Capítulo 14
S
tanley Mortimer había citado a Joan Alison en la terraza del Hotel Marshan. Una docena de barcos de mediano tonelaje descargaban mercancías, mientras el ulular de las sirenas anunciaba a los que se adentraban en mar abierto. Aquel era el lugar ideal para contemplar el ajetreo del puerto. Un enjambre de chiquillos correteaba, con la intención de cargar sus bultos a cambio de unas pesetas, detrás de los viajeros que habían rehusado el servicio de los porteurs oficiales.
Pensó en Joan. Hasta ese momento él había dispensado a la periodista un trato amigable. La admiraba, por ser poseedora de unas características poco habituales en las mujeres de su época, especialmente en Tánger: su espíritu de lucha, una curiosidad inmensa por conocer lo que sucedía a su alrededor y, sobre todo, su falta de complejos en su relación con los hombres.
También influía, sin duda, el secreto de su vida anterior, que él compartía con Clifford Grant. El secreto de una mujer que, pese a su afabilidad y alegría casi constantes, arrastraba consigo la tragedia por el fallecimiento del hombre a quien había amado. Y existían pocas emociones que envidiara tanto Stanley como la del amor. Él, que nunca la había conocido, a menudo reflexionaba sobre lo que le impedía enamorarse de verdad, sin límite, como lo hacía tanta gente.
Mientras la esperaba, le vino a la mente el tiempo en que descubrió con horror que no sentía atracción por las mujeres. A este respecto, y en el momento en que tuvo certeza de ello, recordó una sentencia machacona que solía escuchar en la casa de los tíos Fornezza: «Más vale un hijo muerto que afeminado».
El jovencísimo Stanley no supo cómo reaccionar al escucharla por primera vez. Estaba desesperado. Se desplazó al barrio de Queens, entró en una iglesia y se confesó. El confesor le ofreció una solución: «Estás bautizado como católico, ingresa en un seminario, eres joven, aún estás a tiempo y no sufrirás tanto».
Stanley no le hizo caso y huyó de su casa. Como única explicación, dijo a su madre que se disponía a buscar trabajo en un barrio distante de la ciudad.
Era el año 1917 y Nueva York ofrecía muchas posibilidades a los que deseaban trabajar. Oleadas de jóvenes llegaban a la ciudad atraídos por su magnetismo. Había trabajo en cualquier esquina. Los viejos edificios de dos alturas eran demolidos para dar paso a rascacielos enormes. Cada día se abría un nuevo almacén; cada vez eran más grandes y vendían más productos.
La oportunidad le llegó en una librería del barrio donde se había establecido. Su dueño le permitió colocar un anuncio: «Joven italoamericano sin antecedentes penales, adecuada ortografía y buena presencia se ofrece como secretario de empresa o de señor particular. Se garantiza educación y seriedad».
Al cabo de unos días pasó por la librería y ya tenía un aviso. Un señor de mediana edad deseaba entrevistarlo. Se apellidaba Parker, tenía cincuenta años y vivía con su ama de llaves, rodeado de libros y de un sinfín de papeles y notas. Dijo haberlas escrito a lo largo de muchos años y no añadió otra información.
Parker preguntó a Stanley por sus aficiones. Se mostró satisfecho al escuchar que le interesaba la historia. Sin pensarlo mucho, convino con él un salario y un horario de trabajo y quedó contratado.
—¿Mis cometidos?—inquirió Stanley.
Parker lo llevó a una habitación contigua a la biblioteca donde se desarrollaba la entrevista. Le mostró un buen número de cajas, apiladas. Algunas de ellas cerradas.
Lo contrataba para que revisase cada una de las cajas. Estas contenían numerosas hojas sueltas y cuadernos de diferentes tamaños escritos de manera irregular. En algunas páginas solo se podía leer un par de párrafos, en otras lo que parecían ejercicios jugando con diversas palabras con el fin de hallar un título adecuado. En otros cuadernos había un relato completo. Por fortuna para Stanley, las libretas y las páginas sueltas estaban fechadas. La instrucción que recibió fue la de ordenar los escritos por orden de fecha.
A medida que abría las cajas fue comprobando que su patrón escribía sobre materias tan diferentes como la historia y la literatura.
Algunas de las hojas que halló en uno de los cuadernos detallaban lo que parecía un plan encaminado a la edición; incluía el nombre de unas cuantas editoriales de la ciudad, incluso el apellido del editor jefe y una dirección.
Parker residía en una vivienda de dos plantas de estilo Victoriano en Brooklyn Heights. Por única compañía tenía a una señora, que se ocupaba de la comida y la limpieza, y a Moisés, un perro que lo seguía en todo momento. El perro carecía de pedigrí. Parker lo halló abandonado en la puerta de su domicilio en una cesta de mimbre siendo cachorro. De ahí su nombre. Era de tamaño mediano, hocico achatado y orejas puntiagudas. En lugar de pelo tenía lana. Cuando Stanley llegó a la casa, Moisés debía de tener unos ocho años. Recibió al intruso con cierto mal genio que con el tiempo se tornó en indiferencia.
