LA CONSOLIDACIÓN DEL DOMINIO OCCIDENTAL DEL IMPERIO
DESPUÉS de esta aplastante victoria, lo más obvio sería perseguir implacablemente a Darío, impedir que reuniera otro ejército, y garantizar prácticamente el desmoronamiento del imperio. Cualquier manual militar de esa época -y algunos de la actualidad- le daría la razón a esta propuesta.
Pero tal planteamiento ignora muchas realidades a tener en cuenta: Alejandro había ganado una batalla, pero en manera alguna la guerra. La captura efectiva de Darío no significaría la caída del imperio, pues a rey muerto rey puesto. Y Persia todavía contaba con infinitos contingentes de tropas de primer orden para hacer frente a las fuerzas invasoras occidentales. Si Alejandro se hubiera internado en Asia bajo las condiciones existentes al momento de vencer en Issos, el rey que sucediera a Darío podría ordenarle a las provincias de Fenicia, Chipre y Egipto que reunieran una nueva y colosal escuadra de navíos de guerra, y ejecutaran el plan concebido por Memnón de desembarcar en Grecia y fomentar una rebelión en el corazón de los dominios de Alejandro.
Las batallas sólo son la punta del iceberg de las guerras. Alejandro lo sabía perfectamente. Cuando un enemigo tiene superioridad material aplastante, unas pocas batallas no deciden la victoria. Se debe entonces minar uno a uno los pilares del poder del enemigo para estar en condiciones de asestar el golpe mortal. Por esto, Alejandro siguió con su plan inicial de apoderarse de la zona occidental del imperio, para acabar así con la esperanza para los persas de llevar la guerra a Grecia, y asegurar de esta manera la retaguardia de las fuerzas macedonias.
Esta política constituye un ejemplo sublime de lo que hoy en día se denomina “Estrategia de Aproximación Indirecta”, por medio de la cual a un enemigo antes de asestarle directamente la estocada fatal, se le minan todas y cada una de las fuerzas que garantizan su poderío, como se hace en tauromaquia, en donde a un adversario formidable y materialmente superior, como es el caso del toro de lidia, primero se le aguijonea, ocasionándole al principio más molestia que un golpe mortal, y luego se le agota mediante una superior astucia y movilidad; sólo cuando el coloso se encuentra agotado, el matador se decide a darle el golpe de gracia. Si todo se ejecutó soberbiamente, al final de la contienda el vencedor debe encontrarse prácticamente intacto. Alejandro lo logró al lidiar al gigantesco toro asiático, con la misma maestría que el colombiano César Rincón desplegó en la arena de la plaza de Las Ventas. Y al igual que los madrileños con el colombiano, la historia sacó en hombros y por la puerta grande al macedonio.
La familia de Darío cayó en poder de Alejandro: La reina madre, la esposa de Darío, su bella hija, y lo peor de todo, su hijo varón y heredero. La oportunidad para la venganza había llegado. Pero Alejandro no era ningún Octavio. Su guerra era impulsada por el honor, no por la vileza. Su cruzada era contra Darío y los formidables guerreros del imperio, no contra ancianas, damas desprotegidas y niños. Alejandro trató con la mayor caballerosidad a la familia imperial, y hasta mantuvo su rango. Esta es la grandeza que le aplaude la historia, la valentía, la majestuosidad por la que se le calificó de Magno. Cuanta falta hace en estos días que los líderes mundiales imiten esta faceta del gran héroe. Ojalá y vuelva a la tierra este honor milenario. Este gallardo gesto inspiró una maravillosa pintura de Paolo Veronese, como eco de la grandeza que sigue sugestionando al mundo de hoy, más de dos mil años después.
Cuando Darío detuvo su huída, cayó en la cuenta de que su familia no estaba con él. Entonces le dirigió una carta al macedonio, en donde le recriminaba su “injusta” invasión, y le ofrecía el reconocimiento de las conquistas que la alianza griega había efectuado, a cambio de que el Magno le devolviera al gran rey la familia imperial. La correspondencia epistolar habida entre estos dos reyes acaso sea una de las más grandiosas de toda la historia. Al responder, Alejandro replicó que era Persia la agresora, evocando las guerras médicas, y llamando las cosas por su nombre: le recordó a Darío su condición de asesino de Filipo, haber promovido la insurrección de Tebas, y hasta su ascenso al trono mediante el asesinato de su predecesor Arses. Alejandro se constituía así como el paladín de la justicia y la espada vengadora de los dioses. Con el honor no se negocia. Un extracto de la respuesta de Alejandro enviada a Darío, dice así:
“Ahora soy yo quien domina las tierras, ya que los dioses me lo han concedido, y conservo aquellos de vuestros soldados que se me han unido por propia voluntad. Venid pues a mí como Señor de toda el Asia... si estáis en desacuerdo con la cuestión del reino... ¡luchad por él!!!”
