Capítulo Dos

 

 

Paul Sanders intentó mantener la vista al frente. Procuró concentrarse en los golpes de sus pies corriendo sobre la arena, en la sensación limpia y sana que le proporcionaba el ejercicio físico. Intentó cualquier cosa con tal de no volver la cabeza para mirar hacia la casa de los Richards. Había ido a correr a esa playa a propósito, solo para echarle un vistazo al elegante chalé a la orilla del lago; tan solo para impregnarse un poco de los gustos de su objetivo.

Derek Richards era el multimillonario que había cultivado el primer aguacate sin hueso, el primer plátano del mundo que se mantenía en su punto durante una semana sin ponerse marrón y últimamente, según se rumoreaba, el primer tomate sin pepitas que maduraba en la mata y no se pudría después de arrancarlo. También se decía que había tenido sus diferencias con Stauderman, Shifrin y Luz, y que andaba buscando una nueva agencia publicitaria.

Paul Sanders, presidente de The Word, deseaba ese trabajo. Y mucho. La empresa y el mismo Paul habían tenido un comienzo prometedor con la exitosa campaña publicitaria de las prendas de ropa Attitude! En ese momento estaba listo para dar el gran salto y dejar muy atrás su infancia de pobreza.

Lo había hecho todo cuidadosamente, investigado cualquier información relacionada con el rápido ascenso de Derek Richards de granjero y botánico a conocido pionero de la ingeniería alimenticia. Ya que Paul había comprado una casa de verano a unos cientos de metros de la de Richards, la oportunidad de ver al hombre en su elemento mientras permanecía de incógnito le había resultado demasiado tentadora.

En lugar de eso, Paul se había apresurado sin necesidad a ayudar a una mujer que había resultado ser la hija de Derek, ¿Tracy, verdad?, se habían mirado a los ojos y había sentido el deseo más potente que recordaba en sus treinta y un años.

Aquel encuentro inesperado no formaba parte de su plan.

La casa de los Richards apareció a su derecha. Maldición. Por el rabillo del ojo vio que ella estaba en la terraza; no le hizo falta mirarla para recordar cómo era. Una melena de cabello oscuro y rizado sobre un cutis blanco; unos labios sensuales y rosados, y un vestido estampado de flores azules que se ceñía a su esbelta figura. Una combinación de sensualidad e inocencia que lo intrigaba, más allá del deseo. Menos mal que no la había conocido cuando era un vago.

Paul frunció el ceño y ahogó la irracional nostalgia que sentía a veces. Por supuesto, no tenía importancia. Si él, cuando consiguiera el contrato, pudiera presentarse ante ella como el hombre de éxito y bien vestido en quien se había convertido, ella no lo conectaría con el tipo desaliñado que se había preocupado cuando a ella se le había metido arena en los ojos.

En ese momento solo debía seguir corriendo y resistirse a la tentación de darse la vuelta y volver a verla.

Al llegar a la altura de la casa le pareció que tres o cuatro mujeres lo miraban desde la terraza.

–¡Perdone!

Continuó corriendo e ignoró la llamada. ¿Qué podría querer de él?

–Perdone –esa vez lo dijo en voz más alta, de modo que no pudo ignorar la llamada.

Paul se detuvo a regañadientes.

–¿Sí?

Vio a cuatro mujeres vestidas de fiesta, de aspecto elegante y relajado, a pesar del calor. Una morena alta y despampanante, una rubia de expresión dulce, otra menuda y con el pelo rizado… y ella. Sus miradas se encontraron y sintió la misma sensación, la misma sacudida.

Paul se puso los brazos en jarras, algo avergonzado de su aspecto sudoroso y desaliñado.

–Hola –se retiró un rizo detrás de la oreja–. Yo… soy Tracy.

Él asintió, muy receloso, y bajó la voz, como si se estuviera recuperando de una laringitis.

–Hola, Tracy.

Una ráfaga de viento caliente proveniente del lago le pegó en la espalda y le revolvió la falda a ella. La dulce rubia se ruborizó y bajó la vista para examinar su bebida; la del pelo encrespado lo miró con franqueza por encima de la montura de sus gafas violeta y esbozó una sonrisa de suficiencia.

Tracy recibió un codazo en las costillas de la morena alta que seguía con aquella sonrisita de suficiencia en los labios, y a Paul le dio la impresión de que se estaban divirtiendo mucho con algo. Como por ejemplo, él. Cuatro niñas ricas que no podían resistirse a jugar con el chico malo. Deseó que pudieran verlo en su despacho, en acción, al mismo nivel que ellas.