Stanley se preguntó de qué vivía su patrón. Creyó descubrirlo al cabo de unas cuantas semanas, al curiosear en unos recibos que halló encima de su mesa de trabajo. Los remitía una compañía de seguros con periodicidad mensual. Importaba una cantidad de dinero mediana, suficiente para mantener la casa, a Moisés, y pagar su salario y el de Dorothy, la empleada doméstica. Unos años más tarde descubrió que había recibido una herencia de un familiar y que la aseguradora se lo administraba. En la casa no faltaba la comida ni una botella de vino, pero se vivía sin lujos.
Stanley había alquilado una habitación cerca de la casa de Parker, apenas a doscientos metros.
Los sábados por la noche cenaba en una pizzería. Trabó amistad con el hijo del dueño, un joven que solía desempeñarse como camarero. Terminaron siendo buenos amigos y amantes de fin de semana. Ambos habían descubierto su preferencia sexual a la primera mirada. Además de una edad similar, tenían otra circunstancia en común: el mismo temor a que los familiares y los vecinos del barrio descubrieran su secreto. Solían acostarse en la habitación de Stanley, y Pietro, que así se llamaba el joven, siempre regresaba a su casa, a veces al amanecer.
Stanley se sentía feliz. Tenía lo que deseaba. Un trabajo bien pagado, un jefe educado que no le alzaba la voz y un amigo con quien compartir la pasión juvenil que lo abrasaba.
Parker parecía complacido con su empleado.
Cada tres o cuatro semanas recibía una visita de dos hombres que llegaban desde Washington; a veces eran tres e incluso cuatro. Cada vez que esto sucedía, le indicaba a Stanley que dispusiera del día libre. Los visitantes eran hombres de mediana edad que vestían ternos y corbatas oscuras, se tocaban con sombreros y portaban carteras voluminosas. Si Stanley los hubiera visto por la calle habría pensado que eran mediocres empleados de una aseguradora. De hecho, lo primero que intuyó fue que trabajaban en la compañía que le administraba el dinero y que la visita tenía como objeto rendirle cuentas.
Una mañana Parker lo sorprendió.
—Stanley, me voy al extranjero, a Buenos Aires, para ser exactos. La embajada de nuestro país me ha encargado un trabajo en esa ciudad. Estaré unos meses fuera. Le ofrezco que me acompañe como asistente. Ganará el triple de lo que gana ahora.
Stanley vaciló por unos segundos; pensaba en Pietro. Finalmente aceptó.
—¿El triple? De acuerdo, señor Parker, me encantaría acompañarlo.
Poco o nada sabía Stanley de Buenos Aires. Era una de las grandes ciudades de América del Sur y residían muchos italianos. Eso le gustó. Se acercó a una biblioteca y curioseó. Averiguó que lo gobernaba Hipólito Yrigoyen, al frente de un partido, denominado Radical, que suscitaba las sospechas de Washington.
También leyó que el clima de la ciudad era cálido en verano y frío y ventoso en invierno.
Parker organizó el viaje en pocos días. Stanley se presentó en el puerto de Nueva York con una sola maleta en la que cabían todas sus pertenencias. La víspera se despidió de su madre. Esta derramó unas cuantas lágrimas y le metió en el bolsillo una estampita de santa Gema Galgani, con el fin de que la santa italiana lo protegiera. Stanley prometió que le facilitaría una dirección en cuanto estuviese instalado.
Stanley decidió acudir al muelle con el único traje de que disponía, en tonos oscuros, adquirido en una tienda de segunda mano de Tribeca. También llevaba una camisa blanca y corbata marrón. A buen seguro que el resto de los viajeros pensaron que Parker y el joven eran padre e hijo.
Una vez en el barco, de nombre Augusta, ocuparon camarotes contiguos. Stanley ignoraba en qué consistiría su trabajo como asistente. ¿Asistente de quién? No obstante no se sentía incómodo. Llevaba unos meses con su jefe y confiaba en sus decisiones. Le había asegurado que trabajaría para la embajada de los Estados Unidos de América. ¡Caramba!, eso no era cualquier cosa.
Él alquiló una habitación a un par de manzanas de la calle donde estaba el enorme edificio que representaba a su país, mientras que Parker se hospedaba en unas dependencias situadas junto a la embajada. Moisés se había quedado en Nueva York y su dueño repetía que organizaría su viaje en cuanto estuviese instalado, lo que al final sucedió. Ese día, ambos fueron al puerto y recibieron al can. Gracias a su cargo diplomático, Parker consiguió evitar el trámite de la cuarentena; el perro estaba feliz y daba saltos alrededor de su dueño, incluso saludó a Stanley con más aprecio del que le dispensaba en Nueva York.
A las pocas semanas de su llegada, empezó a saber algo más de Parker. Hasta entonces, su jefe no le había encargado casi nada, salvo la compra de unos cuantos libros sobre la historia del país y algunas biografías. Ante sus preguntas, Parker le dio algunas instrucciones que disiparon las pocas dudas que pudiese albergar:
—A su tiempo, Stanley, lo importante en estas primeras semanas es que se familiarice con la ciudad; aprenda sobre los barrios y observe mucho. Identifique cafeterías no demasiado concurridas, buenas para sostener conversaciones discretas; desplácese a los parques y localice árboles singulares, por ejemplo. Entre en las iglesias y averigüe la rutina de los actos religiosos. Busque librerías de barrio. Eso nos será de gran ayuda dentro de poco.
