra).

Después de pasar un día en Halifax con el ingeniero jefe municipal y comprobar lo mucho que había que gastar en el nuevo servicio, Gerald comentó a su esposa, no por vez primera:

—Donde hay mierda hay dinero.

Pero fue precisamente Angela, con su perspicacia, quien averiguó exactamente qué cantidad de aquel dinero podría ganar su marido con el mínimo riesgo. Gerald consideró detenidamente la propuesta de su esposa, y cuando a la semana siguiente volvió a Halifax, no lo hizo para visitar el ayuntamiento sino el banco Midland. No había elegido este banco al azar: su director era también jefe de la comisión municipal de planificación de Halifax.

Llegaron a un acuerdo ventajoso para ambas partes y, con la bendición del banco, Gerald renunció a su cargo de ingeniero municipal adjunto y fundó su propia empresa. Cuando presentó su oferta, compitiendo con importantes compañías de Londres, a nadie le sorprendió que la comisión de planificación eligiera a Haskins de Hull para realizar la obra.

Al cabo de tres años, Halifax tenía un nuevo sistema de alcantarillado excelente, y el banco Midland estaba encantado de contar entre sus clientes a la empresa Haskins de Hull.

Durante los quince años siguientes, Runcorn, Chester, Huddersfield, Darlington, Macclesfield y York agradecerían conjuntamente y por separado los servicios prestados por Gerald Haskins, de Haskins Co.

Haskins Co. (Internacional) aceptó luego contratos en Dubai, Lagos y Río de Janeiro. En 1983, Gerald recibió el Premio Real a la Industria de un Gobierno agradecido, y un año después fue nombrado comendador del Imperio Británico.

La ceremonia tuvo lugar en el Palacio de Buckingham el mismo año de la muerte de Alfonso III de Multavia, a quien sucedió en el trono su hijo Alfonso IV. El monarca recién coronado decidió que había que hacer algo de una vez por todas para solucionar los problemas de alcantarillado de Teske. El último deseo de su padre había sido que su pueblo no siguiera soportando aquellos hedores, y Alfonso IV no tenía intención de legar semejante problema a su hijo.

Después de pedir muchas subvenciones y préstamos a Occidente y tras muchas visitas y conversaciones con el Este, el monarca recién coronado decidió sacar a concurso un nuevo sistema de alcantarillados para la capital del reino.

El documento de licitación, con muchas hojas que detallaban y enumeraban los problemas que debería resolver el ingeniero que deseara acometer el proyecto, cayó pesadamente en casi todas las mesas de la sala de juntas de casi todas las empresas importantes de ingeniería del mundo. Después de estudiar a fondo la documentación y calcular la posibilidad real de beneficios, Alfonso IV solo recibió unas cuantas propuestas. No obstante, el monarca pasó toda una noche considerando los méritos de las tres empresas interesadas que habían sido seleccionadas. El rey también era humano, y el que Gerald hubiera elegido Multavia para pasar su luna de miel unos veinticinco años atrás, inclinó la balanza a su favor. Cuando el soberano se quedó dormido aquella mañana, ya había decidido aceptar la propuesta de Haskins Co. (Internacional). Y así fue cómo hizo Gerald Haskins su segunda visita a Multavia, esta vez acompañado por un maestro de obra, tres delineantes y once ingenieros. Gerald tuvo una audiencia privada con el rey y le aseguró que la obra estaría terminada puntualmente y por el precio convenido. Dijo también al monarca que estaba disfrutando muchísimo de su segunda visita al país. No obstante, cuando volvió a Inglaterra comentó a su esposa que Multavia continuaba tan aburrida como un cuarto de siglo antes.

Pocos años después, y tras bastante regateo por el precio de los materiales, Teske contó finalmente con uno de los mejores sistemas de alcantarillado de Europa central. El rey estaba realmente encantado…, aunque seguía refunfuñando porque Haskins Co. había sobrepasado el precio inicial del contrato. Tuvieron que explicarle varias veces el significado de las palabras «pagos accesorios», pues sabía que las doscientas cuarenta mil libras de extras habría que explicárselas también al Este y obtenerlas prestadas en Occidente. Tras muchas amenazas veladas y cartas de abogados, Haskins Co. recibió el último pago, aunque solo después de que el Gobierno británico concediera al monarca otra subvención, un pago en el que intervino el banco Midland, de Sloane Street, que transfirió una suma de dinero al banco Midland de Hull, sin que Multavia llegara siquiera a tocarlo. Después de todo, según le explicó Gerald a su esposa, era así como se distribuía casi toda la ayuda exterior.

