XII
—Carlos, teléfono.
—¿Quién es?
—Miguil.
Me levanto bostezando y me restriego los ojos, que están llenos de légañas. No tengo clavo y estoy relativamente despejado, pero cansadísimo. Todavía en gayumbos, me arrastro hasta el salón.
Cojo el teléfono.
¿Sí?… Qué pasa, Carlos. ¿Te he despertado?… Más o menos… Joder, que ya son las doce. Cada vez que llamo a tu casa, o estás durmiendo o no estás. Bueno. He tenido un problema y es que el Niñas se ha quedado seco. Se va de vacaciones y ha cerrado el quiosco, o sea que he pensado que, como el otro día pillaste con Roberto, igual podías apalabrarme cincuenta gramos para mí y para Ramiro… No sé. Nos pasa un amigo del ex novio de mi hermana. Si quieres, puedo llamarle, a ver qué pasa… Te lo agradecería un montón. Dile que es algo un poco excepcional. Tú lo sabes bien que el Niñas no falla casi nunca, que os llevo pillando a ti y a Roberto todo el año… Sí, no te preocupes, Miguel… Los doce a cinco, ¿no?… Sí… Vale, pues le llamas y te llamo yo luego desde la oficina… Dame un toque después de comer, entre dos y media y tres… Bueno… Oye, una cosa, Miguel. Fierro va a dar una fiesta el viernes, ¿te ha invitado?… A mí no me ha dicho nadie nada… Ah, pues ya te lo dirá Roberto cuando te vea… Ya veremos. Te llamo a las dos y media o tres, entonces… Sí… Pues hasta luego, Carlos… Hasta luego, Miguel.
Cuelgo y estoy yéndome otra vez a la cama cuando el teléfono vuelve a sonar. Lo cojo.
Hola, Carlos. Soy Nuria. No pienses que te vas a escabullir diciéndole a tu chica que diga que no estás, que yo te conozco bastante. Ahora que ya te he atrapado, explícame por qué me dejaste colgada el otro día en el Pizzajat con la cuenta, y por qué no has llamado para excusarte… Mira, Nuria, se acaba de morir mi abuelo y no es el mejor momento para que me grites por teléfono… ¿Se acaba de morir tu abuelo?… Sí. Anteayer por la noche. Hoy le llevan al crematorio… Ah, pues lo siento. De veras. ¿Es el viejecito que vi una vez contigo en Santa Bárbara?… Sí, ése… Ay. Me impresiona pensar que hace unas semanas le vi yo con vida y que ahora esté muerto. Qué pena, de verdad… En fin, Nuria. Ahora no estoy de humor. Te llamaré otro día, ¿vale?… Bueno, vale, pero espero que sepas que no te puedes librar así de fácilmente de mí… Mira, Nuria, te llamo dentro de unos días.
Cuelgo, y esta vez sí que me voy a la cama. Al pasar, le digo a la fili que, si llama alguien más, que no me despierte porque no pienso levantarme.
—Otra cosa, Tina. ¿Sabes dónde están mis padres?
—En trabijo.
—¿Sabes si vienen a comer?
—En trabijo, trabijo.
A las dos, suena el despertador y me levanto de nuevo. Alguien llama al timbre mientras me ducho. Poco después, oigo la voz del viejo que dice: Tina, pon la comida, por favor.
Mi madre, que acaba de llegar, entra en mi cuarto. Dice:
—Vaya, Carlos. Menos mal que por fin te pones la camisa que te he comprado. ¿Verdad que es bonita la camisa de Carlos, Miguel? A ver si también te cortas un poquito el pelo y así te adecentas del todo.
Le digo que me voy a cortar el pelo al cero y la vieja chasquea la lengua.
—Si es que no tienes término medio, Carlos. ¿Por qué no puedes ir normalito y bien por una vez?
—A mí me parece bien que se corte el pelo todo lo que quiera.
—Calla, Miguel. Este niño me va a matar a disgustos.
—Venga, mamá. No empieces con tonterías.
—Si es que no me tienes ningún respeto. No sé yo qué he hecho para que me trates así.
La fili anuncia que la comida ya está en la mesa.
—¿Y Quique?
—Quique, en piscina.
—Sal a llamarle, Tina.
La filipina sale al jardín y, poco después, entra Quique en bañador. Está mojado y lleva en la mano una camiseta.
—Quique, ve a cambiarte, que después de comer tenemos que irnos.
—¿A dónde?
—Al crematorio.
