Capítulo Tres

 

 

Paul se limpió los últimos restos de espuma de afeitar con su toalla gris donde estaban bordadas sus iniciales, y la colgó con cuidado en el toallero de bronce del rincón de su cuarto de baño. Se puso un toque de Route du Thé, un perfume de Barney’s, de Nueva York, se peinó el cabello recién cortado y sonrió mientras con los pies seguía el ritmo de una canción de Oscar Peterson. Ese era el día.

Ese día entraría en el imperio de los Richards y les demostraría que él era su hombre. Que él era capaz de idear una campaña para los tomates sin pepitas y hacer que el mundo entero se rindiera a sus pies. Y con ello, The Word pasaría a formar parte de las empresas importantes y la fortuna de Paul se consolidaría.

Por no mencionar la oportunidad de poder saldar una cuenta con cierta señorita que le había pegado uno de los cortes más grandes que se había llevado en la vida. Él pensaba que era un tipo duro, lo bastante duro para aguantar cualquier cosa. Pero Tracy Richards había conseguido hacerle daño. Primero, por las ganas que le habían entrado de tumbarla sobre la arena a pesar de su actitud hacia él, contemplándolo como si fuera un trofeo. Y en segundo lugar, rechazándolo por la misma razón por la que le había atraído para empezar, por su aparente falta de clase social. Pues por él podía irse a la…

Cruzó desnudo el cuarto de baño y abrió la puerta de su inmenso ropero para seleccionar el atuendo que iba a ponerse. Una camisa Thomas Pink, un traje de Brioni, una corbata de Hermes, calcetines de cachemir, zapatos de Prada y reloj Breitling.

Muy bien. Asintió mientras estudiaba su reflejo en el espejo de cuerpo entero de detrás de la puerta del ropero. Conocería de nuevo a los Richards a un nivel totalmente distinto, disfrutaría de su respeto, hablaría con ellos y utilizaría su labia para ensalzar su empresa y aniquilar a la competencia, mientras Tracy y su padre no tendrían ni idea de que era el mismo vago que había estropeado su fiesta unas semanas atrás.

Abrió el portafolios que se había llevado consigo a casa para echarle un vistazo a la presentación. En esa ocasión no podía dejar ningún cabo suelto; no había sitio para error alguno. Sabía que los Richards tenían medios económicos para acceder a lo mejor. Estaría compitiendo con los mejores.

El telefonillo del apartamento sonó, y Paul supo que su amigo y vecino Dave estaba a su puerta.

–Entra –dijo al abrir la puerta.

–Hola, Coronel –Dave entró, bajó el volumen de la música y se dejó caer en el sofá; Dave tenía unas rentas que le permitían vivir cómodamente–. Hoy es el día, ¿no? Vas por el proyecto de los Richards, ¿no?

–Sí –Paul echó un vistazo a su reloj de pulsera y cerró el maletín–. Estaré con ellos dentro de dos horas y cuarenta y cinco minutos.

–¿Tu novia estará allí también? –preguntó Dave.

Paul le lanzó una mirada de fastidio.

–Sí, estará también allí. Y no es mi novia.

–Todavía.

Paul se encogió de hombros, intentando aparentar despreocupación. A pesar de las ganas que tenía de poder salvar su amor propio, no había dejado de pensar en Tracy de algunas maneras que nada tenían que ver con la venganza.

–Te lo digo, solo es cuestión de tiempo.

–¿Hasta cuándo? –preguntó Paul.

–Hasta que le bajes las braguitas.

Paul se echó a reír y sacudió la cabeza.

–Menos mal que ninguna de tus conquistas te oye hablar así.

–¿Cómo? –Dave puso cara de inocente y seguidamente sonrió con ganas–. Y hablando de eso, hace tiempo que nos merecemos una noche de juerga. Mucho trabajo y poco sexo hacen de Paul y de Dave dos chicos muy aburridos. Cindee Dee Morrison me llamó ayer y me dijo que su prima vendrá a la ciudad el próximo fin de semana.

–¿Cindee Dee? ¿La que pensó que homo sapiens era un hombre al que le gustaban otros hombres?

–La misma –Dave se arrellanó en el sofá y miró hacia el techo con gesto soñador–. Cindee Dee… Su prima tiene veintidós años y no sabe lo que significa…

–¿Casi nada? –Paul hizo una mueca–. No te ofendas, Dave, pero no me importaría pasar el rato con alguna mujer que tenga algo en la cabeza.