La historia de Gerald Haskins y los problemas de alcantarillado de Teske habría terminado así, si el ministro de Asuntos Exteriores británico no hubiera decidido visitar el reino de Multavia.

El objetivo inicial del viaje del ministro era comprobar en Varsovia y Praga el alcance de la glasnost y la perestroika en aquellos países (es decir, su grado de apertura política). Pero cuando el Ministerio descubrió la ayuda destinada a Multavia y explicó el papel de aquel reino como Estado tapón al ministro, este decidió aceptar la invitación de Alfonso IV. Las visitas de los ministros británicos de Asuntos Exteriores a los países pequeños se realizaban normalmente en salas de aeropuerto, una costumbre que los británicos tomaron primero de Henry Kissinger y posteriormente del camarada Gorbachov; pero en esta ocasión no fue así. Se consideró que Multavia merecía un día entero.

Dado que los hoteles habían mejorado solo muy levemente desde la época de la luna de miel de Gerald, el ministro de Exteriores fue invitado a alojarse en el palacio real. El monarca solo le pidió que asistiera a dos actos oficiales durante su breve estancia: la inauguración del nuevo sistema de alcantarillado de la capital y un banquete.

En cuanto el ministro aceptó asistir a tales actos, el rey invitó a Gerald y a su esposa a asistir a la ceremonia de inauguración (corriendo ellos mismos con los gastos). Cuando llegó el día de la inauguración, el ministro pronunció el discurso apropiado para la ocasión. Alabó en primer lugar a Gerald Haskins por su notable obra, en la gran tradición de la ingeniería británica, y destacó luego la agudeza y sentido común de Multavia por haber adjudicado el contrato a una empresa británica. El ministro omitió el hecho de que el Gobierno británico había terminado subvencionando todo el proyecto. Sin embargo, las palabras del ministro conmovieron a Gerald, que así se lo confesó en cuanto tiró de la palanca que abría la primera compuerta.

Aquella noche se celebró en palacio un banquete al que asistieron más de trescientos invitados, incluyendo el séquito del embajador y algunos destacados hombres de negocios británicos. Hubo los interminables discursos habituales sobre «vínculos históricos», el papel de Multavia en los asuntos «anglosoviéticos» y la «relación especial» con la propia familia real de Gran Bretaña.

Pero el momento culminante de la velada llegó después de los discursos, cuando el rey concedió dos condecoraciones. La primera fue la Orden del Pavo Real (segunda categoría), otorgada al ministro británico. «La más alta distinción que puede recibir un ciudadano normal —explicó el monarca a los presentes—, ya que la Orden del Pavo Real (primera clase) se reserva a la realeza y a los jefes de Estado».

La otra condecoración, la Orden del Pavo Real (tercera clase), se le concedía a Gerald Haskins, comendador del Imperio Británico, por su trabajo en el sistema de alcantarillado de Teske. Sorprendido y entusiasmado, Gerald se dejó conducir desde su sitio a la cabecera de la mesa, donde esperaba el monarca, que se inclinó hacia él para colocarle una gran cadena de oro con piedras preciosas de diversos colores y tamaños. Gerald dio respetuosamente dos pasos atrás e hizo una profunda reverencia, mientras el ministro británico de Asuntos Exteriores le miraba desde su asiento y le dirigía una sonrisa de aliento.

Gerald fue el último invitado extranjero que salió aquella noche del banquete. Angela, que se había ido sola dos horas antes, ya se había dormido cuando él llegó al hotel. Dejó la condecoración sobre la cama, se puso el pijama, comprobó que su esposa estaba profundamente dormida y volvió a colocarse la cadena metiéndosela por la cabeza y asentándola bien en los hombros.

Gerald se contempló en el espejo del cuarto de baño durante varios minutos. Estaba deseando volver a Inglaterra.