Una noche, tras terminar una cena en un restaurante de comida india, Parker se sinceró.
—Se preguntará qué hacemos en Buenos Aires... Quiero decir, ¿qué hago yo? ¿Cuál es mi trabajo en la embajada? ¿Qué deseo de usted?
Mortimer, por toda respuesta, abrió los ojos y se encogió de hombros.
Parker lo animó con un gesto a expresar lo que pensaba.
—Sí, esas preguntas me las he hecho unas cuantas veces. No quiero atosigarlo. Yo estoy bien, tranquilo, mi paga ha aumentado y la cobro con puntualidad.
—Imagino que está ansioso por empezar a trabajar.
—Así es.
—Bueno, le explicaré hasta donde mis jefes me autorizan. Soy oficial de inteligencia, un espía, así es como se nos conoce en las novelas; mi misión en Buenos Aires es poner en marcha la oficina de inteligencia de nuestro país, que por desgracia hasta ahora no existía. Al terminar mi misión me trasladarán a otro país. O no, nunca se sabe en este negocio.
Stanley disimuló su sorpresa.
—No lo esperaba, ¿qué pinto yo en esto?
Habían salido del restaurante y el clima templado y amable invitaba a pasear. Parker propuso caminar por la avenida Corrientes hasta el Teatro Colón.
—Iré al grano. Llevo tiempo observándolo; casi desde que empezó a trabajar para mí. Usted no tiene estudios superiores, ni dinero para pagárselos; tampoco tiene una novia o algo parecido que lo ate a un lugar. Es una materia prima perfecta para convertirse en agente. Si acepta, yo lo formaré. Con mi ayuda y sus facultades logrará una posición, un trabajo. El día de mañana podrá comprar una propiedad en Nueva York. En este negocio no se hará millonario pero podrá vivir con dignidad. Y servirá a su país: eso es importante para un americano, se lo aseguro.
—¿Usted cree que seré capaz de hacer ese trabajo?
—Yo le enseñaré, no se preocupe.
—Bueno, ¿por qué no? Solo tengo una maleta.
A partir de esa conversación, Parker y Stanley se hicieron casi inseparables. Asistían juntos a las reuniones con otros oficiales de la embajada, aunque no a aquellas donde se trataban asuntos de máxima seguridad, desde luego.
Stanley tomaba nota de lo que se hablaba. Vigilaba que se cumplieran las decisiones, revisaba los sobres que contenían los billetes con que pagaban a los informadores, inventaba nombres ficticios para denominar a los agentes locales. Aprendió a escribir con tinta invisible.
La estancia en Buenos Aires duró dos años. Al cabo de ese tiempo fueron trasladados a Madrid. Stanley tenía veinticuatro años, aunque aparentaba una edad superior, y hablaba español, con acento porteño, con suma corrección. Disponía en su cuenta bancaria de unos pocos ahorros. No muchos, pues su madre desde Nueva York se ocupaba de escribirle cada cierto tiempo dando cuenta de una u otra catástrofe doméstica o de alguna enfermedad: la inundación que un descuido suyo había provocado en el vecino de la planta inferior, con el consiguiente gasto de reparación que debía asumir si no quería verse en la calle; una enfermedad molesta, aunque no grave, que la obligaba a recibir cuidados en un hospital de medio pelo del norte de Manhattan.
Stanley sabía que María Fornezza no mentía, que las necesidades eran reales, también que exageraba la cantidad que requería para solucionarlo. Pero no le importaba. Había aprendido a vivir con lo que podía llevar consigo y le enviaba los giros sin preguntar. Era un juego que ambos practicaban con maestría. Ella no pedía mucho, ni lo hacía con asiduidad. Y siempre acababa la carta con las mismas palabras: «Ya sabes, querido Stanley, tesoro mío, que eres lo único valioso que tengo y que daría la vida por ti». ¿Cómo negar algo a una madre que escribía así?
Terminaba 1923 y España estaba gobernada con mano de hierro por el general Primo de Rivera.
El régimen comunista que había nacido con la Revolución de Octubre se había consolidado en Rusia, que ya se llamaba Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y sus propagandistas divulgaban a los cuatro vientos la obligación de adherirse a los principios del internacionalismo siguiendo el lema «proletarios del mundo, uníos».
Las autoridades norteamericanas se alarmaron ante estas proclamas y decidieron intensificar las actividades de sus servicios de inteligencia en Europa.
A Stanley, la lejana España le despertaba un sentimiento contradictorio. En realidad, le resultaba un lugar desconocido, de un exotismo brumoso. Aun así, por su familia italiana sabía de sus comidas elaboradas y del buen vino que allí se producía, así como del carácter temperamental de sus habitantes.
Durante su estancia en Buenos Aires había trabado una cierta amistad de café con unos cuantos españoles, emigrantes de finales del siglo XIX o de principios del XX. Le llamó la atención lo escabroso de las relaciones que los españoles mantenían entre sí.
Unos se confesaban liberales y republicanos, y se adivinaba en ellos un deseo irrefrenable de acabar con sus antagonistas, que defendían la religión y la monarquía con pasión. La misma intransigencia detectó Stanley en estos últimos.
