Capítulo Diez
–Pasa.
Tracy giró el pomo de la puerta y entró en el apartamento de Allegra, escasamente amueblado con unas pocas piezas sofisticadas de un marcado sabor oriental.
–Estoy a punto de terminar –Allegra estaba sentada con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, sobre una alfombra de nudos.
Tracy se recostó sobre el respaldo del sofá mientras esperaba a que su amiga terminara lo que estuviera haciendo.
Allegra abrió un ojo, miró a Tracy y volvió a cerrarlo.
–Has dormido con él.
–¿Eh? –Tracy se quedó mirándola; desde siempre Allegra había tenido una intuición muy fuerte–. ¿Cómo lo has sabido?
–Tienes el aura rosada y exudas satisfacción. En tus ojos se refleja la felicidad y el poder femenino –estiró los brazos hacia el techo–. Y tienes la barbilla sonrosada de su barba.
–Ah –Tracy se tocó la piel sensibilizada–. Sí, esto.
–¿Estás bien? –Allegra abrió los ojos.
Tracy asintió, incapaz de contener una amplia sonrisa.
–Ajá –Allegra la estudió con curiosidad–. El primer experimento de las Cazahombres conduce a la pasión y a la incertidumbre.
–Eso es lo que siento.
–Estás enamorada de él –Allegra se puso de pie con gracia y agilidad–. Y no estás segura de que él sienta lo mismo por ti.
–Sí… –después de lo que habían compartido la noche anterior, le parecía imposible que los sentimientos de Paul hacia ella no fueran fuertes; pero no se fiaba del todo de los hombres, y además ella no tenía mucha experiencia–. Cuando me marché de su casa esta mañana, los dos teníamos mucha prisa, y lo único que dijo fue que me llamaría.
–Y aún no te ha llamado, aunque han pasado… –Allegra miró el reloj–. Solo nueve horas. Muy extraño.
Tracy se levantó del sofá.
–Odio esto. Odio no saber cómo va a salir. Detesto no poder estar al control de mi felicidad. Y sobre todo… –aspiró hondo– odio protestar de este modo.
–Cariño, bienvenida al amor –Allegra se echó a reír–. Es un asunto peliagudo.
–Anoche cuando estábamos… quiero decir después de… –alzó los ojos–. El estar con él me produjo una sensación única, me hizo sentirme completa por primera vez. No puedo explicarlo.
–Acabas de hacerlo –Allegra sonrió y se encogió de hombros–. Te hace sentirte satisfecha. Eso es algo bueno.
–No sé…
Allegra se inclinó hacia delante hasta tocarse los dedos de los pies con las manos. Se incorporó lentamente hasta ponerse derecha.
–¿Quieres mi consejo?
–Por favor.
Si alguien podía ayudarla a entender lo que sentía, esa persona era Allegra.
–Ahora mismo te sientes confusa. Paul te hace sentirte completa. Pero no puedes controlar que él quiera estar contigo. ¿Entonces qué más puedes hacer para encontrar la paz? ¿Dónde más puedes estar que te sientas completa?
Tracy sonrió y se dio una palmada en la frente.
–En la granja.
–Exactamente –Allegra se sentó junto a ella y abrazó a Tracy–. Ve allí mañana, pásate el fin de semana encontrándote a ti misma, con un día o dos será suficiente para saber lo que sientes. Te garantizo que allí encontrarás algunas respuestas.
–Gracias –Tracy abrazó a su amiga con fuerza.
–Pero… –Allegra se apartó y miró a su amiga con sinceridad–. No te sorprendas si las respuestas que obtienes en la granja no son las que estás esperando.
–¿Qué quieres decir?
–Lo verás –le sonrió con dulzura.
Tracy gimió con frustración.
–No me gusta cuando te pones misteriosa.
Allegra se echó a reír.
–Lo sé. Venga, voy a cambiarme y nos vamos a cenar.
Desapareció por la puerta de su dormitorio y Tracy se recostó de nuevo en el sofá y se cruzó de brazos, sonriendo. ¿Por qué no había pensado en la granja? Solo de pensar en el paisaje fresco y sereno y en el ambiente acogedor de la casa Tracy se sintió más tranquila. Podría sentarse al fresco en el porche y mirar la puesta del sol, comer palomitas y ver películas antiguas en la tele. Meterse en la cama rodeada de acres y acres de verdura, y sentirse a gusto y segura y…
Hizo una mueca. Y muy sola.
