Capítulo Once

 

 

–Gira por ese camino.

Tracy señaló el Camino Lavahams, casi a punto de explotar de alegría cuando los faros del coche de Paul iluminaron el rectángulo verde del cartel. Paul en la granja. No se le ocurría nada mejor en todo el universo, excepto tal vez el hecho de que su madre no los hubiera dejado.

–Por allí –señaló hacia delante–. Gira ahí, la casa está al final del camino.

El Lexus saltaba y se bamboleaba por el camino lleno de surcos. Las fantasmales hileras de maíz aparecían grises a la luz de la luna. Desde que la familia había empezado a hacer negocio, su padre solo había mantenido unos cuantos acres para cultivos experimentales y sus invernaderos. Pero no había podido abandonar la tierra que los había nutrido durante tantos años, una tierra en la que él y su esposa habían invertido tanto trabajo y entusiasmo. De modo que había alquilado las tierras, para que los fértiles campos no se echaran a perder.

Miró a Paul, que llevaba media hora muy callado. Tal vez estuviera cansado después de la agotadora semana de trabajo, o tal vez fuera por el largo viaje. A lo mejor estaría preocupado con la campaña para Siglo XXI.

–¡Ahí está!

La conocida y acogedora estructura se recortó en el cielo nocturno, y Tracy se echó a reír de pura felicidad. Paul detuvo el coche delante del viejo garaje y Tracy saltó del vehículo para aspirar con fuerza el aire limpio y cálido de la noche, el chirrido de los grillos y el olor del maíz, y corrió hacia el porche delantero.

–¡Hola, casa!

Paul salió del coche despacio, dejó los faros encendidos, y sonrió a Tracy.

–¿Hablas con tu casa?

Ella se acercó a él dando saltos por el camino de grava y le echó los brazos al cuello. Se haría al ambiente de la granja enseguida.

–Sí, hablo con mi casa. Estoy loca de remate. Vamos a bajar las cosas y después te enseño esto.

Le dio un beso en los labios y corrió al otro lado del coche, sacó su vieja maleta y una de las bolsas de comida que habían comprado por el camino. Después esperó con impaciencia mientras Paul sacaba su maleta fin de semana y el ordenador portátil, agarraba la otra bolsa del supermercado, apagaba las luces y cerraba el coche.

Tracy le hizo un gesto hacia el camino que llevaba hasta la puerta de la casa, con el ceño ligeramente fruncido. No le había hecho gracia lo del ordenador. Quería a Paul para ella sola ese fin de semana. Tal vez fuera una ansiosa, pero así era como se sentía en esos momentos. Además, la granja no era precisamente el lugar adecuado para pensar en forma alguna de capitalismo.

Subieron las escaleras del porche y cruzaron la puerta mosquitera para acceder a la de entrada. Tracy buscó las llaves y metió la adecuada en la cerradura, con las manos temblándole de la emoción.

La cerradura se resistió un poco como de costumbre, pero finalmente cedió y la puerta se abrió, revelando el viejo suelo de tarima de la entrada y la alfombra de nudos que había hecho su madre.

–Aquí estamos –Tracy aspiró el conocido aroma con embeleso antes de continuar hacia la cocina por un pasillo corto donde había fotografías de la familia en las paredes–. Tendremos que abrir las ventanas para que entre aire fresco.

–¿No hay aire acondicionado?

Tracy se echó a reír, esperando que no hubiera sido contrariedad lo que había ensombrecido su tono de voz. En cuanto se abrieran las ventanas la casa se refrescaría enseguida.

–No. En verano vivimos en el porche. Incluso dormimos fuera. Haremos eso esta noche.

–Ah.

Dejó la comida sobre la encimera.

Tracy le quitó el ordenador portátil y la otra bolsa, los dejó en el suelo y lo abrazó.

–Te encantará, chico de ciudad, te lo prometo. Incluso tenemos camas en el porche. Podemos juntar dos y hacer una grande.

–Así me gusta –se echó a reír, y Tracy levantó la cabeza y lo besó hasta que Paul se puso tenso y la estrechó entre sus brazos–. ¿Por qué no me enseñas ahora esas camas?

Ella aleteó las pestañas con exagerada inocencia.

–¿No quieres ver el resto de la casa?

