Capítulo Doce
Tracy se levantó del columpio del porche, cuya cuerda vieja había cambiado por una nueva de nylon. Después de un primer día de dar vueltas por la casa sintiendo lástima de sí misma, se había lanzado a mejorar el estado general de la vivienda, barriendo, abrillantando y reparando todo lo que hacía falta. Pero aunque había dejado la casa limpia y lista para habitar, el trabajo no había hecho desaparecer aquel nerviosismo que sentía. Un nerviosismo que no había experimentado jamás.
Se estaba poniendo el sol, pero Tracy no parecía tener muchas ganas de contemplar el ocaso esa noche. En realidad, no tenía ganas de hacer demasiadas cosas. Llevaba cinco días sin ver a Paul, cinco días sin tener contacto con nadie. La soledad le había gustado cuando había ido anteriormente a la granja, pero parecía que desde que había conocido a Paul las cosas habían cambiado.
Había llamado una vez a su padre para decirle que no iría esa semana al despacho, y el hombre se había mostrado preocupado por ella. Su padre deseaba que las cosas funcionaran entre ella y Paul. Hasta el punto de que se había inventado, con la ayuda de su secretaria, todo el tinglado de los aguacates de Guajalote, en Texas, para que Tracy cenara aquella noche a solas con Paul en Chez Mathilde.
Bueno, ella también quería que la cosa funcionara con Paul. Pero parecía que querer no era suficiente.
Entró en la casa, utilizó el inodoro y se miró al espejo con fastidio mientras se lavaba las manos. Tenía el pelo hecho un asco, no se había maquillado por falta de interés y tenía unas pronunciadas ojeras por culpa de que llevaba cinco días sin dormir adecuadamente; cinco noches en las que las pesadillas se habían alternado con los sueños en los que hacía el amor con Paul. Y esos sueños eran los peores, porque parecían continuar durante el día, cuando estaba totalmente despierta y no había escapatoria.
Fue arrastrando los pies hacia el salón y encendió la televisión, cuya antena tuvo que ajustar hasta que la imagen se vio con claridad. Echaban una película en la que el protagonista era Mel Gibson. Entendió que debía de estar muy colada cuando hasta Mel Gibson palidecía en comparación con Paul. Se dejó caer sobre el viejo sofá, donde aún había pelos de Tinker, su perro, que había muerto poco después que la madre de Tracy. Por mucho que pasara la aspiradora no parecía poder limpiarlos del todo. Por mucho que trabajara no parecía poder aclarar la confusión de sus pensamientos.
Interrumpieron la película para poner los anuncios y Tracy fue a la cocina a hacer palomitas, puesto que no le apetecía hacerse la cena. Echó un poco de aceite en un cazo, añadió unas cucharadas de maíz y encendió la cocinilla. Entonces sonó un zumbido horrible, como una enorme descarga eléctrica. Del quemador empezaron a saltar chispas y una llama azul anaranjada.
Tracy gritó y se apartó con rapidez; entonces apagó el quemador y retiró la mano como si aquello fuera a explotar. Se quedó allí un momento, con la mano sobre el corazón, intentando controlar la respiración. En cuanto se calmó un poco, Tracy se echó a llorar.
Ya no se sentía feliz en su precioso, perfecto y acogedor mundo. Ya no se sentía completa.
De repente, las lágrimas de Tracy se convirtieron en carcajadas histéricas. De acuerdo, ya era suficiente. Su vida no iba a continuar así. Había llegado el momento de avanzar, de encontrar un bonito lugar común para dos personas que estaban enamoradas, una bonita casa y muchos compromisos. Se levantó y agarró un pañuelo de papel, se sonó la nariz y se enjugó las lágrimas con determinación.
Lo primero, el tostador.
Desenchufó el aparato del enchufe de la cocina, buscó una bolsa de basura bajo el fregadero y lo echó dentro. Le siguió el temporizador de la cocina, los manoplas de tela quemadas, el abrelatas oxidado, los platos rajados, los vasos desconchados. Bueno. Aquello no estaba nada mal.
El feo reloj de la pared, el hervidor lleno de grasa, el escurreplatos manchado, los paños deshilachados, los tenedores doblados o la espátula oxidada corrieron la misma suerte. Se echó a reír, sintiendo una subida de adrenalina positiva por primera vez en toda la semana. Continuó llenando la bolsa y la dejó en el vestíbulo, donde seguían los aparatos que había comprado Paul.
Perfecto.
Colocó el tostador y temporizador nuevos; hizo un hueco en la encimera para el microondas nuevo y lo enchufó. Abrió la caja de palomitas que Paul había comprado, las metió en el microondas, y dos minutos después, sin quemarse ni mancharse las manos, volvía al salón con un cuenco de deliciosas palomitas recién hechas. Retiró la funda del sofá llena de pelos de perro y la tiró junto a la bolsa de basura del vestíbulo.