Era inútil negarlo. Después de la noche anterior, después de lo que había encontrado con Paul, se sentiría vacía si no estaba con él.
De repente se incorporó. ¿Y por qué no podía estar Paul en la granja con ella? En el porche, mirando la puesta de sol y comiendo palomitas. Y, por qué no, con ella en su cama. Tal vez el estar allí le proporcionara algo de paz, le contestara de nuevo con un estilo de vida más sencillo, aunque no fuera el que él había conocido.
Eso era… si quería acompañarla. Volvió a recostarse. Los hombres se ponían nerviosos si pensaban que ibas demasiado rápido. Una simple invitación era para ellos como exigirles que se comprometieran de por vida. Incluso el pedírselo podría parecerle excesivo.
¡Pero qué tonterías estaba pensando! Ya eran amantes; tenía todo el derecho del mundo a pedirle que pasara un fin de semana con ella.
–¿Allegra, puedo usar tu teléfono para comprobar mis mensajes antes de marcharnos?
Allegra se echó a reír.
–¿Nueve horas y media y ya estás que te subes por las paredes?
–Supongo que sí –Tracy volteó los ojos, marchó el número y el código para escuchar los mensajes, con el corazón latiéndole con fuerza de la emoción.
Piiiii.
–Tracy, soy Paul.
Cerró los ojos y dio las gracias en silencio.
–Quería llamarte antes, pero no he tenido ni un segundo libre. Dime lo que vas a hacer este fin de semana; me gustaría que lo pasáramos juntos. Llámame. Estoy en la oficina y llegaré a casa sobre las siete.
La máquina soltó otro pitido y se apagó.
Tracy se quedó mirando la pared hasta que asimiló el pitido de la máquina. Entonces se puso a bailar como una loca por todo el salón de Allegra, riéndose, sin aliento. Iba a ir a la granja ese fin de semana, a encontrarse a sí misma y a volver a establecer contacto con quien realmente era. Mientras tanto ayudaría a Paul a que abriera una puerta a su pasado. Un fin de semana completo en casa, donde más a gusto estaba, tal y como ella se lo había imaginado. A salvo, segura y en paz. Pero desde luego bien acompañada.
Paul suspiró con fuerza, y al hacerlo voló una de las hojas que había sobre la mesa de su cocina y la envió al suelo, de donde no pensaba molestarse en recogerla.
Tracy quería marcharse el fin de semana a la granja familiar.
Aparte de aquella fabulosa noche con Tracy, había tenido una semana horrible. La campaña de Siglo XXI estaba como estancada. Las ideas iban y venían, pero ninguna se destacaba como elección obvia. Por primera vez en su vida profesional, estaba empezando a entrarle pánico. Tendrían la primera presentación con el padre de Tracy al cabo de una semana y aún tenía que buscar la idea que le estaba resultando tan resbaladiza.
Tracy quería pasar el fin de semana en la granja. Había dejado la decisión de acompañarla para más adelante, diciéndole que necesitaba ver la cantidad de trabajo que podría hacer esa noche y al día siguiente. Era cierto. Pero él ya sabía la respuesta que quería darle. Necesitaba estar enganchado a un ordenador, seguir trabajando, necesitaba su equipo. Ella no sería más que una obsesiva atracción; sabía de sobra que allí no podría trabajar.
Se recostó sobre el respaldo y puso las manos detrás de la cabeza.
Por supuesto, podría enfrentarse a la realidad de que la tranquilidad de la granja podría suscitar su creatividad en una dirección totalmente nueva.
O también podría enfrentarse al hecho de que, dicho claramente, tenía miedo a ir.
No era a Tracy a quien estaba evitando; Dios, no. Después de haber saboreado cómo podrían estar juntos estaba hambriento de ella. Le gustaba muchísimo. Incluso podía imaginarse enamorándose de ella.
Pero estaba esa maldita granja.
En realidad debería ir. No tenía sentido arrastrar su relación sin enfrentarse a aquel gigantesco obstáculo.