—¿Qué es eso?
—El crematorio es donde incineran al difunto para luego meter sus cenizas en una jarra.
Quique va a cambiarse mientras los demás comenzamos a comer, viendo el telediario.
Suena el teléfono y mi padre lo coge.
—Es para ti. Miguel.
¿Sí?… Oye, Carlos, que soy Miguel, que si has preguntado eso… No he podido, le he llamado antes pero no estaba. Le llamaré ahora otra vez por la tarde… Bueno. En cuanto hables con él, me llamas, vale. Yo estoy en casa a partir de las seis… Vale… Hala, hasta luego, Carlos… Hasta luego.
Cuelgo y vuelvo a la mesa.
Cuando llegamos a la entrada del cementerio de la Almudena, el viejo se para en una floristería y compra dos ramos de flores. Poco después llegamos al crematorio.
El ataúd del abuelo está al fondo.
Nos sentamos en los bancos mientras el encargado del crematorio se acerca al púlpito y lee una oración corta sobre la muerte. La muerte no es más que el principio y no el final de la vida y etcétera, etcétera.
El viejo y el tío Juan se emocionan. Se abrazan de forma melodramática.
—Ahora vamos a proceder a la cremación del cuerpo del difunto —dice el encargado del crematorio. Esperen fuera y dentro de una hora les entregamos las cenizas.
Salimos y esperamos.
El tío Juan le comenta a mi padre qué raro es que el abuelo, con lo clásico que era, hubiera preferido que quemaran su cuerpo a que lo enterraran. El viejo dice que ha sido la influencia de aquel cura jesuíta del que padre se había hecho amigo durante sus últimos meses de vida. Es el mismo cura que va a decir la misa del funeral.
Estoy pensando que es una putada que el funeral sea la semana que viene, porque tendré que venir de Santander y hacerme un viaje de ida y vuelta en el día.
—Hombre, Carlos. Alegra un poco esa cara, primo. Mis primas…
—La verdad es que el primo no tiene muy buena cara, ¿verdad, Martina?
—¿Es todavía lo del abuelo? A mí, la verdad es que ya se me ha pasado. Fue más bien lo de la abuela lo que más me afectó. Aquella vez estuve mal al menos durante una semana.
—Y yo, tía, no te creas. Qué mal lo pasé.
—¿Y tú, Quique? ¿Lloraste mucho cuando murió la abuelita? ¿Verdad que era muy buena la abuelita? ¿A que te daba muchos dulces y golosinas? A que de eso te acuerdas, ¿eh Quique?
Sara, que está vestida de negro, murmura: era muy buena, sí. La abuela se portaba muy bien conmigo, sí. Y el abuelo también era muy bueno. Eran los dos muy buenos, sí.
El encargado del crematorio sale de la capilla y nos da una urna que lleva el nombre de mi abuelo grabado en una plaquita.
—La vasija la he escogido yo —comenta la tía Carmen—. ¿A que es bonita?
Nos volvemos a meter en el coche. Mi tío nos sigue en otro coche.
Cuando paramos, salimos y el viejo toma la urna de entre las manos de la vieja. Él y el tío Juan van delante, llevando de la mano a Sara. Los demás les seguimos en procesión desordenada hasta que llegamos a una tumba de mármol grande. La tumba está abierta por una esquina. El viejo le da un beso a la urna y la introduce por el hueco que queda abierto. Adiós, papá. Luego le da un abrazo a su hermano.
Después de esto, volvemos a los coches.
—Pero qué moderno vas con esa melenilla —comenta mi tía.
Una vez en casa, me siento aliviadísimo de poder coger el escarabajo y salir.
Un poco más tarde estoy en casa de Roberto. Ana, la hermana de Roberto, me abre la puerta y me dice con una sonrisa:
—Pasa, está en su cuarto.
Roberto está en bañador, tumbado en su cama, escuchando música.
—¿Qué es esto? —pregunto al entrar en la habitación.
—¿El qué?
—La música.
—Es Sonic Yuz.
Roberto, aparte de la perilla, tiene la barba crecida de unos días.
—Bueno. ¿Qué tal la acampada?
—Bah, bien, como siempre. El primer día estábamos tan fumados que no llegamos ni a montar las tiendas de campaña.
—Hey, ¿qué es esto de la fiesta del Fierro?
—Ah, sí, que el viernes es el cumpleaños de Fierro y va a dar una fiesta. Pero algo pequeño, los del grupo, Manolo y Miguel. No quiere que vaya mucha gente.
