Capítulo 14

Tienes que reconocer los méritos de tía Elizabeth, decidió Hannah, aunque la enormidad de su engaño era pasmosa. La chica permaneció sentada en el gran sillón de mimbre, mirando la habitación sin verla. El diario seguía abierto sobre el escritorio, donde lo había dejado para ir a prepararse una taza de café.

No era café lo que necesitaba, pero le parecía demasiado temprano para tomar whisky.

Todo el fundamento de Las amazonas de Isla Revelación había sido una superchería. Generaciones de estudiantes universitarios tuvieron que leer obligatoriamente la obra de una de las más eminentes antropólogas de Norteamérica. La talla de Elizabeth Nord era de tal magnitud, que las críticas de personas como «el querido Roddy» fueron ignoradas habitualmente.

¿Qué habría sido de Roddy? Resultaba irónico que él tuviera razón sobre las interpretaciones que Elizabeth Nord diera a las estructuras sociales de Isla Revelación. Hannah se preguntó qué habría sentido él cuando la posición de Nord en el mundo académico se hubiera vuelto inexpugnable.

Se levantó del sillón. Tendría que saber más sobre «el querido Roddy». Sacó una chaqueta del armario, tomó el bastón y salió a la calle. Necesitaba el apoyo de una buena biblioteca académica, mucho más extensa que la de la pequeña facultad en que ella trabajaba.

Decidió coger el autobús para ir a la Universidad de Washington. Era mucho más económico y eficaz utilizar el transporte público. Además, el trayecto de regreso del aeropuerto fue suficiente para ella por ese día.

Dos horas después estaba sentada en un gabinete de estudio con un montón de antiguas revistas de antropología y una selección de artículos sobre el tema. Con ayuda de una bibliotecaria, localizó los artículos y ensayos dispersos que se habían atrevido a criticar a Elizabeth Nord. No eran demasiados los publicados después de la Segunda Guerra Mundial, pero el material anterior al conflicto era mucho más abundante. Encontrar al «querido Roddy» iba a costar un poco de tiempo, pero Hannah sabía que trabajaba en la misma universidad que su tía. De hecho, al principio colaboró en algunos artículos.

La primera referencia positiva fue un breve artículo escrito por Roderick Hamilton y Elizabeth Nord, de una desconocida revista que había dejado de publicarse hacía mucho tiempo. Trataba ciertos aspectos de la construcción de las canoas ceremoniales en una pequeña isla del Pacífico Sur.

Roderick Hamilton. Era «el querido Roddy» sin la menor duda: Hannah continuó la búsqueda y encontró otros artículos publicados a lo largo de los años. Poco antes del comienzo de la guerra su tía había dejado de publicar conjuntamente con Hamilton. Sus publicaciones propias se hicieron más frecuentes, mientras las de él disminuían. En la década de los cincuenta Hamilton publicó dos serias críticas al trabajo de Nord, pero no parecieron despertar demasiada polémica. A finales de los sesenta le publicaron algunos pedantes artículos que repetían sus argumentos de antes de la guerra. A partir de 1970 cesaron las menciones.

El hombre tuvo razón sobre Elizabeth Nord, pero nadie le escuchó. Hannah imaginó lo desagradable que habría sido para él. Cerró la última revista y se acercó al mostrador de consultas.

—Me gustaría ver si existe alguna nota necrológica de Roderick Hamilton. Era un antropólogo norteamericano —explicó a la bibliotecaria.

—¿A qué universidad perteneció?

Hannah le dijo el nombre de la facultad que constaba en el último artículo de Hamilton. Dos minutos después la bibliotecaria localizó el volumen correspondiente. Hannah volvió a su mesa con el libro y leyó la breve nota. Roderick Hamilton había muerto diez años antes, cumplida una larga carrera como antropólogo. Se citaban algunos de sus primeros trabajos que tuvieran cierta influencia. No mencionaban ninguno de sus últimos artículos. Hamilton dejó viuda al morir, y una hija. Hannah miró fijamente el nombre: Victoria Hamilton.

Era demasiada coincidencia. Victoria Hamilton tenía que ser Victoria Armitage. Hannah fue a localizarla información necesaria. No le costó trabajo encontrarla. Victoria Hamilton se graduó con honores, y comenzó a publicar el resultado de sus investigaciones poco después de su matrimonio con el doctor Drake Armitage.

