Capítulo 15

El mapa lo preocupaba. Gideon lo miró una y otra vez aquella tarde, mientras reservaba boletos para el día siguiente. Cada vez que miraba el mapa de Santa Inés, recordaba las estrechas y serpenteantes carreteras que seguían los precipicios qué daban al mar. Después, imaginaba a Hannah conduciendo por aquellas carreteras para llegar a casa de su tía.

Alquilaría uno de aquellos ridículos jeeps de toldo rosa. Estaba seguro. Cuando lo llevó al aeropuerto, había notado que todavía se sentía incómoda al volante de un coche. En su mente aún quedaban rastros del terror que experimentó la noche del accidente.

No le gustaba la idea de que estuviera sola. La verdad, lo aterraba que prescindiera de él con tanta facilidad. Marcó el número de otra compañía aérea.

Hannah no debía convertirse en la mujer dura, distante y fría que debía haber sido su tía. Nord fue capaz de mantener un mito académico durante toda una vida. Hannah era diferente. Era más dulce, más gentil, más compasiva. Más sincera. Y en ella había una pasión que Gideon no creía que hubiera poseído Elizabeth Nord. Si la tuvo, la encauzó totalmente hacia su trabajo.

Lo más aterrador era que Gideon sabía lo que era encauzar la pasión y las demás emociones hacia el trabajo. Podía hacerse. Probablemente Nord lo hizo. El mismo lo había hecho. Tal vez todas aquellas feroces amazonas antepasadas de Hannah lo hicieron.

Pero Hannah se equivocaba al pensar que las personas se bastan a sí mismas por completo. Ello sabía bien. En este mundo nada es gratis. Empezó a comprender recientemente lo que su poder le había costado. No podía permitir que Hannah pagara el mismo precio. Su decisión no era altruista. La verdad era que la necesitaba demasiado, para permitir que se convirtiera en una amazona y lo dejara atrás.

—¿Mañana a última hora de la tarde? ¿Es lo antes que puedo estar en Santa Inés? ¡Demonios, estará anocheciendo! No, no, me lo quedo. Adelante, reserve el asiento. ¿Está absolutamente seguro de que no hay un trasbordo a Miami antes?

—Lo siento, señor. Todos nuestros otros vuelos están completos. Somos la única compañía aérea con vuelos vespertinos de Miami a Santa Inés. Si quisiera quedarse en Miami y salir a la mañana siguiente, podríamos.

—Olvídelo, Póngame en lista de espera de los vuelos anteriores y resérveme éste.

—Muy bien, señor.

No estaba muy bien, pero Gideon no encontró otra manera de solucionar el problema. Debía tranquilizarse. Hannah no, podía ir a ninguna parte. Conduciría del aeropuerto a casa de su tía y luego se sentaría en la playa a pensar.

La playa. El recuerdo de la playa lo llevó al de los detalles de la mañana en que se despertó al oírla pedir ayuda, mientras aquel bastardo intentaba ahogarla. Aquélla fue la peor mañana de su vida. Mucho peor que la mañana en que conoció la traición de Cyrus Ballantine. Había sobrevivido a la traición. No estaba seguro de haberlo conseguido si hubiera dejado que mataran a Hannah.

Lógicamente, el buceador se habría marchado de la isla hacía tiempo. Tenía los ojos azules; no era un nativo.

Una cosa más de que preocuparse, como si no tuviera ya bastantes preocupaciones. Debía olvidarse de cosas tan poco probables como un accidente de jeep o un violador. Lo que debía preocuparle realmente era lo que Hannah pensara, planeara y decidiera sobre su futuro.

¡Maldita Elizabeth Nord! ¡Malditos fueran el medallón y los diarios! De no ser por ellos, quizá Hannah habría aceptado su relación con él más fácilmente, pensó Gideon mientras miraba el mapa con gesto pensativo. ¡Maldita Victoria Armitage, donde quiera que estuviera! Su presencia había sido un factor importante en todo aquello.

De hecho, la presencia de Vicky Armitage fue el principal factor. Aquella mujer molestando a Hannah desde dos meses antes que Gideon entrara en escena, desde la época del accidente automovilístico.