—¿Qué vais a regalarle?
—Yo le voy a comprar un disco y estamos pensando en regalarle una camiseta firmada por todos. Pedro le va a comprar una botella de Yakdaniels.
—Yo creo que ya sé lo que voy a comprarle.
—¿El qué?
—Un vibrador y un botecito de Popers para que lo esnife antes de correrse.
—Seguro que le encanta.
—No te rías, que va en serio.
—Bueno. Y tú, ¿qué tal?
—Pues como siempre.
—Yo estoy harto de Madrid, te juro que estoy hasta los cojones. La semana que viene me voy a ir a Marbella.
—Yo estoy pensando lo mismo. El sábado mismo, después de la fiesta del Fierro voy a ver si me puedo pirar.
—¿A Santander?
—A respirar aire puro.
—A pillar mangas todavía más gordas, que a mí no me engañas.
—¿Puedo telefonear un momento, Roberto?
—Sí, claro. El teléfono está en el salón.
—Es que tengo que llamar al Santi, el del otro día, para ver si puede pillarle algo a Miguel.
—¿Y el Niñas?
—Se va de vacaciones. Ahora vuelvo.
Llamo a Herre.
¿Sí?… Hola. ¿Está Manuel, por favor?… No. Ha salido un momento a pasear el perro; si le quieres llamar, estará aquí en cinco minutos, no creo que tarde más. Ah, espera que creo que entra por la puerta… ¡Manolo! ¡Te llaman!… ¿Sí?… Hola, Herre, qué tal. Soy Carlos… Hola, Carlos, qué tal… Oye, ¿me puedes pasar el teléfono de Santi?… Yo el teléfono te lo puedo dar, pero lo que pasa es que el Santi se ha ido ayer a La Manga… ¿A La Manga?… Sí, y ya se queda allí por lo menos hasta agosto… Pues entonces, nada. ¿Tú no conocerás a nadie que pueda pasar ahora, no?… Hombre. Así en frío, no, sabes. El que controla el tema es Santi. Conozco a uno que pasa los doce a seis pero es caro, sabes… Ya. Bueno, pues nada. Gracias, de todos modos, y a ver si nos vemos… Nos vemos, Carlos… Hasta luego, Herre.
—¿Qué? ¿Hay suerte? —pregunta Roberto.
—Nada. El Santi éste se ha ido a La Manga. Voy a llamar a Miguel para decírselo. ¿Qué hora es?
—Las siete menos cuarto.
Oye, ¿Miguel?… Qué pasa, Carlos… Que nada, que ya he llamado al tipo éste y que se ha pirado a La Manga. Ya no vuelve hasta agosto… Qué cabrones. Hasta los camellos se van de vacaciones y yo, aquí, currando como un perro… De todas maneras, el ex novio de mi hermana me ha dicho que te puede pillar los doce a seis… Pero ¿estás loco? Yo en mi vida he pillado a seis… Eso es lo único que hay… ¿Qué pasa? El otro día os pasa a cinco y ahora a seis… No es el mismo tío, Miguel… Esto es la ley del camello. Yo también lo hago. Cuando hay gente de la facultad que quiere pillar a través mío, si a vosotros os lo paso a cuatro, que es lo que me cuesta a mí, a ellos les paso a cinco y así pago mi parte. Es lo normal. Eso sí, jamás he pasado a seis. Eso no lo paga nadie en Madrid… Pues lo siento, Miguel. Es lo único que había… Si no es culpa tuya, Carlos. La culpa es del Niñas, que me ha fallado. De todas maneras creo que Ramiro podrá conseguir algo… Oye, una cosa. Me dice Roberto que el viernes es el cumpleaños de Fierro y que estás invitado… ¿Dónde vive el Fierro?… En Puerta de Hierro… Igual me voy con Celia a Cercedilla… No sé, yo el sábado me voy. Si te quedas, podemos pillar la última manga juntos… ¿Te vas a Santander?… Sí… ¿Solo?… Sí… ¿Podrías invitarnos a Celia y a mí unos días?… Si queréis venir… No, hombre. No te preocupes que tengo que currar en julio. Además estoy jodido porque ahora todo va muy mal. No hay dinero en ningún lado y lo último que quiere la gente es gastarse el dinero en seguros. Y yo, así, no vendo nada. En agosto, ya va tu familia, supongo… Sí… Bueno, pues nada. Voy a ver si consigo arreglarlo para ir el viernes. Tú, de todas maneras, ¿tienes algo que hacer mañana?… No, ¿por qué?… Para que me acompañes al Kronen a hablar con Manolo, que tú le conoces mejor… Bueno, pero él no pasa costo… Ya, pero es que Celia y yo queremos pillar unos gramitos de coca… Bueno, tú llámame mañana y vamos… Vale, yo te llamo… Hala, pues hasta luego, Miguel… Hasta luego, Carlos.