Años más tarde, al estallar la guerra española, habría de recordar con precisión aquella agresividad latente y siempre a punto de estallar de los españoles bonaerenses. Si estaba con ellos en un café, medía sus palabras para evitar incidentes.
Había detalles que unían a los españoles de uno u otro signo: un aspecto algo destartalado, parecido a los meridionales del país de su madre, un carácter cercano y una disposición permanente para acogerlo en sus hogares.
Las casas de unos y otros, tanto las sencillas como las suntuosas, se caracterizaban por el desorden y la profusión de platos de complicada gastronomía que abarrotaban la mesa durante las comidas con las que era agasajado, al contrario que en los hogares anglosajones —a los que también acudía con frecuencia—, donde el orden y la limpieza eran exagerados, así como también la simplicidad de las comidas que se servían en la mesa.
Al joven Stanley, una vez en Madrid, y ya introducido por Parker en los misterios del espionaje, no le resultó difícil trabar amistad con jóvenes militantes del Partido Socialista o de otros movimientos radicales. Aprendió a entonar La internacional en español y, para su sorpresa, cada vez que lo hacía en coro, con ocasión de algún acto al que acudía, se le ponía la carne de gallina.
Parker le había proporcionado una excelente cobertura: la de corresponsal en España del periódico neoyorquino The Observer Of New York. Bajo esa condición asistía a convenciones, entrevistaba a líderes sindicalistas y les hacía saber que sus simpatías estaban con ellos. Los sindicalistas lo llamaban «nuestro amigo americano».
En realidad no tenía que esforzarse. Deseaba para España algo más que las simples reformas que se prometían en los hemiciclos y que rara vez llegaban a cumplirse.
Al cabo de unos meses en la península, viajó por carretera a Andalucía con Parker. Quedó fascinado por la poesía que desprendían los pueblos blancos de Cádiz, y por la capital misma. Admiró la elegancia del barrio de Santa Cruz de Sevilla y se enamoró de Granada. No obstante, el viaje de ambos sin itinerario fijo les permitió adentrarse en una pobreza que juzgaron insoportable.
Parker organizó una red de informadores. Incluía miembros destacados de la nobleza. También reclutó colaboradores en el ejército. La mayoría no le ocultaba su desagrado por las noticias que llegaban de Rusia. Activos en esta materia eran los clérigos. Estos le manifestaron sin tapujos su miedo ante la fuerza que adquirían los movimientos izquierdistas. Era cierto. Estos empezaban a manifestarse en las calles de Madrid, Barcelona o Valencia. Cada vez eran más numerosos, y expresaban sin ambages su deseo de acabar de una vez con la trinidad formada por nobles, militares y curas que, según ellos, constituían el mal de España.
Era evidente que el afecto que Parker tenía por Stanley se acrecentaba. Si bien era cuidadoso en cierto tipo de conversaciones y evitaba preguntarle por cuestiones que pertenecían a su intimidad. Stanley, no obstante, sospechaba que su jefe estaba al tanto de «su secreto».
Al principio de su relación laboral llegó a pensar que también Parker podía ser homosexual. Al poco despejó su duda. Entre los papeles y documentos cuyo orden le era encomendado, halló unas cuantas fotografías de una boda. Uno de los contrayentes era Parker, muchos años atrás. En la misma caja encontró una esquela de Anne Parker, fallecida a los treinta y ocho años.
Habían pasado unos meses desde la llegada de ambos a Madrid y Parker lo invitó a cenar, lo que hicieron en un restaurante de la Cava Baja. Hablaron algo de trabajo, no mucho. Quería saber si se hallaba cómodo junto a él. Stanley fue sincero.
—Señor, puedo asegurarle que de muy joven temía por mi futuro. No pude estudiar, como sabe, y vivía aterrorizado por otras cuestiones que usted sin duda adivina. Pero, gracias a usted he alcanzado cierta estabilidad económica y poseo un oficio.
El veterano agente lo interrumpió.
—No siga por ese camino, amigo mío, conseguirá que derrame unas cuantas lágrimas.
Parker no había iniciado esa conversación para recibir halagos.
—Verá, Stanley, conozco al dedillo estos negocios en los que ando metido. Pueden llegar a ser peligrosos. No más que otros, como el de taxista en Nueva York, por ejemplo. Nuestro país está abandonando su aislamiento del resto del mundo y las oficinas de inteligencia empiezan a establecerse en Oriente y Occidente. Necesitamos jóvenes como usted. Sí, lo he pensado bien. Podría convertirse en un buen agente, uno de los mejores incluso.
—¿Usted me entrenaría?
—¿No lo estoy haciendo ya?
—¿Quiere decir que ya soy un agente de mi país?
—No, quiere decir que he estado probándole, encargándole pequeños trabajos para conocer sus respuestas. Y he trasladado los resultados a mis superiores en Washington.
—¿Y cómo he respondido?
—Bien, mejor que muchos jóvenes con estudios superiores que han sido adiestrados en academias.
Stanley experimentaba un estado de gran felicidad. No sabía cómo continuar la conversación. Sin embargo, presentía que quedaba un asunto pendiente. El relativo a su intimidad.
—¿Hay alguna otra cosa que quiera saber de mí, señor Parker? Algo que lo inquiete...
Parker sonrió.
—A eso se le llama facilitar las cosas.