Gideon rechazó aquellos pensamientos. Tenía que hacer el equipaje.

Se levantó al amanecer después de pasar una mala noche. Iba a ser un largo viaje. El primer vuelo salía de Tucson antes de las ocho. De pie junto al tocador de pizarra negra, comprobaba que llevaba las llaves y el billetero cuando decidió hacer una llamada a Seattle. Tardó un rato en localizar el número de Nick Jessett, pero consiguió encontrar una tarjeta que había tomado en la oficina del joven. El teléfono particular de Nick estaba garabateado al dorso. Gideon lo marcó rápidamente.

—¿Nick?

—¿Quién demonios es? —Jessett estaba medio dormido—. ¿Gideon? ¿Eres tú?

—Lamento sacarte de la cama.

—Lo lamentarías más si pudieras ver lo que sigue en la cama.

—Tu hermana dice que últimamente no tienes tiempo para ese tipo de cosas.

—Los hermanos pequeños no siempre cuentan todo a las hermanas mayores. ¿Qué quieres, Cage?

—Sólo unos datos. Sé que te va aparecer una estupidez, pero ayer me dijiste que los Armitage se habían tomado otras vacaciones este verano. Hace unas semanas, creo. ¿Puedes recordar exactamente cuándo?

—¡Por Dios, Gideon! Son las seis de la mañana.

—Inténtalo, Nick.

—De acuerdo, de acuerdo, estoy pensando. Debe haber sido cuando Hannah estuvo en Santa Inés. Por aquella época, en el gimnasio, echamos de menos los pectorales de Vicky. ¿Te ayuda eso?

Gideon respiró hondo y se dijo que se comportaba como un asno.

—Sí. Me ayuda. Gracias, Nick.

—Oye, Gideon, ¿pasa algo?

—Nada. Salgo para Santa Inés dentro de unos minutos.

—¿Es eso cierto? ¡Menuda sorpresa! Debo advertirte que Hannah está un poco rara últimamente. No se muestra ni razonable ni agradable. Esos malditos diarios la están trastornando.

—Voy a intentar convencerla de que debería preocuparse más por mí que por esos diarios.

—Buena suerte. ¿Por qué querías saber lo de las vacaciones de los Armitage?

—No es importante, Nick. Sabía que Hannah estaba preocupada por los diarios y me preguntaba cuánto tiempo llevaría molestándola Vicky. Eso es todo.

—Pero ¿qué tiene que ver el viaje a México?

—Te lo contaré cuando regrese de Santa Inés. Vuelve a la cama.

—Es lo más inteligente que has dicho hasta este momento. A propósito, cuando veas a mi hermana, dile que vuelva pronto si quiere que sus plantas sobrevivan.

—Se supone que tú ibas a regarlas.

—Lo sé, pero ayer me di cuenta de que perdí la llave de su apartamento. No puedo entrar a menos que rompa la cerradura. Oye, Gideon, sobre mi hermana y esos diarios…

Gideon colgó antes de qué Jessett pudiera hacerle más preguntas. Nick podía ser muy tenaz cuando quería. Como su hermana.

Dos horas después, sentado en su asiento del avión, Gideon desayunaba mientras reflexionaba sobre la información que le proporcionó Nick. Ni el desayuno ni la información eran muy apetitosos. Tomó un bocado de huevos revueltos y pensó en el poder motivador de la venganza. Era fuerte, mucho más fuerte que la ambición del deseo. Nadie sabía mejor que él hasta dónde podía llevar aun hombre la sed de venganza. No había motivos para pensar que una mujer no pudiera ir igualmente lejos.

Estaba fantaseando, buscando fantasmas donde no los había. No, eso no era totalmente cierto. Había un par de fantasmas implicados en aquel lío. Uno era el de Elizabeth Nord. Y luego estaba el de «el querido Roddy». Cada fantasma tenía una defensora en la actualidad. Vicky y Hannah eran manipuladas por el pasado.

