Capítulo 1

Harry Stratton Trevelyan se permitía pocas certezas en su vida, pero desde el mes anterior estaba total y absolutamente seguro de una cosa: le gustaba Molly Abberwick. Esta noche tenía intención de pedirle que saliera con él.

Se trataba de una decisión importante para Harry. Pero bueno, para él casi todas las decisiones lo eran.

La primera frase de su último libro habría podido servirle de lema personal: «La certeza absoluta es la mayor de las ilusiones».

Por regla general, aplicaba ese principio a su trabajo y a su vida personal. Sólo había una defensa contra las ilusiones en ambos terrenos en la que pudiera confiar, y ésta era la cautela. Harry había adquirido la costumbre de ser muy muy cauto.

El pasado de Harry y su ocupación actual se combinaban para asegurar que percibiera el mundo con lo que algunas personas llamaban un marcado grado de cinismo. Él prefería llamarlo escepticismo inteligente, pero el resultado era el mismo.

Lo bueno era que raras veces le estafaban, timaban o engañaban.

Lo malo era que mucha gente creía que era insensible. Eso, sin embargo, no molestaba a Harry.

Debido a su formación e inclinación natural, Harry exigía pruebas sólidas y firmes en prácticamente todos los ámbitos de su vida. Eso le apasionaba. Prefería la lógica a cualquier otra cosa.

Sin embargo, de vez en cuando su bien templado cerebro parecía saltarse los metódicos pasos acostumbrados y veía las cosas de un modo tan pasmosamente perceptivo que en ocasiones se asustaba. Realmente se asustaba. No obstante, en general, le satisfacía ejercitar su aguzada inteligencia. Sabía que él era mucho mejor pensando que relacionándose.

Hasta el momento había avanzado despacio y con cautela hacia su objetivo de iniciar una relación con Molly. No tenía intención de cometer el mismo error que había cometido con su ex prometida. No se comprometería con otra mujer en un desesperado intento por buscar una respuesta a las oscuras cuestiones referentes a sí mismo que no podía, no quería expresar con palabras.

Esta vez se inclinaría por el sexo y la compañía.

—¿Alguna cosa más, Harry?

Harry miró a su asistenta, Ginny Rondell, una mujer fornida y de rostro agraciado hacia el final de su cuarentena, que se erguía al otro lado del largo mostrador de granito que separaba la cocina del salón del piso.

—No, gracias, Ginny. —Respondió Harry—. Una comida excelente, por cierto.

Molly Abberwick, sentada en el sofá negro frente a la pared de las ventanas, sonrió con afecto a Ginny.

—Ha sido fantástica.

El ancho rostro de Ginny se inundó de placer.

—Gracias, señora Abberwick. El té está preparado, doctor Trevelyan. ¿Está seguro de que no quiere que lo sirva?

—Gracias, yo me ocuparé. —Dijo Harry.

—Sí; bueno, entonces me marcho. Buenas noches.

Ginny salió de detrás del mostrador y se dirigió con paso cansado hacia el vestíbulo revestido de mármol verde.

Harry esperó con una sensación desconocida de creciente impaciencia mientras Ginny abría un armario y sacaba su bolso. Esperó a que se pusiera el jersey. Por fin cruzó la puerta de la calle.

Un silencio absoluto se apoderó del edificio.

Al fin solos, pensó Harry; su propia ansiedad le resultaba irónicamente divertida. Hacía mucho tiempo que no se sentía así. Ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez. Sin duda alguna había ocurrido en algún momento de su juventud. Tenía treinta y seis años, pero durante los últimos ocho se había sentido muy viejo.

—Iré por el té. —Dijo, poniéndose de pie.

Molly hizo un gesto de asentimiento. Sus grandes ojos verdes mostraban una expresión expectante. Harry esperó que tal expresión fuera un buen presagio cara a los planes que tenía para aquella velada. Había desconectado los dos teléfonos, una acción absolutamente insólita en él. Ginny se había quedado pasmada.

Es cierto que en general desconectaba la línea de trabajo por las noches o cuando se enfrascaba en un estudio, pero nunca lo hacía con la línea particular cuando se encontraba en casa. Siempre estaba disponible para ambas ramas de su enemistada familia.

Harry se puso en pie y se acercó al mostrador de granito. Cogió la bandeja con la tetera y dos tazas. Había encargado el carísimo Darjeeling tras haberse preocupado por descubrir las preferencias personales de Molly. Sin azúcar. Sin leche. Harry era muy detallista.

Examinó disimuladamente a Molly mientras llevaba el té a la mesita de cristal que había frente al sofá. No cabía duda de que una corriente subterránea de excitación la estaba inundando. Casi la notaba chocando contra él en diminutas olas. Su propia expectación se desbordaba.

Molly estaba sentada en actitud algo gazmoña en el sofá, fija su atención en las luces del Pike Place Market que se veían abajo y la oscura extensión de la bahía Elliot. Era verano en el noroeste, y los días parecían no acabar nunca. Pero eran más de las diez y por fin había anochecido. Junto con la noche, había llegado la oportunidad para Harry de iniciar una aventura con su clienta.