–Por supuesto que quiero verla, ¿Pero no sería mucho mejor a la luz del día? –dijo, mientras le deslizaba las manos por las caderas para apretarla contra su cuerpo.

–Mmm. Tal vez tengas razón –Tracy cerró los ojos al tiempo que un intenso calor se apoderaba de su cuerpo, y eso que aún no estaban desnudos–. Guardemos la comida en la nevera, deprisa.

Pusieron las cosas perecederas en el viejo frigorífico y guardaron el resto por los armarios.

Paul sonrió y le dio la mano. Ella lo condujo fuera, al fresco del porche y hacia la parte norte de la casa donde estaban las camas al aire libre todo el año, y que el último en usarlas siempre las dejaba con ropa limpia.

–Aquí.

Retiraron las cubiertas protectoras de plástico, las bonitas colchas de algodón, y se metieron bajo las suaves sábanas con impaciencia.

–Bueno –empezó a decir Paul mientras le deslizaba la mano por el costado–, esta es la vida en la granja en su mayor esplendor.

Tracy se echó a reír y levantó los brazos, ayudándolo mientras él le quitaba la camisa y el sujetador, temblando de emoción y más feliz que nunca. Paul estaba en la granja con ella. No podía dejar de pensar en lo perfecto de la situación.

Él la besó en la boca, por el cuello y el hombro, y entonces se retiró un momento. Tracy aguantó la respiración, hasta que gimió de placer al sentir que Paul empezaba a lamerle los pechos a la luz de la luna, succionándole los pezones con afán.

Aquel hombre la ponía a cien, le volvía loca, la hacía sentirse sensual, especial, amada y adorada.

–Paul –le retiró la cabeza de su pecho con delicadeza.

–¿No te gusta?

Tracy se echó a reír.

–No es eso exactamente.

–¿Entonces qué? –se arrimó a ella y le dio un beso en la sien; deslizó la mano hasta la cinturilla de los pantalones cortos y se los desabrochó. Respiraba despacio y pesadamente, y Tracy se dio cuenta de lo excitado que estaba.

Paul disfrutaría haciendo el amor con ella, sin duda. Pero Tracy quería más; quería demostrarle el tipo de mujer que podría ser. La clase de persona que era allí, en la casa familiar. Confiada, tranquila. Feliz.

Y, francamente, no le importaba en absoluto verlo consumirse de placer entre sus brazos. Le agarró la mano, que en ese momento él le deslizaba bajo la cinturilla de sus pantalones.

–Déjame.

–¿Dejarte el qué?

–Hacer lo que estabas haciendo.

–¿Te vas a tocar? –dijo en tono sobrecogido y lleno de esperanza al mismo tiempo.

A Tracy no se le había ocurrido. Solo quería desnudarse delante de él, pero…

–¿Te gustaría que lo hiciera?

–Oh, Tracy…

Su voz se lo dijo todo, profunda y sensual y casi con agradecimiento, provocando en ella una excitación inmediata, una visión de su potencial femenino.

Ella se puso de rodillas y Paul se echó hacia atrás, con sus facciones plateadas bajo la luz de la luna que bañaba la cama.

Tracy jamás había llevado la voz cantante como lo estaba haciendo en ese momento; pero por alguna razón se sentía más confiada que nunca. Era como si algo en su interior, que con anterioridad solo hubiera avistado la libertad, de pronto encontrara la fuerza para dar el salto.

Aquella casa, aquella granja era tan buena para ella. ¿Por qué se había marchado de allí?

–Mírame –le susurró ella, y separó las piernas para que los pantalones cortos se quedaran a medio muslo, para que por la cremallera abierta se le vieran las braguitas.

Se acarició el estómago, subió las manos para tocarse los pechos, y después las deslizó de nuevo hacia abajo hasta rozar la goma de las braguitas.

–¿Me estás mirando?

–Sí –dijo él en tono ronco, sin aliento–. Estoy mirándote.

Ella deslizó los dedos bajo la goma de las braguitas, y continuó bajando hasta que se tocó el vello rizado de entre las piernas y la miel que de allí brotaba.

El aspiró hondo y gimió suavemente.

–No puedo verte bien. Enséñame, Tracy.