Lo que lo ponía más nervioso era que Hannah no debía comprender los deseos de vengar a su padre que podían roer a Vicky. Que los Armitage estuvieran de vacaciones al mismo tiempo que Hannah se había escabullido al Caribe, probablemente no significaba nada, pero su intuición iba en otro sentido.

* * *

Por primera vez Hannah conducía un jeep. Eligió el de toldo rosa sin detenerse a pensarlo. Desde el principio supo que quería el extravagante vehículo. Dejó el equipaje y los diarios de Nord, cuidadosamente envueltos, en el asiento del pasajero y se puso al volante. Estaba decidida a dominar las dificultades del embrague y del cambio de marchas antes de llegar a la cabaña de su tía.

Las carreteras de la costa fueron otra cuestión. Admitió sin vergüenza que echaba de menos ir de pasajera, mientras Gideon se enfrentaba a los alocados taxistas y a las estrechas carreteras.

No tuvo problemas para llegar a la cabaña de la playa y, cuando hubo estacionado el jeep, se sintió más segura. Metió en la casa su equipaje, una bolsa de comestibles y los diarios, en dos viajes, debido al bastón. Dentro de otras dos semanas podría prescindir de él definitivamente. Su rodilla estaba infinitamente mejor.

Bajó a la playa pensando en la información contenida en los diarios que llevaba con ella. Una vez que los diarios se hicieran públicos, causarían sensación. Elizabeth Nord había mentido y lo admitía.

Hannah se detuvo en la playa y contempló el mar. Se preguntó si la publicación de aquella información sería positiva. Los eruditos disfrutarían haciendo pedazos la reputación de su tía. Pero ¿cambiaría algo realmente? El mito de las amazonas pertenecía ya a la historia. Desprestigiarlo podría ser interesante para la comunidad académica, pero el daño auténtico lo sufriría la reputación de su tía. Hannah debía decidir si permitía que el nombre de su tía fuera arrastrado por el fango. Nadie más había podido hacerlo. Personas como Roderick Hamilton lo intentaron y habían fracasado. Resultaba irónico que Elizabeth Nord fuera tan fuerte que sólo ella misma pudiera poner en peligro su prestigio.

Pero había otra cuestión más personal. Hannah acarició el medallón y pensó en la mujer que lo llevó antes que ella. Elizabeth Nord fue una mujer muy influyente. Hannah se preguntó si ella llegaría a tener tanto poder alguna vez. Hacían falta agallas para crear un mito y sostenerlo durante toda una vida.

Harían falta agallas también para escribir el libro que comprometería la reputación de su tía. Estaba segura de que a ésta no le habría importado. Lo encontraría divertido. No tenía sentido proteger a Elizabeth Nord. Ella no necesitaba ni quería protección. No la había necesitado cuando vivía; menos ahora. Hannah tuvo la certeza de que si su tía hubiera estado allí, la habría animado a escribir el libro. El calor del medallón parecía destacar la validez de esa conclusión. Ninguna de las mujeres que lo llevaron se preocupó por el pasado. Ninguna de ellas se molestó por las opiniones de sus contemporáneos. Estaban demasiado seguras de si mismas, demasiado aisladas del resto del mundo.

No, no era la idea de escribir el libro lo que la inquietaba. Era el pensamiento de qué pasaría después. Nada volvería a ser igual. Lo sabía con una certeza total.

Escribir el libro sería un acto que cambiaría el curso de la vida de Hannah. Una vez que escogiera aquel camino, debería seguirlo, buscando el poder y el éxito con la misma intensidad que lo buscaban otras personas cercanas a ella. Sabía que escribir el libro no la contentaría. Tendría que continuar, probarse a sí misma, y a Vicky Armitage que era tan formidable como su tía.

Volvió a tocar el medallón. Cuando terminara el libro, no estaría preocupada más que de ella misma. Le gustaría ser como Vicky Armitage en algunos aspectos y como Elizabeth Nord en otros. Sería una joven amazona.