La victoria de Issos, no sólo le reportó al macedonio la captura de la familia imperial. Alejandro envió a Parmenión a Damasco, por encontrarse allí la mayor parte del botín abandonado por Darío. El segundo de Alejandro no sólo capturó un inmenso tesoro, sino también a embajadores griegos que en ese momento se encontraban negociando con Darío, espartanos inclusive. Pero la mejor parte fue cuando el lugarteniente envió a Alejandro a la bellísima Barsine, la viuda de Memnón. Según las descripciones de los historiadores, tuvo ojos de gacela, cuerpo de onza y voz de sirena. Alejandro no sólo superó a Memnón en la guerra, sino también en el amor. Barsine habría de darle al rey macedonio un hijo que se llamó Heracles. Alejandro era un caballero, pero le gustaba así mismo superar a sus rivales en todos los aspectos. Y quedarse con las más exquisitas mujeres.
Así mismo, Issos determinó que ciudades mediterráneas como Arado, Biblos y Sidón se pasaran al lado de los griegos. Como Alejandro gustaba de asegurar su retaguardia, al dejar Sidón entronizó como rey de la ciudad a Abdalónimo, quien hasta ese entonces se desempeñaba como jardinero en el palacio real. Y hasta para estos asuntos el Magno acertaba: este humilde ex-sirviente se convirtió en un rey impecable, muy humanitario y querido por su pueblo. Las conquistas de Alejandro no sólo le reportaron la gloria inmortal, sino también la gratitud de sus contemporáneos.
Pero la inconquistable ciudad-isla de Tiro, confiada en su inexpugnabilidad, optó por rechazar las propuestas macedonias. Alejandro se dirigió al rey de Tiro, solicitando su amistad, por cuanto deseaba ingresar en la ciudad para rendir homenaje a su antepasado Heracles, llamado por los fenicios Melkart. La respuesta tiria fue desobligante. Tiro, al igual que Alejandro, también era invicta, pues jamás había sido tomada. El babilonio Nabucodonosor la sitió durante ¡15 años!!!, y fracasó en su tenaz empeño. ¿Por qué razón iba a cambiar la historia entonces? Se dio inicio a uno de los asedios más tenaces que el mundo recuerde jamás. Cuando Alejandro inició sus obras, los abucheos y burlas de los tirios casi acallaban el ruido de las labores de los ingenieros griegos. En cuanto los trabajos descritos por J. I. Lago en el respectivo especial estuvieron adelantados, los de Tiro dejaron de burlarse. Ahora el que sonreía era Alejandro.
Pero los fenicios de Tiro, con el valor que centurias después haría que sus hermanos de Cartago hicieran temblar a Roma y sus legendarias legiones, y con una chispa que rivalizaría con la de Arquímedes, se negaron a resignarse. Comenzó el inmortal duelo de ingenio y tenacidad: los tirios efectuaron ataques sorpresa con sus buques de guerra incendiarios, que -favorecidos por los vientos marítimos- averiaron los trabajos adelantados por los macedonios. Impertérrito, el rey dio la orden de reiniciarlos inmediatamente, al tiempo que ordenó la construcción de máquinas de asalto flotantes, y poder hostigar a Tiro por más de un punto. Los tirios ocultaban sus sorpresivas arremetidas mediante una cortina de velas dispuesta en su puerto:
“Alejandro, que disfrutaba con esta carrera de velocidad e ingenio, trasladó al otro lado del muelle sus mejores elementos, y dio la vuelta a la isla, situándose ante el puerto de donde habían salido los buques tirios y cortándoles la retirada.
Las baterías flotantes de los macedonios podían entonces acercarse a la muralla que daba al mar (...)
Para poder usar sus máquinas, los buques tenían que anclar. De la ciudad salieron nadadores que, buceando, fueron a cortar los cables de las anclas. Los ingenieros macedonios pusieron cadenas en lugar de cables. Entonces los tirios lanzaron rocas inmensas sobre los lugares donde trataban de anclar los buques. Con la marea, los navíos se quebraban el fondo con las puntas de estas rocas. Se montaron grúas sobre barcas y se quitaron las rocas. Se dotó a los navíos de puentes volantes colocados en los mástiles para que los soldados pusieran pasar a la muralla. Los tirios respondieron construyendo torres más altas que los mástiles de los barcos. Pero las máquinas de los macedonios habían abierto brecha en la muralla, en dos puntos cercanos a los puertos. La batalla no estaba entablada ya entre las máquinas; los hombres comenzaban a enfrentarse con los hombres, y Tiro estaba condenada.” (LAMB Harold, ALEJANDRO DE MACEDONIA, Pág. 163-4. Ed. Latino Americana S.A., México D. F., 1957)
La inspiración y tenacidad del macedonio, el talento de sus ingenieros (Diadés y Carias especialmente) y la disciplina de sus soldados, volvió a lograr un inesperado milagro. El sitio de Tiro comenzó en enero de 332 a. C., y terminó en julio, según Hammond; Droysen dice que en Agosto. Hammond indica que la calzada de Alejandro tenía “casi” 800 metros de largo.