Hannah dio las gracias a la bibliotecaria y salió de la biblioteca. Se sentía deprimida. Fuera, el sol brillaba sobre las prestigiosas edificaciones universitarias. Se abrió paso entre los estudiantes y caminó por la avenida. La calle estaba llena de todo tipo de tiendas. Incluso durante el verano la actividad era incesante. Cruzó el puente para peatones, resistió la tentación de entrar en la galería de arte y siguió caminando lentamente por la avenida. Recordaba que, además de los restaurantes de especialidades exóticas, había un par de excelentes cafeterías. Encontró el local tranquilo que buscaba cerca de la enorme librería de la universidad. Pidió un café y ocupo una mesa mientras intentaba digerir lo que acababa de averiguar. Después de tomar el café, salió a la calle para buscar un autobús que la llevara de vuelta a casa.

Durante el regreso a Capitol Hill, se dedicó a contemplar a través de la ventanilla la interminable zona verde que rodeaba Seattle. Sus dedos jugueteaban ausentemente con el pendiente que llevaba. No podía pensar con claridad. Tal vez siguiera conmocionada.

Al llegar a su apartamento, decidió llamar a Gideon. Él estaba con ella cuando descubrió los diarios. Era la única persona, aparte de ella misma, que conocía la existencia de «el querido Roddy». Hannah necesitaba hablar con alguien. Gideon contestó a la tercera llamada. Su voz sonaba impaciente.

—Será mejor que sea algo importante, Decker. Me estaba duchando.

—Gideon, soy Hannah.

—Hannah.

Tras una pausa, Gideon preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Nada, nada. Te llamo para saber si llegaste bien.

Otra pausa.

—¿De verdad?

—Bueno, la verdad es que no. Suponía que llegaste bien. En realidad te llamo por «el querido Roddy». ¿Te acuerdas de él?

—Hannah, ¿qué te pasa?

—¿Recuerdas a Roddy? ¿De los diarios de mi tía?

—Lo recuerdo.

—Bueno, esta tarde he estado en la biblioteca de la universidad. Roderick Hamilton era el padre de Vicky. ¿Qué te parece la coincidencia?

Gideon tardó un momento en contestar.

—Supongo que explica el interés de ella por los diarios.

—También podría explicar por qué insiste en discutir sobre la obra de mi tía.

—Posiblemente. Pero creo que a Vicky le gusta discutir porque es parte de su forma de ser. Debe volver loco a Armitage a veces. Hannah, ¿de verdad me llamas sólo para decirme quién es el misterioso Roddy?

—Era. Murió hace unos años, y no, no te llamo sólo para decirte eso. Hay más.

—Hannah, pareces muy preocupada. ¿De qué se trata?

—Llegué a un punto de los diarios de mi tía en donde admite que estaba equivocada sobre las amazonas. A pesar de ello, decidió escribir el libro.

Gideon dejó escapar un largo silbido de asombro.

—¿Admitió que estaba equivocada en ese asunto del poder femenino?

—Sí.

—¿Y escribió el libro tal y como lo planeó inicialmente?

—Mintió. Deliberadamente. Es increíble, Gideon. No puedo aceptarlo.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé qué voy a hacer sobre este asunto.

—¿Y sobre nosotros?

—Tampoco lo sé. Me siento totalmente confusa.

—Hannah, escúchame. Haz la maleta y ven aquí. No tienes que tomar una decisión allí. Puedes hacerlo aquí.

—No creo que sea una buena idea, Gideon.

—Acabas de admitir que no puedes pensar con claridad. ¿Cómo sabes si es una buena idea o no?

—Intuición. Adiós, Gideon. Te llamaré más adelante.

Hannah colgó el auricular antes que él pudiera objetar su decisión. Podía ser que no estuviera en su mejor momento esa tarde, pero algo le decía que no se mostraría más inteligente mientras durmiera en la cama de Gideon Cage. Su mirada se posó en la foto de la cabaña de tía Elizabeth.

Eso era lo que necesitaba, la pacífica soledad de la cabaña de la playa. Necesitaba reflexionar sobre Elizabeth Nord. Tomó una decisión y descolgó el teléfono para llamar a una agencia de viajes.

El timbre del portal sonó cuando acababa de reservar los boletos. Hannah suspiró y fue a contestar por el intercomunicador.

—¿Quién es?

—Hugh Ballantine.