No era la primera vez que Molly había contemplado la vista desde el piso veinticinco de Harry, situado en un edificio del centro de la ciudad. Él trabajaba en casa, y Molly había ido a ella con frecuencia durante el último mes por asuntos de trabajo. Pero era la primera vez que la veía de noche.

—Tienes una vista increíble desde aquí. —Dijo cuando él dejó la bandeja con el té sobre la mesita.

—Me gusta.

Harry se sentó a su lado y se inclinó para coger la tetera. Con el rabillo del ojo vio sonreír a Molly. También lo tomó como una buena señal.

Molly tenía un semblante muy expresivo. Harry hubiera podido pasarse horas observándolo. El ángulo de sus cejas le recordaba un pájaro volando. Esa imagen era una buena metáfora para Molly. El hombre que quisiera capturada tendría que ser muy rápido y muy listo. Harry se dijo para sus adentros que él era ambas cosas.

Esa noche Molly llevaba un atuendo práctico: traje pantalón verde musgo con chaqueta de un solo botón y pantalones con pinzas. Calzaba unos serios escarpines de ante. Hasta entonces Harry nunca había prestado mucha atención a los pies de las mujeres, pero se dio cuenta de que los de Molly le cautivaban. Poseían un arco perfecto y unos tobillos delicados. En conjunto eran una maravilla de diseño, de ingeniería, pensó.

El resto de Molly también tenía un buen diseño.

Tras haber concedido al asunto una atenta consideración en los últimos días, Harry había sacado por fin la conclusión de que Molly era delgada pero no flaca. Irradiaba salud y vitalidad. Él, por su parte, estaba en plena forma. Tenía los reflejos de un gato y se sentía turbopropulsado cuando Molly se encontraba cerca.

En ciertas partes de la anatomía de Molly había una atractiva redondez. La chaqueta de su traje le rozaba los altos senos que Harry sabía encajarían perfectamente en su mano. Los pliegues de los pantalones se le abrían para abarcar sus anchas caderas.

Aunque él encontraba la figura de Molly muy interesante, el vibrante rostro de la muchacha era lo que más llamaba la atención de Harry. Era espectacular, pensó con satisfacción. No espectacularmente guapa, sólo espectacular. Era única. Especial. Diferente.

La inteligencia brillaba en sus verdes ojos. Harry reconoció que no podía resistirse a la inteligencia de una mujer. Había fuerza, energía y carácter en las líneas delicadas, aunque decididas, de su nariz y altos pómulos. Su pelo color castaño claro poseía vida propia; formaba una masa corta, espesa y espumosa en torno a su cabeza. El peinado realzaba la inclinación de sus ojos de vidente.

A Harry se le ocurrió que con esos ojos, Molly podría. Ganarse la vida como pitonisa de feria. Le habría resultado fácil convencer a cualquiera de que podía ver el pasado, el presente y el futuro.

Darse cuenta de eso encendió una chispa de renovada cautela en Harry. Lo último que necesitaba era una mujer que pudiera ver en lo más hondo de su alma. Así empezaba la locura.

Por espacio de quizá tres latidos dudó seriamente de que fuera prudente liarse con una mujer cuya mirada mostraba semejante y desconcertante grado de percepción. A él no se le daban bien las mujeres propensas a sondear en su psique. Su desastrosa experiencia con su ex prometida lo había demostrado. Por otra parte, no tenía paciencia con las gachís.

Durante unos segundos, Harry dejó su futuro suspendido en equilibrio mientras pensaba en la siguiente jugada.

Molly le obsequió con una sonrisa interrogadora, revelando dos dientes frontales ligeramente torcidos. Había algo simpático en esos dos dientes, pensó Harry.

Harry respiró hondo y envió sus escrúpulos al infierno con una pasmosa irreflexión que debería haberle alarmado. Esta vez saldría bien, se dijo para sus adentros. Molly era una mujer de negocios, no una psicóloga. Adoptaría una actitud racional, juiciosa, ante lo que él estaba a punto de ofrecerle. No tendría tendencia a efectuarle una disección o a tratar de analizarle.

—Me gustaría hablar de una cosa contigo.

Harry le sirvió el té con deliberada calma.

—Sí. —Molly emitió un gritito, cerró el puño y lo dejó caer con un fuerte golpe. Echaba fuego por los ojos—. Maldita sea, lo sabía.

Harry levantó la mirada, sobresaltado.

—¿Ah, sí?

Ella sonrió mientras cogía su taza de té.

—Ya era hora, si no te molesta que te lo diga.

El entusiasmo era bueno en las mujeres, se dijo Harry para tranquilizarse.

—Ah, no, no me importa. Sólo que no me había dado cuenta de que estábamos en la misma longitud de onda.

—Ya sabes lo que dicen: las grandes mentes piensan igual.

Harry sonrió.

—Sí. —Dijo.

—Cuando me invitaste a cenar esta noche, me di cuenta que se trataba de una ocasión especial, no una consulta de trabajo corriente.

—Exacto.

—Sabía que por fin habías tomado una decisión.

—En realidad sí la he tomado. —La miró atentamente—. He pensado mucho en ello.

