III

Al día siguiente, me levanto a la una y le digo a la fili que me ponga el desayuno. Unos minutos después suena el teléfono.

—Si es Rebeca, dile que no estoy, que he salido —digo.

—No, no istá, ha salido… Sí, ha salido… Salido. No sé.

Termino de desayunar y salgo a la piscina.

Me tumbo al sol, me pongo los cascos y duermo un poco. Luego me hago un par de largos, me seco, entro de nuevo en casa y le pregunto a la filipina si ha llamado alguien mientras he estado en la piscina.

Son las dos y media.

—Sí, ha llamado Ribeca y Robirto.

—¿Alguien más?

—No, nadie, nadie.

Estoy esperando que llame Amalia, que llega hoy. Supongo que llamará más tarde.

Durante la comida, la gorda me recuerda que hoy es el cumpleaños del viejo y que habrá que regalarle algo. Como cada año, decidimos comprarle unos libros de poesía y quedamos para ir a Hiperión por la tarde.

—Pero antes tenemos que ir a pasar la Iteuve, ¿eh, Carlos?

Se me había olvidado que hoy tenemos que pasar la puta Iteuve del escarabajo.

—¿No me preguntas qué tal mi examen?

—¿Qué tal te ha salido? —pregunto.

—Pues no me ha salido mal, pero tampoco muy bien. Elena y yo lo llevábamos estudiado a pachas y nos han separado nada más empezar, así que, por ejemplo, yo de psicología no tenía ni idea, pero bueno, más o menos, creo que lo he aprobado.

Comento que no sabía que Elena estuviera en su clase.

—No, Elena la de Santander, no, tonto, ésa no. Otra que vive en la Moraleja.

Suena el teléfono y tengo la desagradable impresión de que sé quién va a ser.

—Lo cojo yo —digo.

—Bueno, Carlos, voy abajo un momento, pero nos vemos ahora para lo de la Iteuve y lo del regalo de papá. Ah, y a las nueve y media hemos quedado para cenar, no te olvides, así que no quedes con nadie.

¿Sí?… Hola, Carlos, ¿qué tal?… Bien… Te llamo porque no me quedé muy a gusto después de ayer… ()… Bueno, Carlos, siento que nos pusiéramos así de nerviosos, tampoco quería decirte que te fueras… Ya… En fin, que si podemos vernos, era lo que quería decirte… ()… No estás enfadado conmigo, ¿no?… No, ¿por qué iba a estarlo?… ¿De verdad?… Claro que no… Bueno, mi niño, pues te espero entonces el miércoles como habíamos dicho, ¿eh? Hala, un beso, mi vida.

Cuelgo.

Llamo a Roberto.

¿Sí?… ¿Está Roberto, por favor?… Sí, un momento… … ¿Sí?… Oye, Roberto, qué pasa, soy Carlos… Qué pasa, Carlos… Me has llamado antes, ¿no?… Sí… Pues cuéntame… Es por si sabes algo de Miguel… No, yo no sé nada… ¿No te ha llamado?… Pues no… Es que tengo que darle las pelas… ¿Le has llamado a su casa?… Sí, pero no estaba y tampoco estaba su madre… Igual está todavía en Cercedilla… No creo, porque he llamado a Ramón y me ha dicho que está en Madrid buscando un local para tocar… Pues espera a que te llame, ¿no?… Ya… Mira, yo voy a salir ahora y por la noche ceno fuera porque es el cumpleaños de mi padre, pero voy a estar en casa como entre siete y nueve. Si te llama Miguel, le dices que yo también quiero pillar y que me llame, ¿vale?… Bueno… Pues hasta luego, Roberto… Hasta luego.

Cuelgo. Me jode bastante que Miguel no haya llamado. Sobre todo por el costo.

—Venga, Carlos, que tenemos que irnos ya —dice mi hermana.

—Voy.

Salimos por la Nacionaluno con dirección a Burgos. Pasado Alcobendas, empieza a haber indicaciones de Iteuve a seis kilómetros.

En la Iteuve, una cerda nos pide la documentación del coche.

—Pasen a la tercera ventanilla, por favor —dice.

—¡ACELERA QUE SE VA A CALAR! —dice la gorda.

El coche se cala. Tardo un poco en arrancarlo, porque está mal de punto. En la tercera ventanilla, un barbas nos dice que vayamos al número uno.

—¡QUE SE TE VA A CALAR OTRA VEZ! ¡ACELERA!

Echo el freno de mano y salgo del coche.