Hannah caminó hacia el borde del agua. Sus pies descalzos dejaron señales en la arena húmeda y compacta. Decidió que sería rica. El dinero ocupaba uno de los primeros puestos en su lista de prioridades, porque era una fuente de poder. Si jugaba bien sus cartas conseguiría dinero con los diarios de Elizabeth Nord. Algún rico coleccionista, o alguna fundación, pagaría una suma considerable por obtener la valiosa biblioteca que Nord dejó. El libro que Hannah escribiría antes de vender la biblioteca, le proporcionaría una buena cantidad.

No. Decidió que había una manera mejor de hacerlo. No vendería la biblioteca por dinero, pero podía cambiarla por un puesto de directora en el consejo de alguna fundación de las que proporcionaban dinero a las Victorias Armitage del mundo. Desde allí podría influir en la distribución de fondos para los distintos temas de investigación. Podía empezar controlando a gente como Vicky Armitage. Si querían becas de la fundación, tendrían que tratar con Hannah Jessett. Si la venta de la biografía de Nord producía suficiente dinero, podría crear su propia fundación. Todo sería posible si se comprometía con el resultado final.

Las personas que controlaban el dinero, controlaban la investigación. Sí. Ése era el camino a seguir. Utilizaría la herencia de su tía para comprar una posición de poder y desde allí podría llegar tan alto como quisiera.

Todo empezaría escribiendo el libro.

El sol resplandecía en lo alto del cielo azul, mientras Hannah continuaba contemplando el futuro que se extendía ante ella. Con el transcurso del día, las cosas fueron aclarándose. Había hecho bien al volver a la isla. Allí todo era mucho más obvio. ¿Cómo podía haber desperdiciado tantos años? Se sentía como si viera con claridad por primera vez en su vida.

Se sentía llena de energía. Deseaba correr, pero el primer intento concluyó casi en desastre. Consiguió afirmarse gracias al bastón y se rió de su propia exuberancia. Miró hacia la cabaña y se imaginó a Elizabeth Nord de pie en el porche, sonriéndole.

«Mírame, Elizabeth. Tenías razón todas esas veces que me dijiste que siguiera mi instinto. Pero tardé un poco en averiguar qué quería. Ahora, Elizabeth Nord, quiero lo que tú tuviste. Y voy a conseguirlo, pero a mi modo. Tenías agallas, tía. Mentiste para conseguir fama, fortuna y poder. Y ahora yo voy a utilizar el mito que creaste para abrirme camino hasta el poder. Estarás orgullosa de mí, tía Elizabeth. Lo mismo que todas las mujeres que llevaron este medallón.

Fue hasta la tarde del día siguiente cuando Hannah comenzó a descender del estado eufórico que experimentó al cristalizarse su futuro. Se sirvió un vaso de vino y decidió dar otro paseo por la playa. Después seguiría trabajando en los diarios de Elizabeth.

Paseó por la arena con el vaso en la mano en tanto su mente saltaba de un pensamiento a otro. Iba a llover esa tarde. Las habituales tormentas vespertinas parecían haberse retrasado dos horas. O tal vez se tratara de una tormenta importante. De cualquier modo, las nubes negras cubrían el cielo y oscurecían el día.

Había cosas que hacer cuanto antes. Tendría que buscar contactos para determinar la mejor manera de vender su libro a un editor. Necesitaría un agente literario sin ninguna duda.

Se preguntaba en dónde encontraría un agente cuando otro pensamiento se interpuso. Se encontró pensando qué haría Gideon Cage aquella noche.

Hizo un firme esfuerzo para alejar ese pensamiento, e intentó concentrarse en los aspectos comerciales de su libro. Pero la palabra «comerciales» le recordó otra vez a Gideon Cage. Unas semanas antes, mientras paseaba por la playa, él iba a su lado. Fue Gideon quien la salvó de las garras del buceador que intentaba ahogarla.

Hannah dejó de caminar y tomó otro sorbo de vino. No le gustaba pensar ni en el buceador de ojos azules ni en Gideon. Ambos eran demasiado inquietantes. Pero era más fácil desechar los recuerdos del buceador. El asalto pertenecía al pasado. Gideon seguía aferrado a su presente.

—¡Maldito seas, Gideon! Déjame. No voy a permitir que interfieras más en mi vida. Tú elegiste tu camino; ahora yo elijo el mío.

