XI
—VENGA, CARLOS. LEVANTA YA, QUE SON LAS DOS, POR FAVOR.
La vieja sube las persianas. Yo me tapo la cara con la almohada.
—¡PERO NO TE TAPES CON LA ALMOHADA, NIÑO, QUE TENEMOS QUE IR AL VELATORIO!
Me quita la almohada y tengo que meterme debajo de las sábanas para protegerme del sol.
—Mierda, mi almohada.
—QUE TE TIENES QUE LEVANTAR YA, CARLOS, POR FAVOR.
La vieja me quita las sábanas. Abro los ojos y le pregunto qué pasa.
—Pasa que se ha muerto tu abuelo ayer y nos tenemos que ir al velatorio, ¿te enteras? Te advierto que tu padre está muy afectado, así que no se te ocurra ponerte hoy a malas con él. Ay, Carlos. Ha venido esta mañana a darte la noticia y tú ni siquiera te has despertado.
Me ducho con agua fría, para que se me quite el tostadón de ayer.
Todavía tengo los ojos algo rojos, así que me echo unas gotas de colirio.
Mi madre da dos golpes en la puerta y pregunta si estoy preparado.
—Estoy en el váter —contesto mientras expulso un tordo de lo más placentero, sintiendo bien la dilatación del ano.
Me visto en la habitación. La vieja entra mientras me pongo las botas. Dice:
—Vete bien vestidito, ¿eh? Ay, ¿cómo puedes llevar esas botorras tan feas, con el calor que hace?
Desayuno en el salón.
—A ver cuándo te cortas el pelo también. Estarías tan guapito con el pelo corto… No entiendo yo esas nuevas estéticas. Si estáis todos muchísimo mejor con…
—Que me dejes en paz, mamá.
—Bueno, Carlos. Vamos, que Quique y papá ya están allí y tenemos que llegar antes de comer.
La vieja se mete en su coche y dice:
—Venga, venga.
La filipina nos observa desde la puerta. Antes de meterme en el Golf, le pregunto si ha llamado alguien.
—Sí. Noria y Robirto.
La vieja conduce muy mal, está nerviosa, tiene la cara pegada al cristal, mete marchas demasiado largas y da frenazos innecesarios. Por la Emetreinta le digo varias veces que tenga cuidado con el cambio de carril y le advierto que va a quemar el motor si continúa a cien en tercera.
—Déjame conducir tranquila, por favor.
El Velatorio está enfrente del Parque de las Avenidas, al otro lado de la Emetreinta. Es un edificio feísimo de colores fúnebres. No querrás que esté pintado de rosa. Qué cosas tienes a veces, Carlos. Nuestro cadáver está en el velatorio nueve. Por el pasillo, vemos a José Antonio y a su esposa, unos primos de mi madre, que comentan cuánto sienten que haya fallecido Miguel. José Antonio es de la mejor cosecha sesentaiochista, un dueño millonario de una editorial afiliado al Partido Comunista.
Llegamos al velatorio nueve atravesando un patio con jardincito de cipreses. Toda la fauna familiar está congregada allí. El abuelo está dentro de un ataúd negro, trajeado, elegante y bien peinado. A pesar de tener la piel algo amarillenta, parece como si hubiera rejuvenecido veinte años con la muerte. Mientras le miro, escucho lo que le cuenta mi tía Carmen a mi vieja.
—… Fue horrible, la pobre Martina se quedó impresionada. Pero era algo que se veía llegar, sobre todo después de que le ingresaran en el hospital, que no sé cómo le dejaron salir. Hace unos días ya decía que le dolía la lengua, y eso, me lo ha dicho un médico amigo mío, quería decir que estaba al caer. Una vez que le comienza a picar a uno la lengua, le quedan dos o tres días como mucho. ¿Verdad, Sara, que antes de ayer decía el abuelo que le picaba la lengua? Y prácticamente no comía ya. Tenías que verlo cuando comenzaron a darle espasmos y le salía aquel liquidillo por la boca. Martina y yo tuvimos que arreglar el cadáver, ¿eh, Martina, te acuerdas qué feo nos quedó? Le metimos algodón en la boca y quedó horrible. Menos mal que para hoy le han arreglado mejor. Ha quedado elegantísimo. Ay, no te había visto, Carlos. ¿Qué tal estás, sobrino? Dame dos besos. ¿Has visto al abuelo? Qué triste, ¿verdad?
