5
La entrada al infinito
Desde el inicio de los tiempos, el ser humano, a pesar de sus apetitos y deseos carnales, en medio de su aferramiento a las cosas efímeras y terrenales, por intuición siempre ha sido consciente de la limitada, fugaz e ilusoria naturaleza de su existencia material y, en sus momentos de cordura y silencio, ha intentado llegar a comprender lo Infinito y se ha dirigido con emotiva aspiración hacia la apacible realidad del Corazón Eterno.
Aunque en vano imagina que los placeres terrenales son reales y satisfactorios, el dolor y el sufrimiento le recuerdan de manera constante su naturaleza irreal e inservible. Como siempre ha luchado por creer que la completa satisfacción se encuentra en las cosas materiales, es consciente de que hay algo en su interior que se rebela contra esta creencia, lo que, de inmediato, se convierte en una refutación de su mortalidad esencial y una prueba inherente y perdurable de que sólo dentro de lo inmortal, lo eterno y lo infinito puede hallar la satisfacción permanente y la paz perfecta.
Y es aquí donde se encuentran los elementos comunes de la fe; es aquí donde se encuentra la raíz y la fuente de todas las religiones, el alma de la Hermandad y el corazón del Amor. Es aquí donde comprendemos que el hombre es esencial y espiritualmente divino y eterno, y que, inmerso en la mortalidad y agobiado por las zozobras, siempre está tratando de acceder a una toma de conciencia de su propia naturaleza.
El espíritu del hombre es inseparable del Infinito y no puede satisfacerse con nada que no sea el Infinito; la carga de dolor seguirá pesando sobre su corazón y las sombras del sufrimiento continuarán oscureciendo su camino hasta que no detenga sus andanzas en el mundo de las ilusiones y regrese a su hogar en la realidad de lo Eterno.
Así como la gota más pequeña que se retira del océano sigue conservando todas sus propiedades, aquel que con pleno conocimiento está separado de lo Infinito sigue conservando dentro de sí su semejanza. Y al igual que la gota de agua, debe, por ley de su propia naturaleza, encontrar su camino de regreso al océano y perderse en sus silenciosas profundidades, el hombre debe regresar a su fuente y perderse en el gran océano de lo Infinito por la ley infalible de su naturaleza.
La meta del ser humano es volver a ser uno con el Infinito. Y estar en armonía perfecta con la Ley Eterna es encontrar la Sabiduría, el Amor y la Paz. Pero este divino estado es y siempre será incomprensible a lo que es puramente personal. La personalidad, la separación y el egoísmo tienen el mismo significado y llegan a conformar la antítesis de la sabiduría y la divinidad. Con la absoluta renuncia a la personalidad, se desvanecen la separación y el egoísmo, y el hombre entra en posesión de su divina herencia de inmortalidad y de infinitud.
La mente egoísta y mundana considera que esa renuncia a la personalidad es la más espantosa de las desdichas, la pérdida más irreparable y, sin embargo, es la bendición más sublime e incomparable, la única ganancia real y duradera. La mente que ha estado reprimida por las limitadas leyes del ser y por el destino y la naturaleza de su propia vida, se aferra a las fugaces apariencias, a las cosas que por su naturaleza no son perdurables y, al hacerlo, las pierde entre las destrozadas ruinas de sus propias ilusiones.
Los hombres se aferran a la carne y la complacen, como si ésta fuera a durar para siempre y, aunque tratan de olvidar su inevitable y cercana decadencia, el temor a la muerte y a la pérdida de todo a lo que se han aferrado nubla sus horas más felices y la escalofriante sombra de su propio egoísmo los persigue como un implacable espectro.
La divinidad interior de los seres humanos se va debilitando con la acumulación de comodidades y lujos temporales, lo que provoca que se hundan en las profundidades de lo material y en la vida efímera de los sentidos. Al no haber desarrollado suficientemente el intelecto, las teorías acerca de la inmortalidad de la carne se llegan a considerar verdades infalibles. Cuando, de una u otra manera, el alma del ser humano se encuentra nublada por el egoísmo, pierde el poder de distinguir las diferencias que existen en el ámbito espiritual y confunde lo temporal con lo eterno, lo efímero con lo permanente, la mortalidad con la inmortalidad y el error con la Verdad. Es así como el mundo ha llegado a colmarse de teorías y especulaciones que no tienen fundamento en la experiencia humana. Cada cuerpo carnal contiene en sí mismo, desde el momento de su nacimiento, los elementos de su propia destrucción y, debido a la inalterable ley de su propia naturaleza, debe morir.
Lo que es transitorio en el universo nunca podrá volverse permanente; lo permanente nunca podrá desaparecer; lo que es mortal nunca podrá ser inmortal; lo inmortal nunca podrá morir; lo temporal no podrá ser eterno ni lo eterno, temporal. La apariencia no podrá hacerse realidad, ni la realidad podrá perderse en la apariencia; el error nunca podrá ser Verdad, ni la Verdad podrá convertirse en error. El hombre no puede inmortalizar la carne pero, al vencerla, al renunciar a todos sus instintos, puede entrar en el territorio de la inmortalidad. «Sólo Dios es inmortal», y el hombre únicamente puede entrar en la inmortalidad si comprende el estado de conciencia de Dios.
