Capítulo Siete
–¿Listo para ir a comer?
Tracy asomó la cabeza por la puerta del despacho de su padre y sonrió de oreja a oreja, algo que sin duda él notaría e incluiría en su archivo mental de que Tracy amaba a Paul. Que pensara lo que quisiera. Ya adivinaría la verdad. En ese momento, lo único que podía era dar gracias a Dios porque su padre había sido invitado a esa comida. Ya era bastante agobiante el hecho de tener que sentarse en un elegante restaurante con Paul y hablar de tomates otra vez, cuando tanto él como ella solo podrían pensar en la última vez que habían hablado de tomates. De haber tenido que estar a solas con él, le habría dado un ataque.
Su padre, que estaba hablando por teléfono, cubrió el micrófono un momento.
–Lo siento, tendrás que ir sin mí.
Tracy se quedó helada.
–¿Cómo?
Él levantó la vista y arqueó las cejas.
–Una remesa de aguacates sin hueso ha sido retenida, y en Guajalote, Texas, los necesitan para un festival del guacamole. Estoy intentando desviar algo de nuestras plantaciones mejicanas. No me puedo marchar.
Tracy abrió la boca para protestar, pero la cerró inmediatamente. Cuanto más se quejara, más sospechoso e insistente se volvería su padre. De modo que se puso derecha y salió de su despacho. Estupendo.
Cuando llegó al coche se le había pasado un poco el enfado, y fue capaz de pensar con lógica y claridad.
Tal vez debería fingir que había tenido un accidente de coche de camino al restaurante.
O tal vez podría pedirle a Mia que la llamara a mitad de la comida por algo muy urgente.
Avanzó por la Avenida Kilbourn, sabiendo que no haría ninguna de esas cosas, pero disfrutando de todas maneras de la idea. Una cosa era cierta; si necesitaba hacerlo, le sería fácil fingirse indispuesta. Total, ya tenía el estómago revuelto. Se sentía tan fuera de lugar en restaurantes de lujo.
A sus padres siempre les habían encantado esos sitios y habían arrastrado a Tracy con ellos unas cuantas veces. Siempre pedían solomillo, que con la misma facilidad podrían haber comprado en el supermercado y habérselo cocinado ellos mismos. Un desperdicio de recursos humanos y de dinero.
Luego también estaba el tema de tener que mirar a los ojos a Paul Sanders durante más de una hora, conversando inteligentemente sobre los productos de la empresa. Sin duda no sería capaz de probar bocado. Posiblemente ni siquiera sobreviviría.
Aparcó el coche a la vuelta de la esquina del restaurante y se quedó un momento sin moverse del asiento. Aquello era horrible, una agonía. Probablemente esa sería la peor hora de toda su…
La puerta del coche se abrió bruscamente, dándole un susto de muerte. Levantó la cabeza rápidamente y vio a Paul, con una mano sujetando la puerta abierta y la otra extendida hacia ella.
–¿Me permites?
Le sonrió. Tenía el cabello algo revuelto, como un niño travieso, los ojos vivos y luminosos, de un azul eléctrico, y a Tracy le dio un vuelco el corazón.
Qué guapo era. Y cuánto se alegraba de verlo.
Maldita sea.
Le devolvió la sonrisa en contra de su voluntad y le dio la mano para que la ayudara a salir, rezando para que no le temblaran las piernas al bajar. Pero él la agarró con fuerza, y gracias a Dios, ella ni se tambaleó ni se tropezó.
–¿Tu padre viene por separado?
Tracy cerró la puerta del coche, deseando no tener que decirle lo que le iba a decir.
–No. Mi padre no vendrá. Un cargamento de aguacates le ha tendido una emboscada y lo ha retenido.
–Entiendo –Paul esbozó una sonrisa muy sexy y ella se ruborizó de inmediato, como solía ocurrirle cada vez que estaba con él–. Entonces, estamos otra vez solos. Pero en un lugar como este eso no debería preocuparte en absoluto.
Paul abrió la puerta del restaurante y la invitó a pasar. Tracy aspiró hondo y entró, fijándose inmediatamente en los sofisticados comensales, en la recargada decoración, en los inmaculados manteles color de rosa, en las paredes del mismo tono.