Eso también.
Terminó de ver la película de final feliz entre sonrisas y lágrimas. Le encantaban las películas románticas que terminaban bien. Y aquella tenía un mensaje especial para ella. El personaje encarnado por Mel había sobrevivido, triunfado en su nuevo mundo, aunque al mismo tiempo había logrado incorporar su pasado a su futuro. Aún era capaz de pilotar los viejos aviones, aún podía contar con su antiguo amor.
Mensaje recibido.
Al día siguiente iría a la tienda. Compraría una versión nueva de todo lo que había tirado. Haría instalar el aire acondicionado en su dormitorio y compraría una cama grande. Sustituiría las telas mosquiteras del porche. Lo haría todo. Entonces alquilaría un automóvil de lujo y volvería a la ciudad el viernes, a tiempo para asistir a la presentación de la campaña de Paul para Siglo XXI. Hablaría con su padre sobre la idea de dejar el negocio, sobre encontrar otra cosa que hacer. Tal vez utilizar su dinero para ayudar a otros granjeros que quisieran investigar a vivir más cómodamente mientras sus ideas tomaban forma. Tal vez papá la echara de menos, pero estaría contento de verla progresar, al igual que había hecho él años atrás.
Porque una casa no podría hacerla feliz, porque una tierra no podría hacer que se sintiera en paz, completa. Después de conocer a Paul, solo había alguien capaz de hacerla sentir todo eso.
Ella misma.
–¿Qué diablos quieres decir con que está enferma? –Paul miró a Dave, que había ido a la oficina de Paul a darle en persona la mala noticia.
La presentación de Siglo XXI empezaría pasados quince minutos y la modelo que había contratado, una amiga de Dave, se había puesto mala con gastroenteritis.
Eso le pasaba por no ir a una agencia de modelos, donde le hubieran enviado a una sustituta. Pero la mujer que Dave le había sugerido había sido perfecta para la campaña. Menuda, morena, muy parecida a Tracy, que era en el fondo la inspiración.
Dios, cómo la echaba de menos. ¿Habría conseguido trasmitirle el mensaje, o solo molestarla? ¿Y cuando se le pasara el enfado, pensaría en seguir adelante o habría decidido enterrarse en aquel museo de recuerdos?
Decidió centrarse en los asuntos más urgentes que tenía entre manos.
–Al menos tenemos las fotografías –se ajustó la corbata y consultó un momento las notas para la presentación–. Tendremos que contentarnos con estas. El concepto está intacto.
–Otra cosa, Paul.
Este miró a Dave.
–Por favor, no me des otra mala noticia.
–Creo que Tracy está aquí. La he visto fuera en el pasillo. Pensé que tal vez querrías saberlo antes de entrar.
Paul tragó saliva. El corazón le latía con tanta fuerza que le pareció que se le notaba a través de la camisa. Había vuelto de la granja. Había inventado excusas para llamarla a su oficina cada día de la semana anterior, pero la respuesta siempre había sido la misma. Seguía fuera y no sabían cuándo volvería.
–Gracias por decírmelo.
–Buena suerte, tío –Dave se acercó y le dio una palmada en la espalda–. Me quedaré un rato para ver qué tal sale todo; después te llevaré a… Eh, se me está ocurriendo una idea –corrió a la puerta y desde allí se volvió a mirar a Paul–. Empieza la presentación cinco minutos tarde, ¿vale?
Paul sacudió la cabeza.
–Dave, no creo que pueda aguantar otra de tus ideas.
–No –Dave levantó las mano–. Esta es una buena. Me siento responsable por lo que ha pasado, pero puedo arreglarlo. ¿Tienes aquí el vestido y las cosas?
Paul señaló una bolsa de una tintorería que colgaba de una percha de la puerta de su despacho.
–Sí, pero no te entrará.
–Ja, ja –Dave fue por la bolsa y salió corriendo del despacho.
Paul suspiró. De no haber estado tan desesperado… Pero sabía que Dave no se arriesgaría con su presentación. Seguramente habría recordado que una de sus cientos de novias era morena y con el pelo rizado.
Esperó cinco minutos, aspiró hondo un par de veces y salió del despacho. Avanzó hacia el final del pasillo, hacia la sala de presentaciones donde estarían esperándolo Jim y Karen, y posiblemente también Tracy. Solo con mirarla a los ojos lo sabría.
Agarró el pomo de la puerta, centró su energía en lo que iba a hacer y entró en la sala.