—Ya sólo falto yo. Pero yo estoy muy bien, gracias a Dios —murmura Sara.
—Sara, tú vas a durar hasta los cien. Vas a ser la centenaria de la familia.
—Sí. Si yo me siento todavía muy bien. No he tenido nunca una enfermedad. Y ya tengo ochenta y pico años, no os creáis. El pobre abuelo, en cambio, tenía una salud tan frágil. Y no dejaba de fumar, a pesar de que se lo había prohibido el médico y yo se lo decía: que te vas a morir si sigues fumando. Pero nada. Él, ni caso…
—Si es que el abuelo siempre fue un poco bruto.
—Era tan bueno. Se portaba tan bien conmigo. Igual que la abuela, que era una santa, una santa…
Me siento al lado de mi hermano, que está muy callado. Martina y Paloma se acercan a nosotros.
—Hola, Carlos. ¿Qué tal, hijo? Cuánto tiempo sin verte. ¿Has visto al pobre abuelo cómo está? Se nos murió en el salón. Ño te cuento nada la impresión. ¿Verdad, Paloma?
—Menos mal que yo no estaba, tía, porque igual me hubiera desmayado. Te lo juro, tía, que yo no sé si hubiera soportado lo que te ha pasado.
—No vamos a hablar más de eso, ¿vale? Carlos, ¿hablaste al final con tu hermana?
—Sí, ya se lo dije.
—Es verdad. Que Nuria no está aquí. ¿Dónde está?
—Claro, tía, está en Francia. Si te lo dije ayer.
—Hala, qué vidorra os pegáis, primos. ¿No sabéis si Nuria se queda en agosto, verdad? Porque nosotras vamos a hacer un Interrail en agosto y podíamos visitarla. ¿Eh, Martina?
—Sí, pero creo que sólo se queda julio, ¿no, Carlos?
—Eso creo.
—Qué pena. ¿Y dónde está?
—En Marsella.
—¿En una residencia, o en casa de alguien?
—Creo que está en una residencia.
—Nosotras, las veces que hemos estado en Francia, hemos estado en familia y superfenomenal. ¿A que sí, Martina?
—No exageres, tía, que también hemos tenido nuestros problemillas. Como cuando nos tocó con la señora esa que escondía el teléfono para que no llamáramos y luego nos espiaba cuando venían chicos a casa. ¿Tú has estado en Francia, Carlos?
—Sí, un par de veces.
—¿Y hablas francés bien? Nosotras ya nos hacemos comprender bastante bien. ¿Verdad, Martina, que cuando íbamos en Interrail y encontrábamos extranjeros, les hablaba yo casi siempre en francés? Igual que con Franchesco, que no sabía nada de inglés…
—Supersimpático, Franchesco, y muy guapo. Me cayó muy bien. Hicimos muchos amigos el verano pasado y nos quedamos con sus direcciones, así que igual pasamos a verles este año…
—Y tú, Quique, ¿qué tal? ¿Te da mucha pena lo del abuelo? No te preocupes, que es normal. A mí, cuando era pequeña, también me ocurrió cuando murió el abuelo Antonio. ¿Te acuerdas, Martina? Nos poníamos a llorar las dos como tontas, pero luego se pasa. Lo que tienes que hacer es recordar las cosas buenas del abuelo. ¿Habéis visto qué guapo está? Si le hubierais visto cuando se murió… ¿Verdad, Martina? Tú lo sabes. Cuéntaselo.
—Sí. Le tuvimos que cerrar los ojos, lo tumbamos sobre la cama y le metimos algodones por la boca y por la nariz para que no se le salieran los líquidos. Daba miedo. Yo nunca había visto un cadáver así, de cerca. Es impresionante pensar que, apenas una hora antes, era una persona viva. Da un poco de vértigo.
—De todas maneras, desde que murió la abuela, el abuelo estaba muy mal. ¿Verdad que te dio pena que muriera la abuela? ¿A que era muy buena la abuela? ¿Eh, Quique?
—Déjale, Paloma, que le vas a hacer llorar. Venga, déjale.
—Pero si es bueno que llore. Llora, Quique, llora. Llora, que eso es bueno. Ves. ¿A que te sientes mejor?
El enano se pone a llorar y Paloma le consuela.
Mi padre está hablando con Cecilio, un compañero de trabajo suyo. Cecilio pregunta cuándo va a ser el entierro.
