Capítulo 10

 

J

ean-Claude Arrieta llamó a Joan por teléfono a su apartamento para invitarla a jugar una partida de billar. En el restaurante, él se había revelado como un aficionado a ese juego y ella confesó que no sabía ni cómo coger un taco. El argentino se ofreció para darle alguna que otra lección.

Fueron a La Victoria, una sala frecuentada por españoles. Joan Alison era la única mujer. El salón estaba atestado; unas cuantas decenas de hombres de todas las edades fijaban su atención en doce mesas colocadas de manera simétrica en un local largo y profundo; a algunos, taco en mano, se les veía concentrados en su juego; otros seguían el juego de terceros y cuchicheaban sobre las incidencias. Era la primera vez que Joan pisaba un salón de juegos. Le atrajo el ambiente masculino, el golpe seco de las bolas al chocar, la luz pálida, la ventilación escasa y el aroma de camaradería que se respiraba. Olía a cigarro y a colonia barata. Un hombre de edad avanzada sentado en una butaca de una esquina del establecimiento le hizo una seña. Ella se acercó y el hombre le dio las buenas tardes en francés, italiano e inglés. Abrió una maleta de buen tamaño que escondía detrás de una vieja cortina. Ordenados, podían verse numerosos productos: «artículos de boutique traídos de París», los denominó él.

—Señorita, pues se nota que usted es una señorita, le ofrezco lo que ningún otro comerciante le puede ofrecer en Tánger. Agua de colonia Farina, de Alemania; Varón Dandy, para regalar a su prometido, de la península; loción Legrand, francesa. Hojas de afeitar Filomatic; jabones de Myrurgia...

Arrieta la rescató en el momento en que el vendedor le hablaba del linimento del doctor Sloan, importado desde América. El argentino prometió que no abandonaría el billar sin comprarle algo y el hombre cerró la maleta de forma inmediata.

—Paso al caballero —dijo inclinando la cabeza.

Una vez ante la mesa de billar, Jean-Claude mostró a Joan una bola y le explicó que las hacían con colmillos de elefante; le enseñó a coger un taco y a ponerle tiza en la punta para conseguir un mejor contacto.

A partir de ese día, la presencia de Jean-Claude y la norteamericana se hizo habitual en el salón; los parroquianos empezaron a saludarla con simpatía. Joan aprendió con rapidez y en poco tiempo se hallaba en condiciones de jugar una partida con alguno de los clientes menos diestros. Jean-Claude celebraba sus buenas jugadas y corregía sus posiciones.

Después de la visita a La Victoria solían dirigirse a un bar del mismo barrio español y daban cuenta de una cerveza. Empezó a tejerse entre ellos una buena amistad. Él no mostraba deseos de avanzar en la relación, pero se mostraba siempre cercano y se esforzaba en parecer simpático. Ella no estaba segura de cómo interpretarlo. Descartó que fuese homosexual, pues lo había conocido en Chez Madeleine y en brazos de Marieta. Concluyó que Jean-Claude se estaba enamorando de ella y que, en consecuencia, no deseaba revelar impaciencia.

A Joan empezaba a pesarle la soledad. La oscuridad que proyectaba la sombra de Eugene durante los primeros meses en Tánger había desaparecido para dar paso a una luz tan deslumbrante como aquel sol mediterráneo que había bronceado su pálida piel anglosajona y había aclarado sus cabellos. Su cuerpo pedía vida, novedad, una ilusión a la que aferrarse y, a pesar de la excitante tensión sexual que empezaba a surgir entre ella y Martin, la alegre camaradería con Jean-Claude e incluso la curiosidad que le producía el enigmático Stanley, estaba empezando a hartarse de tanta contención. ¿Es que no había un solo hombre decidido en Tánger? ¿Acaso era su actitud la que provocaba que solo despertara la vertiente platónica de todos ellos?