Cerca de la puerta estaba el padre de Tracy con dos directivos que le habían presentado brevemente, y también Mia, la secretaria de Tracy. Paul sonrió y le estrechó la mano a Derek Richards con cordialidad, pero se le encogió el corazón al ver que Tracy no estaba allí.
¿Dónde demonios estaba? ¿Se habría equivocado Dave?
Saludó a los otros dos directivos y a Mia y fue hacia el centro de la sala, intentando levantar el ánimo por la presentación que estaba a punto de hacer y por todo en general. ¿Por qué no estaba Tracy allí? ¿Seguiría en la maldita granja, o estaría en el pasillo?
–Bienvenidos. Detesto comenzar una presentación tan importante para The Word con una disculpa, pero una modelo que había contratado como parte del cuadro vivo se ha puesto enferma con gastroenteritis y no hemos podido encontrar sustituta.
Siguieron unos cuantos murmullos, asumió que de desaprobación, y entonces señaló hacia una esquina de la sala que estaba cubierta por una cortina negra de paño. A una señal suya, bajaron las luces, se retiró la cortina y un foco iluminó el espacio.
El público aplaudió con entusiasmo. Paul avanzó un paso, con los ojos como platos, incapaz de mover un músculo. En la réplica exacta de las escaleras del porche de la granja de los Richards que había encargado reproducir, vestida con el sexy vestido mini color negro, con los labios y las uñas pintadas de rojo, a punto de morder un tomate en su punto, estaba sentada Tracy.
Levantó la cabeza y le sonrió con timidez. Nunca en su vida había visto nada tan precioso como aquello. Parecía cansada, pero su mirada era serena; en ella no había ni miedo ni pesimismo.
La esperanza empezó a renacer en su pecho.
–Hola –cruzó el espacio que los separaba y le tendió la mano para estrechársela, desesperado por besarla hasta hacerle perder el conocimiento, pero demasiado consciente de que todos los presentes lo estaban mirando–. Esto es desde luego una sorpresa. Me alegro de que hayas podido venir.
Ella le tomó la mano y se la apretó con fuerza.
–No me lo habría perdido por nada del mundo.
Ella no retiró la mano enseguida, sino que continuó apretándosela y mirándolo con afecto y confianza.
Paul se retiró antes de olvidarse totalmente de que estaba trabajando, o antes de que sus pantalones tomaran una forma que el diseñador no había planeado.
Paul volvió al centro de la sala, lleno de ánimo y determinación. A un gesto suyo de la cabeza otro foco iluminó una enorme fotografía en el mismo escenario, con la modelo original sentada en las escaleras. Los colores del fondo habían sido cambiados a distintas gamas de grises, de modo que el vestido negro, los tomates rojos y las uñas y labios rojos de la modelo destacaban con fuerza.
–Esta es la imagen que deseo para los Tomates de Tracy.
Tracy soltó una exclamación al tiempo que su padre y los directivos se echaron a reír.
Paul levantó las manos y sonrió.
–La insinuación del eslogan es intencionada. Lo que persigo es una combinación perfecta de inocencia y sofisticación; las antiguas tradiciones de familia, el padre que le da nombre a un producto por su querida hija, combinadas con una sensualidad vivaz–. aspiró hondo y se volvió ligeramente para dirigir sus comentarios hacia Tracy–. Quería que la mujer fuera la personificación de la misma combinación. En la campaña siempre será el símbolo de una sofisticación sensual, vestida con joyas y ropa maravillosa. Pero el paisaje que la rodee siempre será humilde: una granja, un estadio de béisbol, una hamburguesería. Lo que quiero implicar es que se puede permitir un lujo y seguir sintiéndose como en casa vaya donde vaya.
Tracy sonrió de oreja a oreja. Su mirada fue clara y directa.
–Por supuesto que puede.
Todo los presentes empezaron a aplaudir y a reírse. A todos les había gustado la broma. Paul se aclaró la voz, agradecido por la respuesta de los presentes. Había entendido el verdadero significado de las palabras de Tracy. De pronto tenía prisa por terminar aquella presentación en la que tanto trabajo había puesto, sacar a Tracy de allí y hablar de la esperanza que había visto en sus ojos. Después quería hacerle el amor durante horas.
Continuó con la presentación, mostrándoles las demás fotografías, hablando de los medios publicitarios que debían escoger, de las posibilidades de presentarla en televisión y radio, intentando aparentar que no había sitio en el mundo donde más le apeteciera estar que allí.
Terminó su charla, contestó algunas preguntas, dirigió otras a Karen y a Jim y finalmente acompañó al grupo, excepto a Tracy, fuera de la sala de conferencias.