En cuanto llegaron a Hull, Gerald dictó una carta para el Ministerio de Asuntos Exteriores. Solicitaba permiso para lucir su nueva condecoración en las ocasiones en que se especificara en la esquina inferior derecha de la invitación que debían llevarse medallas y condecoraciones. El Ministerio de Asuntos Exteriores expuso a su debido tiempo el asunto en palacio, y la reina, prima lejana de Alfonso IV, accedió a la petición de Gerald.

El primer acto oficial en el que Gerald tuvo ocasión de lucir la Orden del Pavo Real fue la ceremonia de toma de posesión del nuevo alcalde de Hull, que estaría precedida por una cena en el propio ayuntamiento.

Gerald regresó concretamente de Lagos para la ocasión, y no pudo esperar siquiera a cambiarse de ropa; tuvo que ir antes a echar una ojeada a su Orden del Pavo Real (tercera clase). Abrió el estuche que contenía tan preciada posesión y lo contempló, incrédulo: el oro se había empañado y una de las piedras parecía a punto de desprenderse. La señora Haskins, que estaba arreglándose, interrumpió un momento su tarea para mirar la condecoración.

—No es oro —proclamó, con una naturalidad tal que habría dejado paralizado al pleno del Fondo Monetario Internacional.

Gerald no hizo el menor comentario y se apresuró a pegar la piedra suelta, aunque tuvo que admitir para su fuero interno que aquella bisutería no resistiría un examen minucioso. Ninguno de los dos mencionó el tema en el camino hasta el ayuntamiento de Hull.

Algunos de los invitados se interesaron por la historia de la Orden del Pavo Real (tercera clase), y aunque proporcionó a Gerald bastante satisfacción explicar cómo había conseguido tal condecoración y también el permiso de la reina para lucirla en actos oficiales, tuvo la sensación de que a algunos de sus colegas no les impresionaba precisamente aquel pavo real tan desvaído. Le resultó también bastante embarazoso que les correspondiera sentarse a la misma mesa que Walter Ramsbottom, teniente de alcalde por entonces.

—Supongo que no sería fácil calcular su verdadero valor —observó Walter, clavando despectivamente la mirada en la cadena.

—Seguramente —dijo Gerald con firmeza.

—No me refería al valor material —precisó el joyero con una sonrisa presuntuosa—. Ese cálculo sería demasiado fácil. Naturalmente, me refería a su valor sentimental.

—Naturalmente. Y qué, ¿esperas ser alcalde para el año que viene? —preguntó, intentando cambiar de tema.

—Según la tradición, el teniente de alcalde sucede al alcalde si este no repite un segundo mandato. Y te aseguro, Gerald, que me ocuparé de que te pongan en la mesa de la presidencia para esa ocasión.

Hizo una pausa, antes de añadir:

—¿Sabes? La cadena del alcalde es de oro de catorce quilates.

Gerald se marchó pronto del banquete aquella noche, decidido a hacer algo con la Orden del Pavo Real antes de que Walter llegara a la alcaldía.

Ninguno de sus amigos hubiera calificado a Gerald de individuo derrochador, y a su propia esposa le sorprendió el vanidoso capricho a que se entregó. A la mañana siguiente, a las nueve en punto, Gerald telefoneó a su oficina para avisar de que no acudiría a trabajar. Luego fue en tren a Londres para visitar Bond Street en general y a un famoso joyero en particular.

Un sargento del Cuerpo de Porteros abrió a Gerald la puerta de la tienda de Bond Street. Una vez dentro, Gerald expuso su problema al caballero alto y delgado, ataviado con un traje negro, que salió a recibirle. Le condujeron a continuación a un mostrador de cristal que había en el centro de la tienda.

—Nuestro especialista, el señor Pullinger, estará con usted en seguida —le aseguró.

Unos minutos después, llegó el experto en piedras preciosas de Asprey’s, que recibió satisfecho la petición de Gerald: quería que valoraran la Orden del Pavo Real (tercera clase). El señor Pullinger colocó la cadena sobre un cojincito de terciopelo negro; luego se concentró en estudiar detenidamente las piedras con una pequeña lente.

Tras una rápida ojeada, frunció el entrecejo, con el gesto del individuo que ha quedado en tercer lugar en el campo de tiro del malecón de Blackpool.

—¿Cuánto vale, entonces? —preguntó Gerald sin más rodeos, al cabo de unos minutos.