¿Que no se preocupara? Para él era fácil decirlo. Aquel lugar era en esencia como él, lleno de vajillas ostentosas y comida de diseño sin sustancia alguna. Un gasto de dinero. ¿Acaso nunca había experimentado la alegría de saborear una estupenda hamburguesa con queso en Casa Nate?
Una vez acomodados junto a una pared, una camarera les llevó los menús. Tracy estudió la lista de platos, más nerviosa a cada momento que pasaba. En aquella lista no había nada normal ni reconocible. Miró de reojo hacia una de las mesas próximas, donde en ese momento dos camareros depositaban unas bandejas de comida como si fueran obras de arte.
«Socorro».
Se volvió a mirar a Paul, y vio que él la observaba con atención.
–¿Has visto algo que te guste? –le preguntó en tono afable.
–Todo tiene un aspecto… sorprendente –sonrió y se inclinó sobre el menú, intentando encontrar alguna combinación de sabores que le resultara familiar.
La camarera regresó para anunciarles las especialidades de la casa, como si pensara que el destino del universo dependiera de su recitación.
–Hoy el chef de Mathilde ha preparado rape cocinado a fuego lento en caldo vegetal, servido con una salsa de chalotas y champán, y con trufas negras de guarnición. También nos ofrece pechuga de pato poco hecha con ravioli de berenjena sobre un lecho de rodajas de tomate fresco perfumado con romero y olivas.
Paul le dio las gracias y pidió unos minutos más para mirar el menú. La camarera inclinó la cabeza con gesto solemne y se marchó.
–¿Me permites que pida por ti? –alzó una mano al ver que fruncía el ceño–. No porque no te crea capaz, sino porque vengo mucho aquí y sé qué es lo mejor. ¿Entiendes?
Tracy echó una última mirada al menú, se encogió de hombros y lo cerró. En resumidas cuentas, él sabía lo que hacía, mientras que ella no estaba en su salsa.
–De acuerdo.
–Bien –tomó su menú y lo colocó encima del suyo–. Ahora hablemos de los tomates de Siglo XXI.
–Muy bien –al menos podría mantener una conversación inteligente sobre ese tema, mientras que no tocaran conceptos como «desnudo» o «jugoso»–. Ponme al día sobre lo que tú tengas.
–Me reuní con Karen y Jim e hicimos una sesión de brainstorming. No tan… interesante como la nuestra, pero probablemente más productiva.
Su pícara sonrisa la hizo reír. Sin lugar a dudas Paul Sanders lo tenía todo: inteligencia, talento y un atractivo físico irresistible. ¿Entonces por qué no podía ser alguien a quien le gustara la granja? ¿Alguien que pudiera apreciar su belleza y sencillez, que pudiera experimentar una profunda satisfacción solo de ver una manzana roja en un árbol, o un perfecto lugar a la sombra donde echar una siesta en una calurosa tarde de verano?
Desdobló su servilleta y se la colocó sobre el regazo para ahuyentar una creciente sensación de decepción.
–¿Se os ha ocurrido algo?
–Unas cuantas ideas, sí. Trabajaremos más en ellas esta semana y veremos si podemos presentarlas en un formato que te guste. Pero ya te diré cuándo nos volveremos a encontrar. Podrás pasar cuando quieras.
–Gracias.
–Lo que sí decidimos fue que…
–¿Están listos para pedir? –la camarera estaba atenta, con la cabeza ladeada con serenidad hacia un lado.
–Sí –Paul abrió el menú–. La señorita tomará huevos de codorniz con crema de vodka y caviar y después ensalada con pato. Yo tomaré atún con salsa tártara y rape. Los dos tomaremos una copa de Loire Crémant con el primer plato, yo tomaré Meursault con el rape y ella una copa de Rioja del 94 con el pato.
Tracy pestañeó.
La camarera asintió y se marchó con rapidez sin anotar ni una sola palabra.
Tracy frunció el ceño.
–¿No debería haberme preguntado si quiero patatas fritas?