Por fin, en uno de sus encuentros, Jean-Claude Arrieta dio un paso más. Él se hospedaba en una habitación del barrio español con entrada independiente, y un sutil cambio en el comportamiento de Joan lo llevó a arriesgarse. Tras jugar al billar decidió no andarse por las ramas.

—Joan, ¿quiere tomar una cerveza en mi cuarto?

Ella lo miró. Dejó que transcurriesen unos cuantos segundos. Sí, le agradaba la idea de ser abrazada por un hombre. Estaba en Tánger, alejadísima de su ciudad, de sus amigos, de sus recuerdos. Esa noche sentía la necesidad de ser poseída, besada, acariciada desde el rostro hasta los pies; deseada. Aunque fuese sin amor. De manera que aceptó.

—¿Por qué no, Jean-Claude? Una cerveza nos vendrá bien a los dos.

Un buen rato después, Arrieta la dejaba en la puerta de su apartamento. No había sido una noche inolvidable, solo un encuentro ardiente. Ambos estaban ávidos de sexo rápido. Joan sació su deseo, volvió a sentir la pasión de un hombre en su cuerpo y en su espíritu. Aun así, quiso evitar cualquier tipo de sentimentalismo y se despidió de un modo abrupto.

—Bien, Arrieta —lo llamó por su apellido—, eres un encanto y lo he pasado bien contigo, pero esto no representa nada. Que te quede bien claro. Si lo deseas, podemos seguir jugando al billar cada cierto tiempo. Y recuerda que no tenemos compromiso.

Él reaccionó con maestría, enmascarando su decepción.

—¿Y por qué habríamos de tenerlo? Solo ha sido sexo, Alison. Hemos pasado un rato agradable, y estaré encantado de seguir compartiendo tardes en La Victoria contigo.

Después de ese día, Arrieta volvió a llamarla en dos o tres ocasiones para invitarla a tomar una copa y jugar una partida. No volvió a insinuarle otro tipo de relación que no fuese la amistosa. Joan no llegó a dilucidar si lo que sentía el argentino era alivio por la ausencia de obligaciones románticas o irritación por su orgullo herido. En cualquier caso, prefirió dejar que las cosas siguiesen como estaban para evitar meterse en otro atolladero emocional.

 

Stanley Mortimer trataba de seguir con su rutina, aunque ponía una atención en sus desplazamientos que no había observado hasta entonces. Hacía unas cuantas semanas que había sellado la reconciliación con Joan Alison después del pequeño incidente surgido tras la fiesta de bienvenida de Mildred Grant.

Al llegar a sus oídos lo ocurrido en el colegio español, había enviado a su compatriota un ramo de flores —doce rosas amarillas— como símbolo de su amistad, y un paquete de bombones de chocolate negro. En la nota escribió: «Joan Alison, mi admiración más rendida». Ella le respondió con prontitud: «Muchas gracias, querido Stanley».

El norteamericano se despertaba temprano, pues era un hombre que desde hacía muchos años necesitaba dormir pocas horas, apenas cinco o seis. Desayunaba fuera de su casa, en alguno de los cafés del Zoco Chico. Solía tomar dos cafés bien cargados y dos plátanos, acompañados de una rebanada de pan con aceite andaluz. A las siete de la mañana ya estaba en su despacho del consulado, del que salía al mediodía, sobre las doce. A menudo comía con algún amigo o con un funcionario de otro consulado. Solía hacerlo en el Sidi —adoraba su cuscús— o en algún restaurante del barrio español.

Tras la comida, regresaba al consulado, donde permanecía unas cuantas horas. Las tardes estaban destinadas a recepciones e invitaciones de cualquier índole: de otros consulados o de comerciantes importantes que celebraban un cumpleaños o una apertura de sucursal. Sobre las nueve de la noche solía hallarse en alguno de los cafés del Zoco Chico.

