Capítulo Cinco
Tracy colgó con fastidio el teléfono de su dormitorio en el apartamento donde vivía sola en Wawatousa y se dejó caer sobre la cama barco que había comprado de segunda mano después de graduarse en la universidad. Su padre se había ido a la granja el fin de semana pasado, pero debía de estar en el invernadero con el móvil apagado, porque no había conseguido hablar con él en todo el día. Hubiera querido contarle que Dan y Paul eran la misma persona y, teniendo en cuenta que estaba a punto de ir a visitar la guarida del león, la reacción de su padre al contarle la verdad le hubiera sin duda dado algo de coraje y entereza con vistas al encuentro de esa noche.
En casa de Paul estaría fuera de su elemento, mientras que para él sería lo contrario. Aunque ya de por sí Tracy se sentía como pez fuera del agua gracias a su reciente condición de riqueza económica, la reunión de aquella noche la tenía algo inquieta. Algo nerviosa. Y, para qué negarlo, algo emocionada, maldita sea.
La radio despertador que su padre le había regalado en el instituto emitió un chasquido cuando los números cambiaron. Las seis y cuarenta y dos. Hora de marcharse. Le llevaría un poco más de quince minutos llegar al apartamento que Paul tenía cerca del lago.
Tracy cerró los ojos y apretó los dientes mientras respiraba hondo. Podría hacerlo. Lo haría. Llegaría allí y se mostraría amable y exigente al mismo tiempo, encantadora pero profesional. Después de todo, Tracy Richards era la que estaba al mando. Ella era la jefa, la que manejaba las tornas. Él y sus colegas estaban allí para arrastrase delante de ella, para mostrarle su sumisión.
Podría hacerlo.
Diecisiete minutos después estaba a la puerta del apartamento de Paul; apretó el botón del telefonillo de mala gana. Amable y exigente, encantadora y profesional. La puerta se abrió y se preparó para la oleada de atracción que sabía que se le echaría encima.
¡Y cómo!
Tenía la cara ligeramente sonrosada y eso hacía que el azul de sus ojos pareciera más intenso, más penetrante. Llevaba el primer botón de la camisa desabrochado, la corbata algo torcida, la americana abierta y el cabello ligeramente despeinado. Incluso su expresión parecía encerrar cierto aire de culpabilidad, como si lo hubiera pillado haciéndole el amor a la esposa de otro.
Arqueó una ceja con gesto condescendiente, tal y como Cynthia hacía tan bien, y sonrió con la mayor frialdad posible a pesar del fuego primitivo que la devoraba por dentro.
–¿He venido en mal momento?
–No, en absoluto. Solo estaba… –la invitó a pasar–. En absoluto. Pasa.
Tracy cruzó el espacioso vestíbulo y pasó al salón.
Aquel lugar parecía sacado de una página de alguna de esas revistas de decoración ostentosa para gente muy, muy rica. Aunque no tenía ni idea de decoración y el tema le importaba aún menos, se dio cuenta de que aquello lo había decorado y amueblado un profesional con instrucciones de hacerlo utilizando lo mejor de lo mejor.
Y allí estaba ella, con su traje de hacía cinco años y sus zapatos de hacía diez. Dios, qué pretencioso. Aquel apartamento ni siquiera parecía un hogar, por amor de Dios; parecía la sala de un museo. Frunció el ceño. Se fijó en una mesa de centro de cristal en forma de riñón, con un cesto de tomates de Siglo XXI, una botella de vino y… dos copas. ¿Dónde demonios estaban los otros dos?
–Intenté llamarte.
–¿Ah, sí?
Se volvió y lo miró a los ojos, pero él desvió la mirada. Si iban a trabajar juntos, Tracy necesitaba encontrar un modo de enfrentarse a aquella atracción. Pero él estaba allí en medio de la habitación, con los brazos en jarras y mirándola con una mezcla de aprensión y especulación, como si estuviera a punto de darle una mala noticia y le importara lo que ella pensara, lo cual, teniendo en cuenta que él era prácticamente un empleado suyo, más le valía.