—Naturalmente. Si algo he aprendido durante las últimas semanas es que piensas mucho todas las cosas. Así que por fin has decidido que merece la pena que financiemos el proyecto de Duncan Brockway. Ya era hora.

Harry se quedó en blanco una fracción de segundo.

—¿El proyecto de Brockway?

Los ojos de Molly brillaban de satisfacción.

—Sabía que lo aprobarías. Lo sabía. Es muy original. Muy intrigante. Y tiene un potencial ilimitado.

Harry entrecerró los ojos.

—Lo que yo te quería decir no tiene nada que ver con el proyecto de Brockway. Quería hablar de otro asunto.

La excitación que mostraban los ojos de Molly disminuyó un poco.

—Lo has examinado, ¿verdad?

—¿El proyecto de Brockway? Sí. No es bueno. Después podemos entrar en detalles, si quieres. Pero ahora querría hablar de algo más importante.

Molly parecía sinceramente desconcertada.

—¿Qué es más importante que el proyecto de Brockway?

Harry dejó su taza de té sobre la mesita con gran precisión.

—Nuestra relación.

—¿Nuestra qué?

—Me parece que me has oído.

Molly dejó la taza violentamente en su plato.

—Así es, lo he oído.

Harry se tranquilizó.

—¿Qué ocurre?

—¿Tienes el descaro de preguntarme qué ocurre? ¿Después de decirme que no vas a aprobar el proyecto de Duncan?

—Molly, estoy intentando mantener una conversación inteligente. Sin embargo, parece que no lo consigo. Bien, respecto a nuestra relación…

—¿Nuestra relación? —Molly se levantó del sofá con la fuerza de un volcán en erupción—. Te hablaré de nuestra relación. Es un auténtico y absoluto desastre.

—No sabía que la tuviéramos.

—Claro que la tenemos. Pero aquí finaliza. Ahora. Esta noche. Me niego a seguir pagando por tus servicios de asesor, Harry Trevelyan. Hasta ahora, no he recibido absolutamente nada a cambio de mi dinero.

—Me parece que aquí hay un malentendido.

—Claro que lo hay. —Un rayo verde iluminó los ojos de Molly—. Creía que me habías invitado a cenar esta noche para comunicarme que habías aprobado el proyecto de Duncan Brockway.

—¿Por qué diablos te invitaría a cenar sólo para decirte que el proyecto de Brockway es un timo?

—No es un timo.

—Sí que lo es.

Harry no estaba acostumbrado a que pusieran en duda sus veredictos. Al fin y al cabo, era una autoridad en su terreno.

—Según tú, todos y cada uno de los cien proyectos que se han presentado a la Fundación Abberwick han sido un timo.

—No todos. —Harry prefería la exactitud a las generalizaciones—. Algunos simplemente eran malos. Oye, Molly, quiero hablar de algo completamente distinto.

—Nuestra relación, creo que has dicho. Bien, se ha acabado, doctor Trevelyan. Ésta ha sido tu última oportunidad. Estás despedido.

Harry se preguntó si por accidente habría penetrado en un universo paralelo. Las cosas no estaban saliendo según su plan.

Había tomado su decisión respecto a Molly con gran cuidado y consideración. Es cierto que la había deseado desde el principio, pero no se había dejado llevar por el deseo físico. Había trabajado desde una premisa muy básica. Tras la ruptura de su compromiso más de un año atrás, había pensado mucho en su futura vida sexual. Había llegado a la conclusión de que sabía exactamente lo que buscaba en una mujer. Quería una relación con alguien que tuviera muchos intereses propios, alguien que no requiriera la constante atención de él.

Precisaba una mujer que no se ofendiera cuando él estuviera absorto en su trabajo. Una mujer a quien no le importara que él se encerrara en su despacho a trabajar en un libro o una investigación. Una mujer que pudiera tolerar las exigencias de su vida personal.

Y, sobre todo, quería una relación con una mujer que no cuestionara sus estados de ánimo ni le sugiriera que acudiese al psicólogo para solucionados.

Molly Abberwick le había parecido que cumplía todos los requisitos. Tenía veintinueve años y era una empresaria competente y triunfadora. Por lo que Harry pudo averiguar, prácticamente había criado ella sola a su hermana menor tras la muerte de su madre varios años atrás. Su padre era un genio, pero como solía ocurrir en el caso de tipos obsesivamente creativos, había dedicado su tiempo a sus inventos, no a sus hijas.

Por lo que Harry pudo ver, Molly no era una delicada flor, sino una planta fuerte y robusta, capaz de afrontar las peores tormentas, quizás incluso las que de vez en cuando rugían en su propia alma melancólica.

Como propietaria de la Abberwick Tea & Spice Company, Molly había demostrado su capacidad de sobrevivir y prosperar en el duro y competitivo mundo de los pequeños negocios. Además de llevar la tienda, era administradora única de la Fundación Abberwick, un fondo benéfico creado por su padre, el difunto Jasper Abberwick. Los inventos de Jasper eran el auténtico origen de la riqueza de la familia Abberwick. Era el asunto de la fundación lo que había llevado a Molly a ver a Harry un mes atrás.

—No quieres despedirme. —Dijo Harry.