Paul sonrió y la miró con ojos risueños. Y esa mirada la hizo sentirse cálida, especial y blanda por dentro. Y Tracy sintió pánico porque de nuevo despertó en ella ese deseo apasionado, esa loca necesidad de llegar al límite, de que entre ellos ocurriera algo que jamás debería ocurrir.
La camarera llegó con el Loire Crémant, que resultó ser champán, justo a tiempo de evitar que Tracy hiciera algo de lo que luego se arrepentiría.
Paul brindó con ella y la observó mientras daba el primer sorbo. Tracy adoptó una expresión cortés, preparándose para recibir el sabor amargo de las marcas que compraba en el supermercado cuando celebraba alguna ocasión especial. En lugar de eso, un sabor ligero y suavemente especiado le hizo cosquillas con sus diminutas burbujas.
–Oh, Dios mío –se echó a reír de verdadero placer–. Es delicioso.
Él asintió, y a ella le dio la impresión de que estaba intentando por todos los medios no mostrarse suficiente. Inmediatamente Tracy controló su delicia.
–Me estabas hablando de tu encuentro con Karen y Jim.
–Sí. Queríamos cambiar el nombre. Tomates Siglo XXI no resulta… lo suficientemente sexy.
–¿Los tomates tienen que ser sexys? –preguntó, intentando evitar el calor que subía por las mejillas.
No podía oír la palabra «sexy» y la palabra «tomates» sin pensar en aquella noche en casa de Paul.
Él la miró mientras daba otro sorbo.
–En publicidad todo debe ser sexy, lo cual no es lo mismo que sexual. Aunque eso no hace daño.
–No –dio un trago del líquido burbujeante, sintiendo ya calor por todo el cuerpo–. El sexo nunca hace daño.
Él dejó la copa sobre la mesa.
–¿Es un hecho o tu filosofía?
Ella fijó la vista en su plato.
–Hablaba de publicidad.
–Publicidad. Entiendo.
–¿Qué nombre queréis ponerle?
–No lo hemos decidido –dijo en tono bajo–. Pero creo que debe haber algunos cambios, Tracy. Las cosas no pueden seguir como hasta ahora.
Tracy tragó saliva. Oh, santo cielo..
–¿Estás hablando de la publicidad?
–¿No es eso de lo que hablamos siempre?
–Pues… claro, claro –esbozó una débil sonrisa, atrapada en una red de deseo que parecía envolverlos cada vez que estaban juntos–. Pero podría ser…
La camarera le colocó un plato delante y Tracy olvidó lo que fuera a decir. Colocados sobre el plato en diminutas hueveras de plata, había tres pequeños huevos moteados. La mitad superior había sido retirada y el borde era de nata montada. Unas relucientes bolitas de caviar gris perla adornaban la nata.
¿Qué diablos iba a hacer con eso? Echó un vistazo a los finos filetes de atún sobre el plato de Paul y decidió que ella no había salido tan mal parada.
De acuerdo. Podría hacerlo.
Agarró la diminuta cuchara de mango largo y la metió en uno de los huevos, consciente de que él la estaba mirando. De algún modo consiguió abarcar un poco de huevo suavemente cocido, un poco de nata y algo de caviar, sin verterlo todo sobre el plato.
Aspiró hondo y se lo metió en la boca.
Una exquisita mezcla de distintos sabores, texturas y temperaturas se deshizo sobre su lengua. El huevo cálido y sustancioso, la nata fresca y con un toque fuerte de vodka, y las explosiones saladas del sabor más delicado y refrescante de un producto del mar.
Glorioso. Absolutamente glorioso.
Alzó la vista y vio que Paul la miraba. Estaba intentando no aparentar suficiencia, pero no lo estaba consiguiendo.
–¿Bueno?
Ella asintió.
–Prueba esto.
El atún de Paul estaba delicioso, tierno y dulce, en absoluto fuerte, con un toque a mostaza de una de las salsas y otro golpe a jengibre de otra.
También glorioso.
La camarera se acercó y adoptó la acostumbrada gravedad.
–¿Desean los señores algo más?
Tracy levantó un dedo.
–¿Ketchup?
–Ketchup –repitió en tono sereno.