—Lo antes posible. Va a ser una cremación, porque así fue su último deseo. Creo que lo haremos mañana, en familia, y la semana que viene habrá una misa para todo el que quiera asistir. ¿Te parece, Juan?
—Sí. Mañana pondremos la esquela en los periódicos anunciando la fecha de la misa.
Cuando Cecilio se va, los demás nos dirigimos a la cafetería del velatorio.
—¿La prima Nuria sabe ya que se ha muerto el abuelo? —pregunta Paloma.
—No. Nuria está en Marsella. Se lo diré por teléfono cuando llame.
Comemos en la cafetería. Pedimos el menú del día, pollo con patatas fritas y ensalada.
—Bueno, el abuelo, que era tan complicado en vida, ha tenido una muerte relativamente sencilla —dice el viejo.
Cuando termina la comida, la vieja dice que nos va a llevar al enano y a mí a casa. El viejo se va a quedar todo el día en el velatorio y tiene que arreglar los trámites para la cremación de mañana. Antes de irnos, nos pregunta si no queremos despedirnos del abuelo.
—No. Quique no, que es muy joven —dice mi madre.
—¿Y tú, Carlos?
Si no acepto, mi padre seguro que me deshereda, así que digo que sí. El viejo me pasa un brazo por el hombro y yo cierro los ojos mientras me da un beso en la mejilla.
El velatorio nueve está ahora vacío. El cadáver, dentro de su ataúd, me recuerda una película antigua de Drácula. El tío Juan se inclina y le da un beso en la frente: adiós, papá, adiós, tras lo cual saca un pañuelo y se suena los mocos. Mi padre pasa la mano por la cara del muerto. Dice: adiós, padre. Te vamos a echar de menos. Luego, Sara le da otro beso y murmura: adiós, Miguel, adiós. Ya estarás con ella, como querías. Yo no tardaré mucho en reunirme con vosotros… Ahora me acerco yo y le doy un beso al cadáver.
—Adiós, abuelo.
Poco después, me despido y salgo al patio, donde están mi madre y el enano esperando.
Son las cinco menos cuarto.
Al llegar a casa, cojo las llaves del coche y salgo.
Inconscientemente, tomo la desviación de la carretera de Colmenar y me dirijo a casa de Amalia. Unos minutos más tarde, llamo por el telefonillo de su portal.
—¿Sí?
—¿Está Amalia?
—Sí. Sube.
Abro la puerta y entro. El portero está leyendo el Marca y apenas levanta la vista por encima de las gafas. Me cruzo con una vieja que está saliendo del ascensor y que me mira, desconfiada.
—¿QUÉ PASA? ¿QUIERES UNA FOTO?
La vieja se va, asustada, al verme sacarle la lengua.
Amalia me espera en el séptimo piso con la puerta abierta.
—Pasa —dice.
En el salón, me presenta a su madre, que está leyendo el Abecé.
—Mira, mamá. Éste es Carlos, un amigo.
La vieja me sonríe y continúa leyendo su periódico. Amalia me coge de la mano y me lleva a su cuarto.
—¿Quieres una copita? Espera un momentito. Con hielo, porque no tengo ni cocacola ni nada.
Amalia sale de la habitación.
Unos momentos después entra con dos vasos y una botella a medio llenar de Huaitlabel. Vuelve a cerrar la puerta, pone un disco. Se acerca a la cama y se sienta a mi lado.
—Bueno. ¿Qué te cuentas desde ayer?
—Nada. Tenía ganas de verte. ¿Puedo fumar aquí?
—Sí, pero espera que abra la ventana.
—¿Qué tal te has levantado por la mañana?
—Jo. Estaba que no podía levantarme, te lo prometo. Es la última vez que como costo, porque es que no me podía casi ni mover. Pero ahora ya estoy mejor. Eso sí: apenas me acuerdo de cómo llegamos a casa.
—Te tenía que haber sacado una foto cuando estabas en el coche y todavía querías conducir.
—Sí, menos mal que llevaste el coche tú.
Amalia sonríe.
—Bueno, ¿qué has hecho hoy?
—He tenido que ir al velatorio de mi abuelo.
—¿Se ha muerto tu abuelo?
—Sí, hacía ya tiempo que estaba muy mal.
—Lo siento.
—No hay nada que sentir. Era viejo y se ha muerto. Punto.
—Bueno, Carlos, pero tampoco se muere uno todos los días. No sé. Es como cuando se va un amigo y sabes que no le vas a volver a ver. Da pena.
