EL PRINCIPIO DE LA GESTA

UNA vez culminadas las ceremonias en Troya, Alejandro se reunió con Parmenión y el grueso de su ejército. Pasó revista a sus tropas y efectuó las correspondientes maniobras de contrainteligencia para engañar al enemigo. Alejandro pudo hacer lo anteriormente narrado con la mayor tranquilidad, porque en ese momento no representaba riesgo alguno para el imperio. Con toda seguridad, el gran Rey pensaba que las tropas macedonias “eran muchos para ser una escolta; demasiado pocos para constituir un ejército” como años después pensarían del romano Lúculo y sus hombres.

Lo anterior se había demostrado debido a que en los últimos meses, los macedonios guiados por el gran Parmenión habían sido rechazados por un mercenario llamado Memnón de Rodas. ¿Porqué iban a cambiar las cosas, ahora que el mando había pasado a un muchachuelo? Su derrota definitiva no era más que cuestión de tiempo, y el rey de reyes no tenía por qué dignarse a dedicarle su valiosa atención a un asunto tan insignificante. Que el mercenario griego se enfrentara al bárbaro macedonio y a su patética partida de bandidos. Hasta la geografía del imperio era propicia a los persas: con zonas de frío intenso y otras de calor asfixiante, parecía que los ardientes desiertos y las escarpadas montañas se hubieran dispuesto a propósito para impedir los movimientos de los bandoleros macedonios.

En todo caso, la decisión del rey Darío de Persia fue acertada. Memnón era un general más que competente, como sus victorias sobre Parmenión lo habían demostrado. Era tan astuto como un zorro. Recuerda a Sertorio. Con la retorcida mente de un Odiseo, había detenido el avance de los macedonios. Como muestra de su genio, es pertinente mencionar que Memnón estuvo a punto de conquistar la ciudad de Cízico, dotando a sus hombres de gorros macedonios (kausia) al mejor estilo de Aníbal. Como la estratagema le fallara por muy poco, se dedicó a asediar la urbe. Cuando estaba a punto de tomarla, llegó Alejandro. Y el rumbo de la guerra giró ciento ochenta grados.

Memnón era de los generales que estudiaba concienzudamente a su contrincante, averiguando su temperamento, creencias, y cualquier otro detalle que a primera vista parecería chisme de viejas. Con esa información procedía a diseñar su estrategia. Gracias a esta virtud detectó que el factor aprovisionamiento podría ser favorable a los persas, y aconsejó a los respectivos sátrapas o gobernadores del imperio una estrategia de retirada, al mejor estilo de Fabio Máximo contra Aníbal. Los nobles persas consideraban que la insignificancia de las tropas macedonias no ameritaba el sacrificio de sus propiedades, y optaron por entablar batalla decisiva, para acabar de una vez por todas con la teatralidad desplegada por el yauna (bárbaro) occidental, y devolverlo a patadas a su agreste tierra natal.

Las huestes persas adoptaron una ventajosa posición defensiva sobre el río Gránico, desplegando su excelente caballería, combinada con la formidable falange griega, compuesta por mercenarios al servicio del Gran Rey. Hablamos de una elevada posición que no se podía atacar desde ningún flanco, e impedía el avance macedonio hacia el corazón del imperio, una especie de Termópilas Asiáticas.

El maestro Lago en su especial aclara que las cifras oscilan entre los diferentes historiadores, por lo que los lectores cuentan con un amplio margen para decidir. Las conclusiones de Nicholas Hammond resultan atractivas, y arrojan la cifra de veinte mil jinetes y otros veinte mil infantes, que componían el ejército comandado por Memnón y los Sátrapas occidentales. J. G. Droysen da la misma cifra. En cuanto a los efectivos de Alejandro, el historiador sajón concluye que no todo el ejército se comprometió en la batalla, por lo que sugiere que en el Gránico formaron trece mil infantes y cinco mil jinetes greco macedonios.