–Estaba de broma –Tracy señaló su plato–. Esto está delicioso.
–¡Uf! –la camarera se relajó y se echó a reír–. No sé cuándo alguien está bromeando. Le sorprenderían las cosas que nos piden aquí.
Se marchó, aún riendo.
Tracy se terminó los huevos y apuró su copa, sintiéndose como la granjera que era.
–No desentonas en absoluto en un lugar como este, sabes.
Ella levantó la cabeza.
–¿Cómo dices?
Paul se inclinó hacia delante.
–Que no desentonas aquí. De modo que deja de intentar convencerte a ti misma de que es así.
–Eres tú el que estás hecho para este lugar. Yo estoy más a gusto en Casa Nate, en el centro.
–¿Por qué?
–Porque allí me siento como en mi casa. Las hamburguesas son estupendas, la gente me conoce…
–La comida de aquí es estupenda, y si vienes a menudo la gente te conocerá.
Ella lo miró con rabia. Una vez más, Paul Sanders se negaba a entender.
–¿Has estado alguna vez en Casa Nate?
–No.
–Entonces me callo.
–Pues llévame allí.
–¿Cómo?
Se echó a reír a carcajadas al imaginárselo sentado en el restaurante grasiento; pero al verlo serio dejó de reírse.
–Llévame allí. Quiero ver con mis propios ojos lo que tú dices.
–No te gustará.
–¿Por qué no?
Ella gesticuló con las manos.
–Allí solo hay hamburguesas.
Se recostó sobre el respaldo de la silla y suspiró largamente, como si estuviera intentando no perder los nervios.
–¿Qué te hace pensar que no me gustan las hamburguesas?
–Tal vez te gusten. Pero será de las que salen de vacas criadas con la lectura de poesía y masajes en ayunas.
Él se volvió a mirar a la pared y maldijo entre dientes.
–Tracy, estás provocando en mí una serie de necesidades peligrosas.
Su voz profunda le dio a sus palabras una cualidad oscura y sugerente. Tracy aspiró con rapidez. El deseo se agolpó en su interior; un deseo potente y caliente, alimentado por las palabras de Paul y por el champán que había tomado. Estaba ocurriendo otra vez y ella deseaba que así fuera. Una extraña sensación se apoderó de Tracy, como si estuviera observando a otra persona, a una mujer que tenía el descaro de ir más allá.
–¿Qué clase de necesidades peligrosas? –preguntó en tono ronco y sensual.
Tracy se estremeció ante su atrevimiento. ¿Qué diablos estaba haciendo? Ella no era así; resultaba tan emocionante.
Él la miró con una intensidad que la hizo estremecerse y que la encendió al mismo tiempo.
–Otra vez no nos estamos comportando como debiéramos.
–Lo siento.
Pero en realidad no lo sentía.
–Yo no. Y no creo que tú lo sientas tampoco.
–No –sacudió la cabeza–. Pero debería sentirlo.
–A lo mejor deberías pensar menos en lo que deberías ser y más en lo que de verdad deseas.
–Tú lo crees.
–Sí –se inclinó hacia delante hasta que el restaurante se convirtió en una nebulosa a sus espaldas–. Te hablaré de mis necesidades peligrosas, si me dices lo que de verdad quieres, Tracy.
A él. O Cielos, lo deseaba a él. Cruzó las piernas y apretó los muslos con fuerza.
Consiguió esbozar una sonrisa de disculpa.
–Tal vez deberíamos volver a hablar de negocios.
–Tal vez deberíamos hablar sobre lo que está pasando entre nosotros para que ese tema no desvíe nuestra atención a cada momento.
Tracy entrelazó los dedos y le echó una mirada pícara.
–Tú primero.
–De acuerdo –se aclaró la voz–. Pensé que dándome cuenta de que me sentía atraído por ti sería suficiente para que se me pasara. Aparentemente estaba equivocado.
La camarera apareció y se llevó sus platos. Tracy arqueó las cejas.
–¿Y bien?
–De modo que estoy pensando… –extendió el brazo y le tomó la mano con suavidad, deslizándole un dedo por la palma–. Si apartarme de ti no funciona, tal vez lo haga otra cosa.