Dave volvió la cabeza con expresión triunfal.

–¿Quieres decir como Tracy?

–¿Qué tiene ella que ver con esto? –dijo en tono ligeramente defensivo, que enseguida intentó disimular.

–Pues todo –Dave se incorporó un poco–. No has sido el mismo desde que la conociste. Estás obsesionado. Creo que esta es la elegida. Te dije que algún día sentirías algo así, Paul. Tal vez el siguiente sea yo. ¿Quién sabe?

–Ah, vamos –Paul pegó con la palma de la mano en la mesa–. Es una devoradora de hombres engreída y superficial, que lo único que quiere es jugar con hombres que no son tan ricos como ella. O más bien, tan ricos como se ha hecho ella.

–Deja que me entere bien de todo esto. Ella conoce a tipos por los que siente cierta atracción, que sienten atracción por ella, y se acuesta con ellos y los dos disfrutan muchísimo, y eso es malo porque…

–Es una cuestión de principios, Dave.

Como siempre había tenido dinero, Dave había hecho exactamente lo que le había dado la gana cuando le había dado la gana. No parecía capaz de entender que la mayoría de las personas no tenían tanta suerte.

–Siente atracción por ellos porque no tienen dinero. No tiene nada que ver con quiénes sean.

–A ti te gustan las morenas, ¿no? Las morenas menudas, esbeltas, de piernas largas y pechos pequeños, ¿no?

–Sí. ¿Y qué?

–Y a ella los tíos pobres. ¿Qué diferencia hay?

–La diferencia es que… –Paul volteó los ojos; la lógica de Dave era tan ilógica que uno no podía contra ella–. Asumió por cómo iba vestido que yo no era nada sino una máquina de sexo.

–De acuerdo, de acuerdo –Dave se levantó del sofá y se estiró–. Tal vez sea tan horrorosa como dices tú. Yo no la conozco. Pero cuando alguien te afecta de ese modo debes prestar atención, eso es todo. A mí nunca me ha pasado. Pero algún día me pasará. Y puedes estar seguro de que mi primera maniobra no será buscar venganza.

Paul agarró su maletín y fue hacia la puerta.

–Yo no lo veo como una venganza, sino como un acto justo. Le demostraré lo encantador y sofisticado que soy –sonrió al ver que Dave arqueaba una ceja–. Y entonces, cuando me valore por quién soy, y no por lo que lleve puesto, le diré con quién estaba hablando hace un mes en la playa.

–Si le gustan los hombres pobres, ¿qué te hace pensar que te vaya a hacer caso según estás ahora?

Paul suspiró.

–Dave. No quiero que me haga caso. Esa es la cuestión. Quiero que me conozca y que me valore como ser humano.

–Oh, entiendo. Entonces quieres que te haga caso.

–En absoluto –dijo Paul antes de salir del apartamento.

 

 

–¡La limpieza empieza con Mod! –exclamó el ejecutivo publicitario de Prestall, Prestall y Prestall, enseñando su sonrisa de dientes blancos y relucientes, que se prolongó un poco más de lo normal–. Nuestro cliente más importante y la campaña de más éxito. Llevó el limpiador Mod a todos los hogares de América.

Tracy asintió con cortesía, deseando poder echarse las manos a la cabeza.

A veces se hartaba tanto del comercialismo que le entraban ganas de echar a correr de regreso a la granja y quedarse allí para siempre.

Todo se reducía a dinero. A cómo la vida de una persona podía cambiar si tenía lo suficiente para gastar y adquirir, gastar y adquirir. Solo así la diosa Fortuna se presentaría a tu puerta.

Basura. Todo ello. Tomates de Productos Siglo XXI sería una ingeniosa y conveniente introducción al mercado.

Siguiente.

El señor Prestall recogió su presentación con una floritura. El padre de Tracy sonrió como si le hubieran hecho realidad el sueño de su vida y acompañó al grupo fuera de la sala. Tracy apenas si pudo contener una risotada. Cuando su padre actuaba con tanto entusiasmo era porque algo no le había agradado. Gracias a Dios.

A la primera presentación le siguió otra aún más terrible.

–Dios mío, qué cosa más horrible. ¿Te lo imaginas? Mis tomates como salvadores místicos del universo. O voceados por jóvenes que necesitan un afeitado y un cambio de actitud. Tremendo. Tu madre habría vomitado.