Ella junto las rodillas y los pantalones cortos se deslizaron hasta la cama. Entonces se bajó las braguitas de modo que su sexo quedó expuesto al aire fresco de la noche que se colaba por la mosquitera que rodeaba el porche.

Entonces empezó a tocarse. Al principio fue con vacilación, despacio, y después con más atrevimiento, mientras se relajaba y se deleitaba con el placer de esas caricias, echando hacia atrás la cabeza, arqueando lentamente el cuerpo, observando la creciente tortura de Paul con una extraña combinación de ternura y satisfacción.

–No puedo aguantar más –se puso de rodillas y empezó a desabrocharse la camisa.

–Déjame.

Se quitó los pantalones cortos y las braguitas del todo, tan impaciente por él como él lo estaba por ella, lo empujó sobre la cama y le quitó la camisa. Se sentía viva, excitada, emocionada; llena de fuerza y libertad. Le desabrochó y bajó la cremallera de los pantalones. Entonces presionó la mejilla sobre la tela de algodón de sus calzoncillos abultados y calientes.

–Tracy, me vas a matar.

Ella sonrió y le besó la erección, mientras le echaba las manos por detrás para tirarle de los pantalones. Paul estaba listo, esperando, lleno de anticipación. Pero ella le hizo esperar, besándolo con suavidad, provocándolo con la lengua antes de rodearle el miembro, primero con los labios y después con toda la boca, mientras le daba placer con los dedos y balanceaba el cuerpo al compás de los movimientos.

Pasado un minuto, tal vez dos, él se incorporó un poco y tiró de ella hasta colocarla a su lado. Entonces se metió la mano en el bolsillo para buscar un preservativo. Treinta segundos después estaba listo y tumbándola sobre la cama. Ella se resistió.

–Esta es mi noche.

Lo empujó sobre la cama y se montó sobre él, se levantó un poco y se sentó sobre su miembro, gimiendo con abandono al sentir la potencia de su unión. La brisa nocturna acarició sus cuerpos mientras ella se balanceaba encima de él, dejando que ambos saborearan el ritmo y la presión.

Quería que haciendo el amor Paul viera lo perfectos que eran el uno para el otro, lo mucho que deseaba compartir aquel vínculo y aquel lugar con él para siempre. Había dormido allí fuera en el porche cada verano de su vida, donde sus padres le habían leído cuentos, donde se le había caído el primer diente, donde la habían besado por primera vez. Después de esa noche podría añadir un recuerdo más, uno de mujer adulta, a aquel lugar que tanto la había mimado.

Él levantó las caderas para embestirla con más fuerza y aumentó su placer con los dedos hasta que ella sintió de nuevo el inevitable ascenso. Tracy se empezó a mover cada vez con mayor rapidez hasta que se entregó a él en el clímax, apenas consciente en el estallido de sensaciones que experimentaba de que Paul imitaba también sus gemidos de placer.

Se dejó caer sobre el cálido y acogedor pecho de su amante; él la abrazó con fuerza, sus cuerpos pulsando mientras el oleaje daba paso a la calma. Y al amor. Dios, cuánto lo amaba.

Allí, en la granja, con Paul entre sus brazos y en su cuerpo, Tracy tenía todo lo que siempre había ansiado.

 

 

Tracy despertó poco a poco, gradualmente consciente del sol que calentaba el aire de la mañana. Se acurrucó junto al cuerpo de hombre que tenía a su lado, frunció el ceño, levantó la cabeza.

Paul estaba mirando el techo. Cuando ella se movió, él se volvió y sonrió.

–¿Has dormido bien?

–Como un tronco. ¿Y tú?

Él hizo una mueca.

–No tan bien.

Ella se incorporó y apoyó sobre un codo.

–¿No estabas cómodo?

–Sí, estaba cómodo. Y también lo estaban unos veinte mosquitos, dos moscas y demás criaturas –señaló hacia un agujero que había en una esquina del porche.

Tracy se incorporó y vio a un conejo desapareciendo por el agujero.

–Creo que se ha pasado toda la noche saltando de un lado a otro con sus amigos –dijo en tono gruñón.

Ella se inclinó y le dio un beso en el pecho y otro en la mejilla, e hizo una mueca al ver las picaduras que tenía en el cuello y los hombros.

–Iré a preparar el desayuno. ¿Te parece bien medio litro de café?