—¿Qué pasa? —pregunta mi hermana.

—¡QUE NO ME GUSTA QUE ME GRITEN! ¡MUÉVETE, QUE CONDUCES TÚ!

—Jo, vale, vale, que no te he gritado. Qué borde estás.

Un mecánico con mono rojo nos dice que demos las largas.

—¿Qué?

—¡QUE ENCIENDAS LAS LARGAS! —le grito a la gorda.

—Hijo, no grites así, que no le había oído.

—¡AHORA LAS CORTAS!

—Que ya, que ya te he oído.

—¡AHORA LOS INTERMITENTES!

—Joder, Carlos, no me grites así, por favor.

El mecánico se mete en el foso, comprueba la dirección y chequea todo. Cuando sale, nos da un papelito y dice que ya está y que vayamos a la ventanilla siguiente.

—Sólo pierde algo de aceite. Aparte de eso, está bastante bien.

En la ventanilla, una vieja nos da una pegatina que tenemos que colocar en la parte superior derecha del parabrisas.

Nos vamos.

Yendo por la Nacionaluno, mi hermana se mete en Alcobendas, para en una gasolinera y me dice que le dé pelas. Yo bajo el volumen del huolkman y le grito que no tengo dinero.

Algo más tarde, salimos de la Emetreinta por el enlace de Ventas y aparcamos en una de las paralelas a Lagasca.

Bajamos hasta la Puerta de Alcalá andando. Pasamos Serrano y tomamos la primera bocacalle a la derecha hasta llegar a la librería Hiperión. Dentro, un gordo con barbas nos dice que están a punto de cerrar.

—¿Queréis algo en particular? —pregunta.

—Sí —dice mi hermana—, queremos unos libros de poesía para hacer un regalo.

El barbas señala un tablero donde están escritos los títulos de los libros de poesía más vendidos del mes, y la gorda escoge dos: La Espera, de un tal Micó, y Deixis en Fantasma —hay que joderse con el titulito—, de otro tal Ángel González. Luego compra dos marcalibros que llevan impresos fragmentos de horribles poemas de Antonio Machado.

A mí no me gusta la poesía. La poesía es sentimental, críptica y aburrida. Me repugna. Es un género en extinción: no hay nadie que pueda vivir de la poesía en estos tiempos. Es una cultura muerta. La cultura de nuestra época es audiovisual. La única realidad de nuestra época es la de la televisión. Cuando vemos algo que nos impresiona siempre tenemos la sensación de estar viendo una película. Ésa es la puta verdad. Cualquier película, por mediocre que sea, es más interesante que la realidad cotidiana. Somos los hijos de la televisión, como dice Mat Dilon en Dragstorcauboi.

Pagamos al barbas y salimos.

Por el camino, miro la foto del tal Mico. Barbilampiño. Con gafas, feo como era de esperar, y encima seguramente catalán.

Ya dentro del coche, saco un bolígrafo y escribo en la primera página de cada ejemplar: para papá, con cariño, Carlos.

—También podías ser un poco más cariñoso, ¿no?

—Pero si he puesto: con cariño.

Mi hermana escribe algo así como: para mi papi, que es el tipo más estupendo del mundo…

Por Alcalá, salimos a la Emetreinta y en media hora llegamos a casa.

Al entrar, me quito los cascos y le pregunto a la fili si ha llamado alguien.

—Sí, Meguel.

—¿Nadie más?

—No.

La puta de Amalia no ha llamado. Menuda zorra.

—No te olvides de que hemos quedado a las nueve y media para ir a cenar —me recuerda la gorda.

Llamo a Miguel.