—Es lo único que puedo hacer. —Replicó ella—. No cabe duda de que es inútil que prosigamos nuestra asociación. No sirve de nada.

—¿Qué esperabas exactamente de mí?

Molly alzó las manos en gesto de exasperación.

—Creía que serías más útil. Más positivo. Que los diferentes proyectos te «emocionarían» más. No te ofendas, pero esperar que tú apruebes uno de ellos es como mirar cómo crecen los árboles.

—Yo no me emociono. Siempre soy prudente en mi trabajo. Creía que lo entendías. Por eso me contrataste.

—Eres prudente como lo es una piedra. —Molly cruzó las manos detrás de su espalda y empezó a pasearse por delante de las ventanas con largos y enojados pasos—. Nuestra asociación ha sido una completa pérdida de tiempo.

Harry la observaba, fascinado. El cuerpo entero de Molly vibraba de indignación. Esa volátil emoción debería haberle preocupado, pero sólo pareció añadir otra dimensión misteriosa a su rostro cautivador.

¿Cautivador? Harry frunció el entrecejo.

—Sabía que probablemente resultarías difícil. —Molly volvió la cabeza para mirarle furiosa por encima del hombro—. Pero no creía que fueras imposible.

Definitivamente cautivador, decidió Harry. No recordaba la última vez que había sido «cautivado» por una mujer. Cautivar era una palabra que en general reservaba para otras esferas de interés. Una discusión sobre la afirmación de que Leibniz inventó el cálculo era «cautivadora». El diseño de Charles Babbage de un motor analítico era «cautivador». Las ramificaciones del trabajo de Boole sobre la lógica simbólica eran «cautivadoras».

Esa noche Harry sabía sin lugar a dudas que Molly Abberwick tenía que ser añadida a la lista de cosas que podían cautivarle. Notarlo le inquietó profundamente, aun cuando ello alimentaba el deseo que sentía por ella.

—Oye, lamento que creas que soy difícil —empezó a decir Harry.

—Difícil, no. Imposible.

Harry se aclaró la garganta.

—¿No crees que es un modo excesivamente personal de definir mis decisiones profesionales?

—Llamar fraudulento al proyecto de Duncan Brockway es un modo excesivamente personal de definir al pobre Duncan.

—Olvídate del proyecto de Brockway. Me pagas por hacer lo que he hecho, Molly.

—¿De veras? Entonces me cuestas demasiado.

—No. Lo que pasa es que tú estás exagerando.

—¿Exagerando? ¿Exagerando? —Molly se acercó al mostrador de granito. Se giró en redondo y volvió hacia la pared opuesta—. Admito que estoy harta. Si quieres llamar a eso exageración, de acuerdo. Pero eso no cambia nada. Esta relación nuestra no está funcionando como yo creía. Qué decepción. Qué pérdida de tiempo.

—Lo nuestro no es exactamente una relación. —Dijo Harry con los dientes apretados—. Es una asociación laboral.

—Ahora ya no —anunció ella triunfante.

Harry sintió descender sobre sí una sensación oscura y siniestra. Debería dar gracias a sus estrellas de la suerte por haber escapado por los pelos, pensó. Una relación con Molly jamás habría salido bien.

Pero en lugar de alivio sentía cierta desesperación. Recordaba el día en que Molly había entrado en su estudio-oficina por primera vez.

Había anunciado que deseaba contratarle como asesor para la Fundación Abberwick. Su padre había creado el fondo para conceder becas a inventores prometedores que no pudieran conseguir financiación para su trabajo. Jasper Abberwick había conocido demasiado bien los problemas con que se enfrentaban este tipo de personas. Él y su hermano Julius habían trabajado entre dificultades económicas durante la mayor parte de su carrera. Sus problemas de dinero no se habían resuelto hasta cuatro años atrás, cuando Jasper había logrado patentar una nueva generación de robots industriales.

Jasper no había podido disfrutar mucho tiempo de su riqueza recién estrenada. Él y su hermano Julius habían muerto dos años atrás, mientras experimentaban su última creación, un prototipo de un avión impulsado por fuerza humana.

Habían tardado un año en crear y poner en marcha la Fundación Abberwick. Molly había sido muy sagaz a la hora de invertir su dinero y ahora estaba ansiosa por emplear los ingresos para conceder las becas que su padre deseaba que concediera.

Como única administradora de la fundación tenía que ocuparse de una gran variedad de problemas. Se ocupaba de la mayoría de ellos, específicamente de los que exigían tomar decisiones financieras. Pero, a diferencia de su padre, ella era una mujer de negocios, no ingeniera o científica.

Valorar los méritos de las solicitudes de beca presentadas por inventores desesperados requería un profundo conocimiento de los principios científicos y la tecnología punta. Además, exigía perspectiva histórica. Estos juicios sólo podía emitirlos una mente habituada a estos temas. La Fundación Abberwick había solicitado los servicios de alguien que supiera juzgar un proyecto no sólo basándose en su potencial de aplicación industrial inmediata, sino en su valor a largo plazo.

Por añadidura, Molly también necesitaba a alguien que supiera discernir los fraudes y falsos científicos que rondaban las fundaciones con grandes recursos como los tiburones en el agua.