En cuanto pudo, se volvió hacia la sala de conferencias y a punto estuvo de chocarse con Karen y Jim.
–Bueno, jefe –Karen le dio una palmada en la espalda–. Creo que ha ido de maravilla…
–Sí, ha sido estupendo –pasó junto a ella, llamó a la puerta de la sala de conferencias y entró.
Tracy se puso su nuevo traje de chaqueta gris que había comprado el día anterior, junto con un montón de cosas más. Se había divertido mucho, también se había sentido algo culpable, pero sobre todo contenta y emocionada al pensar que Paul la vería con aquellas cosas tan monas que se había comprado.
Se oyeron unos golpes impacientes a la puerta.
–¿Tracy?
–Pasa –sonrió, resistiéndose a las ganas de palmotear que le entraron de repente–. Hola –dijo sin dejar de sonreír.
Él la abrazó y seguidamente la besó. Se retiró un momento, la miró con embeleso y volvió a besarla.
–Dios, cuánto me alegro de verte. Tenía miedo de que no volvieras.
–Quería estar a solas unos días para pensar bien. No reconocerías la granja. He hecho algunos cambios, y quiero hacer más. Ya lo verás cuando volvamos. Si te apetece alguna vez… –dijo con emoción.
–Me encantaría. Cuando quieras –sonrió–. ¿Qué te parece ahora?
–¿De verdad? –se echó a reír–. Ahora está bien. Creo que podremos llegar allí…
Mia entró en la sala, pero retrocedió nada más verlos.
–¡Oh, lo siento! He venido porque me había dejado olvidados el carmín rojo y la laca de uñas –los vio sobre una mesa–. Ahí están.
–Eh, Coronel –Dave asomó la cabeza por la puerta, vio a Paul y a Tracy juntos y les hizo una señal con el pulgar hacia arriba.
Tracy suspiró. Una reunión. Qué bonito.
–¿Qué tal ha ido… ? –de pronto Dave miró a Mia y se quedó muy quieto.
Mia miró a Dave y se quedó igualmente quieta.
–Eres tú… –dijo Dave con voz trémula.
–¡Oh! –Mia se acercó a Dave, mirando con sobrecogimiento al gigante que se cernía sobre su menuda figura–. Por fin te he encontrado.
–Estoy sobrecogido –susurró Dave–. Tú eres la que buscaba.
–Lo veo en tus ojos –Mia se llevó la mano a la mejilla y después fue a tocársela a él–. Como una parte mía que me faltaba.
–¿Cómo te llamas? Yo soy Dave.
–Dave… –repitió–. Soy Mia.
–Mia –se puso de rodillas–. Encantado de conocerte, Mia. ¿Quieres casarte conmigo?
–Sí –dijo, a punto de echarse a llorar de alegría–. Oh, sí. Me casaré contigo.
Dave levantó a la menuda secretaria en brazos y la sacó de la sala.
–¿Tracy? –se oyó la voz de Mia por el pasillo–. Voy a tomarme el resto del día libre…
Tracy y Paul se quedaron mirando a la pareja, que aparentemente acababa de comprometerse, y después se miraron.
Paul pestañeó.
–¿Has visto tú lo que he visto yo?
Tracy se echó a reír y se apartó de él.
–De lo que recuerdo de nuestro primer encuentro en la playa, de no haber pasado tanto tiempo peleando contra lo que sentíamos, nosotros también podríamos haber hecho igual.
–En realidad tienes razón –Paul le puso las manos en la cintura y tiró de ella–. Se acabaron las peleas. No más diseños. No más lujo por nada. Lo prometo.
–Y yo prometo no guardar cosas solo para que todo siga igual. Incluida yo misma –se mordió el labio–. Te quiero.
Él la besó despacio, llenando de esperanza y deseo su corazón, hasta que Tracy pensó que se volvería loca de deseo, de amor.
–Yo también te quiero, Tracy.
–Oh, Dios –se retiró antes de empezar a llorar y de quitarse la ropa; algunas cosas era mejor dejarlas para hacer en otros sitios.
–¿Sabes qué? –sonrió–. Me muero de hambre.
Él sonrió con sensualidad y le revolvió la melena rizada.
–¿Quieres que nos comamos una pizza de camino a la granja?
–¿Pizza? –fingió sorpresa–. ¿Es eso lo que te apetece?
–¿De chorizo o de pimientos?
–Mmm –lo abrazó con fuerza, incapaz de estar apartada de él mucho rato.
Sin lugar a dudas el amor había llamado a su puerta. Paul era su hombre ideal.
–La pizza me gusta –sonrió y le pasó un dedo por los labios–. Pero me parece que tengo antojo de huevos de codorniz y Loire Crémant.