Toda la naturaleza, en su multitud de formas de vida, es cambiante, temporal e imperdurable. Sólo el Principio de revelación de la naturaleza perdura. La naturaleza es inmensa y está marcada por la separación. El Principio de revelación es Uno y está marcado por la unidad. Al vencer a los sentidos y al egoísmo interior, lo cual significa vencer a la naturaleza, el hombre emerge de la crisálida de lo personal e ilusorio y remonta el vuelo hacia la gloriosa luz de lo impersonal, el territorio de la Verdad, de donde provienen todas las formas perecederas.
Por lo tanto, los seres humanos deben practicar la autonegación, conquistar sus instintos animales, negarse a ser esclavizados por el lujo y el placer, practicar la virtud y cultivar todos los días virtudes más elevadas, hasta que, al fin, avancen hacia lo Divino y empiecen a practicar y a comprender la humildad, el perdón, la benevolencia, la compasión y el amor, cuya práctica y comprensión constituyen la Divinidad.
«La buena voluntad trae consigo el discernimiento», y sólo aquel que ha conquistado su personalidad y que no tiene más que una actitud mental de buena voluntad hacia todas las criaturas, posee discernimiento divino y es capaz de distinguir lo verdadero de lo falso. Por lo tanto, el ser humano que está lleno de bondad es una persona sabia, es un ser divino, un vidente iluminado y conocedor de lo Eterno. Dondequiera que halles nobleza inquebrantable, paciencia constante, sublime humildad, gentileza en el lenguaje, autocontrol, generosidad y una profunda y profusa simpatía, encontrarás también una gran sabiduría. Trata de conseguir la compañía de una persona así, porque ella ya ha comprendido lo Divino, vive con lo Eterno y se ha convertido en un solo ser con el Infinito. No creas en aquel que es impaciente, en el que tiene predisposición a la ira, en el jactancioso, en el que se aferra al placer y se niega a renunciar a su bienestar egoísta y en quien no practica la buena voluntad y la gran compasión, porque esa persona no posee sabiduría, todos sus conocimientos son vanos y sus palabras y obras desaparecerán porque están basadas en aquello que acaba muriendo.
Elige el camino de abandonar tu ego, de vencer al mundo, de rechazar lo personal; ésta es la única senda por la que podrás entrar en el corazón de lo Infinito.
El mundo, el cuerpo y la personalidad son espejismos en el desierto del tiempo; sueños transitorios en la oscura noche de la quimera espiritual. Aquellos que han cruzado el desierto, aquellos que están despiertos en el ámbito espiritual son los únicos que han comprendido la Realidad Universal, donde todas las apariencias se disipan y los sueños y las ilusiones se destruyen.
Existe una Gran Ley que exige obediencia incondicional, un principio unificador que es la base de toda diversidad, una Verdad eterna donde todos los problemas de la tierra se desvanecen como sombras. Comprender esta Ley, esta Unidad y esta Verdad significa entrar en el Infinito y convertirse en uno con lo Eterno.
Si centramos nuestra vida en la Gran Ley del Amor, entraremos en la armonía, en la quietud y en la paz. Si nos abstenemos de toda participación en el mal y en la discordia, si evitamos toda debilidad y omisión de aquello que es bueno y retornamos a la inquebrantable obediencia y a la sublime calma interior, entraremos en la esencia más íntima de las cosas, alcanzaremos una experiencia viva y consciente del principio eterno e infinito que permanece como un misterio oculto para el intelecto meramente perceptivo. Hasta que no hayamos comprendido este principio, el alma no podrá estar en paz, y quien lo comprenda es a decir verdad un sabio; no con la sabiduría del erudito, sino con la simplicidad de un corazón intachable y de una divina madurez.
Llegar a la comprensión de lo Infinito y lo Eterno es elevarse por encima del tiempo, del mundo y del cuerpo, el cual lleva consigo el reino de la oscuridad, para establecerse en la inmortalidad, el Cielo y el Espíritu, que integran el Imperio de la Luz.
Entrar en lo Infinito no es una mera teoría o un sentimiento. Es una experiencia vital que es el resultado de la práctica constante de la purificación interior. Cuando ya no se cree, ni de una manera remota, que el cuerpo es el ser real, cuando todos los apetitos y deseos han sido sometidos y purificados con gran rigurosidad, cuando las emociones son tranquilas y serenas, cuando termina la indecisión del intelecto y se logra el equilibrio perfecto, la conciencia se hace una con el Infinito. Y, al alcanzar ese estado, se asegura una sabiduría inocente y una profunda paz.
Los seres humanos se cansan y envejecen con los oscuros problemas de la vida y, a la postre, mueren y dejan esos problemas sin resolver porque están demasiado absortos en sus limitaciones y no pueden encontrar la salida de la oscuridad en la que se halla la personalidad. Como lo que buscan es salvar su vida personal, renuncian a la sublime Vida impersonal en la Verdad y, como se aferran a lo efímero, se niegan el conocimiento de lo Eterno.