Harry sabía que Molly tenía muchas credenciales impresionantes, pero no poseía una sólida formación técnica. Era una mujer con medio millón de dólares al año para gastar y necesitaba ayuda. Específicamente necesitaba a Harry Stratton Trevelyan, doctor en filosofía.

Hasta el momento Harry había examinado más de un centenar de proyectos para Molly. No había aprobado ni uno solo. Lamentaba no haber comprendido lo impaciente que estaba ella durante las últimas semanas.

Evidentemente, su atención había estado centrada en otras cosas.

Ella le había intrigado desde el momento en que le citó para entrevistarle. Harry había reconocido su apellido de inmediato. Con el transcurso de los años, la familia Abberwick había producido una larga serie de inventores excéntricos pero innegablemente dotados.

El apellido Abberwick no era exactamente muy conocido, pero sin duda resultaba familiar en el mundo comercial. En éste se asociaba con diversas máquinas herramientas, componentes de sistemas de control y, en los últimos años, dispositivos robóticos.

Como autoridad en el campo de la historia y la filosofía de la ciencia, Harry había tenido ocasión de enterarse de las diversas aportaciones que habían hecho los Abberwick a la tecnología.

La familia tenía un historial tan antiguo como la nación misma. Un Abberwick de la época colonial había realizado importantes mejoras en las máquinas de impresión. Ese artilugio concreto había hecho posible que se duplicara la producción de ciertos periódicos y folletos incendiarios que, a su vez, habían ayudado a alentar a la opinión pública hacía una revolución en las colonias americanas.

En los años setenta del siglo XIX, otro Abberwick había efectuado un importante avance en el diseño de la máquina de vapor. El resultado había sido una mayor eficiencia de los ferrocarriles, los cuales, a su vez, habían influido en el desarrollo de las regiones occidentales de Estados Unidos.

A finales de los años treinta un Abberwick había inventado un mecanismo de control que hacía más eficientes las líneas de montaje. Ello había redundado en una mayor producción de blindados y aeroplanos durante la guerra.

Y así sucesivamente. El apellido Abberwick salpicaba la historia de la invención norteamericana como las palomitas el suelo de un cine. Y era percibido de la misma manera. Uno no lo veía realmente hasta que se pisaba el terreno.

Pero Harry había convertido en carrera pisar sobre tan extrañas informaciones. Los inventos daban forma a la historia, y la historia daba forma a los inventos. Harry con frecuencia examinaba cómo ambas cosas se mezclaban y se influían entre sí.

Daba conferencias sobre el tema en diferentes universidades. Escribía libros que eran considerados clásicos en el campo de la historia de la ciencia. Y en un momento determinado se había convertido en una autoridad en el ámbito del fraude científico.

Harry miraba a Molly, que estaba furiosa, con el entrecejo fruncido. Le alarmó darse cuenta de que aún buscaba una excusa para tener una aventura con ella. Un hombre inteligente se habría retirado ya, y él sólo era inteligente.

—Seamos realistas, Molly. —Dijo—. Despedirme sería un acto extremadamente tonto por tu parte. Los dos lo sabemos.

Ella se volvió en redondo, ceñuda.

—No te atrevas a llamarme tonta.

—No te he llamado tonta. Simplemente he dicho que sería tonto dar por terminado nuestro acuerdo. Me necesitas.

—Estoy empezando a tener serias dudas al respecto. —Le apuntó con un dedo—. Se supone que has de aconsejarme, pero hasta el momento todas tus decisiones pueden resumirse en una sola palabra: no.

—Molly…

—No es preciso tener gran talento para decir no, doctor Trevelyan. Apuesto a que puedo encontrar un montón de personas que sepan decido. Algunas de ellas probablemente cobran muchísimo menos que tú, además.

—Pero ¿dirán que sí cuando deban decido? —preguntó él con voz suave.

—De acuerdo, tal vez otro asesor se equivocara de vez en cuando y concediera becas a personas que no lo merecen. —Descartó esa posibilidad con un gesto de la mano—. Ya sabes lo que dicen los franceses: no puedes hacer una tortilla sin cascar huevos. Al menos harían algo.

—Medio millón de dólares al año es más que unos huevos. Estás suponiendo que puedes incluso encontrar a otro especialista académico en Seattle que posea la perspectiva histórica y la experiencia científica y de ingeniería necesarias para aconsejarte.

Ella bajó la mirada hacia él.

—No sé por qué ha de ser tan difícil encontrar a otra persona que haga este tipo de asesoramiento.

Harry se dio cuenta, con cierto asombro, de que realmente se estaba irritando. Se apresuró a ahogar esa sensación. No permitiría que Molly iniciara una pelea con su mal genio.

—Te invito a que lo intentes. —Dijo él con educación.

Molly apretó sus suaves labios. Empezó a dar golpecitos en el suelo con la punta de un pie y le contempló con expresión de creciente irritación. Harry no dijo nada. Los dos sabían que sus probabilidades de encontrar a otra persona con la peculiar combinación de cualificaciones que él poseía eran escasas.

—Maldita sea. —Dijo Molly por fin.