—¿Tienes un cigarro? Lo peor ha sido cuando mi tía ha comenzado a describir cómo se murió.
—Pobrecita. Lo ha tenido que pasar muy mal.
—Tal y como lo contaba, se lo estaba pasando pipa metiéndole algodones por la nariz…
—Ay. No hables así de este tipo de cosas. Hay cosas de las que no se puede reír uno.
—¿Como por ejemplo?
—Pues, por ejemplo, de las desgracias de los otros.
—Hombre. Más divertidas que las desgracias de uno, sí que son.
—Pero a ti seguro que no te gusta que se rían de tus desgracias.
—No. Para eso, ya me río yo.
—No se puede ser siempre yo, yo, yo. En algún momento tienes que contar con los otros. Hay veces en las que los necesitas y aprecias el que estén allí. A mí, por ejemplo, cuando pasó lo del Chus, me ayudó mucho el que tú estuvieras conmigo.
Le paso el porro a Amalia.
—¿Tú no trabajas ahora?
—No. Estoy preparando oposiciones. ¿Ves todos esos papeles encima de la mesa? Cuando has llegado, estaba currando.
—Siento haberte molestado.
—No te preocupes. Ya estaba un poco harta.
Amalia sonríe y dice: cuidado, cuidado, que estoy fumando, y cuidado con el güisqui, mientras comienzo a besarla el cuello. La empujo, me pongo encima suyo, abro sus piernas con las mías, me froto contra ella.
—Carlos, que hay gente en casa, que está mi madre. Carlos, que no, que hay gente, que aquí no podemos. Venga, para…
Al intentar desabrocharle los pantalones, Amalia me agarra por la muñeca. Dice: no, aquí, no, que te lo estoy diciendo, pero continúo intentándolo.
—¡Que no, hostias! ¡Que te he dicho que aquí, no!
Yo me levanto y voy hacia la puerta, pero Amalia se interpone en mi camino. Dice:
—No, no te vas así.
Intento abrir la puerta pero ella no me deja.
—Deja de hacer el crío. Ven, siéntate conmigo. ¿No comprendes que aquí no podemos?
—…
—Sabes. Por un momento me has recordado al Chus. ¿Por qué siempre me tocarán a mí todos los raros? No sé. Era como cuando íbamos a la cama juntos y yo no tenía ganas y él comenzaba a frotarse contra mí y decía que venga, que le tocara un poco, que sólo eso, pero luego en seguida decía que no podía contenerse y que tenía que hacerme el amor. Y eso cada noche. Al final, terminaba por ser una obsesión. ¿Entiendes lo que te quiero decir? No puedes nunca forzar las voluntades de los demás. Es como una violación, una violación psicológica. Ven a sentarte en la cama conmigo. Vamos a hablar un poco.
—Hablar, hablar. Lo que queréis todos siempre es hablar, hablar, hablar y hablar. No os dais cuenta de que hay gente que prefiere no hablar, que no lo racionaliza todo, que prefiere la emoción a la lógica, que prefiere el instinto a la razón. Con hablar no se soluciona nada.
—Estás muy equivocado. Hablando se comunica la gente, hablando puedes expresar lo que llevas dentro, y comunicarlo es como curarse: evita que el problema se envenene y se pudra dentro. Ésa es la base de la catarsis. Yo trabajo así con mis chicos, que son gente retrasada, que no tienen ni la mitad de las capacidades que tú tienes, pero les haces jugar y comunicarse los unos con los otros, con gestos, con juegos, y al menos así pueden salir del aislamiento y la incomunicación a la que están condenados. Ellos, de todas maneras, lo tienen difícil de por sí, la sociedad no les va a aceptar, nadie va a hablar con ellos. La gente les trata como animales y les habla como se habla a los perros. Pero tú, que eres un tío inteligente, no tienes ningún problema y, sin embargo, no haces más que cerrarte. No sé lo que te pasa por la cabeza, pero, si no lo quieres decir, desde luego nadie lo va a adivinar y nadie te va a poder ayudar.
—Hablar, hablar, hablar. Estoy harto de escuchar sermones. Los viejos, tú, Nuria… Parece que os han dado cuerda. Estoy harto de ser el conejillo de indias de vuestras divagaciones. Psicoanalizaos a vosotros mismos y dejadnos a los demás en paz.
—Que no nos metamos en tu vida, vamos.