—¿Qué te ha contado Miguel?
—Nada en especial. Mañana he quedado con él para ir al Kronen. Bueno, ¿te apetece hacer algo, Roberto?
—Hombre. Yo, esta tarde, había pensado no salir y descansar un poco, que estoy muy acabado…
—Qué hostias descansar. Ahora vamos a escuchar música y a fumar unos porros, y luego habrá que salir.
—A los porros no les digo nunca que no, pero salir…
—Anda, vamos a tu cuarto. ¿No están tus padres, verdad?
—No. Tenemos como una hora, antes de que lleguen.
—Perfecto. Y, en cuanto lleguen, salimos.
—No sé, no sé.
—Venga, Roberto. No me dejarás colgado, ¿no?
—Siempre me acabas liando. No sé cómo lo haces, pero siempre me acabas liando.
—Vamos a tu cuarto.
—¿Puedo rular aquí?
—Sí. No hay nadie. Pero escucha este disco de los Pixis, que es cojonudo.
Ana abre la puerta, asoma la cabeza y dice:
—Roberto. Fierro, al teléfono.
—Ya, ya voy.
—A tu hermana no le importa que fumemos, ¿no?
—No.
—¿Qué quería Fierro?
—Nada, decirme que estemos a las diez el viernes en su casa, que te lo diga a ti y que llame a Miguel, que él va a llamar al Pedro y a Guille.
—¿Y los otros?
—El Asturias ya está en Gijón. El David se ha ido antes de ayer de vacaciones y el Raúl y el Yoni se van de camping mañana. Va a ser una fiesta de lo más matada. Además, ha dicho Fierro que ha pasado por el Kronen y que Manolo dice que, de tripis, nada. A ver si por lo menos hay coca. De todas maneras, para mí, ésta va a ser la última juerga un poco dura. Bueno, y el sábado también, si tengo pelas, porque el domingo quiero descansar antes del viaje.
—¿Te vas el lunes, al final?
—Si puedo, sí.
—Yo, el sábado, sin resaca o con ella, me voy, porque no aguanto otro fin de semana en casa con los viejos.
—¿Sabes que ya he terminado de leer Americansaico? Es cojonudo. Te juro que Beitman es todo un filósofo: me ha enseñado a despreciar la humanidad.
—Pat es único.
—Ya.
—Vamos a dar una vuelta en coche, Roberto, que estoy agobiado.
—Yo estoy demasiado quemado.
—Venga, Roberto. ¿No te apetece escuchar música a tope a cientosesenta por la Emetreinta?
—No. Eso no. Si quieres, vamos a dar una vuelta pero no me apetece correr.
—Pat Beitman nunca diría que no a una proposición así.
—Sí, pero Pat tendría en el bolsillo dos gramos de coca y yo, lo que tengo, es una resaca del carajo.
—Venga, Roberto, que con otro porro se te quita la resaca.
—Si quieres, vamos. Pero yo quiero volver pronto a casa, te lo advierto.
—Eso es, Roberto. Pat estaría orgulloso de ti. Saliendo a la búsqueda de asquerosos vagabundos a los que atropellar. Eres todo un héroe moderno.
—Déjate de historias, Carlos.
—Te acojonarías, ¿eh? Beitman no lo dudaría un segundo.
—Sí, pero yo no soy Beitman. Espera que cojo el radiocaset. Ana, que Carlos y yo nos vamos. Dile a mamá y a papá cuando vengan, que hoy vuelvo pronto. Hasta luego.
—Hasta luego, Ana.
—No hace falta que le sonrías así a mi hermana, que tiene novio.
—Era sólo una sonrisa, Roberto.
—Pero a ti te conozco. A mi hermana, ni tocarla.
—Ten un poco de sentido del humor. No se me ha pasado nunca por la cabeza liarme con tu hermana. Es un bebé.
—Mejor será…
—Sonríe un poco, Roberto. No seas gruñón.
—No, no sonrío porque siempre me estás liando para hacer cosas cuando no me apetece nada.