—Pregunte sin miedo —se atrevió a decir Stanley, que había ganado en seguridad durante la conversación.
—No tengo muchas preguntas que hacerle. Lo hemos investigado, desde luego; seguido incluso. Durante las noches ha tenido a alguien que le ha pisado los talones. Conocemos su historia con Pietro en Nueva York y algunas de sus aventuras en Buenos Aires. Para mí no representa inconveniente alguno, pero solo para mí, no puedo decir lo mismo de Washington.
—Eso quiere decir que no seré bien visto.
—Mire, joven, seré franco, esto de los servicios secretos es tan antiguo como el primer Gobierno que existió. Y, en consecuencia, arrastra antiguos hábitos difíciles de erradicar. Lino de ellos es que los agentes deben llevar una vida íntima «correcta». Yo, por el contrario, y algunos otros conmigo, pensamos que la gran vulnerabilidad de un agente se halla cuando está perdidamente enamorado. El agente que lo está es incapaz de pensar en otra cosa, salvo en su mujer, se distrae, olvida detalles de seguridad y ello puede dar al traste con una operación importante y puede hacer que caiga en manos del enemigo una red de informadores, con lo que cuesta crearla; esa es una inquietud que no se da tan fácilmente en hombres condenados a la soltería, como usted. ¿O me equivoco?
—No se equivoca, me parece muy sensato su punto de vista.
—Solventado este asunto, añadió Parker, sí tengo una pregunta. No es oficial, solo una curiosidad ¿Por qué sus «amigos íntimos» son camareros? Lo era Pietro; después Fabio y Enrique, en Buenos Aires. ¿Por qué no son oficinistas, por ejemplo?
Stanley se tomó unos segundos antes de responder.
—Veo que sabe mucho de mi vida. No estoy seguro. Puede que lo haga recordando a Pietro, que fue el primero y el más intenso. No, en muchas ocasiones lo he pensado y la respuesta es otra. Creo que la razón tiene que ver con el trabajo que desempeñan los camareros, los meseros, como los llaman en Argentina. Están siempre en disposición de recibir a un nuevo cliente, un desconocido que entra por la puerta del establecimiento. Y sí, para nosotros es fácil ese juego de miradas cómplices que se dan entre un camarero y su cliente mientras aquel avanza con una bandeja o sirve una copa de vino en otra mesa. O a través de un espejo. Luego, las cosas se desarrollan de una forma u otra, pero esa es otra historia.
—Bien, curiosidad satisfecha. No obstante, insisto en que tenga presente que no todos en el servicio son tan liberales como yo. ¡Habrá que andar con ojo! —advirtió Parker.
La velada terminó con esa clase de afecto que se acrecienta a medida que la intimidad y la conversación progresa.
A partir de aquel momento, Parker fue más explícito en la formación de su pupilo. Lo puso al tanto de las operaciones importantes; le presentó a varios de los agentes locales y elaboró un informe resaltando las facultades de Stanley Mortimer para el trabajo de inteligencia.
—A partir de ahora empezarás a desarrollar trabajos por tu cuenta. Quiero decir sin mi tutela. Comenzaremos por asuntos de menor trascendencia, como recibir los informes de algunos de nuestros agentes locales; los más jóvenes, por ejemplo. Luego podrás iniciarte en una de las tareas difíciles de nuestro oficio. Me refiero a reclutar nuevos agentes. Para eso se necesita mucha capacidad de seducción, y a ti te sobra.
Fueron años de actividad frenética.
Los informes de Stanley comenzaban a ser tenidos muy en cuenta en Washington. Él no solía ser complaciente con su propio país: si tenía que realizar comentarios críticos a su política exterior, lo hacía sin emboscarse en circunloquios. Su red de colaboradores se extendía desde el norte de Europa hasta los países meridionales.
Parker no ocultó las preferencias sexuales de su ya amigo y defendió con tenacidad que debía ser juzgado por sus resultados.
Aunque Stanley no fuera un hombre agresivo, no se le escapaba que los métodos de sus colegas incluían la violencia en algunas ocasiones. Pero, por encima de otras consideraciones, amaba a su país y sentía un profundo agradecimiento por las oportunidades que le estaba concediendo.
Solo una vez tuvo una crisis de identidad que estuvo a punto de costarle la renuncia. Fue en Italia. Se acusó de ser agente doble a uno de los jóvenes que había reclutado. Era la acusación más grave que podía caer sobre un agente. Los jefes estaban seguros de que enviaba información a los turcos y que estos la revendían a los soviéticos. El joven se llamaba Pietro, sí, como su primer amante.
Este se defendió y lo negó con entereza. No existían fotografías ni pruebas definitivas pero otro agente doble, radicado en Moscú, envió a Washington una declaración jurada que desvelaba el doble juego de Pietro. Stanley lo entrevistó y le exigió que confesara. Le prometió que, si confesaba, al menos evitaría caer en manos de los «hombres de negro», como eufemísticamente denominaba él a los agentes que utilizaban la violencia en sus acciones.
Pietro continuó negándolo. Ante ello, Stanley elaboró un informe que ponía el acento en la duda y se inclinó por su exoneración.