—Eso.
—¿Y tú crees que no te metes en la vida de los demás? ¿Qué es lo que crees que estás haciendo aquí conmigo ahora mismo? No tienes razón. Si de verdad pensaras así, ahora estarías metido en una cueva tú solo, y haría ya tiempo que te hubieras suicidado. Desengáñate, Carlos. Tú no eres nada sin los demás. Es lo primero de lo que te das cuenta cuando maduras…
—Cuando maduras, cuando maduras. Bah. Yo no creo que nadie madure. Uno es exactamente igual cuando tiene veinte que cuando tiene cuarenta. La gente no cambia nunca.
—Ahí sí que te estás engañando: sí que hay una maduración. Yo, cuando tenía tu edad, pensaba igual. Pero a todos los niveles… Que te crees tú que hubiera pensado que iba a pasar cuatro años con un tío, o que fuera a plantearme casarme, tener hijos con él y esas cosas que a ti te parecerán estúpidas. Pues sí, Carlos. Eso me ha pasado, le pasa a todo el mundo y te pasará a ti también, antes o después. Y te darás cuenta de las gilipolleces que hacías y te dará vergüenza recordarlas.
—Yo no me avergüenzo nunca de nada de lo que hago.
—Ésa es la mejor fórmula para avergonzarse. Pero vamos a dejarlo porque está claro que, ni yo te voy a convencer, ni tú tampoco. Así, no tiene sentido discutir.
—No es cuestión de convencerse. Cada cual es como es y punto.
—Eso es lo más triste. Al final, cada cual habla de sí mismo y se hace ilusiones sobre los otros, se cree que le comprenden. Pero nadie se comprende. Es muy triste darse cuenta…
—No pongas esa cara.
Amalia fuerza una sonrisa, le da un trago al güisqui. Yo me acerco para darle un beso, pero ella no me deja.
—No, Carlos. Estas cosas no se pueden hacer así. En un momento estás prácticamente forzándome; en el siguiente, te quieres ir con cara de cabreo y ahora me vienes con carantoñas. No se puede ser así.
Desde luego, hoy no es mi día. No hago más que recibir sermones. Todo sería mucho más fácil si fuéramos como perros, como dice Miguel. Ellos al menos no se andan con tonterías. Cuando están cachondos, se huelen el culo y, si se gustan, folian. Los seres humanos son un coñazo, siempre complicándose la vida.
—Lo que más me duele es que me has engañado, Carlos. Me has hecho creer que eras como no eres. Cuando hablabas conmigo al principio me ayudaste muchísimo a comprender a Chus. Yo pensaba que era porque habías sufrido lo mismo que yo, pero resulta que es porque eres como él.
—Coño, Amalia. Lo siento, ¿vale? Últimamente os ponéis todos contra mí…
—¿Ahora también eres paranoico?
Decido callarme. Ojeo el reloj: son las siete. Amalia está pensativa, mirando por la ventana.
—Amalia, soy yo. Salgo un momento a sacar el perro, así que estate atenta al teléfono y, si llama Cleo, le dices que ahora mismito vuelvo. ¿Me has oído? —dice su madre, llamando a la puerta.
Amalia se levanta, baja el volumen de la música y abre la puerta para contestar: sí, mamá. Cuando cierra otra vez, sin llave, dice:
—Sé lo que estás pensando, Carlos, y ya te he dicho que no.
La intento besar de nuevo. Cuando aparta la boca, le digo al oído: venga, Amalia, por favor, te lo pido por favor, y le cojo la mano para que me toque el bulto de la entrepierna.
—Si lo hago, te juro que de ésta te vas a acordar.
—Venga, Amalia, por favor…
—Que no.
—Amalia…
—Ya te lo he advertido. Te lo voy a hacer, por pesado, pero no lo hago a gusto.
—Venga, Amalia, que yo te quiero…
—Ja, cómo miente el cabrón. Tú no sabes querer. Anda, túmbate en la cama, pesado. Espero que estés muy excitado y que no tardes mucho, porque en cuanto llame alguien o suene el teléfono, paro y ahí te quedas.
Amalia me abre la bragueta sin ningún cuidado y me baja los pantalones. Luego, empieza a tocarme bruscamente, sin ganas y sin besarme, pero a mí este sentimiento de que lo hace contra su voluntad me excita aún más. Bésame, le digo, y le agarro por la nuca para atraerla hacia mi boca abierta. Ella se resiste y rechaza mis lengüetazos mientras continúa masturbándome mecánicamente. Instantes después, me corro gimiendo y apretando su cara contra la mía.