Desde los últimos acontecimientos variaba de establecimiento; si el agente alemán pretendía atacarlo, se lo estaba poniendo difícil. Departía con amigos tangerinos durante una hora y adoptó la costumbre de no dar la espalda a la puerta de la calle. Dos o tres veces a la semana acudía por la noche al Adieu o al Hotel Minzah y alguna vez a casa de Savelio a recibir un masaje. Si trasnochaba, lo que sucedía en pocas ocasiones, pedía a alguno de los empleados de estos establecimientos que lo acompañasen hasta su domicilio.

Dedicaba a Alí los domingos. Había adoptado la costumbre de pasear con el pequeño por la ciudad desde el mediodía. Caminaban por la Medina, entraban en los comercios y comían a solas en cualquiera de los restaurantes del puerto o en un café del zoco. Stanley se asombraba de los progresos que Alí había realizado en el manejo del español. En ocasiones transmitía al chico los proyectos que tenía para él en el futuro. El pequeño Alí le hacía un gesto con la mano y corregía: Insha Allah —si Dios quiere.

Él advertía que el pequeño le dispensaba cada vez más afecto. Por sus escasos años, debía de pensar que Stanley andaba ya en la vejez y cada vez que se hallaban ante una cuesta, aun las menos empinadas, lo tomaba del brazo con el fin de ayudarlo. El norteamericano acusaba el gesto y se lo agradecía con la mirada. Por la tarde llegaban los amigos del barrio de Alí y Stanley los acompañaba hasta el cine. Les pagaba la entrada y se retiraba a descansar.

Los acontecimientos que han de suceder sin remedio acuden a sus citas por más que se pretenda retrasarlos, y Stanley lo sabía. Una tarde de cielo despejado, en el consulado, Stanley recibió la visita de Madeleine. Llegó muy agitada, como si tuviera prisa por contarle algo que a todas luces era importante. Stanley le ofreció un martini que preparó él mismo.

—¿Qué te sucede? ¿Te veo nerviosa?

Madeleine quería desembuchar cuanto antes.

—¿Nerviosa? Peor que eso. Stanley, bien sabes que no suelo hablar de los asuntos de mi establecimiento. Y que lo que sucede dentro, para mí, es como si no sucediera, algo así como los curas con su secreto de confesión.

Stanley saboreó el martini.

—Tus palabras me intrigan, querida Madeleine.

—Bien, te contaré lo que sucedió ayer por la noche. Llegó un cliente. Era la primera vez que lo veía. Hablaba en francés con acento. Desde que lo oí hablar supe que no era paisano mío. Arrastraba las palabras, como suelen hacer los alemanes.

A Stanley se le encendieron las alarmas.

—Estuvo tomando una copa con Artemisa, la griega. Después subieron a la habitación. Él había bebido. Ella, en cambio, estaba sobria. Artemisa me dijo que eyaculó en un par de minutos y enseguida se puso a roncar.

Stanley la miró con ansiedad.

—Hasta ahí, nada fuera de lo común en tu meublé —dijo con sorna.

—Eso es. Pero Artemisa incumplió una regla sagrada de Chez Madeleine. Al verlo tan dormido le registró los bolsillos de la chaqueta. ¿A que no sabes qué encontró, además de unos billetes?

Stanley sorprendió a su invitada.

—Una fotografía en la que estoy yo con otra persona, con un círculo de color rojo alrededor de mi cabeza.

Madeleine se quedó desconcertada.

—¿Cómo lo sabes, viejo zorro?

—Ando detrás de ese tipo desde hace unas cuantas semanas. No sé quién es, ni lo que pretende, está claro que no ha llegado a Tánger con intención de hacerse amigo mío.

—Eso mismo pensé yo. Y por eso he venido a contártelo.

—¿Qué más sabes de él? —inquirió Stanley.

—Poco más. Artemisa, al ver que eras tú, se asustó, pues nos ha visto juntos muchas veces. El tipo se despertó y se fue. Ella se acercó a mí, lloró desconsolada durante un buen tiempo y me lo contó, a pesar de saber que yo me vería obligada a echarla. Y lo siento, de verdad, porque perderé a una de mis mejores chicas. Aun así, no le faltará trabajo en Tánger y en el Parade la recibirán con los brazos abiertos.