–Me preguntaba si… –Tracy esbozó una leve sonrisa, y seguidamente se mordió el labio, como si la intentara disimular–. Si… si…

Las tres muchachas se dieron la vuelta y fueron a meterse en la casa con mucha cautela, intentando aguantarse la risa.

–¿Si qué?

–Si le gustaría pasar. Quiero decir, entrar y unirse a mí… a la fiesta.

El trío de mujeres entró en la casa. Tracy soltó una risita nerviosa, se tapó la boca y lo observó por encima de la mano.

Su atracción se disipó, y en su lugar empezó a sentir unos pausados latidos. Qué divertido. Invitar al sudoroso bombón de baja estofa a su fiesta pija. Tal vez pedirle que se desnudara para que los invitados pudieran echarle un buen vistazo a la mercancía. Tracy Richards debería darse cuenta. Se había criado en una granja sin apenas medios.

El dinero hacía cambiar mucho a las personas. Menos mal que a él no.

–No lo creo, gracias.

Fue a darse la vuelta, pero la expresión en la mirada de Tracy lo detuvo. Parecía decepción, vergüenza. No era la mirada de una niña mimada que no conseguía lo que quería y estaba a punto de llamar a gritos a su papá.

Abrió la boca para decir algo cuando se abrieron las puertas de la terraza y salió un hombre de unos treinta años, con el pelo ralo y un traje muy caro.

–¿Eh, Tracy, qué haces que no estás dentro? La fiesta está en su mejor momento –el hombre se colocó junto a ella con gesto posesivo y miró a Paul–. ¿Hola, cómo está? Vamos, Tracy. Aquí hace mucho calor.

La agarró del brazo e intentó darle la vuelta. Instintivamente, Paul dio un paso hacia delante, rechazando el modo en que el tipo la había agarrado; pero entonces se lo pensó mejor. Aquello no era asunto suyo. Tal vez a la señorita pija le gustaba que la maltrataran.

Tracy se soltó del hombre y se agarró a la baranda con cara de pocos amigos.

–Estoy bien, Jake.

–De acuerdo. Entonces trasladaremos aquí la fiesta –Jake miró de nuevo a Paul–. ¿Conoces a este tipo, Tracy?

Lo preguntó como si se refiriera a algo que hubiera aparecido en la costa después de que se hubiera reventado la alcantarilla en la playa. Paul colocó los brazos en jarras, deseando poder meterle el balance de su empresa por la boca a aquel yuppy engreído.

–Yo… acabo de conocerlo.

–Ah –Jake sonrió claramente aliviado–. Pensé que podría ser uno de tus… ya sabes… amigos.

Lo dijo en tono meloso, de insinuación, y Paul apretó los dientes, sorprendido por el repentino pellizco de decepción que sintió. De modo que no se había equivocado al pensar de ella lo que había pensado. Se juntaba con chicos malos para divertirse a costa de ellos. Jake los había llamado «amigos». Qué delicado. Pero las mujeres ricas hacían ese tipo de cosas.

–¿Tracy? –la puerta de la terraza había vuelto a abrirse–. ¿Por qué estás aquí fuera con este calor, cielo? Los invitados me están preguntando por ti.

Paul alzó la vista instintivamente. Allí estaba él. Medio calvo, con bigote, algo de sobrepeso, tal y como mostraban las fotografías. Derek Richards. El hombre que podía conseguir que todos los sueños de Paul se hicieran realidad si Paul daba los pasos adecuados y lo enganchaba. Pero no allí, no cuando lo que sentía eran ganas de estrangular a su hija y violarla al mismo tiempo.

El señor Richards se puso la mano a modo de pantalla delante de los ojos a la luz del atardecer.

–¿Quién es este hombre?

–Papá, este es… –Tracy se volvió hacia Paul y arqueó las cejas con gesto de interrogación.

–Soy… Dan –soltó el primer nombre que se le pasó por la cabeza.

–Dan –Tracy asintió sin quitarle los ojos de encima.

Él también la miró, sorprendido por el efecto que tenía en él la mirada de esa mujer, de cómo parecía turbarlo, de las ganas que le daban de quedarse allí con ella.

–De acuerdo, Dan, ¿por qué no te unes a nosotros?

Jake lo dijo en un tono demasiado caluroso, y la invitación fue demasiado sincera, pero el desafío quedó muy claro. El señor Richards miró sorprendido a Jake, pero en cuanto este le guiñó un ojo el padre de Tracy sonrió. Tracy se limitaba a mirar a Paul como si fuera un regalo que acabara de caerle del cielo.

