Capítulo 26
E
l 1 de noviembre de 1942 Stanley Mortimer se levantó a una hora temprana y salió de su casa. Tomó unas cuantas precauciones al asomarse a la puerta de la calle y en su trayecto miró a derecha e izquierda con el fin de asegurarse de que no lo seguían. En una esquina del bulevar Pasteur vio a Jorge Cruceta y, separados por unos cuantos metros, ambos se dirigieron al cementerio católico de Bubana. Numerosas personas entraban y salían. Cada uno por su lado compraron sendos ramos de flores en la entrada y, acto seguido, buscaron un panteón de una familia apellidada Solórzano. Stanley entró primero, y unos minutos después lo hizo Cruceta. El panteón era de buen tamaño y albergaba una docena de lápidas superpuestas a derecha e izquierda. En el centro, una tumba daba cuenta del primer Solórzano, fallecido en 1791. Se podía leer que había nacido en Valladolid en 1731.
Luego entró un joven, también con un ramo de flores en la mano. Tendría unos treinta años.
—¿Son estas las minas del rey Salomón? —dijo.
Stanley sonrió.
—No, esas están en otro cementerio, en el hebreo.
Los tres se saludaron con un efusivo apretón de manos. El joven recién llegado se presentó.
—Soy el capitán Cary, ayudante de inteligencia del general George Patton.
—Stanley Mortimer, secretario del consulado en Tánger. Y este es mi buen amigo Jorge Cruceta, que pertenece a los Servicios Vascos. De toda confianza, está al tanto de la operación.
Los tres estaban ante la tumba principal en posición de rezo, inclinando la cabeza y con las manos entrelazadas.
—Sí, estoy informado de la participación de los vascos. Bien, no hay tiempo que perder —observó Cary—. La Operación Antorcha empezará en cuestión de días. La flota está en camino. Su último informe indica que el grupo de comunicaciones ha ocupado el lugar que se le ha asignado en Tánger sin mayores complicaciones, ¿no es así? —inquirió Cary.
—Así es, el comando está en la ciudad, en el lugar elegido —respondió Stanley.
Cary repasó el plan.
—Bien, les pondré al tanto de algunos detalles. Con toda seguridad los alemanes han detectado que la flota ha partido de Nueva York y de otros puertos de nuestras costas, hace de esto ya unas cuantas semanas. También sabrán que navega en aguas del Atlántico. Una flota tan numerosa no puede pasar desapercibida. Existen posibilidades de que los alemanes hayan interceptado nuestro código de comunicaciones, pese a que lo renovamos constantemente. Por eso es trascendental para el buen éxito de la operación que lo cambiemos a última hora, en el último minuto prácticamente, justo cuando la flota esté a pocas millas de la costa marroquí.
—¿Cambiar las comunicaciones a la hora del desembarco? ¿Eso es posible? —preguntó Stanley.
—Esas son las órdenes de Patton y su Estado Mayor. No puedo extenderme en las razones de este cambio. Ustedes, desde Tánger, solo tendrán que abrir el sobre que les voy a entregar y seguir las instrucciones. El sobre ha de abrirse dentro de unos días, en la noche del 7 de noviembre, a las doce horas menos cinco minutos de la noche. Hasta entonces, defiendan ese sobre con su vida, si es preciso.
—No se preocupe, Cary, así lo haremos. ¿Algo más?
—No, solo desearles suerte. De ustedes depende en buena medida el éxito de la Operación Antorcha.
Los tres se dieron un apretón de manos.
—Salga usted primero, Cary —dijo Stanley.
Stanley y Cruceta permanecieron en el panteón unos minutos. Stanley guardó el sobre en uno de los bolsillos de su pantalón y preguntó a Cruceta si era un buen católico. El vasco respondió que lo era.
—Entonces, rece por nuestra operación, amigo mío; y ahora, yo saldré en primer lugar. Le ruego que me siga a unos metros, hasta asegurarse de que entro en el consulado sin contratiempos.
Mientras se dirigía a su oficina, Stanley le daba vueltas a uno de los comentarios del capitán Cary: «Es posible que los alemanes hayan interceptado nuestro código de comunicaciones». Si eso había sucedido, la operación estaba en peligro y también lo estaba la integridad del comando que albergaba el obispado. Sin embargo, la existencia de ese sobre lo tranquilizó. Con suma probabilidad se trataría de un plan alternativo, barruntó.
Tras toda una noche sin noticias del cónsul español, Waisel se temió lo peor. Con las primeras luces del amanecer, se presentó en la legación representada por Ramírez de Arellano conduciendo su propio vehículo oficial y llamó a la puerta con ahínco. Fue en vano. El edificio permanecía en silencio y ninguna luz se encendió tras las ventanas. El estruendo debería haber despertado a los habitantes de la casa. Waisel intuyó que algo había salido mal y el cónsul trataba de esquivarlo.
Mientras conducía pensativo de regreso a su casa, desplazándose con lentitud por las calles desiertas, observó a través del parabrisas a una joven que caminaba liviana, tratando de pasar desapercibida. «Una mujer occidental, sola, ¿a estas horas?», pensó sorprendido. Descubrió sobresaltado que se trataba de Joan Alison, la norteamericana amiga de Mortimer, y ató cabos con rapidez. Venía de la dirección en que se ubicaba el obispado. Waisel comprendió que algo muy gordo se estaba gestando.
Una hora antes, Joan había entrado en el edificio del obispado. Su función era servir de enlace entre el grupo de comunicación y Stanley; dar cuenta de las incidencias, si se produjeran, y portar los mensajes que necesitaran intercambiar. También informaba a Martín acerca de la situación del obispo. No obstante, no llegaron a hablar a solas.
Joan subió hasta la azotea, donde el capitán Cary se hallaba con dos técnicos de comunicaciones revisando los detalles del equipo. Tras asegurarle que la noche del sábado Stanley y Cruceta serían puntuales, se dirigió hacia el otro extremo, donde se hallaba Martín.
El joven se encontraba apoyado en la barandilla mirando al horizonte. A sus pies destacaba el puzle de colores albero, siena y añil formado por las fachadas de los edificios y, al fondo, las aguas bravas delimitadas por una infinita franja de arena limpia.
Joan se quedó parada, observando su espalda fuerte y el contorno elegante de su nuca; una figura solitaria. Sin embargo, algo en él había cambiado, ya no parecía desamparado, y su pose era la de un hombre fuerte, firme en su determinación. Él no notó su presencia y ella no llegó a tocarlo, pues supo que si lo hacía, tal vez no podría alejarse de él jamás.