–Me temo que esta noche estaremos solos tú y yo –se metió las manos en los bolsillos y se balanceó suavemente de delante hacia detrás–. Karen y Jim no pueden venir.
Ella le echó una mirada asesina, sin contemplaciones.
–No pueden venir.
–No. Lo siento. Intenté llamarte pero debías de haber salido ya –se acercó a la mesa de centro y agarró la botella de vino.
Tracy sintió una enorme tensión en las sienes. ¿Qué clase de empleados «no podían ir» a una reunión con un cliente importante? Pero por el modo en que Paul empezaba a abrir la botella, sin mirarla a los ojos, Tracy se dio cuenta de que estaba tan avergonzado como debiera.
–Tengo aquí todo –le quitó por fin el plástico al tapón de la botella y señaló una grabadora que había allí en la mesa de cristal–. Ya te expliqué un poco cómo hacemos las sesiones. Podríamos adelantar un poco, si te parece.
Tracy miró con vacilación el sofá color crema. ¿Allí sentados los dos, tomándose una copa de vino, hablando de tomates y ella intentando luchar contra la atracción que sentía por él? Ni hablar.
–¿Por qué no vuelvo otro día que nos sea posible a todos?
Nada más decirlo, deseó no haberlo hecho. Al reconocer su incomodidad en voz alta, cuando él no había hecho nada impropio, el ambiente había cambiado de Tracy y Paul, colegas en una reunión, al macho y a la nerviosa hembra, conscientes de que estaban solos en un apartamento perfectamente decorado, donde además había un dormitorio con una cama.
Estupendo.
Él se dio la vuelta y la miró.
–¿Por qué?
–Yo no… –se puso colorada, tremendamente furiosa consigo misma.
Se había prometido abordar aquello de manera puramente profesional, igual que estaba haciendo él sin ningún problema. En lugar de eso, estaba tan nerviosa como una virgen que ve la desnudez de un hombre por primera vez.
–Mira, Tracy. Karen y Jim… hubo un malentendido. Un colega los ha necesitado esta noche para otra cosa. Ha sido un error de programación que me avergüenza muchísimo. Está claro que no es así como quería que empezara nuestra relación profesional. Sé que el vino y las luces suaves hacen pensar otra cosa. Pero así es como trabajamos. Es el ambiente más efectivo para permitir que las ideas fluyan libremente. Espero que entiendas que solo estoy interesado en tus toma… en promocionar los tomates de tu empresa.
En su tono de voz Tracy detectó la sinceridad. Asintió, intentando no pensar con nostalgia en aquellos momentos en la playa, en los que su interés nada había tenido que ver con los tomates de su empresa y todo que ver con sus consabidos pequeños tomates.
–Por supuesto –se obligó a sonreír con despreocupación–. Solo me preocupaba que pudiéramos perder el tiempo sin la colaboración de tus colegas. Eso es todo. Me parece bien.
–Ah –se quedó allí con la botella de vino en la mano, todo avergonzado, y Tracy se sintió mal por mentirle, a pesar de ser él un mentiroso consumado–. Bueno, bien. Entonces siéntate. Serviré el vino.
Tracy se sentó. Al principio muy derecha, pero al poco apoyó la espalda en el comodísimo sofá, empeñada en no aparentar desconcierto, y tuvo que contenerse para no hacer un gesto de impaciencia cuando él olió el corcho con una floritura y probó una pequeña cantidad de vino antes de servirle a ella. Desde luego tenía momentos en los que era humano, pero Tracy no podía olvidar la gran cantidad de valores que los separaban. Con eso en mente, tendría la fuerza suficiente para soportar la velada.
Aceptó la copa y le sonrió con calma, mirándolo a los ojos, sin ni siquiera verter una gota de vino al sentir la conocida y eléctrica sensación que experimentaba cada vez que se miraban.