Paul se puso tenso y el muchacho duro que llevaba dentro volvió a la vida, como si lo hubieran trasportado en el tiempo. Así que los Richards y compañía querían que un tío macizo y barriobajero como él los divirtiera un rato. Podría hacerlo tan bien que no tendrían ni idea de quién era en realidad. Y uno de esos días los tendría comiendo de su mano.

–Gracias –sonrió pausadamente–. Me encantaría unirme a vosotros.

 

 

Tracy dio un sorbo de su segunda cerveza mientras con ojos entrecerrados observaba a Dan al otro lado del salón, contándole otra vez sus penas a Missy y Allegra. Se suponía que tenía que atraerla tanto a nivel físico como a nivel intelectual. Pero aquel hombre no parecía poder sobreponerse al hecho de que no tenía tanto dinero como el resto de las personas que había en la fiesta. Y el que estuviera acomplejado no la atraía en absoluto.

¿Y a quién diablos le importaba sino a él? Y tal vez a Jake. Tracy y su familia habían pasado muchos años sin dinero, y la familia había estado unida.

–¿Ya has charlado con el chico pobre? –Cynthia se acercó a Tracy–. ¿Va a pasar algo entre vosotros?

–Lo dudo –Tracy miró hacia donde estaba Dan, que ni siquiera dentro de la casa se había quitado las gafas de sol, con la mano en el pecho en medio de alguna exagerada historia; Allegra le puso la mano en el brazo en gesto consolador.

–¿Qué te parece? –Cynthia dio un trago de su tercer Martini–. Creo que hay algo sospechoso en todo esto.

–Eso es lo que yo he pensado –Tracy se volvió hacia su amiga–. Está haciendo un esfuerzo sobrehumano por no encajar. ¿Qué te ha contado a ti?

–Oh, lo normal. Las penurias de su infancia, las bandas de su adolescencia, y «oh, qué bonito sitio, caramba, me gustaría tener un día un sitio como este», etcétera, etcétera –hizo un gesto con la mano–. Me entraron ganas de ponerme a tocar el violín.

Las dos mujeres se volvieron para observar a Dan en acción. Sacudía la cabeza con gravedad mientras Allegra se mordía el labio. A Missy le rodó una lágrima por la mejilla.

–Qué pena que esté tan acomplejado –comentó Tracy–. Es tan apuesto. E irradia una energía asombrosa. Como si se levantara dispuesto a resolver cualquier problema.

–Me apuesto a que es una bomba en la cama, también –comentó Cynthia.

Otra mujer se unió al círculo que se había formado alrededor de Dan.

–Parece que soy la última de la fila.

–Déjalo en manos de la experta. Sé cómo puedes quedarte a solas con él.

–¿Sí? –Tracy se volvió y se cruzó de brazos, intentando disimular su ridícula emoción–. ¿Otra de tus discretas maniobras, Cynthia? ¿Te vas a acercar a él y le vas a decir: «eh, colega, te apetece darte un revolcón»?

Cynthia la miró con desdén.

–Ja. Ja. Algo mucho mejor que eso. Sal a la terraza.

–¿Y… ?

–Y quédate ahí. Deja que la brisa te agite el vestido con suavidad; levanta la cabeza para mirar las estrellas y sacude el cabello con sensualidad. Ah, y pon cara de estar sola y disponible. Si le interesas, saldrá.

–¡Ja! Lo más seguro es que sea Jake el que salga.

–Yo me ocuparé de Jake –Cynthia se bebió el resto del Martini y se atusó el cabello–. No sabrá lo que le ha pasado. Ah, por cierto, cuando pases delante del harén de Dan, si puedes mirarlo a los ojos como quien no quiere la cosa, mejor que mejor.

Tracy se echó a reír.

–Cynthia, eres toda una maestra.

Cynthia miró a su alrededor y le dio un empujoncito a Tracy.

–Adelante. ¡Jake! ¡Aquí, cielo! ¿Podrías echarme una mano? Necesito el consejo de un hombre…

Tracy avanzó hacia donde Dan continuaba explicando una de sus lacrimógenas historias al grupo de embobadas mujeres que lo rodeaba. Aminoró el paso, sintiéndose totalmente ridícula. Tenía a dos docenas de mujeres babeando delante de él, ¿cómo iba a fijarse en ella?