Pero la inquietud no desapareció. Tal vez se debiera a que estaba allí sola, de noche. Terminó el vino y decidió volver a la casa. No era muy tarde, pero el aislamiento de la cabaña de su tía fue muy evidente de pronto. Se sentiría mejor dentro, con las puertas cerradas con llave.

Comenzaba a dirigirse hacia los escalones de la casa cuando le pareció ver un movimiento en el palmeral. Aceleró el paso.

Era ridículo. No había nadie escondido entre las palmeras. Su imaginación estaba sobreexcitada por los recuerdos del casi fatal accidente en la caleta. Sin embargo, habría preferido tener un teléfono en la cabaña. Haría instalar uno cuando se mudara definitivamente, pensó al comenzar a subir los escalones de la galería.

La punta de su bastón se inmovilizó en el primer peldaño, al oír un ruidito procedente del grupo de palmeras. Se quedó inmóvil. Hizo un esfuerzo para volverse y escrutar las sombras. Se comportaba como una niña. Respiró profundamente y observó el palmeral hasta estar segura de que allí no había nadie.

Deseó tener una pistola en la casa o en el jeep. Pero no la tenía. Tampoco sabría utilizarla si se la pusieran en la mano.

Aquello iba a cambiar. Compraría una pistola y aprendería a usarla. Si iba a vivir allí sola, necesitaría protección. Pero esa noche tendría que pensar en alguna otra cosa.

Porque allí había alguien.

Decidió que no debía ignorar su intuición. La casa no era un refugio seguro. Las ventanas de persiana podían ser forzadas fácilmente y la cerradura de la puerta sería un juego para alguien que viviera en el pueblo. La cerradura de su apartamento de Seattle era tres veces más resistente que la que Elizabeth Nord puso en la puerta de su cabaña.

Hannah no vaciló más. Se lanzó escalera arriba con ayuda del bastón, entró y buscó su bolso. Sacó las llaves del jeep. Antes de volver al porche, apagó la luz para que su cuerpo no quedara recortado por la luz.

El jeep parecía muy lejano, aunque estaba muy cerca de la escalera. Hannah subió con un suspiro de alivio y metió la llave en el encendido. Pasaría la noche en un hotel. Por la mañana podía volver a echar un vistazo. Luego, buscaría un cerrajero y protegería adecuadamente puertas y ventanas.

El motor se puso en marcha de inmediato y Hannah giró el volante. El jeep se internó por el sendero para salir a la carretera principal.

No hubo luces en el retrovisor hasta que el coche estuvo prácticamente encima de ella. Entonces relampaguearon bruscamente.

Hannah se quedó aterrada un instante. Y entonces, recordó su anterior accidente. Así ocurrió. Un coche surgió de la oscuridad a su espalda, la cegó con los faros y la empujó fuera de la carretera antes de perderse en la noche. Tal vez fue aquel repentino recuerdo lo que le salvó la vida. O la suerte. Hannah pisó a fondo el pedal del freno, en vez de ceder al impulso de girar el volante para hacerse a un lado.

El coche se abalanzó hacia delante y golpeó por atrás al jeep. El pequeño vehículo se estremeció por la fuerza del impacto y se desplazó hacia el borde del precipicio, a pesar de la frenética lucha de Hannah con los frenos. Hubo un interminable momento de silencio, mientras el vehículo oscilaba en el filo del precipicio. Hannah pensó que su destino estaba siendo decidido por los dioses.

Abrió la puerta y se lanzó a la carretera, mientras, el dedo de uno de los dioses de la isla se extendía y hacía caer el jeep al vacío.

Hannah yacía en el suelo, jadeando de dolor y agarrándose la pierna izquierda. Cayó sobre la rodilla dañada al lanzarse fuera del jeep. A pesar de la conmoción y el dolor, sentía rugir la furia en su interior.

Los cielos se abrieron sobre su cabeza y la lluvia cayó torrencialmente sobre la estrecha carretera. El sonido del trueno retumbó en la distancia, para ser sustituido por el zumbido de un motor.

Hannah comprendió que la persona que intentó matarla regresaba, para asegurarse de que tuvo éxito.