Se sentó cansinamente a la mesa y se pasó la mano por la cara. A Tracy se le formó un nudo en la garganta. Se inclinó y le dio un apretón en el brazo, para que supiera que estaba allí. Mientras la necesitara, estaría allí junto a él. Por mucho que aquel negocio la agobiara a veces, no sería capaz de dejarlo solo con aquel disgusto.

–La siguiente empresa parece prometer –sacó la última carpeta y la abrió–. De creación relativamente reciente, la lleva un hombre llamado Paul Sanders. Parece ser que es de esas personas que consiguen todo lo que se proponen, un hombre ambicioso. Su empresa llevó la publicidad de la marca de ropa Attitude.

Tracy se estremeció. La última vez que había visto el logotipo de Attitude había sido en una camiseta que ceñía un torso particularmente musculoso.

Tracy no quiso pensar en ello. Su primera aventura a la caza de un hombre había sido un fracaso. Dan había resultado ser un cretino de primera clase. Manipulador y sentencioso.

Qué lástima que no pudiera dejar de pensar en él, en lo que podían haber hecho sobre la arena, imaginando que la había besado, que le había…

–Buenas tardes, señor Richards. Soy Paul Sanders.

Tracy se dio un susto y volvió a la realidad de la sala de conferencias. Paul Sanders. Un tipo guapo. Rubio, de un metro ochenta y tantos, vestido impecablemente. Y joven para tener su propia empresa y una campaña tan importante como la de Attitude. O bien aquel tipo era de familia rica, o había ganado mucho con su negocio. Pero al menos, después de los que habían pasado por allí, su aspecto era normal.

–Derek Richards –su padre le estrechó la mano, miró a Tracy y después a Paul–. Encantado de conocerte, Paul. Esta es mi hija y vicepresidente de Siglo XXI, Tracy.

Durante unos segundos Paul continuó mirando a su padre. Su sonrisa adquirió una cualidad extraña que Tracy no pudo interpretar, pero al momento dio un paso hacia ella y le tendió la mano.

–Hola, Tracy.

Tracy le estrechó la mano, le sonrió y le dijo que estaba encantada de conocerlo. Al menos eso fue lo que le pareció haber dicho, porque en ese momento estaba experimentando la misma sensación de un mes atrás, posiblemente más potente que con Dan, y acompañada de un intenso deseo de desnudarse. Sus ojos, de mirada intensa, eran de un fabuloso tono azulado moteado de gris.

Tracy se retiró, le soltó la mano y se sentó a la mesa, donde se afanó con la primera carpeta del montón, consciente de que se había ruborizado y de que su padre la miraba con curiosidad.

De no haber sido la vicepresidenta de la empresa, se habría escabullido y escondido en los lavabos hasta que hubiera recuperado la compostura. Aquel era, sin lugar a dudas, el mes de la química.

Paul y su equipo se lanzaron con su presentación. Las ideas de sus anteriores clientes eran brillantes. Descaradas o elegantes, discretas o atrevidas, captaban la esencia del producto, de lo que hacía de ello algo especial, de modo que los consumidores se sentían seducidos a consumirlo, en lugar de obligados.

Tracy notó la emoción creciente de su padre por el modo en que cambiaba de postura en la silla, golpeándose suavemente los labios con el puño cerrado y murmurando en voz baja. Intentó centrarse en los anuncios, pero su mirada no hacía más que vagar hacia Paul. Había algo en él que le resultaba tremendamente familiar. Su manera de moverse, su energía, su modo de sonreír. Pero se dijo que de conocerlo no habría olvidado unos ojos como aquellos; estaba segura de que no los había visto nunca. ¿Acaso se parecería a alguien que ella conocía?

Su presentación finalizó. El padre se puso de pie e hizo unas cuantas preguntas. Paul se puso de pie con calma y se plantó con las piernas separadas y los brazos en jarras. Entonces Tracy abrió los ojos como platos y tragó saliva.

Dan. El doble de él.

Frunció el ceño. ¿Qué posibilidades había de que sintiera la misma atracción por dos hombres distintos que por casualidad había conocido con tan solo unas semanas de diferencia entre el uno y el otro y que se parecían tanto?

Ninguna.

Recordó los momentos de aquella tarde de unas semanas atrás. Su vacilación por unirse a la fiesta, el insistir en que era pobre, la extraña voz ronca, las gafas que no se quiso quitar…

Dan era Paul Sanders. Y estaba intentando volver a engañarlos. A todos.