Harry percibió que había obtenido una victoria menor.

—Tendrás que tener paciencia, Molly.

—¿Por qué? Soy la administradora única de la fundación. Puedo ser tan impaciente como quiera.

—Esta discusión está degenerando.

—Sí, sí, tienes razón. —Molly se animó—. ¿Y sabes algo? Me gusta. Hace días que tenía ganas de decirte unas cuantas cosas, doctor Trevelyan.

—Harry es suficiente.

Ella sonrió irónicamente.

—Oh, no, ni siquiera soñaría con llamarte sólo Harry. Harry no te pega en absoluto, doctor Harry Stratton Trevelyan, doctor en filosofía, escritor, conferenciante y conocido detector de fraudes científicos. —Extendió un brazo para señalar los tres ejemplares de su último libro que se encontraban en un estante próximo—. Eres demasiado pomposo y arrogante para ser un simple Harry.

Harry percibió un débil ruido en staccato que le resultaba desconocido. Bajó la mirada y descubrió que estaba tamborileando con el dedo en el brazo del sofá. Con un esfuerzo de voluntad se detuvo.

Era idiota pensar siquiera en intentar salvar su débil relación con Molly. Ya tenía suficientes problemas en su vida.

Pero la idea de no volver a verla conjuró de pronto una imagen de un puente de cristal tendido sobre un abismo. Era una vieja imagen mental que le resultaba aterradora. La empujó de nuevo a las sombras con toda su fuerza de voluntad.

—¿Por qué no te sientas, Molly? —dijo, decidido a recuperar el control de la situación—. Eres una mujer de negocios. Hablemos de este asunto de una manera formal.

—No hay nada de que hablar. Has dicho que no a la solicitud de beca de Duncan Brockway, ¿recuerdas? Y tu opinión parece ser la única que cuenta aquí.

—He vetado esa solicitud en concreto porque se trata claramente de un timo. Es un intento evidente de estafar veinte mil dólares a la Fundación Abberwick.

Molly se cruzó de brazos y le contempló con actitud beligerante y retadora.

—¿De veras lo crees?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Positivamente? —preguntó ella con demasiada dulzura.

—Sí.

—Debe de ser agradable estar tan seguro de ti mismo.

Harry no respondió a esa provocación.

Permanecieron en silencio.

—A mí me gustaba el proyecto de Duncan. —Declaró Molly por fin.

—Lo sé.

Ella le lanzó una rápida mirada escrutadora, como si percibiera debilidad.

—¿No hay ninguna esperanza?

—Ninguna.

—¿Ni siquiera un ápice de posibilidad de que Brockway haya dado con un concepto fundamentalmente nuevo?

—No. Puedo pasarle el proyecto a un amigo mío de la Universidad de Washington que es experto en fuentes de energía, si quieres confirmación. Pero él me dará la razón. No existe ninguna base científica válida para el concepto de Brockway de generar energía a partir de la luz de la luna de manera ni remotamente análoga a la recogida de energía solar. La tecnología que él propone que se emplee no existe, y la teoría que hay detrás de todo el proyecto es pura tontería.

La diversión sustituyó brevemente la furia en los ojos de Molly.

—¿Pura tontería? ¿Es eso alguna clase de jerga técnica especializada?

—Sí, en realidad sí lo es. —El cambio de humor de Molly pilló desprevenido a Harry—. Jerga muy útil. Puede aplicarse a numerosas situaciones. Pero el dinero de la fundación tiene que destinarse a un solicitante que lo merezca más, Molly. Ese tal Duncan Brockway pretende quitarte veinte de los grandes.

Molly emitió un gruñido de resignación y se derrumbó en el sofá.

—De acuerdo, me rindo. Lamento haber perdido los estribos. Pero realmente estoy empezando a sentirme frustrada, Harry. Tengo muchas cosas que hacer. No puedo pasar el tiempo tratando de que apruebes alguna solicitud de beca.

La tormenta había pasado. Harry no sabía si exhalar o no un suspiro de alivio.

—Ser administradora de una fundación requiere tiempo.

—El plan de Brockway parecía una idea brillante. —Declaró Molly con aire pensativo—. Imagina, una batería que puede generar energía a partir de la luz de la luna.

—Los timadores no son brillantes. Simplemente poseen una cantidad increíble de audacia. —Harry la miró de un modo especulativo—. Y encanto.

Molly hizo una mueca.

—Está bien, me gustaba Duncan Brockway. Parecía muy impaciente y sincero cuando le entrevisté.

—No lo dudo. —Así que ese hijoputa había intentado engatusarla para que le concediera el dinero, pensó Harry. No le sorprendió. No obstante, le molestó—. Brockway se mostró muy impaciente y sincero para conseguir veinte mil dólares de la Fundación Abberwick.

Molly le reprendió.

—Eso no es justo. Duncan es un inventor, no un estafador. Sólo un soñador que quería hacer realidad sus sueños. Yo procedo de una larga estirpe de hombres así. La Fundación Abberwick existe para ayudarles.

—Me dijiste que el objetivo de la fundación es financiar a inventores serios que no pueden conseguir apoyo del gobierno o de las empresas para llevar a cabo sus proyectos.