Con la renuncia al ego se vencen todas las dificultades y no existe error en el universo que el fuego del sacrificio interior no haga arder como paja. Cualquier problema, por grande que sea, se desvanecerá como una sombra bajo la penetrante luz de la autoabnegación. Los problemas existen sólo en nuestras autocreadas ilusiones y desaparecen cada vez que se renuncia al ego. El ego y el error tienen el mismo significado. El error pertenece a la oscuridad de una complejidad insondable, pero la simplicidad eterna es la gloria de la Verdad.
El amor al ego deja a los seres humanos fuera de la Verdad y, en la búsqueda de su propia felicidad personal, pierden la dicha más profunda, más pura y duradera. Carlyle dice:
En el hombre existe algo más elevado que el amor a la felicidad. El hombre puede vivir sin la felicidad y, en su lugar, buscar la santidad.
… No ames los placeres, ama a Dios. Él es la eterna afirmación, donde se resuelven todas las contradicciones; el lugar donde todo aquel que camina y trabaja se encuentra bien.
El hombre que ha renunciado al ego, que ha renunciado a esa personalidad que tanto aman algunos y a la que tantos se aferran con fiera tenacidad, ha dejado tras de sí toda perplejidad y ha entrado en una simplicidad tan profunda que el mundo, inmerso en una gran red de errores, considera una tontería. Sin embargo, ese hombre ha obtenido la sabiduría más elevada y se encuentra descansando en el Infinito. Él «logra lo que se propone sin esforzarse», y todos los problemas se desvanecen ante él, ya que ha entrado en la región de la realidad y maneja, no efectos cambiantes, sino los principios inmutables de las cosas. Está iluminado con una sabiduría que es tan superior al raciocinio como la razón lo es a la animalidad. Al haber renunciado a sus deseos carnales, a sus errores, opiniones y prejuicios, ha entrado en posesión del conocimiento de Dios, ha logrado que desaparezca el deseo egoísta del cielo y, junto con él, el temor ignorante del infierno. Y al haber incluso rechazado el amor por la vida misma, ha ganado la dicha suprema y la Vida Eterna, la Vida que une la vida con la muerte, y ha llegado a conocer su propia inmortalidad. Como ha renunciado a todo sin reservas, lo ha logrado todo y descansa en paz en el regazo de lo Infinito.
Sólo quien se ha liberado del ego y se siente feliz al saber que la vida y la muerte representan lo mismo, puede entrar en lo Infinito. Sólo quien ha dejado de confiar en su efímero ego y ha aprendido a confiar en mayor medida en la Gran Ley, en el Bien Supremo, está preparado para participar de la dicha eterna.
Para alguien así, ya no existe el arrepentimiento, la decepción ni el remordimiento, porque los sufrimientos no pueden existir donde todo el egoísmo ha desaparecido. Él sabe que cualquier cosa que le sucede es por su propio bien y está contento de dejar de ser el sirviente del ego y convertirse en el sirviente de lo Supremo. Ya no le afectan los cambios en la tierra; cada vez que escucha hablar de conflictos y de rumores de guerras, su paz no se altera. Y si los hombres tienen una actitud cínica, iracunda y pendenciera, él les otorga toda su compasión y su amor. Aunque las apariencias puedan negarlo, él sabe que el mundo progresa y que, si estalla una terrible tormenta, no tiene de qué preocuparse porque sabe que pronto desaparecerá.
Con sus risas y su llanto, con su vida y sus cuidados, con sus locuras y labores, tejiendo a la vista y sin ser advertido, del principio al fin, pasando por todas las virtudes y todos los pecados, enrollado en el gran carrete del Progreso de Dios, corre el hilo dorado de la luz.
El hombre sabio, que mira con los ojos de la Verdad y la indulgencia, sabe que si las tempestades de la discordia atacan al mundo, el propio mundo logrará vencerlas y que, de los escombros de los corazones rotos que estas tempestades dejen detrás, se erigirá el Templo inmortal de la Sabiduría.
La sola presencia de esta clase de individuo resulta una bendición, ya que es del todo paciente, compasivo en extremo, profundo, sereno y puro. Cuando él habla, los demás reflexionan profundamente sobre sus palabras y, debido a ellas, alcanzan mayores logros. Así es quien ha entrado en lo Infinito, quien, con el poder del máximo sacrificio, ha resuelto el sagrado misterio de la vida.
Cuestionando la Vida, el Destino y la Verdad, busqué la oscura y laberíntica Esfinge, que me habló de algo extraño y maravilloso: «El enigma sólo está en los ojos cegados, y sólo Dios puede ver la Forma de Dios». Busqué resolver este oculto misterio en vano, por parajes de ceguera y de dolor, pero, cuando encontré el Camino de la Paz y el Amor, el enigma cesó y recobré la vista: vi entonces a Dios hasta con los ojos de Dios.