–Bueno. ¿Qué tipo de música te pone? Quiero decir, qué estimula tu… ¿Te parece bien el jazz? –murmuró entre dientes unas cuantas palabras que su madre sin duda no habría aprobado, y esperó su respuesta.
Tracy cerró la boca. De pronto su decepción pareció disiparse y se puso alerta. Tal vez, solo tal vez, no fuera ella la única de los dos que estaba nerviosa. Tal vez esa sensación de alto voltaje había rebotado y le había afectado también a él.
La invadió una curiosa alegría, junto con el deseo de averiguarlo con seguridad y el coraje para hacer precisamente eso.
Asintió despacio y lo miró del modo más inocente y seductor que pudo.
–El jazz siempre me ha parecido muy estimulante, Paul.
Él abrió la boca como si fuera a hablar, pero no emitió sonido alguno. Carraspeó y fue hacia el equipo de música, que tenía más botones que la cabina de un avión; mientras elegía el disco compacto, se aflojó el nudo de la corbata disimuladamente.
Entonces se pasó las dos manos por el pelo y murmuró algo más que ella no entendió por estar un poco lejos.
Su alegría fue en aumento y dio lugar a un sensación de calor, mareo y dificultad respiratoria.
Oh, Dios Santo. Aún la deseaba.
Los primeros acordes de una banda de jazz prorrumpieron en el apartamento. Paul se dio la vuelta y sonrió, aparentemente recuperada la compostura.
–Oscar Peterson, mi héroe.
Tracy asintió y dio un pequeño trago de vino, y luego otro. El tercero fue menos pequeño. Una vez sentadas las bases, podría apañárselas bien.
–Bueno –se sentó en el sofá junto a ella, levantó su copa de vino y dio un sorbo pausadamente–. Normalmente empezamos pasándonos el producto o una foto del mismo, tocándolo, oliéndolo, o en este caso probándolo, para ver qué aspectos son sus puntos comerciales más fuertes, cómo llega a nosotros, o las imágenes que provoca. ¿De acuerdo? La única regla es que todo se hace en voz alta. Incluso algo que pueda parecer de lo más estúpido puede conducir a una fantástica idea publicitaria. Nada de censura. Normalmente lo anotamos todo, pero como estamos los dos solos utilizaremos la grabadora. ¿Me sigues?
–Totalmente.
–Bien. Veamos… –apretó el botón de grabación, agarró un tomate y lo palpó, se inclinó sobre él y frunció el ceño–. Jugoso. Ácido y dulce.
Tracy agarró otro y pasó los dedos sobre la fina piel, intentando no sentirse cortada.
–Esto… rojo –se echó a reír nerviosamente–. Sin pepitas.
–Está bien –se inclinó hacia delante y le puso la mano en el brazo brevemente–. Relájate. Continúa.
Se concentró en el tomate, intentando ignorar la sensación de su mano tocándole el brazo, o ya puesta, al hombre en sí, y en entregarse a la tarea que tenía entre manos.
–Maduro. Y redondo.
–Suave –dijo él en voz más baja, y arrastró la palabra, como si estuviera recitando poesía–. Firme.
Oh, Santo cielo. Miró el tomate con empeño mientras sentía el calor del vino sonrosando sus mejillas y aflojándole el cuerpo, de repente consciente de adónde podría llevarlos todo aquello y no del todo segura de si quería continuar.
–Exquisito.
–Suculento… carnoso.
Tracy tomó otro sorbo de vino.
–Pesado. Maduro en la mata.
–Maduro –dijo en tono más profundo–. Y listo.
Tracy empezó a respirar jadeante, con los ojos fijos en el tomate que tenía en la mano, consciente de su proximidad, del peligroso coqueteo, de que se sentía cálida y viva y muy, muy tierna.
–Vivo. Y cálido. Perfumado por la tierra.
–El cálido aroma del verano.
–Como pelotas rojas y maduras.
–Como globos.
–Llenos de sabor –susurró ella.