El despliegue táctico efectuado por ambos contendores ya ha sido claramente expuesto en el especial dedicado al tema en esta web, por lo que resultaría improcedente repetirlo. Pero vale la pena agregar que Alejandro con su radiante armadura, era plenamente identificable al frente de su escuadrón de élite, lo determinó que los comandantes persas lo enfrentaran con sus mejores jinetes, en el más clásico estilo homérico. Alejandro se desplazó hacia su derecha, seguido por la crema y nata de la caballería persa, la cual cayó en la emboscada táctica del macedonio, al ubicarse en una posición propicia para que los arqueros macedonios y los agrianos, las tropas favoritas de Alejandro, hicieran de las suyas en el flanco del enemigo. Cuando la élite de las tropas imperiales estuvo en la posición deseada por Alejandro, el comandante macedonio ordenó el ataque de todo su ejército y se entrabó en un furibundo combate cuerpo a cuerpo.

En el primer encuentro, la lanza de Alejandro se quebró, pero su escudero le suministró otra, justo en el momento en que las fuerzas de choque persas, guiadas por el Sátrapa Mitrídates, embestían contra el rey de Macedonia. Alejandro en persona lanceó a Mitrídates y lo derribó de su caballo, pero en ese instante otro Sátrapa, Resaces, atacaba el costado del macedonio destrozando parte del magnífico yelmo del rey con su cimitarra. Como un león acosado por hienas, Alejandro se revolvió e hirió a Resaces en el pecho, dando la oportunidad a otro persa llamado Espitridates de asestarle el golpe de muerte a Alejandro, al ubicarse en la espalda del comandante de los griegos; justo en ese momento, un oficial macedonio llamado Clito le cortó el brazo a Espitridates antes que propinara el tajo fatal al Magno.

Con las muertes de los comandantes persas, la situación de las huestes asiáticas era comprometida. Además, los arqueros macedonios y los agrianos (ilirios) estaban haciendo desastres en el flanco de la caballería persa, al mismo tiempo que los hipaspistas hacían lo suyo en el otro extremo. (Ver gráfica 2 de Gránico, en el especial de J. I. Lago) Pasó lo que tenía que pasar. La caballería persa huyó, y la infantería mercenaria del gran rey, convidada de piedra en esa batalla, tenía sus flancos desprotegidos contra la victoriosa infantería y caballería greco macedonias. Ocurrió lo mismo que en Zama. La magnífica infantería de élite luchó hasta el último hombre, mientras que Memnón lograba huir. La segunda etapa de la batalla fue igualmente apoteósica. La infantería mercenaria persa -compuesta por hoplitas griegos- vendió cara su vida. La montura de Alejandro cayó en el combate contra los infantes de Memnón. Afortunadamente no se trataba de Bucéfalo, sino de otro corcel. Los pocos mercenarios supervivientes fueron tratados como traidores, por tratarse de griegos que combatieron a las órdenes del rey persa. No fueron ejecutados, pero sí esclavizados y remitidos a las minas de Macedonia. Sólo fueron perdonados los tebanos. Tal medida demostró que a Alejandro le dolió la extinción de la ciudad de Epaminondas y Pelópidas.

Luego de finalizar la batalla, Alejandro cuidó personalmente de los heridos, averiguó cómo obtuvieron sus lesiones y alabó su valor. Entre los hetairoi macedonios, fuerza que soportó el mayor peso de la batalla, sólo hubo 25 bajas. Esta cifra se basa en el monumento que el mismo Alejandro encargó al mejor escultor de ese tiempo, su amigo Lisipo. Debió ser magnífico el grupo escultórico que representó a esos 25 centauros enfrentarse al invicto enemigo, rasgando el viento, entonando el himno de batalla, ajenos al temor, al dolor o a la fatiga, y encontrando la muerte con el valor de los héroes, obteniendo la victoria al mismo estilo del Cid Campeador. Lástima que los detractores de Alejandro no tomaran en cuenta este hecho al tildar al macedonio de megalómano. El rey no sólo pensaba en su propia inmortalidad, sino también en la de sus bravos guerreros.

Del resto de tropas macedonias, cayeron sesenta de caballería y treinta de infantería. Esta cifra indica que los caballeros fueron al ejército de Alejandro, lo que centuriones a las legiones de Roma. Estos héroes también recibieron honores, no sólo en los funerales, sino también mediante beneficios tributarios otorgados a sus familias. Hasta los aliados recibieron su parte en las distinciones. Atenas recibió 300 armaduras arrebatadas al enemigo. Demóstenes debió haberse ganado una úlcera al ver la conducta de Alejandro.