¿Miguel?… Qué pasa, Carlos. Te he llamado antes y he hablado con tu tailandesa, ¿te lo ha dicho?… Sí. ¿Qué pasó ayer que no llamaste?… Nada, que no tuve tiempo. Estuve buscando local ¿Lo has alquilado al final?… Lo he medio apalabrado pero ya sabes lo que pasa con Ramón, que está metido en un grupo con sus amigos y le da cosa decirles que no quiere tocar con ellos… ¿Y no quiere el local?… Bah, ya sabes cómo es Ramón que siempre anda medio agilipollado por la vida. Me había dicho que sí pero ahora ha cambiado de opinión. Estoy hasta los cojones. Creo que lo que voy a hacer es poner un anuncio en septiembre para meterme en un grupo… Ya. Oye, ¿qué pasa con el costo?… Pues nada. Iba a pillar hoy pero no he podido localizar al tío… ¿Quién es?… El Niñas, uno del trabajo. A ver si le pillo mañana… Para unos doce, no hay problema, ¿no?… Ninguno. Voy a pillar una tableta de doscientos. Hay cincuenta para mí y para Celia, veinticinco que me ha dicho el Roberto, seis para José, luego para ti, y el resto lo paso en la facultad para amortizar gastos… ¿Sabes algo del Raro?… El chollo allí se acabó. El Raro está en una situación muy chunga. Está metido en líos porque le han puesto una denuncia en la sierra, donde pasa, y encima debe medio kilo de perico. ¿Cómo lo va a pagar?: eso no lo sabe ni él. Ya sabes cómo es el Raro: vive al día y deja un cadáver bonito, ése es su lema… Y la nariz, el don de la naturaleza para poder esnifar… Está muy pasado, pero no le puedes decir nada, que se mosquea… Ya lo sé. Bueno, mañana te doy las pelas… Sí, mira. Quedo contigo y con Roberto a las siete y media en mi casa, nos pillamos unos tragos y lo hablamos todo… Vale… De todas maneras, te llamo desde la oficina para confirmártelo… Pero no muy pronto… No te jode. Voy a estar yo esperando a que te despiertes para hablar contigo. Te llamo a las once y te jodes y te levantas, que yo ya llevaré varias horas en la oficina… Tú es que ya estás hecho un auténtico currante… Y tú un pijo disfrazado… Pensaré en ti cuando me meta en la piscina… Cabrón. Qué envidia me das… No exageres, Miguel, que tú también tienes tu chaletito en la sierra… Pero yo ya me gano la vida y no vivo de mis viejos… Vale, vale… Bueno, Carlos, te llamo mañana… Hasta mañana, Miguel… Hasta mañana… Espera, Miguel, ¿cuánto va a costar esto?… Cuatro o cuatro y medio… Bien, pues hasta mañana… Hasta mañana.

—¿QUÉ ESTARÁS COMPRANDO TÚ? ¿COSTO O COCAÍNA, EH? ASÍ TE GASTAS EL DINERO DE MAMÁ Y PAPÁ

Mi hermana es un coñazo, está siempre fisgando y se entera de todo, pero estas cosas no se las dice a los viejos. Claro que yo tampoco les cuento cómo mete a su novio a las cinco de la mañana por la ventana de su habitación.

Me tumbo en el sofá. En la mesa veo un libro de poesías de un tal Gil de Biedma, que debe de ser del viejo, y un artículo de El País que se titula: Poetas ante el fin de siglo. Lo cojo y leo un poco: …No estamos, sin duda, en una época lírica: la última fue la de entreguerras. Entonces los poetas eran populares. El cine primero y la televisión después… Vuelvo a dejar el artículo sobre la mesa.

Estoy en mi habitación.

Quiero echarme una siesta, pero no puedo porque mi hermana se empeña en enseñarme las fotos que acaba de revelar del último Interrail que ha hecho con sus amigas.

—Mira. Aquí estábamos en Francia, en Monpelié, aquí en Italia, aquí en Turquía —dice.

Bostezo ostentosamente.

—No te olvides que le damos juntos el regalo a papá, ¿eh, Carlos?

Cuando sale, me meto en la cama, pero justo entonces alguien llama a la puerta. El timbre sigue sonando y la estúpida perra no deja de ladrar. Al sexto timbrazo, me levanto de mala hostia y abro.

En el portal hay un tío raro que me sonríe. Lleva unas revistas en la mano, tiene gafas y viste una camisa abotonada hasta el cuello con una pajarita de lo más hortera. A su lado, un niño de unos seis años me mira con ojos bizcos.

—Oye, mira —dice el de la pajarita—, si te interesa leer, estamos distribuyendo unas revistas sobre la esperanza y la desesperación. Ves, aquí dice que la esperanza puede salvar de la desesperación incluso al hombre que está tirado en la calle sin hogar ni…

—¿Cuánto cuestan? —le interrumpo.

—Pues mira, las revistas en sí no cuestan nada. Lo único que aceptaríamos sería una contribución voluntaria…

El niño me sigue mirando con la misma cara de gilipollas mientras el intenso olor a mala colonia que despiden me empieza a producir náuseas.

—A mí sólo me interesan las películas —digo, y cierro la puerta antes de que me intenten vender un vídeo.

Me meto en la cama y duermo una hora hasta que mi madre me despierta.