La semioscuridad, la música y la presencia de Paul llenaban el ambiente de erotismo.
–Muérdelo.
Ella se pasó la lengua por los labios con nerviosismo, se arrellanó sobre el respaldo del sofá, se desabrochó el único botón de la chaqueta, empujada por la subida de adrenalina.
–Pélalo, y después muérdelo.
–Retírale la piel.
–Se pela de ensueño.
–Está desnudo.
–Libre.
–Bello –pronunció él en tono callado–. Tentador.
Tracy emitió un ronco suspiro. Un solo de tambor marcó un ritmo caliente. Debía detener aquello, sabía que debía hacerlo. Pero resultaba tan emocionante.
Cerró los ojos, incapaz de resistirse.
–Pruébalo.
–Está goteando.
–Lame el jugo.
–Tan dulce.
–Quiero más.
–Yo también, Tracy.
Ella abrió los ojos al detectar su susurro urgente. Paul no miraba ya el tomate que tenía en la mano. Y la avidez de su mirada no parecía que fuera a ser saciada con el producto.
Tracy se sentó más derecha. Aquello era una locura, algo insano. Jamás había hecho algo así en su vida, jamás había sentido una tentación igual. El juego estaba a punto de avanzar más allá del coqueteo, y no estaba lista. ¿Qué demonios le ocurría? Había sugerido más de lo que planeaba hacer, y detestaba a las mujeres que hacían eso. No podía hacer nada en absoluto con aquel hombre. Había miles de razones para no hacer nada, y solo una para hacerlo. Y en ese momento esa una era bastante potente, incluso más que en la playa.
Maldición. ¿Por qué no se mostraba libertina, orgullosa de sentir algo así como hacía Cynthia? ¿Por qué no podía dejarse llevar y levantarse al día siguiente habiendo olvidado ya la mayor parte del episodio? Pero ella no. Se enamoraría locamente de él, aunque fuera el cretino más grande del mundo, y después lo seguiría a todas partes como un perrillo hasta que él tuviera que darle unas patadas para librarse de ella.
Había llegado el momento de calmarse.
–Creo que tal vez sea suficiente.
Él se apartó de ella y suspiró largamente, como si volviera de algún mundo de ensoñación. Apagó la grabadora y rebobinó la cinta.
–Sí. De acuerdo. Creo que tienes razón.
–Será mejor que borres eso. Ahora –Tracy señaló la cinta.
Él asintió, presionó el botón de grabación y metió la grabadora debajo del cojín del sofá que tenía al lado para que la cinta se borrara sin ruidos.
–Podremos intentarlo de nuevo con Karen y Jim.
–Sí, vale.
Se puso de pie a la vez que él, y se quedaron mirándose frente a frente a la tenue luz de las lámparas. Sin duda Paul Sanders era muy apuesto. Sus ojos azul gris parecían emanar una luz propia.
–Tracy.
–Sí –dijo, y se cruzó de brazos.
–¿Vamos a ignorar lo que ocurrió?
Ella agachó la cabeza y estudió el bonito suelo del salón.
–Creo que ignorarlo es buena idea.
–¿Por qué?
–Porque estás trabajando para mi padre. Y en esencia, también para mí –señaló a su alrededor–. Además, somos totalmente distintos.
Él miró a su alrededor.
–¿Es que crees que soy la suma de la decoración de mi apartamento?
–Tal vez no. Pero creo que una casa dice mucho de una persona.
–¿De verdad? –se metió las manos en los bolsillos y consideró sus palabras–. ¿Y qué dice la mía de mí?
–Que te importa mucho el dinero. El nivel. El mostrarle al mundo que eres uno de los que lo han conseguido.
–Entiendo. ¿Cómo es tu casa?
–Yo tengo cosas antiguas. Cosas gastadas, de segunda mano.
Pensó en su cocina, en las cortinas de flores que su madre había hecho poco después de que ella y papá se casaran, en las banastas de los años cincuenta donde colocaba las fresas, la fruta… Pensó en su dormitorio, con la mecedora que se había llevado de la granja.