–Me parece bien para empezar –bostezó y le revolvió la melena rizada, tiró de ella y la abrazó mientras le acariciaba la espalda–. Tú me pareces bien para empezar.

Cuarenta y cinco minutos después, Tracy entró en la cocina muy sonriente y con las mejillas sonrosadas. Abrió la nevera y sacó las cosas para preparar el desayuno, preguntándose si la vida podría ser mejor.

–Mmm. Huevos con beicon –Paul entró en la cocina, la abrazó y empezó a balancearse de un lado a otro–. ¿Te importa si me doy primero una ducha?

–Baño.

–¿Baño? ¿A la ducha lo llaman baño por aquí?

–No tenemos ducha. Tienes que tomar un baño.

Dejó de balancearse.

–Un baño.

Ella levantó la cabeza y sonrió al ver su expresión de incredulidad.

–Ya sabes, tienes que dejar correr el agua, meterte y lavarte…

Él la apretó y después la soltó.

–Es que no me he dado un baño desde que era un niño.

–Es muy relajante. Y no te asustes del ruido que hacen las cañerías. Primero suena una especie de chirrido y después unos golpes. Y el agua saldrá marrón, de modo que déjala correr un rato.

–De acuerdo. Chirrido, golpes, agua marrón. Estupendo.

Tracy se echó a reír.

–Te encantará.

Veinte minutos después, Paul volvió a la cocina, vestido ya.

Tracy terminó de preparar los huevos revueltos y raspó las partes de las tostadas que se habían quemado. El tostador no funcionaba y se había distraído unos minutos cuando había salido al porche a cortar unas margaritas.

Sacó los platos y las flores al porche. Los dos se sentaron a la mesa a desayunar. Una suave brisa les llevó los aromas de la mañana a través de la tela mosquitera; las mariposas revoloteaban por el jardín de flores; los pájaros volaban y gorjeaban entre las ramas del roble que había junto a la casa.

Tracy terminó de comer y empujó su plato, estiró las piernas con cuidado sobre el banco de madera para no clavarse ninguna astilla y miró hacia los campos de maíz en la distancia.

–¿No te parece fabuloso todo esto?

–Es estupendo, Tracy –se movió en el asiento, como si no pudiera dar con una postura cómoda, y de pronto frunció el ceño.

–¿Una astilla?

Suspiró, se agachó y se levantó con un diminuto pedazo de madera en la mano.

–Sí.

–Lo siento. Hace muchísimo que tenemos este banco…

–Lo sé, como todo lo demás –sonrió y le rozó la mejilla, pero en sus ojos había una expresión seria–. ¿Entonces, qué piensas hacer esta mañana?

–Tengo pensado sentarme en el porche toda la mañana y no hacer nada.

–Me parece perfecto –se puso de pie y se retiró con cuidado del banco–. Entonces iré a por mi ordenador portátil.

–Tu ordenador –repitió Tracy con desazón.

La tecnología punta estaba fuera de lugar en un lugar idílico y natural como aquel, sobre todo en su primer fin de semana juntos fuera de la ciudad. ¿Acaso Paul no se daba cuenta de eso?

–¿Cómo? –se detuvo de camino a la puerta de la casa y se dio la vuelta–. ¿No quieres que trabaje?

–Pensé… que podríamos sentarnos juntos a disfrutar de la mañana.

–Ah –asintió–. Eso me parece estupendo. Entonces me sentaré aquí… –dejó caer su voluminoso cuerpo sobre el columpio del porche antes de que Tracy pudiera avisarle del estado de las cuerdas que lo sujetaban– a observar.

Dijo las últimas palabras desde el suelo, y no parecía demasiado contento. Tracy corrió a ayudarlo a levantarse.

–Lo siento. Cuando he visto que te ibas a sentar, ya era demasiado tarde.

–No pasa nada –Paul se limpió el pantalón de polvo con movimientos bruscos y rápidos–. Sabes, no soy un hombre al que le guste sentarse a contemplar la mañana, Tracy. Pero me encantaría conseguir una máquina para enviar un fax. De modo que si me dices cómo llegar al pueblo, iré a enviar lo que tengo que enviar y podrás quedarte a contemplar la mañana. ¿De acuerdo?