—Bueno. ¿Ya está contento el niño? —pregunta sin sonreír.
Yo contesto que sí. Ella dice:
—Pues ahora coges, te abrochas los pantalones y te largas de aquí, que tengo que estudiar.
Dándome la espalda, se pone a escribir, pero suena el teléfono y tiene que levantarse para cogerlo. Mientras habla por teléfono, aprovecho para abrocharme los pantalones y le pregunto, gritando, dónde está el baño.
En el cuarto de baño, me limpio el vientre con papel de váter, meo y tiro de la cadena.
Cuando salgo, Amalia está en su mesa estudiando; le digo que me voy y me dice adiós sin mirarme.
Tropiezo en la puerta con la madre, que está entrando con un pequinés feísimo atado con una correa.
—Huy, perdona, que no te veía. ¿Te vas ya?
Dentro del coche, miro el reloj (son las ocho menos cuarto) y decido pasar por el Kronen.
Manolo está solo en la barra y me saluda: qué pasa, Carlos.
—Ponme una caña, Manolo. ¿Dónde está el jefe?
—Buah. No sé qué le ha dado pero ha comenzado a mear sangre, ya ves qué movida, y ha salido acojo-nado para pillar un taxi para la Paz, tronco. No veas qué historia para explicárselo a su mujer por teléfono. La piba estaba acojonada. Pero lo peor es que me quedo yo aquí currando solo en el bar.
—Tampoco hay tanta gente.
—No, ahora no. Pero ya verás dentro de un poco cómo se empieza a llenar esto. Es que estamos en verano, tronco.
—¿Vas a salir después, cuando cierres?
—Uff. Muy mal lo veo, tronco. Estoy trabajando solo y voy a estar matado. Encima no tengo vitaminas, que estoy a dos velas. Si es que es la movida, que todo el mundo quiere pillar para irse, y el pastelero de mi barrio no da abasto, tronco. Y todos los colegas, claro, con los dientes largos. La vida así da asco.
—Al final vamos a tener que dejar de ponernos, vas a ver. O ir a Amsterdam.
—A Amsterdam, tronco. A Amsterdam me quiero ir yo este verano y, si voy, ya te digo, voy a bajar, como poco, cuarenta tripis.
—Dicen que la salida de Amsterdam está muy controlada.
—Bah, pero los tripis no huelen nada y no ocupan nada. ¿No ves que son papelillos? Los puedes meter en cualquier sitio, tronco. En la pasta de dientes, por ejemplo, y no te los pilla ni Dios.
—¿Has visto a alguno de los amigos de Roberto últimamente?
—Sí. Ayer pasaron por aquí el Asturias, que se iba a Gijón, y el Yoni. Los demás están de acampada, pero vienen mañana, creo.
—Sí. Vienen mañana.
—Y el David se ha ido de vacaciones a Alicante o a no sé dónde.
—O sea que hoy no sale ni Dios, vamos.
—No, de ésos, ninguno. ¿Te has enterado de que el viernes es el cumpleaños de Fierro?
—No lo sabía, no.
—Va a organizar una buena en su casa. Me ha dicho que a ver si le podía pillar tripis, pero creo que, tal como están las cosas, tronco, chungo. Hombre, intentaré apañar algo. A ver si hay suerte.
—A ver.
—El pastelero del barrio me ha dicho que para el viernes debería de haber farla. A ver si así se nos quita el constipado, que ya ves cómo tengo las narices, tronco.
—Invita a una copa, ahora que no está tu jefe, Manolo.
—Dime qué quieres, anda.
—Un Jotabé con cocacola.
—Espera que sirvo a ésos y ahora vuelvo.
—…
—Bueno, ya estoy aquí. ¿Un Balantains?
—No, un Jotabé… Entonces, ¿esta noche me dejas colgado?
—Yo, tronco, lo siento, pero estoy acabado. ¿Tú no tendrás algo de farla, no?
—No, pero tengo costo.
—Lo que a mí me hace falta es que me den cuerda. Si no, no aguanto. Pero así es la vida, tronco. Esperemos a que pase la sequía… Me cago en la puta, ya hay uno allí que ha tenido que hacer la gracia de romper la copa. Me cago en sus muertos.
