1

La lección del mal

Las sombras que eclipsan nuestra vida son el dolor, la angustia y el sufrimiento. No existe en el mundo ni un solo corazón que no haya sentido el aguijón del dolor, ni una sola mente que no haya sido arrojada a las oscuras aguas de las preocupaciones, ni unos ojos que no hayan derramado las lágrimas ardientes de una angustia indescriptible.

No existe ni un solo hogar en el que no hayan entrado la enfermedad y la muerte, esos grandes destructores que separan corazones y que despliegan la pálida mortaja del dolor. Tarde o temprano, todos caemos en las poderosas y, al parecer, indestructibles redes del mal, y así es como el dolor, el desamparo y el infortunio acechan a la humanidad.

Con el fin de escapar de esta intensa tristeza, o de mitigarla de alguna manera, tanto hombres como mujeres tratan de esquivarla por medio de innumerables artimañas, con la esperanza de encontrar un estado de felicidad que no se desvanezca.

Eso es lo que sucede con los que abusan del alcohol y con las personas que viven relaciones promiscuas, en su obsesión por las emociones sensuales. O en el caso del esteta exclusivista que prefiere no saber de los problemas del mundo, rodeándose de lujos. También es el caso de aquellas personas que ansían la fama y la fortuna, sometiéndose a lo que sea con tal de lograr su objetivo, y de los que buscan consuelo en la representación de ritos religiosos.

Y, como un suave murmullo, la tan buscada felicidad parece llegarnos a todos y, por algún tiempo, el alma es arrullada en una dulce seguridad y en un olvido de la existencia del mal embriagador. Pero, un día, se presenta una enfermedad o una gran pena, una provocación o un infortunio que, de pronto, irrumpen en el alma desprotegida y la estructura de la imaginaria felicidad se rompe en mil pedazos.

De modo que sobre cada particular alegría pende la espada de Damocles del dolor, preparada para caer en cualquier momento y destrozar el alma de aquel que no cuente con la protección del conocimiento.

Los niños desean convertirse en mayores y los adultos suspiran por la felicidad perdida de la infancia. El pobre sufre debido a las cadenas que le impone la pobreza, y el rico vive con el miedo constante de ser pobre o recorre el mundo en busca de la sombra fugaz que él llama felicidad.

En ocasiones, el alma siente que ha encontrado una paz y una felicidad convincente al practicar una determinada religión, adoptar una filosofía o perseguir un ideal artístico o intelectual. Pero, siempre, una avasallante inquietud termina por demostrar que aquella religión no es la adecuada o es insuficiente, que aquella filosofía teórica resulta un apoyo inútil, o que aquel ideal que el creyente construyó durante muchos años ha caído destrozado a sus pies en un instante.

Entonces, ¿no existe una manera de escapar de la pena y del dolor? ¿No existen medios para desbaratar las ataduras del mal? ¿Acaso la felicidad, la prosperidad y la paz permanentes son tan sólo sueños inalcanzables?

Existe una manera —y lo digo con alegría— para que el mal pueda desterrarse para siempre. Existe un proceso mediante el cual la enfermedad y la pobreza, así como cualquier situación o circunstancia adversa, pueden apartarse de nuestro lado para no regresar jamás. Existe un método con el que se puede asegurar una prosperidad permanente, sin ningún temor a que regrese la adversidad. También existe una práctica con la que podemos alcanzar y compartir una paz y una dicha continuas e infinitas.

El inicio del proceso que nos conduce a esta gloriosa realización es adquirir una correcta comprensión de la verdadera naturaleza del mal.

Negar o ignorar el mal no es suficiente; éste debe ser comprendido. Tampoco basta con pedir a Dios que el mal se aleje; debemos descubrir por qué está aquí y qué lección nos tiene reservada.

No obtendrás ningún beneficio preocupándote, enfureciéndote o luchando contra las cadenas que te mantienen atado. Lo que en realidad debes comprender es por qué y cómo estas cadenas te están esclavizando. Por lo tanto, amigo lector, debes salir de ti mismo y empezar a examinarte y a comprenderte.

En la escuela de la experiencia, debes dejar de ser el niño desobediente y empezar a aprender, con humildad y paciencia, las lecciones asignadas para tu desarrollo espiritual y tu perfección última. Porque cuando se comprende y se asimila el mal de una manera correcta, éste deja de ser un poder o un principio ilimitado en el universo; se convierte en una etapa pasajera de la experiencia humana y, por lo tanto, en un maestro para aquellos que están dispuestos a aprender.

El mal no es una entidad abstracta que se encuentra fuera de ti: se trata de una experiencia de tu propio corazón. Y, al ir examinándolo y rectificándolo con paciencia, llegarás a descubrir poco a poco el origen y la naturaleza del mal, el cual llegará inevitablemente a su completa erradicación.

Todo mal puede corregirse o remediarse; no se trata de algo permanente. Se encuentra enraizado en la ignorancia: en la ignorancia de la verdadera naturaleza y relación de las cosas. De modo que mientras permanezcamos inmersos en ese estado de ignorancia, seguiremos anclados en el mal.

No existe ni un solo mal en el universo que no sea el resultado de la ignorancia y, si estamos preparados y dispuestos a aprender su lección, no hay ni un solo mal que no nos conduzca a una sabiduría superior, para después desvanecerse para siempre. Sin embargo, los hombres permanecen sujetos al mal y, si éste no desaparece, se debe a que no están dispuestos o preparados para aprender la lección que viene del mal mismo.