Al cabo de unos meses, se descubrió que Pietro no solo era culpable sino que, durante una conversación que había sido grabada por otro agente, se jactaba de haber engañado a los norteamericanos y al instructor Stanley, a quien calificaba como «un simple estúpido». Al conocer este hecho, Stanley presentó su renuncia, pero no fue aceptada. Sus jefes lo advirtieron de que la carrera de un oficial de inteligencia estaba salpicada de éxitos y de fracasos, y que lo importante era que los primeros fuesen más numerosos que los segundos.
Durante unos años, Parker y Mortimer mantuvieron su sede en Madrid, desde donde viajaban a diferentes ciudades según las misiones que les encomendaban.
Desafortunadamente, Parker enfermó. Le fue diagnosticado un tumor. Los médicos se mostraron pesimistas y él decidió regresar a Nueva York, a su vieja casa de la calle Brooklyn y a los cuidados de su vieja ama de llaves, que aún vivía. Stanley sufrió una conmoción al recibir la noticia. No tuvo ninguna duda sobre lo que debía hacer.
—Regreso con usted, señor Parker, sobre eso no hay discusión. Con usted empecé y no quiero perder el rumbo.
A pesar de lo que habían vivido juntos, se seguían tratando con cierto protocolo.
—Stanley, no me gustaría que abortase usted la magnífica carrera que ha iniciado.
—Eso no importa ahora, usted tiene que animarse y hacer frente a la enfermedad. Y yo ayudaré en lo que pueda.
Joseph Parker y Stanley Mortimer regresaron a Nueva York. El primero se sometió a unas cuantas pruebas de inmediato. No hubo fortuna. El mal se confirmó. Le quedaban unos meses de vida, acaso un año.
Fueron tres meses. Los vivió con intensidad, sin dejarse arrastrar por el dramatismo. La noche del óbito, Dorothy y Stanley permanecieron junto a la cama. Expiró con las primeras luces del día.
Stanley heredó sus pertenencias. Parker había otorgado testamento unos meses antes, y le había legado sus notas, sus escritos y su biblioteca. También algún dinero. No era una cantidad excesiva. Pero, para él, algo más de treinta mil dólares suponían una suma considerable.
La casa estaba en régimen de renta vitalicia y fue devuelta a sus propietarios. El dinero estaba depositado en un banco de la ciudad, no en efectivo, sino en títulos de unas cuantas compañías.
Discurrían las secuelas del año 1929. El valor de los títulos que había heredado disminuyó en un noventa y cinco por ciento. La pequeña fortuna se le escapó de las manos con tanta rapidez como había llegado. Stanley no tuvo otro remedio que empezar de nuevo.
Tenía contactos en la oficina central de inteligencia donde había trabajado. Con algunos oficiales que asistieron al funeral y le dieron un pésame sincero.
—Quiero volver al servicio —les hizo saber Stanley—. Junto al señor Parker aprendí un trabajo. Cumpliré con mi deber, como él me enseñó.
La respuesta se hizo esperar. Por fin, una fría mañana de enero recibió una llamada. Era Jones, uno de los colegas de Parker de los servicios centrales de Washington. Quedaron citados en el vestíbulo del Hotel Grand Place.
—Lo siento, Stanley, no tengo buenas noticias para usted. Tampoco son las peores. En cualquier caso, alejadas de lo que hubiéramos deseado Joseph o yo mismo. Los jefes agradecen su disposición, pero no se muestran proclives a darle un buen destino.
Stanley calló.
—He presionado lo que he podido. He puesto encima de la mesa su experiencia, su hoja de vida profesional, los idiomas que habla a la perfección. Pero han podido más otros factores... de índole personal.
Stanley sabía a lo que se refería.
—Es decir, no me ofrecen trabajo...
—No, no es eso. No le ofrecen lo que se merece, lo que Joseph y yo hubiéramos deseado, un destino de primera clase, alguna capital importante como Roma, Londres o incluso Madrid, que tan bien conoce usted —dijo Jones.
Mortimer quiso salir de dudas.
—¿Y qué me ofrecen?
—Tánger, Marruecos, abrir la oficina de inteligencia en esa ciudad con la cobertura de secretario del consulado.
Stanley dejó que transcurrieran unos segundos. Pensó para sí: «Sin Parker a mi lado no me espera un buen porvenir». De modo que dijo:
—¿Tánger? Bueno, ¿por qué no? Seguro que será entretenido.
Stanley se comprometió con los oficiales y dispuso su viaje a la ciudad norteafricana. Sabía bien a lo que habría de enfrentarse. Los momentos vibrantes serían escasos. Parker le había adiestrado con paciencia y maestría. Lo habitual en un agente era realizar trabajos inútiles, rutinarios, como anotar en un cuaderno las veces que un funcionario de la embajada de un país enemigo comía con un colega de otro país, o pagar a un botones de un hotel para que registrase la habitación de un sospechoso de traficar con documentos importantes. Solo en ocasiones estallaba en el interior de un agente la auténtica emoción, y descubría que estaba prestando un buen servicio al Gobierno para el que trabajaba, ya fuera el de su país de nacimiento o el que mejor defendía su ideología o sus ideas políticas o religiosas; en esos instantes breves, cuando el agente dejaba atrás la monotonía, se sentía orgulloso de ser un minúsculo pero imprescindible eslabón en la larguísima cadena del «gran juego».