—Es difícil valorar con precisión algo tan complicadamente… —Aquí Pullinger vaciló— extraño.

—Las piedras son cristal y el oro latón. Eso es lo que intenta decirme, ¿no es verdad, amigo?

La expresión del señor Pullinger indicaba muy claro que ni siquiera él lo habría expuesto más sucintamente.

—Tal vez algún coleccionista de este tipo de objetos le pagara unos cientos de dólares, pero…

—Oh, no —repuso Gerald, bastante ofendido—. No tengo la menor intención de venderlo. En realidad, he venido para saber si pueden ustedes hacer una copia.

—¿Hacer una copia? —preguntó el especialista, incrédulo.

—Exacto. En primer lugar, quisiera que cada piedra fuera la piedra preciosa correspondiente, según su color. En segundo, querría que fuese un trabajo que impresione a una duquesa. Y en tercero, deseo que pongan al mejor artesano a trabajar en ello y solamente en oro de dieciocho quilates.

Pese a sus muchos años de relación con clientes árabes, el experto de Asprey’s no pudo disimular su sorpresa.

—No sería nada barato —murmuró sotto voce: «barato» era una palabra detestada en aquel establecimiento.

—Nunca lo he dudado. Pero tiene que comprender usted que este es para mí un honor único en la vida. Dígame cuándo podré disponer de un presupuesto.

—Un mes, seis semanas como mucho —replicó el experto.

Gerald cambió la lujosa alfombra de la joyería por las alcantarillas de Nigeria.

Transcurrido poco más de un mes, regresó en avión a Londres, y se encaminó directamente al West End para su segunda entrevista con el señor Pullinger.

El joyero no había olvidado a Gerald Haskins y su extraño encargo, y sacó de inmediato una hoja pulcramente doblada de su cuaderno de encargos. Gerald la desdobló y leyó con detenimiento el presupuesto. Condiciones requeridas por el cliente: doce diamantes, siete amatistas, tres rubíes y un zafiro, todos del color más perfecto y de la máxima calidad. Un artesano tallará un pavo real en marfil y lo pintará. Toda la cadena se confeccionará en oro de dieciocho quilates de la máxima calidad. La última línea decía:

«Doscientas once mil libras… sin impuestos (IVA)».

Gerald, siempre dispuesto a regatear un presupuesto de unos miles de libras por material para techado o por el alquiler de maquinaria pesada, o incluso un plan de pagos, se limitó a preguntar:

—¿Cuándo podré venir a recogerla?

—Bueno, es difícil determinar con certeza el tiempo que va a llevar una pieza tan delicada. Me temo que encontrar piedras del tono exacto y de calidad perfecta llevará tiempo —dijo el señor Pullinger. Hizo una pausa y concluyó—: Espero también que nuestro primer orfebre esté libre para consagrarse a este encargo concreto. Ha estado dedicado en exclusiva últimamente a los regalos de la próxima visita de la reina a Arabia Saudí, y me parece que no quedará libre hasta finales de marzo.

Quedaba tiempo de sobra hasta el banquete de toma de posesión del alcalde al año siguiente, pensó Gerald. El concejal Ramsbottom no podría burlarse de él. ¿Había dicho oro de catorce quilates?

Lagos y Río de Janeiro tuvieron su sistema de alcantarillado a punto y en funcionamiento mucho antes de que Gerald volviera a Asprey’s. Y solo pudo posar la mirada en la obra de arte unas semanas antes del día de la toma de posesión del alcalde.

Cuando el señor Pullinger mostró a su cliente la obra terminada, este se quedó boquiabierto, complacidísimo. El collar era tan extraordinario, que Gerald consideró imprescindible comprar en Asprey’s otro collar, esta vez de perlas, que le garantizase una esposa muda.

Ya de vuelta en casa, esperó hasta después de la cena para abrir el estuche de cuero verde de Asprey’s y asombrar a Angela con la réplica de la Orden.

—Digna de un monarca, muchacha —le dijo a su esposa; pero Angela parecía concentrada en las perlas.

Cuando Angela se fue a fregar, su marido siguió contemplando un buen rato las bellísimas piedras preciosas, tan hábilmente engastadas y tan extraordinariamente talladas, hasta que, por último, cerró el estuche.