Ella asintió y le dio indicaciones. No le extrañaba que estuviera enfadado. Los mosquitos, las tostadas quemadas, la astilla y después el columpio. Era lógico que no tuviera ganas de quedarse a contemplar nada. Pero ella lo haría en su ausencia.

Solo que en cuanto Paul se marchó la mañana dejó de interesarle. Un extraño nerviosismo se apoderó de ella; casi como si hubiera preferido ir con él.

Entró en la cocina, arrugó la nariz al percibir el olor a quemado, y se pasó cinco minutos forcejeando para poder abrir la ventana. Esa maldita ventana siempre se atascaba en verano. Se dio por vencida, encendió el ventilador de la cocina y se puso a fregar los cacharros.

Al poco rato su mañana de no hacer nada se había convertido en una mañana de duro trabajo. Parecía que cada sitio a donde se le ocurriera mirar necesitaba limpiarse o repararse. En realidad necesitaba pasar más tiempo allí, para tener la casa un poco más a punto. A la media hora, su buen humor había desaparecido y estaba tensa y rezongona.

Al oír el coche de Paul el corazón empezó a saltarle de alegría. Dejó la bayeta y salió a recibirlo. Lo vio sacando una bolsa enorme del asiento trasero del coche.

–¿Qué es eso? –levantó la cara para que le diera un beso y se quedó mirando la bolsa.

–Ahora lo verás –se echó la bolsa al hombro–. Esto… –dijo con misterio mientras se agachaba y sacaba una caja de la bolsa– es un tostador. Y cuando la tostada está lista, ¿sabes qué? –la miró y sonrió–. Salta.

–Paul…

Sintió una decepción inmediata. Paul no lo entendía, no entendía la magia de la granja.

Seguidamente Paul sacó un temporizador para la cocina y un juego de sartenes, puesto que las que tenían allí ninguna tenía mango.

–Un microondas para las palomitas que compré. Y esta tarde traerán un aparato de aire acondicionado para instalar en la ventana, porque si a ti no te importa, preferiría no volver a dormir en la jungla.

Ella sacudió la cabeza, visiblemente agobiada.

–No puedo creer que hayas comprado todo esto.

–¿Por qué no? –la miró extrañado.

–Porque esta casa es…

–Un museo –terminó de decir él.

¿Cómo?

–Es un museo, Tracy. Un altar a la privación. Debo decirte algo… la privación no es digna de adoración.

Ella lo miró con incredulidad. Aquello era diez veces peor de lo que había pensado. Para él todo se reducía a la comodidad y al lujo, a tirar el dinero en lo que fuera.

–¿Cómo puedes decir eso, sabiendo lo especial que es este lugar para mí?

–Porque es cierto. Glorificas cosas que son incómodas y en absoluto convenientes por ninguna razón, excepto que de ese modo no tienes que aceptar tu nueva vida ni tampoco vivirla.

Ella se encogió por dentro. ¿Cómo podía haber pasado todo ese rato fingiendo que todo era maravilloso entre ellos cuando en realidad estaba pensando todas esas cosas horribles de ella?

–¿Tú crees que yo tengo miedo a vivir?

–Sí –se incorporó y la agarró por los hombros–. Es cierto. Porque lo veo en tus ojos todo el tiempo, veo la tristeza y el miedo.

–No. Tú no lo entiendes. Esa tristeza viene de que me arrebataron la vida que amaba y me empujaron en contra de mi voluntad a la que tengo ahora. No encajo en mi nueva vida, Paul. Era feliz cuando vivía aquí. Ahora no lo soy.

–No te permites a ti misma serlo.

Tracy ahogó un grito de frustración. ¡Otra vez! ¿Por qué nadie quería entenderla? ¿Por qué su amor por la granja era una amenaza para los demás?

–Déjate de melodramas. Dices las mismas cosas que mis amigas.

–¿No dijiste que tus amigas tienen una perspectiva mejor de cómo eres que tú? Pues tienen razón –hizo un gesto de frustración–. Es como si estuvieras empeñada en no ser feliz. Te cierras a nuevas experiencias; ni siquiera pareces darte cuenta de lo afortunada que eres de tener tanto a tu disposición. Te pasas el rato lamentándote por algo que ya no existe.

Ella se puso tensa, intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca.