—Creo que Duncan Brockway es serio. —Molly alzó levemente un hombro en un elegante movimiento—. Quizá sus planes eran demasiado entusiastas. Eso no es inusual en un inventor.

—Y parecía un hombre muy agradable. —Masculló Harry.

—Bueno, sí.

—Molly, si hay algo que conozco es a los estafadores. Me contrataste para que los seleccionara para ti, ¿recuerdas?

—Te contraté para que me ayudaras a seleccionar los mejores proyectos y a elegir a los solicitantes de financiación que presenten conceptos innovadores.

—Y para descubrir los fraudes.

—De acuerdo, de acuerdo. Tú ganas. Otra vez.

—Esto no es una batalla. —Dijo Harry con tristeza—. Sólo intento hacer mi trabajo.

—Claro.

—Sé que el dinero de la fundación te está quemando en el bolsillo, pero habrá muchas oportunidades para darlo.

—Estoy empezando a dudarlo.

—No tienes que apresurarte demasiado. Seleccionar a los solicitantes que lo merecen requiere tiempo. Hay que hacerlo con calma y con cautela. —Igual que un hombre elige a una amante, pensó Harry.

—Mmmm. —Molly recorrió con la mirada las atestadas estanterías con libros que cubrían dos paredes del amplio salón—. ¿Cuánto hace que te dedicas a este tipo de asesoría?

—¿Oficialmente? Unos seis años. —Harry frunció el ceño ante este repentino cambio de tema—. ¿Por qué?

—Simple curiosidad. —Le miró con una sonrisa sublimemente inocente—. Tienes que admitir que es una carrera poco usual. No hay muchas personas que se especialicen en detectar solicitudes fraudulentas de beca. ¿Cómo empezaste?

Harry se preguntó adónde quería ir a parar. Aquella mujer cambiaba de dirección más deprisa que la corriente alterna.

—Hace unos años, un conocido que supervisaba un proyecto financiado por el gobierno sospechó de algunos resultados de la prueba. Me preguntó si quería echar una mirada a la metodología que el solicitante afirmaba utilizar. Lo hice. Se vio claro enseguida que el resultado de los experimentos había sido amañado.

—¿Claro enseguida? —Molly abrió los ojos desmesuradamente con repentino interés—. ¿Te diste cuenta enseguida de que era un fraude?

—Sí.

—¿Así, sin más? —Chasqueó los dedos.

Harry no quería entrar en detalles de cómo le había resultado evidente que se había perpetrado un complicado fraude.

—Digamos simplemente que tengo olfato para este tipo de cosas.

—¿Olfato para ello? —Molly se inclinó hacia delante, llena de curiosidad—. ¿Quieres decir que tienes dotes psíquicas o algo así?

—No, por Dios, no tengo dotes psíquicas. —Harry cogió la tetera e hizo un esfuerzo para servirse un poco más de té en su taza. Le complació ver que no derramaba ni una sola gota en la mesita de cristal. Tenía las manos firmes como siempre—. Es una sugerencia estúpida. ¿Tengo aspecto de ser de esas personas que afirman que poseen poderes psíquicos?

Molly se recostó en el sofá. Una expresión pensativa iluminó sus ojos.

—Lo siento. No quería ofenderte.

Harry adoptó un tono de profesor.

—Soy un estudioso de la historia y filosofía de la ciencia.

—Lo sé.

Él la miró solapadamente.

—Además de tener un doctorado en ese campo, tengo títulos de matemáticas, ingeniería y filosofía.

Molly pestañeó.

—Vaya. —Exclamó.

Harry apretó los dientes.

—Mi formación me permite intuir cosas que los que se han especializado en un solo campo tienden a pasar por alto.

—Ah, sí. La intuición.

—Exactamente. Como decía…

—Antes de que te interrumpiera tan groseramente. —Murmuró ella.

—Para responder a tu pregunta respecto a mi carrera. —Harry prosiguió sin inmutarse—. Un trabajo de asesor me llevó a otro. Ahora hago varios al año, siempre que no interfieran en mis proyectos de investigación y en mis escritos.

—¿Investigar y escribir es más importante para ti?

—Absolutamente.

Molly apoyó un codo en el brazo del sofá y colocó la barbilla en la palma de la mano.

—Entonces, ¿cómo es que aceptaste trabajar para mí? Estoy segura de que no te pago tanto como podrías ganar si tuvieras un contrato con el gobierno o una gran empresa.

—No. -Coincidió. —Tienes razón.

—¿Por qué entonces te molestas en asesorar a la pequeña Fundación Abberwick?

—Porque tú estás dispuesta a hacer lo que el gobierno y la industria no quieren hacer.

Ella ladeó la cabeza.

—¿De qué se trata?

—Gastar dinero en proyectos curiosos e interesantes que no tienen una aplicación inmediata, obvia. Estás dispuesta a invertir en lo desconocido.

Molly alzó las cejas.

—¿Por eso aceptaste trabajar conmigo?

—Por eso acepté asesorarte. —Corrigió él con frialdad.

—Es lo mismo.

—No exactamente.