–Cosas que llevan conmigo toda mi vida y que para mí tienen mucho significado.
Él entrecerró los ojos.
–Ah, de acuerdo, entonces yo soy superficial y pretencioso y tú tienes la profundidad de la historia, ¿no es así?
Tracy hizo una mueca.
–Lo siento. Solo estoy describiendo lo que veo.
–Te diré algo, Tracy –dio un paso hacia ella y Tracy se abrazó–. Iré un día a tu casa y te diré lo que pienso.
En momentos como aquel le costaba saber qué pensar; saber cómo catalogarlo. Paul Sanders no hacía más que entrar y salir de la clasificación en la que ella lo había incluido para poder sentir solo odio hacia él. Porque a ratos era gracioso y encantador.
Pero al mismo tiempo tenía aquella parte que decía las mentiras, el lado que adoraba la riqueza y el nivel social, todo ello tremendamente repulsivo para Tracy.
–¿Dónde te criaste?
A Paul pareció sorprenderle su repentina pregunta, y la miró con recelo. Estaba claro que no podía repetir la escena del lacrimoso Dan que había representado en la fiesta de su padre. Esa vez tendría que decir la verdad.
–¿Por qué lo preguntas?
–Porque quiero saberlo.
–De acuerdo –entrecerró los ojos, miró al suelo un momento y después a ella a la cara–. Nací en… Concord, Massachusetts. Mis padres eran médicos, tuve una sucesión de niñeras y tutores privados hasta que fui lo suficientemente mayor para ir a la Academia de Exeter y después a Harvard. Cuando terminé empecé a levantar mi propio negocio con capital invertido por mi padre. Nací en cuna de oro y la trasformé en platino. Ahora, con tu empresa, espero llegar hasta el diamante. ¿Contesta eso tu pregunta?
–Sí –entrelazó los dedos y se miró las manos–. Lo hace.
Excepto que no era así. Paul estaba mintiendo. Se lo decía el instinto. Tanto Missy como Allegra habían sentido su sinceridad en la fiesta.
Sintió un enorme peso en el corazón. De acuerdo, estaba decepcionada. Aún no podía aceptar que él la atraía pero que al mismo tiempo no era una persona a la que pudiera respetar.
–¿Y tú?
–¿Perdona? –salió de su ensimismamiento y notó que él la miraba con curiosidad.
–¿Dónde te criaste?
Probablemente ya lo sabría.
–Me crié en el noroeste de Wisconsin, en un pequeño pueblo llamado Oak Ridge. En realidad era como un grupo de granjas. No teníamos mucho, pero la tierra era preciosa y nos alimentaba tanto física como espiritualmente. Entonces los experimentos de mis padres empezaron a dar frutos en todos los sentidos, y ahora… –se encogió de hombros–. Ya conoces el resto.
–Muy interesante.
Ella pestañeó y lo miró.
–¿El qué?
–Tu cara.
–¿Qué tiene de interesante mi cara?
–Muchas cosas –señaló el sofá–. ¿Quieres volver a sentarte?
Tracy se volvió y contempló el sofá. Si se sentaba tendría que charlar con él unos minutos al menos antes de poder levantarse sin resultar maleducada. De pie estaba más segura.
–No creo que… quiero decir…
–De acuerdo –levantó la mano–. Podemos quedarnos de pie si te sientes más segura así.
Tracy se puso tensa.
–No me siento insegura.
–Si tú lo dices.
–Debería marcharme.
Tracy no se movió, aunque le estuviera ordenando a sus piernas que la llevaran hacia la salida.
–Aún no puedes marcharte.
La callada afirmación le dio la sensación de ser deseada. Aunque lo único que quisiera él fuera conversación.
–Aún no te he dicho lo de tu cara.
Ella se echó a reír.
–¿Cómo conciliar el sueño sin saber lo que piensas de mi cara?