–La casa no ha dejado de existir.

–No –suspiró–. Pero sí la vida que viviste aquí.

Ella lo miró muy dolida, pero se aguantó las lágrimas; no quería mostrarle el daño que le habían hecho sus palabras.

–Aborreces esto porque no hay una etiqueta de diseño en cada cosa.

–Tracy, no lo aborrezco –se llevó las manos a las sienes y agachó la cabeza–. Solo quiero estar cómodo.

–¿Ah sí? ¿Y qué es lo siguiente en tu lista de comodidades? ¿Una piscina y un jacuzzi?

–No digas eso, Tracy. No me refería a eso.

–Creo que sí –dijo con voz temblorosa–. Eres tú el que tiene miedo. Tienes tanto miedo de tu propio pasado que ni siquiera querías comerte una maldita hamburguesa.

–Tienes razón –asintió en tono más suave–. Es cierto. Tú me has ayudado a darme cuenta, y te lo agradezco. Pero lo que es crucial si vamos a estar juntos, y de momento no lo veo, es que te enfrentes a los cambios que se han producido también en tu vida.

Ella apretó los dientes. Paul le hablaba como si fuera una niña boba que no tuviera idea de lo que era la vida.

–Me he enfrentado a mi nueva vida. El hecho de rechazar ciertos aspectos ha sido una decisión consciente, no una negación.

–No me excluyas, Tracy –dijo en tono más suave, como si cuanto más se enfadara ella, más dulce se mostrara él–. Intenta escuchar lo que te estoy diciendo.

–Te estoy escuchando perfectamente. La casa de mi familia no es lo bastante buena para tu gusto, y por mucho que a mí me guste cómo es, para ti necesita cambios. Aparentemente lo mismo se aplica a mí. Pues bien, ya puedes cancelar tu invasión con el aire acondicionado, porque esta noche pienso dormir en el porche. Si no quieres dormir conmigo, eres libre de volver a Milwaukee y disfrutar de lo que queda del fin de semana en el aséptico confort de tu apartamento. Yo tomaré un autobús de vuelta a la ciudad cuando esté lista para hacerlo.

Paul la miró detenidamente unos instantes.

–¿Eso es lo que quieres?

Ella tragó saliva.

–No, pero no veo otra alternativa.

–Ahí es a donde quiero llegar –se acercó a ella y lo miró con tanta tristeza que le dieron ganas de abofetearlo–. Tienes tantas alternativas en tu vida esperando a que las explores, pero tú no te permites hacer nada. ¿Quieres que me marche? Me iré, pero es una lástima. Una verdadera lástima.

Se dio la vuelta y entró en la casa, seguramente para preparar su bolsa, y a Tracy se le escaparon unas lágrimas.

Paul volvió al porche con su ordenador portátil y una bolsa de aseo.

–Lo que tenemos es demasiado bueno para dejarlo pasar así, Tracy –se inclinó hacia delante y la besó apasionadamente–. Tienes mi número. Llámame cuando estés lista.

–¿Lista para ser lo que quieres que sea?

–Lista para aceptar que tu vida ha cambiado. Lista para cambiar con ello.

Salió por la puerta mosquitera del porche y se dirigió al coche, donde dejó su bolsa en el asiento trasero.

Ella se cruzó de brazos, cada vez más frustrada. Aquello no podía estar ocurriendo. Sobre todo cuando todo se suponía que sería tan perfecto ese fin de semana. En lugar de aceptar y aprender, se había tomado a ella y a su casa como si fueran proyectos de renovación.

Bueno, en ese caso era mejor que se marchara. ¿Hasta dónde iban a llegar cuando sus objetivos eran tan distintos? Se pelearían de la mañana a la noche. El sexo no era suficiente; ni siquiera el amor era suficiente.

El motor del Lexus se encendió. Paul dio la vuelta al coche, se detuvo y abrió la ventanilla.

–Tracy.

Ella fue hasta el borde del porche y se asomó por la tela mosquitera.

–¿Sí?

–No tomes el autobús de vuelta a Milwaukee. Alquila un coche. Uno de lujo –agitó la mano y avanzó despacio por el camino, y en ese momento se asomó por la ventanilla y esbozó una sonrisa pícara–. ¿A que no te atreves?