—¿Dónde tienes el coche? ¿En el garaje?
—Sí. Ahí en la esquina.
—Estás estresado, Roberto. Relájate. Lo que te hace falta es liberar toda esa energía negativa sobre algún objeto adecuado…
—¿Sobre un vagabundo, por ejemplo?
—No está mal como ejemplo. Vas aprendiendo las lecciones de Pat.
—Y si descargo mis pulsiones sobre ti, ¿qué pensarías?
—Venga, Roberto. Tú y yo somos amigos. Ya nos conocemos desde hace años.
—A veces te juro que no sé, no sé…
—¿Qué? ¿Piensas que no soy tu amigo?
—Sí. Supongo que sí, pero…
—Pero nada, eso es todo. ¿Sabes que hoy he tenido que ir a la cremación de mi abuelo?
—No me has dicho nada. Lo siento.
—¿Cómo que lo sientes? Pat estaría avergonzado, si te hubiera escuchado pronunciar esas palabras. Lo peor es que se ha muerto de muerte natural, qué aburrido.
—Sí, ja, ja. Seguro que Pat hubiera gozado destripando a su abuelo.
—Ahí está, ya estás reencontrando el espíritu de Pat.
—Entra y vamos a dejar a Pat un poco tranquilo. ¿A dónde vamos?
—Vamos a coger la Emetreinta.
—Te he dicho que hoy no es el día, joder, que estoy cansado.
—Venga, Roberto. Si conducir por la Emetreinta es lo más relajado que hay. Mucho más relajado que tener que frenar, arrancar, torcer por callejuelas, ver guardias…
—Vale, vale. Vamos a la Emetreinta pero no me comas la olla con tus ideas raras…
—¿Qué ideas raras?
—Pues qué sé yo. Todas esas cosas que me metes en la cabeza.
—¿Que quiera dar una vuelta contigo? ¿Que quiera evitarte los esfuerzos de la diabólica circulación de Madrid? ¿Es eso ser raro?
—No me hables tan alto, por favor, que tengo la cabeza como un bombo.
—Pues no me vengas con tonterías, entonces. Vamos por la Emetreinta, Roberto.
—Vale, vale. Vamos por la Emetreinta pero no me grites, por favor.
—¡Qué hijoputa el peseto! ¡Pítale! ¡Pítale, hostias! Que se quite de en medio, que no se pare así.
—Déjale, que está cogiendo un cliente.
—Una puta, quieres decir. ¡Eso eso! ¡Pítale más, venga! Que nos dé luces y que grite todo lo que quiera.
—…
—Sal a la autopista. Pero no, coño. No cojas la dirección norte, que ésa estoy hasta los huevos de pillarla. Métete hacia el sur. Pero con más ánimo, Roberto, joder. Que no se diga…
—Hoy es día de resaca, ya te lo he dicho. No estoy bien.
—Come esto y vas a ver lo bien que te vas a sentir.
—Que no, que paso. Hoy, paso.
—Bueno, pues nada. Al menos, acelera más. Cualquiera diría que llevas un seiscientos. Ponte a la izquierda, joder, no seas marica. ¡Pero métele el pedal a fondo! ¿O quieres que se lo meta yo?
—¡Vale, vale! ¡Ya acelero, pero no me toques los pedales y suelta el volante, coño!
—Bah. No tienes ningún sentido del riesgo. Deja, deja, échate a la derecha. Contigo no se puede ir a ningún lado. Eres un marica, no tienes cojones.
—Claro que tengo cojones. Tengo tantos como tú o más. ¿Quién te ha llevado a cientosesenta por la carretera de Manzanares? ¿Quién ha dado trompos en la Castellana?
—Bah. Historias que cuentas. No tienes cojones.
—Lo que pasa es que estoy con resaca, joder. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me ponga a cientosesenta a hacer eses? Pues venga, mira. Ahí están…
—Eres un marica, Roberto. No tienes cojones. No puedes.
—¡Pero mira! ¡Ya vamos a cientosesentaycinco! ¡Quítate de en medio, HOSTIAS! ¡Déjame pasar, puto Mercedes!
—Sal por la siguiente desviación.
—¡Qué pasa! ¿¡No soy un marica!? ¡No querías emoción! ¡Pues ahí la tienes! ¡EH! ¿Estás loco o qué te pasa? No me toques el volante que casi nos matamos…
—Te he dicho que salgas por la siguiente desviación.