A la mañana siguiente, llevó de mala gana la joya al banco y explicó que debían guardarla en una caja de seguridad, ya que solo tendría que sacarla una o como mucho dos veces al año. No pudo resistir la tentación de mostrarle el objeto que tanto le satisfacía al señor Sedgley, director del banco.

—La lucirá sin duda el día de la toma de posesión del alcalde, ¿no es así? —le preguntó el señor Sedgley.

—Si me invitan…

—Oh, estoy seguro de que Ramsbottom querrá que asistan a la ceremonia todos sus viejos amigos. Y supongo que en especial usted —añadió sin explicación alguna.

Gerald leyó a su esposa durante el desayuno la circular de la corte que salía en las noticias de The Times:

—«Del Palacio de Buckingham comunican que el rey Alfonso IV de Multavia hará una visita oficial a Gran Bretaña del 7 al 11 de abril».

—No sé si tendremos ocasión de volver a ver al rey —dijo Angela.

Gerlad no emitió su opinión.

En realidad, el señor Gerald Haskins y su esposa recibieron dos invitaciones relacionadas con la visita oficial del rey Alfonso IV; una, para cenar con el rey en Claridge’s (la embajada de Multavia en Londres no era lo bastante amplia para la ocasión); la segunda llegó al día siguiente por correo especial, del Palacio de Buckingham.

Gerald estaba entusiasmado. Parecía que el Pavo Real iba a hacer tres salidas en un mes, pues la invitación a palacio era para diez días antes de la toma de posesión de Walter Ramsbottom como alcalde.

La cena oficial en Claridge’s fue memorable, y aunque asistieron cientos de invitados además de ellos, Gerald consiguió estar un momento con el visitante, el rey Alfonso IV, y pudo comprobar complacido que este no apartaba los ojos de la Orden del Pavo Real (tercera clase).

Una semana después de aquella cena, Gerald y Angela acudieron por segunda vez al Palacio de Buckingham; habían ido por primera vez cuando nombraron a Gerald comendador del Imperio Británico, en 1984. Gerald tardó casi tanto en vestirse para la ocasión como su esposa. Invirtió un buen rato en arreglarse el cuello para asegurarse de que su insignia de comendador del Imperio Británico no quedara eclipsada por el collar de la Orden del Pavo Real descansando sobre sus hombros. Había pedido a su sastre que le hiciera unas presillas en el frac para no tener que estar continuamente recolocándose la Orden.

Al llegar a palacio, los Haskins siguieron a un tropel de individuos enmedallados y damas tocadas con diademas, hasta el comedor oficial, donde un lacayo entregaba las tarjetas de asiento a todos los invitados. Gerald desdobló la suya y descubrió una flecha apuntando a su nombre. Cogió a su esposa del brazo y la guio hasta sus asientos.

Se fijó en que Angela seguía volviendo la cabeza cada vez que veía una diadema.

Aunque les habían colocado a cierta distancia de Su Majestad, en un anexo de la mesa principal, a la izquierda de Gerald se sentaba un miembro de la familia real y a su derecha, el ministro de Agricultura. Estaba contentísimo. En realidad, toda la velada transcurrió con excesiva rapidez, y Gerald ya estaba empezando a pensar que el acto de toma de posesión del alcalde resultaría insustancial después de aquello. No obstante, Gerald imaginaba ya una escena con el concejal Ramsbottom contemplando admirado la Orden del Pavo Real (tercera clase) mientras él le explicaba la cena en palacio.

Después de dos brindis y de los dos himnos nacionales, la reina se puso de pie. Habló cálidamente de Multavia dirigiéndose a sus trescientos invitados, y se refirió con afecto a su primo lejano el rey. Añadió que esperaba visitar aquel reino en un futuro inmediato. Sus palabras fueron recibidas con bastantes aplausos y concluyó su discurso anunciando que tenía intención de conceder dos condecoraciones.