Entrecerró los ojos mientras notaba que la sangre empezaba a hervirle en las venas. Maldito chulo. El hacerse pasar por pobre, admirando su riqueza, poniendo a Tracy como si fuera una coleccionista de hombres, cuando en realidad tenía una empresa de mucho éxito y un ropero lleno de prendas de diseño.

Entrecerró los ojos aún más mientras las aletas de la nariz se hinchaban visiblemente. Pero qué cara, pensar que podía burlarse de ellos de ese modo. Qué frescura la suya, presentarse allí pensando que no lo reconocerían solo porque iba mejor vestido y porque se hubiera cortado el pelo. ¿Acaso pensaba que era como él? ¿Que no eran capaces de ver a través de la superficie a la persona que era en realidad?

–¿Tracy? –su padre le dio un codazo–. ¿Te he dicho que si tienes alguna pregunta?

Tracy tragó saliva. Paul la estaba mirando, tal vez con cierta aprensión, le pareció notar. Su padre estaba divirtiéndose. Sin duda su padre pensaba que se había perdido mientras miraba a Paul con pasión desenfrenada.

Pues estaba equivocado.

–Ninguna pregunta –dijo con frialdad, y esa vez consiguió no sonrojarse–. Gracias por venir, señor Sanders.

–Llámame Paul –sonrió, e incluso desde el otro lado de la mesa Tracy tuvo que hacerse la fuerte para soportar el impacto de su sonrisa.

–Gracias por venir… Paul –dijo en tono aún más indiferente.

Inclinó la cabeza sobre unos papeles y alzó la mano a modo de breve despedida, como una reina despidiendo a un vasallo.

–Lo acompañaré.

Su padre acompañó a Paul fuera de la sala como si este fuera el hijo pródigo.

Nada más desaparecer por el pasillo, Tracy recogió sus cosas y salió de la sala de conferencias. No resultaba difícil adivinar quién se encargaría de la publicidad. Aparentemente el engaño de Paul había funcionado; al menos con su padre. Entró con brusquedad en su despacho y dejó los archivos con fuerza sobre la mesa de la secretaria.

Mia pegó un respingo y cerró rápidamente el juego de naipes en la pantalla de su ordenador.

–¿Y… cómo fue?

–Bien. Espléndido. Maravilloso.

Mia agarró el montón de archivos y se afanó en colocarlos ordenadamente.

–Ya, entiendo, entonces no creo que sea el mejor momento para pedirte si puedo marcharme un poco antes de la hora hoy.

–¿Otra vez?

–Tengo una cita.

–¿Otra vez?

–Sí –Mia pestañeó con rapidez y echó hacia atrás la abundante melena de cabello rubio–. ¿Recuerdas a Tim? ¿El chico con el que salí durante un tiempo después de Joe pero antes de Fred? Bueno, pues el de hoy es el cuñado de la hermana de la nueva novia de Tim. Frank.

Tracy intentó pensar en lo que acababa de oír, pero lo dejó después de tres segundos e hizo un gesto de rendición con la mano.

–De acuerdo. Vete. Te veré mañana.

–¡Gracias Tracy! –Mia se puso de pie rápidamente, sonriendo de oreja a oreja, y se echó el bolso al hombro–. Eres la mejor jefa del mundo. He terminado las cartas, están sobre tu mesa. Vendré más temprano mañana para archivar.

Salió apresuradamente y a punto estuvo de chocharse con el padre de Tracy, que en ese momento entraba en el amplio despacho de su hija.

–¿Adónde va? –su padre frunció el ceño.

–Tiene una cita.

Su padre frunció el ceño aún más.

–Eres demasiado blanda con ella, Tracy. Tu madre y yo no levantamos este negocio saliendo todos los días de trabajar a las cuatro de la tarde.

–Lo sé, lo sé. Pero vuestra meta era levantar un negocio; la suya es casarse. Eso es lo que a ella le importa.

Él asintió y cruzó su despacho para detenerse a mirar por la ventaba que daba a la Avenida Kilbourn, en el centro de Milwaukee.

–¿Y para ti, qué es lo importante, Tracy? ¿Cuál es tu objetivo en la vida?