Pues lo hizo. Dan levantó la cabeza a mitad de una frase y la miró a los ojos, como si hubiera sabido que iba a pasar por allí, como si la hubiera estado observando todo el tiempo. Ella apartó la mirada y salió a la terraza, donde había mucha humedad. Cerró la puerta cristalera mientras se preguntaba por qué no podía respirar con normalidad y por qué sentía aquel cosquilleo por dentro.

Aquella atracción era tan real, tan potente, que de pronto entendía por qué algunas personas se relacionaban con otras con las que en nada coincidían. En ese momento lo único que deseaba era tirar a Dan en la arena y cabalgar sobre él como una vaquera. No recordaba haber sentido jamás nada igual… nada tan primitivo y bestial por un hombre. Resultaba peligroso, emocionante…

La puerta de la terraza se abrió a sus espaldas, y Tracy se puso tensa. Tenía que relajarse, que levantar la cabeza con aire soñador hacia las estrellas, a pesar de que esa noche estaban ocultas por las nubes. Intentó sacudir la melena, solo que la suya era demasiado corta, e intentó adoptar una expresión solitaria y disponible, lo cual le resultó difícil porque lo que quería en realidad era darse la vuelta para ver si era él.

–Hola.

Tracy cerró lo ojos y pegó un respingo al oír el tono ronco de su voz. Oh, Dios, era él. Se apoyó en la barandilla junto a ella, y su presencia le resultó tan poderosa que tuvo ganas de echar a correr.

–¿Disfrutando de la fiesta?

–Tienes unas amigas muy agradables.

–También hay unos cuantos hombres ahí dentro –dijo y enseguida se dio cuenta de la metedura de pata.

Él se echó a reír.

–¿No me digas?

Se oyó cómo se deslizaba la puerta de la terraza. ¿Sería Jake?

–¿Te apetece dar un paseo?

Tracy se volvió a mirar a Dan. ¿Un paseo? ¿En la oscuridad? ¿Por una playa prácticamente vacía, con el hombre más atractivo que había conocido jamás? Caramba…

–De acuerdo.

Bajaron hacia la playa, y todo el tiempo Tracy iba repitiéndose a sí misma que no debía dejarse llevar por la ilusión y las fantasías. Tal vez, como había dicho Cynthia, estaba acomplejado con tanta gente rica.

Si al menos se quitara las gafas de sol, a lo mejor podría percibir más cosas sobre él.

–Bonita noche.

–Mmm –claro que con él sería bonita aunque estuviera cayendo granizo–. Me alegro de que quisieras unirte a la fiesta. Mi invitación ha sido algo impulsiva, la verdad; no suelo abordar así a los extraños.

–¿Entonces por qué a mí sí?

Tracy abrió los ojos como platos. ¿Cómo explicarle que nada más mirarlo había sentido ganas de tirarse encima de él?

–Oh… bueno, no estoy muy segura.

–Déjame adivinar –dijo en tono ronco–. ¿Querías divertir a tus invitadas con alguien que jamás le añade pasta de rábanos a la ensalada?

Tracy dejó de caminar.

–¿Es eso lo que habías pensado?

–Me preguntaba si sería así.

–Oh, Dios mío, en absoluto –contestó, con ganas de echarse a reír.

Probablemente era la última persona en pensar que las penurias económicas pudieran resultar algo divertido.

–A Jake y a tu padre pareció hacerles mucha gracia.

–Sí, bueno, tienen un sentido del humor algo extraño. Papá es majo, solo es una de esas personas geniales que también resulta ser algo negado. Jake es un esnob.

–Parece admirarte.

–Admira los ingresos de mi padre –contestó con fastidio.

Dan se acercó un poco más al tiempo que un pedazo de luna asomaba por entre unas finas nubes grisáceas, de modo que pudo verle mejor la cara.

–¿Por qué no te quitas las gafas de sol?

Tracy se moría por verle los ojos. Se los imaginaba de un azul intenso; unos ojos en los que una podría perderse durante horas y horas.

–Son graduadas. No veo nada si me las quito. Aún no has contestado a mi pregunta, Tracy.

–¿Y qué me habías preguntado?

–Que por qué me invitaste a la fiesta.

–Ah. Eso –se quedó callada un momento–. Bueno… se me ocurrió que… tal vez tú…

Se fijó en ella con tanta intensidad que Tracy imaginó su mirada quemándole a través de las gafas.

–¿Fue por la química que surgió entre nosotros cuando nos vimos esta tarde?

Tracy abrió y cerró la boca varias veces. Gracias a Dios no emitió sonido alguno.

–No ha sido mi intención avergonzarte –Dan sonrió y reanudó el paso con movimientos gráciles y acompasados–. No tienes por qué contestar.