Había algo raro en su voz. Hannah consideró sus opciones y decidió que lo único que podía hacer era dejarlo entrar.

—Sube.

Un instante después él estaba en la puerta, con las manos en los bolsillos de la chaqueta de ante. El pelo rojo estaba revuelto y los ojos azules no parecían tan francos y amistosos como la noche en que, llevó a Hannah a cenar.

—¿Qué puedo hacer por ti, Hugh?

Ella no se sentó.

Hugh permaneció de pie mirándola como si quisiera adivinar algo.

—Tú eres la clave.

—¿Para llegar a Gideon? Te equivocas. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero mezclarme?

—Lo has cambiado.

—Imposible. Ni una explosión nuclear cambiaría a Gideon Cage. Los dos lo sabemos.

Ballantine sacudió la cabeza.

—Dice que lo va a dejar, que no va a pelear. Me aseguró que me entregará Surbrook en bandeja de plata.

—¿Le creíste?

—No sé qué creer. Por eso vine a verte.

—Me temo que no voy a poder ayudarte. Gideon volvió a Tucson. Si quieres seguir con esto, tendrás que llamarle allí.

—No quiero hablar con él. La última vez que te las ingeniaste para que tuviéramos que hablar, acabé muy confuso.

Ella inclinó la cabeza a un lado y frunció el ceño.

—Hugh, ¿estás borracho?

—Es una posibilidad. Pero no, aún no. Tal vez más tarde.

Se apartó de ella y se dejó caer en el sillón de mimbre sin esperar a que Hannah lo invitara. Se pasó la mano por la nuca.

—¿Sabes lo que ese bastardo intenta hacerme creer?

—¿Que Cyrus Ballantine representaba para él el padre que nunca tuvo?

Hannah se sentó en el brazo del sofá. No sabía qué hacer con Hugh Ballantine.

—Un cuento muy triste. Me pregunto si tú lo ayudaste a inventarlo.

—Comprendo.

Hugh la miró.

—¿Lo hiciste?

—No. Me temo que es asunto de él. Pero no creo que sea un cuento, sino la verdad.

—Le crees porque te acuestas con él.

Hannah se puso de pie.

—Será mejor que te marches, Hugh.

—Lo siento. Sólo intento averiguar qué trama y no lo consigo. Me falta algo y creo que eres tú. Tú eres la clave.

—Insistes en decir eso.

—Porque es la verdad.

—Yo no soy la clave. Este asunto es entre Gideon y tú. Tendrán que solucionarlo juntos.

—¿Por qué renuncia a Surbrook?

Hugh la miraba acusadoramente, como si ella pudiera proporcionarle la información que necesitaba.

—Tal vez porque no le apetece luchar por una pequeña empresa.

—¿Para ahorrar munición para una batalla mayor?

—No lo sé —dijo Hannah con sinceridad—. Hay una parte de él que no puedo analizar con claridad.

—Miente. En lo de mi padre, quiero decir.

—No lo creo, Hugh. Si lo odiaba tanto como para hacerle lo que le hizo, fue porque se sintió profundamente traicionado.

—Cage es capaz de la mayor crueldad.

Hannah suspiró.

—Sé que esto no tiene mucho sentido, Hugh, pero la crueldad y el odio son sentimientos diferentes. Gideon fue más que cruel con tu padre. Quería vengarse de Cyrus Ballantine.

—¿Por qué no va a dar la cara en el asunto Surbrook?

—No estoy segura. Pero su guerra nunca tuvo que ver contigo. A ti no te odia.

—Pero yo le odio —afirmó Ballantine.

—¿Si?

—Absolutamente.

—Entonces al final tal vez acabes ganando.

Los ojos azules de Ballantine resplandecieron.

—¿De verdad la crees?

—Es posible. ¿Estás seguro de que lo deseas, Hugh?

—¿Ganar? ¡Oh, si! Es la más importante para mí.

—Entonces, nada que yo te diga te detendrá.

Hannah fue hasta la puerta y la abrió. Sabía que debía mantener la boca cerrada, pero no pudo evitar una última advertencia.

—Dedica un momento a reflexionar sobre tu futuro. Pregúntate si quieres terminar como Gideon Cage. Es un hombre solitario, Hugh. Todas sus victorias son vanas ahora. Está donde estarás tú dentro de diez años si consigues destruirlo.

Hugh se levantó lentamente.

—No está solo. Te tiene a ti.