—Vale, vale, tranquilo. Lo que quieras, pero no me toques el volante. Casi nos llevamos por delante al Ibiza ese; es normal que nos pite…
—Ahora frena en el semáforo y dale la vuelta al coche. Haz pirula.
—¿Estás loco? Yo paso de hacer el suicida.
—Ves cómo eres un puto marica. Nunca serás capaz de hacer nada.
—Mira. Deja de llamarme marica, que no viene a cuento. ¿Por qué no lo hacemos en tu coche, anda?
—Si tuviera un coche que corriera un poco, un Golf, por ejemplo, lo haría. Venga, Roberto. Lo hacemos en esta calle, que no es autopista, sólo hasta la próxima incorporación y salimos ya bien a la Emetreinta. Que no son ni cien metros. ¡Venga, Roberto, hostias! ¡No seas tan cobarde! Eres un DÉBIL. ERES UN MARICA.
—¡No me grites, POR FAVOR!
—¡DÉBIL Y MARICA! ¡ARRANCA! ¡ARRANCA, HOSTIAS! ¡ARRANCA!
—Que no me llames marica, joder.
—¡ARRANCA, HOSTIAS!
—Tú lo has querido.
—¡NO FRENES! ¡ACELERA! ¡ACELERA! ¡ESO ES, ROBERTO! ¡ESO ES! ¡QUE SE JODAN! ¡PITAD! ¡PITAD, HIJOS DE PUTA! ¡PITAD Y APARTAROS! ¡VENGA, ROBERTO, QUE SE APARTAN TODOS! ¡QUE SOLO QUEDAN CINCO METROS! ¡ESO ES! ¡LO CONSEGUISTE! ¡LO CONSEGUISTE, ROBERTO!
—…
—Te juro que no pensé que lo fueras a conseguir. Ahora, acelera a tope y vámonos antes de que alguien nos identifique. ¡Ha sido COJONUDO! ¡UAUUAUUAU! ¡Pero tío, no te pongas tan blanco! ¡¿Has visto la cara del primer Renol?! ¡Seguro que a la vieja le ha dado un infarto! ¡Eres increíble, Roberto! ¡UAUAUAUAUAUU! ¡Ha sido LA HOSTIA!
—No nos hemos matado de milagro. Menos mal que se han apartado todos. ¿Tú crees que a alguno se le ha ocurrido anotar la matrícula? Si alguien nos denuncia, se nos caen los huevos.
—Qué va. Se han quedado tan acojonados que a nadie se le ha ocurrido. Vamos, no creo. Además, es de noche.
—Eso espero.
—Ha sido la hostia…
—Ahora que te has quedado contento, quiero irme a casa, que no me siento nada bien. Después de esto, al que casi le da un infarto es a mí.
—¡Roberto, te juro que eres el tío con más cojones del mundo! Espera a que se lo contemos al Miguel, vas a ver cómo va a flipar.
—Va a pensar que estamos locos. Normal.
—Venga, Roberto. Ahora sí que nos merecemos unas copas. Vamos a Malasaña, que hay una cerda que me mola.
—No, lo siento, Carlos. Yo, después de esto y con la cabeza que tengo, no voy a La Vía Láctea, y menos para verte a ti comerte a una guarra. Yo me voy a casa.
—¿No te irás a rajar ahora, Roberto? Después de lo que has hecho, no me digas que no te apetece una copa.
—Yo me voy a casa, ya te lo he dicho. Tú haces lo que quieras, pero yo tengo que meterme en la cama. Y a base de yogures, que estoy descompuesto.
—Vale, tranquilo, tranquilo, hombre. Estaba intentando animan e.
—Pues déjame un poco en paz, Carlos.
—Bueno, hombre, bueno. No te pongas así.
—Cállate, te he dicho, por favor. Que me zumba toda la cabeza.
—¿Quieres que conduzca yo?
—Ni hablar. Yo lo hago.
—Bueno. Ya estamos en tu casa, Roberto. ¿Me vas a dejar colgado?
—Espera que aparque. Si quieres, nos podemos tomar unas bravas, pero no más. Luego me subo y me meto en cama.
—Si te pones así, casi prefiero irme.
—…
—Bueno, ¿ya subes? En ese caso, yo me voy a mi coche. Tío, no te pongas así, que todo ha salido bien, ¿no? Venga, ¿te llamo mañana? Hala, hombre, qué cara pones a los amigos. Dime hasta luego, al menos.
—…
—Joder con el Roberto.