–Exactamente. Cuando estabas hablando de tu infancia… –se quitó la americana y la lanzó al sofá, después se aflojó la corbata–. ¿Te importa?
Tracy abrió la boca para respirar mejor. Sus movimientos no eran calculados, ni deliberadamente seductores, pero su gracia natural y el magnífico cuerpo que se adivinaba bajo la ropa la empujaron a imaginar que le seguiría la camisa, después los pantalones… y demás.
–En absoluto.
–Bueno –lanzó la corbata sobre la americana–. ¿Por dónde iba?
–Estabas a punto de comenzar el episodio sobre «La cara de Tracy».
Él se echó a reír con suavidad, como si su comentario le hubiera encantado, y Tracy se ruborizó.
–Cuando hablabas de tu vida en la granja, tu expresión se volvió romántica y soñadora.
–¿Ah sí?
–Después, cuando empezaste a hablar del éxito de tu padre… –se encogió de hombros.
–Déjame adivinar –Tracy arrugó la nariz–. ¿Nada de expresión romántica o soñadora?
–Eso es –asintió–. ¿A qué se debe?
Ella miró a su alrededor, se fijó en la decoración de su apartamento, y seguidamente en él, con una de burla en los ojos.
–A nada que tú pudieras entender.
–Ah, por supuesto que no –se dio una palmada en la frente–. Yo, el gran cerdo capitalista, contaminado por el sucio lujo que decora mi pocilga.
Tracy no pudo ahogar una sonrisa.
–Eso es.
–Y tú, la noble amante de la tierra, dejándote manchar por ella… pero de un modo puro y honesto.
–Crecí feliz en la granja –dijo con voz trémula y apretó los labios.
–Es decir, que ahora no eres feliz –avanzó un paso–. ¿Por qué no, Tracy?
Ella retrocedió un poco. Estaba demasiado cerca, y aquella conversación era demasiado personal. Podía compartir sus problemas con las chicas, con su padre, pero no con aquel hombre, con aquella combinación de sinceridad y artificio.
–Será mejor que me marche.
Él emitió un sonido de impaciencia.
–Tú, Tracy, eres una gallina.
–¿Por qué? –lo miró con mala cara–. ¿Porque no quiero compartir mis intimidades con alguien que acabo de conocer y en quien todavía no confío?
Él pareció sorprenderse en un primer momento, pero entonces se echó a reír y sacudió la cabeza.
–Lo siento. Tienes toda la razón. Perdóname.
Ella asintió, aún sorprendida de su retirada.
–Aun así debería irme.
–Me gustaría que te quedaras.
–No me parece apropiado.
–Tracy, no voy a pretender que no me atraes. Me atraes, y mucho. Pero también mi profesora en el jardín de infancia, una vecina casada en Massachusetts y una cajera del supermercado. Todas siguen vivas y nunca las he molestado.
Ella se echó a reír. Resultaba tentador. Ceder, sentarse con él en el sofá y beber vino mientras se hundía poco a poco en aquellos ojos luminosos y en la seductora emoción de estar junto a él.
¿Y después qué? En cuanto volviera a caer en la cuenta de quién era él en realidad y de lo que deseaba en la vida, ella se arrepentiría y desearía haber sido más fuerte.
Sonrió y se abrochó la chaqueta con remilgo.
–Te llamaré mañana. Podríamos encontrarnos otra vez con tus colegas la semana próxima.
Él la estudió un momento hasta que ella se mordió el labio y fue hacia la puerta de la casa.
–Me parece bien –dijo a sus espaldas en tono enérgico y formal–. Si no estoy cuando llames, mi secretaria concertará una cita.
La alcanzó y le abrió la puerta.
–Buenas noches, Tracy.
–Buenas noches.
Salió de su apartamento sin mirarlo a los ojos, medio deseando ser la clase de mujer que pudiera quedarse, sabiendo que pasaría el resto de la noche sola en la cama, preguntándose que habría pasado de haberse quedado.