—No. No me tiene. Estoy a punto de salir de la ciudad y no voy a Tucson. Me alejo del campo de batalla. Buena suerte, Hugh. No voy a dar más consejos gratuitos. De todos modos, nadie me hace caso.

Ballantine se acercó lentamente a la puerta.

—¿No me ayudarás a acosar a Cage?

—No.

—Me dijo que no lo harías. Está muy seguro de ti.

Eso la molestó, pero Hannah ocultó su disgusto con un encogimiento de hombros.

—Cage está seguro de casi todo.

—¿No quieres hacerme compañía mientras termino de emborracharme?

—No me apetece —pero Hannah suavizó su negativa con una sonrisa—. Tengo problemas propios que solucionar. Me temo que Gideon y tú tendrán que solucionar los suyos.

—¿De verdad crees esa basura de que mi padre lo traicionó?

—Gideon es muy capaz de manipular a la gente y los hechos, pero no miente abiertamente. Buenas noches, Hugh.

—Buenas noches, Hannah. Me gustaría que vinieras a emborracharte conmigo.

—En otra ocasión tal vez.

Ella le cerró la puerta en la cara con mucha suavidad.

* * *

Steve Decker arrojó las notas sobre la mesa de su jefe. Su cara estaba enrojecida, debido al esfuerzo que hacía para controlar su frustración mientras se enfrentaba a Gideon.

—No puedes hacer negocios así y lo sabes, Gideon. Tenemos que conseguir Surbrook. Tenemos que pararle los pies a Ballantine en cada ocasión o será él quien acabe con nosotros. ¿Qué significa eso de que retire la oferta para Surbrook?

—Exactamente lo que he dicho. —Gideon examinó las notas que tenía delante—. Surbrook no vale tanto dinero.

—Eso no tiene nada que ver. Hemos ido demasiado lejos para retirarnos ahora.

—No quiero esa empresa, Steve.

—¿Por qué no? Admito que va acostar un poco más de lo debido, pero podemos permitírnoslo. Es una compañía sólida. Y si nos apoderamos de ella, detendremos a Ballantine durante una temporada.

—Ya no estoy interesado en detener a Ballantine. Tengo cosas mejores que hacer. ¿Has revisado el fichero de Accelerated Design?

Decker se quitó las gafas y las limpió con su camisa.

—Lo hice. No sé por qué demonios. Es un asunto cerrado.

—No. Conocemos cada punto débil de esa empresa, ¿no es así?

—Desde luego. —Decker se puso las gafas y miró colérico a Gideon—. Por eso conseguimos nuestro propósito.

—Entonces estamos en inmejorable situación para ayudar a Jessett a recuperarse.

Decker se quedó boquiabierto.

—¿De qué hablas? Nosotros no nos dedicamos a la asesoría de empresas.

—Ahora sí. —Gideon cruzó las manos en la nuca y se recostó en el sillón—. Te pongo al frente de nuestro primer proyecto de asesoramiento. Es un ascenso, Steve. Díselo a Angie por mí, ¿de acuerdo? Quiero que vayas a Seattle y supervises la operación. Toma el tiempo que necesites y haz todo la que sea necesario. Si Jessett necesita más dinero, lo conseguiremos. El no es idiota. Creo que podría salir a flote solo. Pero con nuestra ayuda lo conseguirá más rápidamente y con menos costos económicos.

—Pero, Gideon, nosotros no nos dedicamos a ese tipo de asuntos.

—Considéralo un experimento. ¿Quien sabe? Tal vez tengamos aptitudes para ello.

Gideon se inclinó hacia delante y tomó una carpeta.

Decker lo miraba fijamente. Sabía que lo estaba despidiendo. Lentamente se volvió hacia la puerta.

—A propósito, Steve —dijo Gideon.

Decker miró por encima del hombro con aprensión.

—Lleva a Angie contigo cuando vayas a Seattle.

—Ella te lo agradecerá.

—Estupendo. Llevo cinco años intentando convencerla de que no soy tan mal tipo.

—¿Por eso vamos a trabajar para Accelerated Design? ¿Porque intentas convencer a otra mujer de que no eres un mal tipo después de todo?

Nada más pronunciar estas palabras, Decker se asustó de su propia temeridad.

—En marcha, Decker.

—Sí, señor.