Conocí a un niño que todas las noches, cuando su madre lo llevaba a la cama, lloraba para que lo dejaran jugar con una vela. Una noche, la madre se distrajo un momento y el niño tomó la vela. Sucedió lo inevitable: el niño se quemó. De ahí en adelante, el pequeño ya no volvió a jugar con la vela.

Con esa simple acción, el pequeño aprendió a la perfección lo que significa la obediencia y entendió que el fuego quema. Este incidente es un perfecto ejemplo de la naturaleza, significado y resultado final de todos los pecados y las malas acciones.

Del mismo modo que el niño sufrió la verdadera naturaleza del fuego a causa de su propia ignorancia, los mayores sufren, a causa de su propia ignorancia, la verdadera naturaleza de las cosas que tanto anhelan y luchan por obtener. Y esas mismas cosas son las que los dañan cuando ya las han obtenido. La única diferencia en este último caso es que la ignorancia y la maldad están más profundamente enraizadas y ocultas.

El símbolo del Mal siempre ha sido la oscuridad, y el del Bien, la luz. Dentro de estos símbolos se encuentra la interpretación perfecta, es decir, la realidad. Porque, del mismo modo que la luz siempre inunda el universo y la oscuridad es una simple mancha, una sombra proyectada por un pequeño cuerpo que intercepta unos cuantos rayos de luz infinita, la Luz del Bien Supremo es el poder positivo y dador de vida que inunda el universo, mientras que el mal no es más que una insignificante sombra proyectada por el ego que intercepta e impide la entrada de los rayos luminosos.

Cuando la noche cubre el mundo con su impenetrable manto negro, por muy densa que sea la oscuridad, sólo cubre un pequeño espacio de la mitad de nuestro diminuto planeta. Mientras tanto, el resto del universo brilla con luz vital y todas las almas saben que se despertarán con la luz de una nueva mañana.

Por consiguiente, debes entender que cuando la oscura noche del sufrimiento, del dolor o del infortunio golpea tu alma y te hace caminar con pasos inseguros sumido en el desaliento es porque, simplemente, está interceptando tus propios deseos entre tu ser y la luz ilimitada de la dicha y la plenitud. Y esa sombra oscura que te cubre no la proyecta nadie más que tú mismo.

Y así como la oscuridad exterior es únicamente una sombra negativa, una irrealidad que surge de la nada, que no se dirige a lugar alguno y no tiene un hogar permanente, la oscuridad interior también es una sombra negativa que atraviesa la evolucionada alma que ha nacido de la luz.

Pero es muy probable que alguien pregunte: «¿Por qué hay que pasar a través de la oscuridad del mal?». Porque, por ignorancia, tú has elegido hacerlo y porque sólo así podrás, tal vez, comprender tanto el bien como el mal. De la misma manera, podrás apreciar más la luz, después de haber pasado por la oscuridad.

Como el mal es el resultado directo de la ignorancia, cuando se aprenden y se asimilan bien las lecciones del mal, la ignorancia desaparece y la sabiduría toma su lugar. Pero, al igual que un niño desobediente se niega a aprender sus lecciones en la escuela, también es posible negarse a aprender las lecciones de la experiencia, para permanecer así en una oscuridad continua y sufrir siempre castigos recurrentes bajo la apariencia de enfermedades, decepciones y sufrimiento.

Por lo tanto, la persona que desea sacudirse el mal que le rodea debe estar preparada y dispuesta a aprender, y ha de someterse a un proceso de disciplina, sin el cual no puede alcanzarse ni una sola semilla de sabiduría, paz o felicidad permanentes.

Una persona puede encerrarse en un cuarto oscuro y negar la existencia de la luz, pero la luz se encuentra en todas partes y la oscuridad sólo existe en su pequeña habitación.

Puedes negar la entrada a la luz de la Verdad o puedes empezar a derribar los muros del prejuicio, del egoísmo y de las equivocaciones que has cimentado a tu alrededor, para dejar que llegue a tu vida la gloriosa y omnipresente Luz.

Debes tratar de comprender, a través de un serio examen de conciencia, y no adoptando una simple teoría, que el mal es sólo una etapa pasajera, una sombra que nosotros mismos creamos. Tienes que entender que todos tus sufrimientos, dolores e infortunios te han sucedido por medio del proceso de una ley directa y absolutamente perfecta. No puedes olvidar que los debes vivir porque los mereces y los necesitas; y que, soportándolos primero y comprendiéndolos después, te harás más fuerte, más sabio y más noble.

Cuando realmente hayas comprendido este concepto en toda su dimensión, estarás preparado para moldear tus propias circunstancias, podrás transmutar todo el mal en bien y tejer con mano maestra los hilos de tu destino.

¡Cuánto queda de la noche, señor Centinela! ¿Qué es lo que alcanza a distinguir su mirada? ¿El brillo tenue del alba en la cima de la montaña? ¿El heraldo de oro de la luz de los destellos que se levanta sobre lo alto de las colinas?

¿Ha llegado la luz para ahuyentar la penumbra y, con ella, todos los demonios de la noche? Sobre sus ojos, señor Centinela, ¿ya caen sus penetrantes rayos de luz? ¿Puede escuchar el sonido del juicio final del error?

Llega la mañana, amante de la luz; ya se advierte la dorada faz de la montaña, a media luz percibo el camino donde, aún ahora, las huellas brillantes condenan a la noche.

Las tinieblas se extinguirán, y todo aquello que ama la oscuridad y todo eso que la luz desprecia desaparecerá para siempre con las sombras: ¡alégrese, Centinela! Porque el heraldo ya empezó a cantar.