Tracy lo miró sorprendida, pero el rostro de su padre no le reveló nada. Nunca le había hecho una pregunta así, y lo cierto era que ya no estaba segura de saber la respuesta. Pero sí que sabía lo que él querría oír.

–Quiero ver a Productos Siglo XXI establecida como la primera empresa de investigación, desarrollo, cultivo y distribución de nuevos productos vegetales y frutales.

Él entrecerró los ojos ligeramente y asintió, sin apartar la vista de la ventana.

–¿Y la meta de Mia? ¿No quieres casarte tú?

–Algún día, por qué no, si conozco a la persona adecuada.

Se dio la vuelta bruscamente.

–¿Qué te parece Paul Sanders?

Tracy cerró los ojos y aspiró hondo. Aquello tenía que parar.

–Papá, me gustaría que no intentaras endilgarme a cada hombre soltero de mi edad que te parece apropiado. Ese hombre es atractivo, pero está claro que le consume la ambición y probablemente será totalmente…

–Me refería al plano profesional. ¿Qué te pareció el discurso?

Ah –Tracy se puso algo nerviosa–. Fue… estupendo.

Dijo la última palabra entre dientes porque sabía lo que iba a pasar. Su padre se entusiasmaría con Paul, porque el estilo de Paul encajaba de fábula con el de Siglo XXI; y entonces Tracy tendría que ver a Paul cada vez que él se pasara por la empresa.

–Estoy de acuerdo. Creo que deberíamos decidirnos por él –su padre frunció el ceño y dio unas palmadas en el alféizar de la ventana–. ¿Su cara no te ha resultado familiar?

Tracy bajó la vista. ¿Debería decírselo? Estaba muy claro lo emocionado que estaba su padre de que Paul fuera a trabajar con Siglo XXI. Y, a decir verdad, el discurso y la calidad de los anuncios también la habían impresionado a ella. Si le decía que Paul era Dan, su padre se desinflaría. Pero no decir nada significaría que Paul Sanders había ganado, al menos de momento. Necesitaba más tiempo para decidir.

–No… No me ha resultado particularmente familiar…

Maldijo para sus adentros. Las evasivas no eran algo que se le diera bien.

–Bien. Entonces no es más que mi imaginación –su padre dio unas palmadas–. Lo llamaré en unos días y le daré la buena noticia. Hay que aparentar que nos costó decidirnos, para que no piense que somos fáciles.

–Buena idea.

Excepto que Paul Sanders ya pensaba que ella era fácil.

Derek Richards fue hacia la puerta, más animado de lo que lo había visto en muchos meses, y Tracy se sintió contenta. De acuerdo, tal vez valiera la pena encontrarse con Paul/Dan unas cuantas veces durante el mes siguiente con tal de ver a su padre tan entusiasmado como antiguamente, tan…

–Ah, Tracy, por cierto –su padre interrumpió sus pensamientos.

–¿Sí, papá?

–Sabes lo importante que esta campaña es para mí, lo importante que era este producto para tu madre.

–Sí.

–Creo que deberíamos trabajar codo a codo con Paul en todos los detalles a medida que vaya desarrollando sus ideas.

–De acuerdo…

¿Adónde querría llegar? Hasta el momento no había dicho nada que no fuera obvio.

–Hace tiempo que tengo ganas de pasar una temporada en la granja. Tengo una idea para desarrollar un arándano dulce que me gustaría intentar. Podríamos cultivarlos allí y controlar nosotros la producción completa.

–Esto… –Tracy tuvo una idea bastante buena de adónde conduciría todo aquello–. ¿Papá?

–Así que me gustaría que tú fueras el contacto –sonrió demasiado alegremente–. La que le proporcione a Paul todo lo que él necesite.

Salió inmediatamente de su oficina, evitando así la explosión de protesta que hubiera seguido. En lugar de eso, Tracy pagó su frustración golpeando la grapadora contra la mesa hasta que esta se llenó de grapas retorcidas.

Sabía que no podía discutir con su padre. Si hacía eso él se empecinaría más en su idea. El único modo de hacer cambiar de opinión a Derek Richards era minando poco a poco sus defensas, y demostrarle con pruebas que su decisión no hubiera sido la correcta.

Tracy apoyó la cabeza sobre la mesa. A no ser que se le ocurriera algo rápido, el tiempo que tardaría en conseguir que su padre cambiara de opinión sería tiempo que tendría que pasar con un hombre codicioso y mentiroso llamado Paul Sanders.