Manolo coge una fregona de la cocina, sale de la barra y limpia el suelo con cara de mala hostia. Cuando termina, vuelve a meter el cubo en la cocina. Cada vez hay más gente en el bar.
—Oye, que no te he preguntado, Manolo. ¿Qué pasó con la cerda del otro día, la yanqui ésa?
—Uff. Ésa se puso de cachonda en cuanto comenzó a esnifar. Piqué como un loco, y porque sólo tenía un condón que si no, con la marcha que llevaba, tronco, no salimos de su cama en dos días. He quedado en llamarla esta semana y quiero llevarla a la fiesta del Fierro, a ver qué tal. Lo chungo es que se va dentro de diez días.
—¿A dónde?
—Se quiere ir a París, a visitar un amigo, y luego quiere viajar por Europa del Este.
—¿No viste nada escrito en el espejo?
—¿En qué espejo, tronco?
—Es que las cerdas en yanquilandia tienen la costumbre de follarse un tío por la noche y por la mañana dejarle escrito con pintalabios en el espejo: bienvenido al club del Sida.
—Anda, Carlos, no me vengas con tus historias macabras, que a mí no me asustas. Yo tomo mis precauciones, tronco. Eres igual que el Roberto, siempre fantasmeando. …Esperad un momento, jóvenes, que ahora voy… De hecho me va a pasar Roberto el Americansaico ése del que tanto habla, a ver si está tan bien como dice. Voy a servir a éstos.
—Manolo. ¿Me harías tú un favor?
—Eso depende del favor.
—Sácame otra copita del Jotabé ése, que hoy no está el jefe y hay que aprovechar…
—Muchas confianzas te estás tomando tú últimamente.
—Ya ves. Para eso son los amigos. La confianza da asco, ya lo sabes.
—Bueno, por esta vez sí. Pero cuando Paco esté aquí, nanai de nanai, que no quiero problemas.
—Que sí. Tranquilo, Manolo. ¿Has visto últimamente a la novia del Pedro?
—Qué va. Ésa, cuando el Pedro no está por aquí, no pasa nunca, tronco.
—El Pedro está enamoradísimo de ella.
—El Pedro, desde que está con esta piba, pasa de los colegas. El otro día estaba el Roberto quejándose de eso. Pedro se ha apuntado a la acampada porque su piba tenía que irse unos días a ver a su abuela, tronco, que si no, no va. La semana que viene se va a ir con ella a Sevilla…
—¿A la Expo?
—Sí, a la Expo. Allí queremos irnos a pasar unos días yo y mis colegas. Lo que pasa es que es carísimo pero yo creo que, a base de bocatas y durmiendo en tiendas de campaña y en coches, no puede salir tan caro.
—Cuatro mil pelas la entrada al recinto.
—Bah, pero es una vez en la vida. Es como la publicidad esa que han hecho sobre la Torreifel. Que es verdad, tronco, que esas cosas las puedes ver toda la vida, pero la Expo no se ve más que una vez… ¿Qué queréis vosotros? Una jarra, unas bravas, un Bailis y ya está, ¿no? Ah, sí, y un pincho de tortilla…
—Oye, ¿cómo se llama la cerda esa que te ha pagado? La del pelo por aquí con las pulseras…
—¿Qué? Está buena, ¿eh?
—Sí.
—Pues tiene novio.
—¿Cómo se llama?
Manolo pone unas jarras de cerveza y yo miro la tele que hay en una esquina del bar: la dichosa antorcha, que ya ni se sabe por dónde coño pasa, ocupa la pantalla. A ver si llega pronto a Barcelona y quema la ciudad.
—¿Cuándo van a empezar los juegos olímpicos, Manolo?
—En julio. Ya sabes, no, que no van a durar ni dos semanas. Dicen que son los juegos más cortos de la historia: los catalanes, tronco, ésos son los catalanes que nos chupan el dinero para luego poner anuncitos de Fridom for Cataluña.
—Mira el Pujol, ahora que sale. Qué feo es el cabrón. Se parece un poco a Fierro, ¿no crees?
—Qué hijoputa eres, Carlos. Por cierto. ¿Tú no te vas de vacaciones?
—No lo sé. Igual me voy este fin de semana a Santander, pero todavía no lo tengo decidido.
—¿Qué tienes, un apartamento allí?
—Sí. Un chalé.