Gideon no levantó la mirada hasta que Decker salió. Entonces, cerró lentamente la carpeta que había abierto y se recostó en el sillón. Observó el antiguo mapa colgado en la pared opuesta, el que representaba monstruos en espera de los imprudentes navíos que se acercaban demasiado al borde del mundo. Eso era lo que hacía él. Acercarse demasiado al abismo mientras sus prioridades vitales se reorganizaban.

La más importante de estas prioridades era Hannah Jessett. Descolgó el teléfono y marcó el número de ella. Había intentado localizarla durante todo el día sin obtener respuesta. Eran casi las cinco.

Disgustado, repasó el fichero de Accelerated Design hasta encontrar el teléfono de Nick Jessett. Tuvo suerte; el joven seguía en su despacho.

—¿Cómo van las cosas, Gideon?

—Por aquí muy bien. Voy a mandarte a alguien para poner en marcha nuestro acuerdo. Se llama Steve Decker. Creo que te gustara. Sabe lo que hace.

—Decker, ¿eh? ¿Es el tipo que reunió los datos para nuestro primer encuentro?

—Exacto.

Nick rió irónicamente.

—Bueno, entonces sabrá qué hacer. ¿Cuándo estará aquí?

—El lunes. Su esposa irá con él. —Gideon carraspeó—. Me estaba preguntando si Hannah y tú podrían cenar con ellos. Creo que a Angie le gustará Hannah.

—Me parece bien, pero Hannah está fuera de la ciudad. —Nick vaciló antes de añadir cautelosamente—: ¿No te lo dijo?

—No.

—¡Oh!

—¿A dónde fue, Nick?

—Salió ayer por la mañana para Isla Santa Inés. Lo siento, Gideon. Creí que lo sabías. Supongo que lo decidió de pronto. Últimamente se ha comportado de un modo extraño.

—Hablé con ella hace un par de días. No mencionó que fuera a dejar la ciudad.

—Creo que estaba trastornada por algo. Me llamó para que fuera a regar sus plantas si no volvía dentro de unos días.

—Unos días. ¿Cuánto tiempo irá a quedarse allí?

—Ni idea. La conoces lo suficiente para saber lo independiente que es.

—Empiezo a pensar que el primero que decidió dejar que las mujeres pensaran por su cuenta, cometió un gran error.

—Estoy de acuerdo contigo. —Nick hizo un evidente esfuerzo por cambiar de tema—. Las personas dedicadas a la enseñanza pueden permitirse disfrutar del verano. Hannah se toma unas segundas vacaciones en el Caribe y, cuando se lo comenté a Vicky Armitage ayer en el gimnasio, me dijo que ella y Drake salen para Hawai esta semana. Hace unas semanas estuvieron en México. No es justo. Creo que me equivoqué de profesión.

—Pues no pienses en tomar vacaciones próximamente. Decker te mantendrá muy ocupado.

—No lo perderé de vista. ¿Quieres que reserve habitaciones para él y su esposa?

—No te preocupes por eso. Mi secretaria lo hará. ¿Dices que Hannah salió ayer por la mañana?

—Sí.

—Hasta pronto, Nick.

Gideon colgó el auricular. Permaneció inmóvil un momento. Luego se puso de pie, cogió su chaqueta y se dirigió a la puerta.

—¿Se va tan temprano, señor Cage? —preguntó Mary Ann.

—Son las cinco en punto —gruñó él.

—Para usted, eso es temprano.

Mary Ann se inclinó a tomar la funda de la máquina de escribir. Gideon se marchó antes que ella hubiera terminado de tapar la máquina.

Al volante del Porsche, Gideon miraba la carretera con gesto furioso. Conducía con brusquedad camino de su casa, colinas arriba. Ella volvió a Santa Inés sin decirle siquiera que se iba.

Sólo había una explicación. Hannah había tomado decisiones para el futuro que no lo incluían a él. Iba a seguir los pasos de Elizabeth Nord y los de aquellas otras mujeres que habían poseído aquel feo medallón.

No podía permitírselo. No podía dejar que ella desapareciera de su vida. No tenía derecho. La necesitaba. Ella le pertenecía. No tenía sentido que intentara convertirse en la fría y distante amazona que había sido su tía.

Hannah no tenía derecho a convertirse en la clase de persona distante, inalcanzable y unidimensional que fue Gideon Cage durante los pasados nueve años. En esta ocasión era Hannah la que necesitaba ser salvada.