Ella hizo caso omiso de ese comentario.

—¿Por qué tienes tantas ganas de financiar a un montón de locos inventores?

Harry vaciló y luego decidió intentar explicárselo.

—He pasado toda mi carrera estudiando la historia del progreso científico y tecnológico.

—Lo sé. He leído tu último libro.

Harry se sorprendió tanto al oír esa revelación que estuvo a punto de atragantarse con el té.

—¿Has leído «Ilusiones de certidumbre»?

—Ajá. —Molly sonrió—. No fingiré que ha sido el libro más apasionante que jamás he leído, pero admito que lo encontré insospechadamente interesante.

Harry se asombró al descubrir que se sentía halagado. Echó una mirada al libro que estaba en la estantería próxima.

«Ilusiones de la certidumbre». Hacia una nueva filosofía de la ciencia no era el tipo de volumen que aparecía en las listas de libros más vendidos. Se trataba de un extenso ensayo, con una meticulosa investigación, de las limitaciones históricas y sociales del progreso científico y tecnológico, e iba dirigido directamente al mercado académico. Se había vendido muy bien como libro de texto para los estudiantes de historia de la ciencia, pero no estaba pensado para el lector corriente. Por supuesto, Molly Abberwick apenas podía considerarse una lectora corriente, pensó Harry tristemente.

—Engaños calculados. «Historia de los fraudes, estafas y trucos científicos» fue mucho más popular. —Dijo Harry, tratando de ser modesto. «Engaños calculados» había sido su primer intento de escritura para el mercado no profesional. Se había vendido sorprendentemente bien.

—También lo he leído.

—Entiendo. —Harry se puso de pie, turbado. Se acercó a la ventana—. Bueno, gracias.

—No me des las gracias. Te estaba investigando.

—¿Investigando?

—Trataba de decidir si contratarte o no como detective de fraudes.

Harry dio un brinco. Paseó la mirada por el paisaje nocturno y trató de reunir sus fragmentos de lógica. O sea que Molly no era lo que él esperaba. O sea que había en ella algunas profundidades insondables. Algunas sorpresas. ¿Y qué? Él tenía treinta y seis años, pero sus reflejos Trevelyan aún eran muy buenos. Podría manejar una aventura con Molly, decidió.

—Sigue. —Urgió ella.

—¿Qué?

—Estabas a punto de decirme por qué te gusta la idea de financiar inventos que no ofrecen ninguna ventaja evidente.

Harry contempló la noche que se extendía al otro lado de la pared de ventanas.

—Ya te lo he dicho, mi carrera ha consistido en estudiar la historia de los inventos y descubrimientos. En el transcurso de esos estudios a menudo me he encontrado haciéndome ciertas preguntas.

—¿Qué clase de preguntas?

—Preguntas como por ejemplo qué habría ocurrido si Charles Babbage hubiera conseguido fondos para construir su motor analítico en 1833.

—¿La historia del ordenador tendría que reescribirse? —sugirió Molly.

—Indudablemente. Si hubiera tenido medios para llevar a cabo su idea, el mundo habría podido dirigirse a la era de la informática cien años antes. Imagina adónde habríamos llegado en la actualidad. —Harry se apartó de la ventana, presa de la pasión que sentía por ese tema—. Hay otros mil ejemplos de conceptos brillantes que languidecieron por falta de dinero y estímulo. Podría nombrarte…

Se interrumpió al ver que se abría la puerta de la calle.

—¿Qué ocurre? —Molly miró hacia la barrera de cristal que dividía el vestíbulo delantero de la zona de estar—. Me parece que ha entrado alguien, Harry.

Harry se adelantó.

—Ginny debe de haber olvidado cerrar la puerta con llave al marcharse.

De pronto apareció el intruso. Era un hombre joven, alto y larguirucho, vestido con tejanos y una camisa de trabajo azul. Se detuvo cuando vio a Harry, separó las piernas y levantó el brazo. La luz se reflejó en la hoja de acero que blandía en su mano derecha.

—Se acabó, Trevelyan. —Espetó el recién llegado—. Por fin te he encontrado. Esta vez no escaparás.

—Dios mío. —Molly se levantó de un salto—. Tiene un cuchillo.

—Ya lo veo. —Harry se detuvo.

El intruso echó la mano hacia atrás con un movimiento que denotaba mucha práctica.

—¡Cuidado! —Molly cogió la tetera.

—Demonios. —Masculló Harry—. Algunas personas no tienen sentido de la oportunidad.

El intruso arrojó el cuchillo.

Molly lanzó un grito y lanzó la tetera en dirección a las puertas de cristal.

«Lo primero es lo primero», pensó Harry. Agarró la tetera cuando pasaba volando por delante de él.

—¡Haz algo! —gritó Molly.

Harry sonrió con ironía. Sostuvo la tetera en una mano y abrió la otra para mostrarle el cuchillo que contenía.

Molly le miró con fijeza, boquiabierta. Su mirada fue del cuchillo a las manos vacías del intruso.

—¿Has atrapado el cuchillo al vuelo? —susurró Molly. Harry bajó la mirada a la reluciente hoja de acero.

—Eso parece, ¿no?