–¿Como qué? –preguntó Tracy casi sin aliento.
Él continuó trazando un círculo en la palma de su mano, con una suave sonrisa en los labios y mirándola con fogosidad.
–No estamos hechos exactamente… el uno para el otro –añadió Tracy.
–No te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Sin saber por qué, su comentario le molestó.
–Quieres decir que quieres… que estemos juntos. Relajar la tensión. Rascarte algo que te pica para que se te quite.
Él hizo una mueca.
–Vaya, qué palabras más románticas. Yo lo veo como una tormenta. La presión aumenta, también lo hace la humedad hasta que no puedes moverte, entonces estalla una violenta tormenta y después todo queda en paz, fresco y en calma.
–No puedo, Paul –dijo, y enseguida se arrepintió–. Yo no soy así.
–¿Lo has intentado alguna vez?
Tracy sacudió la cabeza. El suicidio emocional no era la idea que tenía de pasar un buen rato.
–Así no. Y, además, estás asumiendo que quiero intentarlo.
–¿Y no es así? –su sonrisa dio paso a una mirada que chorreaba sensualidad; por debajo de la mesa, le atrapó las piernas con las suyas–. ¿Conmigo? ¿Tanto como yo contigo?
Por una parte, era lo que más deseaba del mundo; pero por otra… Si se acostaba con él entonces se enamoraría de él, y Paul Sanders era el hombre menos apropiado para ella, de eso estaba segura.
–Aquí tienen.
La camarera llegó con los segundos platos, cubiertos con sendas tapas de plata. Otro camarero se colocó detrás de Paul y, tras hacerse alguna señal, ambos levantaron las tapaderas al mismo tiempo y se marcharon.
Tracy miró el plato impresionada, agradeciendo mentalmente la interrupción.
–¿Tenemos que aplaudir?
–Tracy –le apretó la pierna entre las suyas–. Prométeme que considerarás mi… oferta de fusión.
Ella se echó a reír.
–De acuerdo. La tendré en cuenta.
–Bien –relajó la pierna–. Comamos. Y tal vez incluso podamos hablar un poco de negocios en nuestra comida de negocios.
–Es un trato.
Terminaron de comer, abandonando cualquier pretensión que tuvieran de hablar de negocios, y después se marcharon. Paul la acompañó al coche.
–Bueno, te tomo la palabra con lo de la cita en Casa Nate.
–¿He dicho yo que fuera a ser una cita?
–No, lo he dicho yo.
–Paul, no creo que…
–Tracy, sabes que hemos pasado una hora y media en ese restaurante y que solo hemos conseguido hablar de negocios durante más o menos tres minutos.
–Sí –susurró–. Pero eso es porque…
–Hasta ahora he hecho todas las cosas más sensatas. Me he dicho a mí mismo que eres una cliente y que no puedo implicarme en nada contigo; me he dicho a mí mismo todo lo posible, pero el hecho es que cuando estoy contigo lo que menos me interesa es el negocio, y creo que a ti te pasa lo mismo.
–Sí –levantó la voz–. Excepto que yo…
–Así que si no te importa, iré contigo a Casa Nate, y me gustaría que fuera una cita, y no quiero hablar de nada que tenga que ver con tomates, excepto los que te pongan en la hamburguesa, y quiero que contemples la posibilidad de venirte después a casa conmigo. ¿Podrías hacerlo?
–Sí. Ya te lo he dicho. Ahora, me gustaría que me dejaras…
–Una cosa más.
Se acercó un poco más, se inclinó hacia delante y le dio un beso largo y ardiente en la boca, tal y como los que soñaba y practicaba de niña con la almohada, pero que ningún hombre había conseguido dárselo exactamente bien.
Paul lo hizo de maravilla. Mejor todavía.
Lo malo fue que terminó demasiado pronto.
–Llámame cuando estés lista para ir a Casa Nate, ¿vale?
La besó de nuevo brevemente y se marchó, mientras ella se quedaba allí, a la sombra del álamo, junto a su coche, observándolo hasta que desapareció a la vuelta de la esquina.
¿Condenada? ¿Había pensado que estaba condenada? Condenada era poco.