Se cuenta que poco antes que Alejandro comandara en persona el asalto final, el rey de Tiro había soñado con la imagen de un príncipe tocado con un penacho blanco, lanzándose el primero desde su pasarela de madera sobre el muro de piedra, de 45 metros de alto, protegido por un escudo mágico y el dardo adelantado:
“(...) Valor extraordinario, con el mayor peligro; era reconocible por las insignias de la realeza y el brillo de sus armas, y sobre todo era él el más visible. ¡Qué espectáculo verle atravesar con su lanza a los defensores de la muralla! Incluso precipitó a algunos rechazándoles a golpes de espada y escudo. La alta torre desde la que se batía estaba casi pegada a los muros del enemigo.” (Quinto Curcio, IV, 10-11)
En efecto, el asalto final sobre Tiro se produjo en las condiciones magistralmente narradas por esta web. El primero en poner pie en la muralla enemiga no fue Alejandro, sino el comandante de los hipaspistas Admeto, que cayó muerto. Con la ayuda de un puente volante lanzado desde la parte alta de una torre de madera unida a dos navíos emparejados, el rey y sus escuderos saltaron sobre la empalizada cercana al arsenal de Tiro, seguidos por el resto de la fuerza de asalto macedonia. Alejandro no sólo fue un genio en estrategia, poliorcética y logística, sino también se convirtió en un verdadero dios de la táctica, venciendo a sus enemigos no sólo en tierra, sino también en el mar y hasta en el cielo inclusive, como aconteció en las altísimas murallas de Tiro.
Alejandro no pudo hacer uso de su acostumbrada magnanimidad. Los tirios fueron crueles con los prisioneros macedonios, y violaron sagradas leyes al martirizar a la embajada griega que les hizo una última oferta de rendición honorable. Alrededor de 8.000 tirios cayeron en el asedio, y los 30.000 sobrevivientes fueron esclavizados. Sólo el rey de Tiro, sus nobles y unos embajadores cartagineses fueron perdonados. Arriano registra 400 bajas macedonias y más de 3.000 heridos. Finalmente, Alejandro cumplió con su voluntad de rendir honores a Heracles, a quien dedicó el éxito del asedio. El ejército desfiló en orden de parada, y se realizaron juegos dentro del santuario. Nada podía alejar a Alejandro de lo que se proponía, y quien le obstaculizara el camino debería atenerse a las consecuencias.
Durante el asedio de Tiro ocurrió un episodio que refleja el verdadero carácter del rey macedonio: mientras se adelantaban las geniales obras encargadas por el predilecto de Zeus y Atenea, como éste era incapaz de permanecer ocioso, se dedicó a conquistar las indómitas tribus del interior de la costa, comandando personalmente a sus favoritos agrianos (equivalente de los iberos de César) Una noche, al efectuar una incursión en Galilea, el joven rey notó que su ex tutor Lisímaco se había rezagado de la columna de marcha. El comandante de los griegos no dudó un instante en abandonar a sus soldados y rescatar al anciano, en donde fuera que se encontrara. ¿Por qué tanta vehemencia en defender un viejo inútil?
Alejandro desde su más tierna infancia fue criado como si fuera un espartano, por su severo maestro Leónidas. No sólo en lo referente a las artes marciales, sino igualmente privado de cualquier lujo o trato cariñoso, formación que ni el más rústico de los macedonios hubiera recibido jamás. El joven príncipe ignoraba el sabor de un dulce, la sensación de estar abrigado en invierno, disfrutar un refresco en verano, o siquiera de andar calzado. Sólo dos voces protestaron ante ese trato tan infame. Una fue la de Olimpia, la madre de Alejandro. La otra, la del viejo Lisímaco. El Magno jamás habría de olvidar esta protección desinteresada, y quizás el único trato tierno que recibiera de una figura paterna, pues su padre el rey andaba ocupado conquistando Grecia.
Finalmente, Alejandro dio con el anciano. Estaba a punto de ser asesinado por una partida de samaritanos, pueblo hostil a los macedonios, que atacaba y robaba a los rezagados:
“(...) cargaba la noche y los enemigos se hallaban cerca... (Alejandro) no echó de ver que estaba muy separado de sus tropas con sólo unos pocos, y que iba a tener que pasar en un sitio muy expuesto aquella noche, que era sumamente oscura y fría. Vio, pues, no lejos de allí encendidas con separación muchas hogueras de los enemigos, y confiado en su agilidad y en estar hecho a aliviar siempre con sus propias fatigas los apuros de los macedonios, corrió a la hoguera más próxima, y dando con el puñal a dos bárbaros que se calentaban a ella, cogió un tizón y volvió con él a los suyos. Encendieron también una gran lumbrada, con lo que asustaron a los enemigos; de manera que unos se entregaron a la fuga, y a otros que acudieron los rechazaron, y pasaron la noche sin peligro.” (Plutarco, Vida, XXIV, 21)
¿Qué sentirían los soldados agrianos y macedonios, cuando al momento de encontrar a su rey, lo hallaran conversando con aquel bondadoso anciano, recordando sus travesuras infantiles y los cuentos que le narraba acerca de Heracles, Aquiles y demás héroes? Pues que bien valdría la pena seguir hasta el infierno a aquel general que arriesgaba su propia vida para defender la de un abuelo que no le reportaría utilidad alguna. He aquí al verdadero Alejandro.