Antes de su viaje al norte de África quiso visitar a Pietro, su antiguo amante. El italiano lo recibió con esa sonrisa perfecta que solía mostrar sin esfuerzo alguno. Stanley se emocionó.
Pietro regentaba la pizzería desde el fallecimiento de su padre. Esa misma noche se acostaron y recordaron los besos con los que ambos habían debutado en el amor y en el sexo. Habían pasado unos años; Pietro lo seguía amando. Esperaba de él un gesto que indicara que deseaba que recorrieran juntos un camino. Stanley estuvo a punto de proponerle que lo acompañara, que viajara con él a Tánger. Tuvo miedo de las consecuencias y postergó sine die esa decisión.
Tanto es así que, mientras aguardaba a Joan Alison en la terraza del Hotel Marshan, fue consciente como nunca de que seguía estando solo.
Ante la vivaz aparición de Joan en la terraza del Hotel Marshan, Stanley regresó al presente.
Era mediodía, y la norteamericana, que se había cortado el cabello en la peluquería del Hotel Ville de France, lucía una atractiva media melena y un ligero bronceado. ¡Madonna!, estaba preciosa con aquella blusa roja y aquellos pantalones blancos que resaltaban su figura.
—Me sienta bien Tánger —respondió halagada, con una sonrisa.
Después de que ambos dieran cuenta de una taza de café, Mortimer la invitó a dar una vuelta por la cuesta de los Siaguines. Como era principio de mes, los comercios lo celebraban con buenas ventas. Anduvieron husmeando con excelente humor.
Dispusieron que comerían juntos. Él quería ejercer de buen anfitrión. Descendieron hacia el Zoco Chico hasta darse de frente con la sinagoga y la calle de los joyeros, para después entrar en la zona de los hamman. Stanley se confesó adicto a los baños, que visitaba una vez a la semana.
Muchas de las callejuelas que encontraban a su paso supuraban humedad y serpenteaban como un mapa imposible. Quería mostrar a su invitada los burdeles más bajos de Tánger.
—Estamos en Ben Ider. Aquí los prostíbulos no son como Chez Madeleine, con alfombras iraníes y pasamanos recién abrillantados.
Algunas mujeres de edad madura se adivinaban a través de los ventanucos. Murmuraban y se quejaban de la pareja de paseantes curiosos.
—¿Ha estado dentro alguna vez? —preguntó ella.
—Eso es preguntar sin disimulo —repuso él, sorprendido.
—Así es.
—He estado dos veces, y solo por curiosidad, para conocer los burdeles pobres de Tánger. Se lo aseguro, son horribles. Las habitaciones son diminutas, poco más que una cama, sin ventilación, y desprenden un hedor insoportable. Las mujeres que trabajan aquí lo hacen por unas pocas pesetas y los clientes son los hombres humildes de la ciudad; campesinos, borrachos, gente que sale de la cárcel.
—Comprendo —susurró Joan tratando de sofocar su curiosidad.
Stanley evitó explicarle que sus necesidades sexuales, siempre esporádicas, pues era un hombre austero hasta en sus deseos, las cubría en casa de Savelio, fabricante de telas italiano de su misma edad, quien, de manera espaciada, le preparaba citas con jóvenes treintañeros occidentales en su domicilio de la Medina. Esos jóvenes, de paso por Tánger, veían en él a un hombre con charme, delicado, atento y poco exigente. Al contrario que sus pocos amigos homosexuales, siempre europeos o americanos, no era partidario de mantener relaciones con tangerinos árabes.
Tras doblar una esquina se dieron de bruces con King Kong, que venía de realizar un recado. El senegalés saludó en francés y con cercanía a Joan, y también a Stanley. Este se extrañó.
—Conoce a King Kong, por lo que veo.
—Sí, es un buen amigo de Madeleine. Su hombre de confianza, diría.
—Lo sé, un hombre de discreción a toda prueba, algo impagable en Tánger —dijo Stanley enigmático.
En una calle, ya fuera de Ben Ider, se encontraron con un amigo al que el norteamericano presentó como Evaristo Escobedo. Se saludaron con efusividad y Stanley decidió invitarlo a comer con ellos. Evaristo aceptó. Entraron en un pequeño local cuyos clientes eran sencillos trabajadores de la Medina y donde se servía cuscús. Eligieron una mesa esquinera.
Joan dedujo que hablar con Escobedo sería interesante; a buen seguro, tendría que ofrecer algo a su curiosidad. Aquella estaba resultando una jornada muy enriquecedora: estaba conociendo un poco más a su compatriota, una compañía siempre estimulante.
Ese era uno de los motivos por los que siempre se prestaba de buena gana a charlar con Stanley cuando él se lo pedía: además de tener una imponente presencia física, el funcionario le resultaba simpático y ocurrente.
Evaristo Escobedo, por su parte, era un hombre de edad similar a la de Stanley. Además, parecían conocerse desde hacía años. Enseguida advirtió que existía entre ellos una confianza extrema, producto de una buena y antigua amistad.
Escobedo era de estatura pequeña. En su rostro sobresalían unos ojillos claros muy vivos y tenía muy poco pelo, apenas unos mechones desordenados en la parte trasera de la cabeza. Llevaba unos pantalones marrones con tirantes, una camisa blanca y zapatos en punta.