—Qué bien vivís, hijoputas. Mientras los demás curramos para ahorrar unas pelillas para pagarnos el verano, vosotros ya tenéis el chaletito esperando a que os dignéis aparecer, tronco. Qué puta suerte tenéis. Y el Roberto igual: está pensando en irse a Marbella la semana que viene. Ya me gustaría a mí poder coger mañana para irme a mi chaletito de no sé dónde…
—Es la vida, Manolo. Los hay que nacen con estrella y los hay que nacen estrellados.
—Eso, tronco, es mucha verdad… A ver, ¿tú, qué quieres?
Son las diez en mi reloj. Decido irme.
—Manolo, voy a abrirme.
—Te cobro una caña, por lo menos, ¿no?
—Venga, la caña. Aquí te la dejo.
—¿A dónde vas a ir?
—A las terrazas de la Castellana, a ver qué tal están de ambiente.
—Yo creía que tú odiabas las terrazas.
—Ya, pero hay buenas cerdas. Hala, me voy.
—Nos vemos antes del viernes o en la fiesta del Fierro.
—Y si sale algún tema, me llamas.
—Hasta luego, Carlos.
Es de noche y no hay mucha gente en las terrazas, que este año no están de moda, así que decido ir a la Vía Láctea a ver si está la dueña, que es una cerda que me gusta, una punka que se pasea siempre con un pastor alemán.
Castellana, Colón, Santa Bárbara. En Fuencarral encuentro un sitio para aparcar.
Un bigotes con botas camperas me abre la puerta de la Vía Láctea.
Dentro, no hay nadie. La camarera está aburrida, hablando con el pinchadiscos. No está la cerda que busco, pero decido tomar una copa. Pido un güisqui y le pregunto a la camarera si necesitan gente para trabajar en la barra.
—Yo, de eso, no sé. Para eso tienes que hablar con Rosa, que es la chica alta y morena, con pelo muy rizado, que suele estar por aquí, que siempre va con un perro. ¿Sabes quién te digo? Si quieres, puedes esperar un poco. Igual pasa.
Sonrío y me tomo mi copa tranquilamente.
A mi alrededor no hay nada interesante: una pareja se está dando el lote en una esquina y los que están jugando al billar son todo pollas. El pinchadiscos, aburridísimo, está viendo la tele. Ha puesto una cinta para no tener que cambiar discos. Yo comienzo a rular hasta que la camarera me toca el hombro, no, aquí no, y señala un cartel que dice: prohibido fumar porros. Justo en ese momento entra la cerda de las melenas por la puerta. Lleva pantalones ajustados y chupa vaquera sin mangas; un pastor alemán negro la sigue sin correa.
Trago lo que me queda de copa y me acerco a ella. El perro gruñe. Le piso disimuladamente la pata. El chucho pega un ladrido y me muerde las botas. Luego se pone a gemir.
—¿Pero qué has hecho, pringao? Ten un poco de cuidado. Ven aquí, Charli, cariño, que no ha sido nada. No llores.
—Perdona. Ha sido sin querer.
—Así, Charli, tranquilo, tranquilo. Rosa acaricia al perro, que sigue lloriqueando, lamiéndose una pata.
—¿Eres tú Rosa?
—Sí, soy yo —dice, poniéndose de pie.
—Antes he preguntado por ti en la barra. Era para ver si necesitabais a alguien para servir copas.
—¿Has trabajado en algún sitio antes?
—Bueno, no…
—No te preocupes. De todas maneras, ya estamos completos y no necesitamos a nadie hasta agosto. Pero si pasas a preguntar el mes que viene, igual tenemos algo.
—Bueno. De hecho, el trabajo es una excusa.
—¿Ah, sí?
—Sí. Para hablar contigo.
—¿Qué quieres? ¿Qué montemos una tertulia? Anda, ábrete, mocoso, y deja de hacer el ridículo… Quiere hablar conmigo, ja, ja, qué gracioso.
Rosa me da la espalda y sale. Yo la sigo, pensando no darme por vencido sin haber peleado pero, fuera, la muy cerda se acerca al bigotes de la puerta, le acaricia la mejilla y le da un lengüetazo.
Según me alejo por la calle, les oigo reír a mis espaldas.
Que te mame tu perro, puta.
Cuando llego a casa, ya está todo el mundo acostado. Sobre mi cama encuentro un papel escrito con letra de mi padre. Lo acerco a la luz de la lámpara y leo: Mañana, cremación del abuelo a las cuatro de la tarde. No lo olvides. Comemos en casa.