La reina nombró al rey Alfonso IV caballero de la Real Orden Victoriana y luego al embajador de Multavia ante la corte inglesa, comendador de la misma orden. Ambas distinciones eran personales de la soberana. El chambelán de la corte abrió un estuche azul real y se colocaron las condecoraciones sobre los hombros de los receptores. En cuanto la soberana hubo terminado con las formalidades oficiales, el rey Alfonso se puso en pie y, tras los habituales agradecimientos y cortesías, concluyó:

—Majestad, también a mí me gustaría conceder dos condecoraciones. La primera, a un inglés que ha prestado un gran servicio a mi país con su experiencia y diligencia —el monarca miró entonces hacia Gerald y luego prosiguió—: Un hombre que realizó una proeza de ingeniería sanitaria de la que cualquier nación de la Tierra se enorgullecería, y que además, Majestad, fue inaugurada por vuestro ministro de Asuntos Exteriores. En nuestra capital, Teske, le estaremos agradecidos durante generaciones. Concedemos, por tanto, a Gerald Haskins, comendador del Imperio Británico, la Orden del Pavo Real (segunda clase).

Gerald no podía dar crédito a sus oídos.

Un estruendoso aplauso acompañó al asombrado Gerald mientras se dirigía hacia Sus Majestades. Se detuvo tras los asientos reales, en un punto medio entre la reina de Inglaterra y el rey de Multavia. El monarca sonrió al nuevo miembro de la Orden del Pavo Real (segunda clase) mientras ambos se estrechaban la mano. Pero antes de imponerle la nueva condecoración, el rey Alfonso se inclinó hacia delante y, no sin cierta dificultad, retiró de los hombros de Gerald su Orden del Pavo Real (tercera clase).

—Ya no necesitará esta —le susurró al oído.

Gerald vio con horror cómo desaparecía su preciada orden en el estuche de cuero rojo que mantenía abierto el secretario personal del soberano, quien permanecía en pie tras su rey. Gerald siguió mirando al secretario, que debía ser un diplomático de elevado rango, porque de otra forma no estaría en el secreto del plan del monarca. Su rostro no reflejaba la menor expresión de extrañeza. En cuanto la espléndida condecoración de Gerald estuvo segura, el estuche se cerró con un chasquido como el eje de una caja de caudales cuya combinación no hubiera sido confiada a Gerald.

Gerald quería protestar, pero guardó silencio.

El rey Alfonso sacó de otro estuche la Orden del Pavo Real (segunda clase) y se la colocó a Gerald. Contemplando las indiferentes piedras de cristal de colores, Gerald vaciló unos instantes; luego dio un paso atrás tambaleante, se inclinó y volvió a su lugar en el gran comedor. No oía las oleadas de aplausos que le acompañaban; su único pensamiento era cómo recuperar su preciada condecoración en cuanto terminaran los discursos. Se desplomó en su asiento junto a su esposa.

—Y ahora —continuó Alfonso IV—, desearía ofrecer una condecoración que no se ha concedido a nadie desde la muerte de mi difunto padre. La Orden del Pavo Real (primera clase), que me complace especialmente conceder a Su Majestad la reina Isabel II.

La reina se puso de pie y el secretario del monarca volvió a dar un pasó al frente. Sostenía en las manos él mismo estuche de cuero rojo que había cerrado de golpe sobre el preciado tesoro de Gerald. Volvió a abrir el estuche y el rey sacó la magnífica condecoración y se la impuso a la reina. Las piedras preciosas brillaban a la luz de las velas, y los invitados quedaron asombrados ante su magnificencia.

Gerald era el único de los presentes que conocía su verdadero valor.

—Bueno, tú mismo dijiste que era digna de un monarca —comentó su esposa acariciando su collar de perlas.

—Oh, sí, pero ¿qué dirá Ramsbottom cuando vea esto? —añadió con tristeza, acariciando la Orden del Pavo Real (segunda clase)—. Se dará cuenta de que es una burda imitación.

—La verdad, yo no creo que tenga tanta importancia —comentó Angela.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gerald—. Seré el hazmerreír de Hull el día de la toma de posesión del alcalde.

—Tendrías que empezar a leer los periódicos de la tarde, Gerald, y dejar de mirarte en los espejos. Así sabrías que Walter no será alcalde este año.

—¿No va a ser alcalde? —repitió Gerald.

—No. El actual alcalde ha decidido seguir, así que Walter no será alcalde hasta el año que viene.

—¿En serio? —preguntó, con una sonrisa.

—Si estás pensando lo que yo creo que estás pensando, Gerald Haskins, esta vez te costará una diadema.