PERO ¿QUÉ HACES TODAVÍA EN LA CAMA? LEVÁNTATE, CARLOS, QUE SON LAS NUEVE Y ARRÉGLATE, QUE VAMOS A SALIR A CENAR.

Tengo la tensión algo baja.

La vieja sale y mi hermana entra en la habitación.

—Venga, Carlos, que ya ha llegado papá. Vamos a darle el regalo —dice.

—¿Está Quique?

—No. Se ha ido a ver a su novia a Madrid, pero que firme luego.

El viejo está en su cuarto quitándose la corbata: acaba de llegar de la oficina. La gorda le da el regalo y se le lanza al cuello.

—¡FELIZ CUMPLEAÑOS!

—Feliz cumpleaños —murmuro yo.

El viejo me da un beso.

—Gracias, hijos —dice.

—Venga, preparaos ya, que vamos a salir, y arreglaos un poco —dice mi madre.

—Yo ya estoy preparada. Sólo falta Carlos.

—¿Y Quique?

—Quique está en Madrid, ha ido a ver a su novia, pero acaba de llamar y ha dicho que le recojamos en la esquina de Bravo Murillo a las nueve y media.

Voy al baño y me doy una ducha rápida. Cinco minutos después estoy listo.

—A veces me gustaría que fueras más apañadito —dice la vieja—. Qué moda más tonta la de llevar los pantalones rotos, como si fuerais pobres. A ver cuándo nos das una sorpresa y te pones una corbata, o una pajarita.

En Plaza de Castilla, en el cruce con Bravo Murillo, recogemos a mi hermano.

Cenamos en Ondarreta.

Un camarero con bigote saluda familiarmente a los viejos.

—¿Qué va a ser esta noche? —pregunta.

Yo pido una entrada de endivias con salmón y un solomillo de buey. La gorda dice que sólo quiere un segundo plato porque está a régimen.

Comemos.

—Carlos, qué bien estarías con el pelo cortito y una corbata, incluso una pajarita —dice la vieja.

Al otro lado de la mesa, mis hermanos están discutiendo.

—Es que no se os puede llevar a ningún sitio.

—Es Quique, que me ha dicho…

—Venga, Quique, deja de meterte con tu hermana. Firma aquí en los libros, anda.

El viejo está de buen humor. Nos hemos acordado de su cumpleaños y ahora estamos cenando en familia, sin la tele entremedias como de costumbre. Estas pequeñas cosas le hacen feliz. Yo, sin embargo, prefiero la tele.

Mis hermanos siguen discutiendo:

—Pues yo quiero la casa de la Moraleja —dice la gorda, muy convencida.

—No, ésa la quiero yo —dice el enano.

La vieja y yo reímos. Mi padre, que todavía está de buen humor, cuenta cómo, cuando era chico, un día le pidió a su viejo una navajita de plata que le gustaba mucho. Dijo: cuando te mueras, papá, ¿me darás tu navajita de plata? El abuelo estuvo una semana sin hablarle.

El abuelo es muy severo. Ahora está muy jodido desde que murió la abuela. Debe de estar a punto de palmar, porque cada vez que le veo, le encuentro más delgado. Últimamente le visito poco porque se pone a hablar de su terrible soledad en vez de alegrarse porque voy a verle.

—¿Cómo está el abuelo? —pregunto.

Los viejos son personajes del pasado, fósiles. Hay una inadecuación entre ellos y el tiempo que les rodea. Son como fantasmas, como películas o fotos de un álbum viejo y lleno de polvo. Estorbos.

—Pues ahí está el pobre, en su casa. Se entretiene como puede —dice el viejo.

Él tiene ochenta años y un cáncer de pulmón. El cáncer y la edad están echando una carrera para ver quién acaba con él antes. Le han prohibido terminantemente fumar, pero yo le veo con un pitillo en la mano cada vez que voy a visitarle. No le digo nada, claro, porque es su problema y no el mío.

Al hablar de su padre, el viejo se ha puesto melancólico. A mí me da vergüenza ajena verle así, tan débil. En la vida hay que ser fuerte; si no, te comen. Desde muy pequeño lo tuve muy claro. No es posible, está a punto de llorar. Se me pone la piel de gallina sólo de verle. Ahora ha sacado un pañuelo y dice: perdonad, es que he pensado en mi pobre padre y me ha dado mucha pena. Esto comienza a parecerse a un culebrón sudaca.

—Bueno. ¿Pedimos el postre? —pregunto.