Tracy lo siguió, salvando obstáculos inexistentes en la arena. Se dijo que no debía dejarse llevar por el romanticismo del momento. Su cometido era intentar averiguar cosas sobre Dan; a ver si no estaba simplemente fingiendo ser un muchacho pobre por alguna u otra razón. Hecho eso ya podría dejarse llevar por el romanticismo del momento.

–¿Dónde creciste? –le preguntó ella.

–En Boston. Bueno, en realidad en Roxbury. Mamá le pagó a papá los años de la facultad de medicina; papá le dijo «muchas gracias, hasta pronto» y se casó con una chica de la alta sociedad de Beacon Hill. Me vine a Wisconsin porque mi abuela vive en Wauwatosa y mamá se mudó aquí para estar más cerca de ella. Fin de la historia.

–Oh, caramba.

Su escueta exposición la conmovió más que si se lo hubiera contado con aspavientos y gestos elocuentes, tal y como había hecho en la fiesta. Posiblemente, con ella quisiera mostrarse más serio, y Tracy tuvo que reconocer que esa idea le gustó. Sobre todo si la verdadera razón era que tenía interés por ella; que ella provocaba algo en él parecido a lo que él provocaba en ella.

–¿Entonces qué hace un tipo agradable como tú en un barrio como este?

Él se echo a reír.

–Interesante manera de verlo. Trabajo para los Gabriel, de Apple Lane. Me ocupo del mantenimiento en general. Lo que haga falta, yo lo hago.

–Ah.

Se reprendió a sí misma por la decepción que sintió. ¿Quién era entonces la esnob? Por el hecho de que no fuera ambicioso no quería decir que fuera menos persona. Desde luego parecía inteligente. Tal vez tenía otro objetivo por el que estuviera trabajando al mismo tiempo.

–¿Llevas… haciéndolo mucho tiempo?

–No mucho.

–¿Y tienes pensado quedarte con ellos?

–¿Es que no piensas que el limpiar la piscina de los Gabriel pueda satisfacer mis sueños? –dijo en tono burlón.

–Tal vez no te conozca, pero me parece que hay algo más.

–¿Por qué?

–Tan solo es un presentimiento.

–¿Y si no fuera así? –se detuvo y se volvió hacia ella con una brusquedad que la sorprendió–. ¿Si estuviera empeñado en pasarme la vida limpiando piscinas, me verías con otros ojos?

Tracy lo estudió con curiosidad. Tenía las cejas arqueadas y en sus labios se dibujaba una medio sonrisa, pero tenía el mentón firme y de su persona irradiaba una potente energía. De nuevo sintió muchas ganas de verle los ojos.

–Lo siento. No lo entiendo.

–¿Sería más atractivo a tus ojos tal y como estoy ahora, o vestido con un traje y sentado a la cabeza de la junta de una empresa?

–Te prefiero así –contestó con sinceridad.

–Eso es lo que yo pensaba –se acercó a ella, y esa proximidad encendió de nuevo la chispa de deseo en su interior–. Ahora tienes que contestarme.

Ella lo miró boquiabierta y desorientada.

–¿Contestar el qué?

–¿Si sentiste o no esa reacción química cuando nos vimos esta tarde?

Tracy sabía dónde los conduciría su respuesta.

–Sí –susurró.

Él le deslizó un dedo por el cuello y después por la clavícula.

–Creo que, después de lo que te he contado que hago en casa de los Gabriel, estás buscando que atienda también tus necesidades. Un tipo sin complicaciones, para una relación sexual sin complicaciones. ¿Me equivoco?

Tracy se puso tensa. Había cometido el error de pensar que ella le gustaba.

Sintió ganas de llorar, pero lo disimuló. El muy imbécil. Llevaba toda la noche quedándose con ella, con todas ellas. Era todavía más esnob que Jake, puesto que no veía más allá de su dinero. Bueno, ella también era capaz de jugar a ese juego.

–Oh, Dan –se obligó a relajarse–. Me alegro tanto de que lo hayas entendido. Eso es exactamente para lo que te quiero; para que atiendas mis necesidades.

–Eso pensaba yo –dijo en tono seco.

–Y… ¡ay! –gimió levemente–. Ahora mismo tengo una necesidad muy urgente.

–Estoy seguro de ello –contestó con mayor dureza, como si quisiera tirarla al lago.

–Te deseo Dan, te necesito –se inclinó hacia delante y se pasó la lengua por los labios–, para que limpies nuestra piscina.