El problema era lo que ella sentía por aquel sitio; como si Dios lo hubiera creado en el octavo día. Además del hecho de que su invitación le parecía una especie de prueba que esperaba que pasara con éxito, y no estaba seguro de poder hacerlo.
Había visto su apartamento a través de sus ojos por primera vez cuando habían vuelto de Casa Nate. Pero no estaba seguro de que Tracy pudiera ver su granja con la misma objetividad. Seguramente sería un lugar encantador. Maravilloso incluso. Un sitio donde pasar un estupendo y romántico fin de semana.
Pero alguien como Tracy podría disfrutar de mucho más, debería abrirse a un mundo nuevo que tenía la suerte de tener a su alcance. Tan esnobista y anticuado resultaba por parte de Tracy querer insistir en la adoración de todo lo plebeyo como por parte de él haber llenado su apartamento con solo lo mejor.
De repente sintió como si el traje le oprimiera. Fue a su dormitorio y abrió el cajón, de donde sacó unos pantalones cortos que hacía años que no se ponía. Se los puso y la sensación fue de lo más agradable. Sonrió y metió la mano en el fondo del cajón, de donde sacó una camiseta Harley Davidson de un motero que se la había regalado durante su etapa de amor por las motos. Había sido un estúpido por guardar esos recuerdos.
Había llegado el momento de desenterrarlos. El momento de poner su dinero y su experiencia en algo mejo que en artículos de diseño. ¿No podría patrocinar algún programa interesante? Así podría devolver algo de lo que había conseguido y tal vez conseguir que la vida de algún niño cambiara a mejor.
Desde luego algo muy idealista, pero hacía mucho tiempo que no tenía un pensamiento idealista, y la sensación fue muy buena.
Fue hacia el equipo de música, puso un disco compacto de Oscar Peterson a todo volumen, fue a la cocina medio bailando y sacó una bolsa de basura nueva.
Entonces volvió al salón y empezó a meter en la bolsa algunas de las cosas que de repente no le gustaban: un centro de flores secas, un volumen de decoración que tenía sobre la mesa de centro, el pisapapeles de Tiffany; incluso el cuenco en forma de riñón que tenía sobre la mesa diseñado por algún artista de moda. Fuera. Todo fuera.
Media hora después miró a su alrededor con orgullo. Seguía siendo de buen gusto, pero parecía un sitio más habitable, y menos el producto de la idea de algún decorador. Tal vez pudiera comprar algunos pósters o dibujos para cubrir las paredes. Tal vez a Tracy le gustaría ayudarlo a escogerlos.
Por enésima vez esa semana, se imaginó a Tracy tumbada en su cama. Ella lo observaba mientras él se desnudaba, esperando a que él la penetrara, cerrando los ojos por la emoción que ambos sentían.
Valía la pena pelear por Tracy.
De pronto una nueva sensación de energía se apoderó de él. Si podía llegar tan lejos gracias a la influencia de ella, reconciliarse con su pasado llevándolo al momento presente, entonces tal vez podría hacer lo mismo por ella, a un nivel más profundo que ocupándose solo de que le tomara gusto al foie gras. ¿Y qué mejor sitio para empezar que por la maldita granja?
La granja. Una imagen apareció de pronto en su pensamiento con tal claridad y certidumbre que lo dejó sin aliento. Agarró un bolígrafo, arrancó un pedazo de papel de su bloc de notas y empezó a escribir. Perfecto. Absolutamente perfecto. Así captaría la esencia del producto y el atractivo de un negocio de familia.
Se levantó de la silla y corrió al teléfono a llamar a Karen y a Jim. Desde el día siguiente empezarían a darle forma a la idea a tiempo para la presentación de una campaña que dejaría a Derek Richards de una pieza.
Marcó el número de Jim y apretó el puño en el aire en señal de victoria. Por fin lo tenía.
–Jim, soy Paul. Lo tengo.
–Eh, estupendo –dijo Jim muy contento–. Cuéntame.
–Es corto, simple, al grano. ¿Estás listo?
–Claro.
Paul sonrió. Tenía por fin el logo de la campaña, y con un poco de suerte la oportunidad de ser feliz.
–Los llamaré… Los Tomates de Tracy.