Stanley le preguntó por su familia. El castellano de Alison ya empezaba a ser bueno y fluido, de manera que comprendía las conversaciones. Sus acompañantes se esforzaban por hablar despacio y pronunciar con claridad.
Evaristo resultó ser el primer apuntador del Teatro Cervantes y, durante un buen rato, Joan le preguntó por su oficio y por los entresijos del mundo del teatro. Escobedo amaba su trabajo.
Había nacido en Valencia, donde su padre ejerció el mismo oficio en el Teatro Principal. Confesó que su gran sueño hubiera sido trabajar en ese mismo teatro. Pero sabía que no lo iba a conseguir.
El motivo de su establecimiento en Tánger tenía nombre de mujer: Isabel, una joven tangerina hija de un comerciante de telas de origen valenciano. Isabel y sus hermanos pasaban las vacaciones estivales en casa de sus abuelos. Se conocieron en un baile público. Después de vencer algunas resistencias en la familia de Isabel, él la siguió hasta la ciudad norteafricana. Una vez casados, se las arregló para reemplazar al apuntador del Teatro Cervantes, que se jubilaba en esas fechas. Nadie como él conocí a el oficio.
Su hijo varón —Evaristo tenía, además, una hija—, aún adolescente, había sido uno de los chicos presentes en el Grupo Escolar España durante aquel alegato que tanto revuelo había despertado en Tánger y, según le confesó el propio Evaristo, al contarle el episodio en casa, él sintió una admiración instantánea por la norteamericana. Poco había de sospechar entonces que unos meses después compartirían una bandeja de cuscús con cordero en la vieja Medina de Tánger.
Después de la derrota de los republicanos en España, las cosas empezaron a ponerse mal para Evaristo. La guerra española había dejado en situación de penuria a las compañías de teatro, y muchos de los actores se vieron obligados a exiliarse. Huyeron a Argentina y México, y algunos a Cuba.
El Teatro Cervantes redujo su programación y él tuvo que buscar un trabajo complementario con el que satisfacer las necesidades de la familia. La oportunidad le llegó del consulado de España. Supo que estaba vacante la plaza de jardinero y él tenía experiencia, puesto que la casa de Valencia donde había crecido disponía de una huerta mediana que su madre cuidaba con mimo.
Se enteró de la vacante y dio por hecho que la plaza, de exiguo salario —pues se trataba de unas labores de un par de horas al día durante tres jornadas a la semana—, se concedería a un español partidario del nuevo Gobierno. Para su sorpresa, las cosas resultaron distintas.
Si bien Evaristo tuvo que someterse a un interrogatorio del cónsul, interesado en sus ideas políticas, tantos años en el teatro le sirvieron para interpretar un papel de español simpatizante del régimen que había ganado la guerra. No tuvo reparos en ocultar la afiliación republicana de su padre, y deslizó alguna frase como «durante los años de la anarquía», en alusión al período de la Segunda República. La entrevista no duró mucho. Ramírez de Arellano lo observaba mientras jugueteaba con su mechero de yesca, como tenía por costumbre al hallarse en su mesa de trabajo.
El cónsul le concedió la plaza y con ello un sobresueldo, suficiente para mantener a la familia.
Mortimer miró a su amigo, enfrascado en su conversación con Joan Alison. Los observaba mientras él le contaba la historia de su vida. Una vida que Stanley conocía de sobra.
Lo que nadie sabía era que Evaristo Escobedo fue el hombre que unos meses atrás había introducido en un escondite de la tumba del portugués Almeida, en el cementerio católico, el informe elaborado por el cónsul alemán, Dieter Waisel, que había terminado en la mesa de su colega español. El mismo informe que Mortimer había compartido con el cónsul Grant aquella noche, que contenía los planes para la deportación de los judíos al Sáhara español y sobre la búsqueda de los tesoros que, supuestamente, dormían en las bodegas y sótanos del barrio judío.
Este trabajo resultó sencillo para el informador valenciano. La curiosidad de Evaristo lo inclinaba a leer los papeles que hallaba en el despacho del cónsul mientras simulaba que regaba las plantas de interior. Fue así como dio con el informe de Dieter Waisel. Le llamó la atención un sello rojo que decía Streng Geheim (alto secreto), así que decidió leerlo.
Escobedo poseía el don de la memoria fotográfica, sin duda obtenida gracias a su oficio de leer y releer libretos, de modo que, una vez fuera del consulado, no le costó resumirlo en un par de folios. Lo que había leído le había horrorizado.
El plan parecía estar bien programado: semanas antes del día señalado para la deportación, la nueva policía del régimen acusaría a los judíos de intentar asesinar al sultán de Marruecos. Los periódicos afines se harían eco de la noticia, y construirían una sarta de calumnias alrededor del asunto.
La más importante de ellas consistía en una confabulación de los banqueros judíos para trasladar a los Estados Unidos de América el oro y los depósitos de los ahorradores tangerinos. Dieter Waisel había incluso redactado uno de los titulares destinados a los periódicos: «Descubierto plan hebreo para quebrar la economía de Tánger».
Evaristo tenía buenos amigos en la Mellah y de inmediato temió por ellos. A pesar de que intuyó el peligro de que su participación fuera descubierta, no dudó ni un segundo en hacer llegar su descubrimiento a Stanley.