Stanley se levantó y dio un par de vueltas.

—Madeleine, solo sabemos que viaja con un pasaporte a nombre de un tal Frozen y que ha llegado a la ciudad con algún propósito desconocido que, en cualquier caso, no me puede beneficiar. Llevamos tiempo buscándolo.

—Estás hablando en plural... —observó ella.

—Sí, Yusuf Kumar y yo. Seguro que lo conoces.

—Sí, ese libanés del puerto. A veces hemos hecho algún trato.

—¿Qué pasará con Artemisa? ¿La has echado ya?

Ella se enfadó.

—Stanley, no te conviertas en su abogado. Lo único que sé es que Artemisa ha roto la única regla sagrada en mi negocio, no meter la mano en la cartera de los clientes. Ha confesado su falta, pero eso no la redime. Me ha advertido de la fotografía y podía haberse quedado callada, es cierto. Esa circunstancia puede que la haga merecedora de una recompensa por tu parte, pero para Chez Madeleine, Artemisa ha muerto.

Stanley no se dio por vencido.

—¿Y por qué no me das algo de tiempo antes de ponerla en la calle? Quizá ese hombre regrese a sus brazos y podamos averiguar algo sobre él. Chez Madeleine es la única pista que tenemos del holandés, y los hombres suelen repetir... —insistió.

Madeleine se revolvió.

—Imposible. Le armé un escándalo ante el resto de mis chicas y todas se enteraron de su falta. Dejarían de respetarme si ella sigue trabajando en mi casa.

—No hay nada que hacer, entonces.

—Nada, lo siento si es un asunto importante para ti, tengo que hacer guardar mis escasas reglas.

Madeleine abandonó el consulado. Estaba molesta con Stanley; era su amigo, el único si exceptuaba a Lègrand, y ella era una de las pocas personas en Tánger que conocía detalles íntimos de Stanley, pero no estaba dispuesta a ceder en las cuestiones disciplinarias de su local. Era una mujer madura, no tenía hijos ni familiares que la respaldasen y solo se tenía a sí misma para dirigir su negocio. Debía mostrarse firme ante las chicas. Madeleine hubiera deseado en más de una ocasión abrazarlas con dulzura, secar sus lágrimas y arrullarlas entre sus brazos tras algún desagradable encuentro con un cliente. Se sentía como una madre para ellas, pero también era consciente de que no podía ceder a su impulso de protección maternal, pues ese sería el comienzo de su debacle económica.

Stanley renunció a presionar a Madeleine y bajó al puerto para localizar a Yusuf. Lo encontró y lo puso al tanto de la conversación que acababa de tener. El libanés se enfadó.

—¡Esa vieja zorra no puede hacernos esto! Voy a su garito ahora mismo. Luego iré a verte.

Stanley y él quedaron en verse en el Zoco Chico al cabo de una hora.

Yusuf Kumar y Madeleine Didier se conocían desde hacía unos años. Él le enviaba clientes y ella le correspondía si algún armador le pedía un comerciante de confianza. No se podía decir que fuesen amigos. Ella lo vio llegar y lo guió hasta uno de los reservados.

—Ya me ha dicho Stanley que anda en algún negocio contigo y que ese holandés tiene algo que ver. Pero no intercedas por Artemisa. Perderías el tiempo —le dijo en un tono contundente.

—No vengo a interceder por ella. Al contrario. Me alegro de que la eches.

Hablaron durante más de una hora. Yusuf sabía que pretender el perdón de Madeleine era imposible por lo que, con la rapidez que lo caracterizaba, urdió una táctica para alcanzar sus objetivos.

—Solo quiero dos cosas. La primera, que me facilites la dirección de Artemisa. La segunda, que cuando regrese el holandés a Chez Madeleine y pregunte por ella, lo que hará si mi olfato no me falla, se le informe de que ha dejado de trabajar allí y ahora lo hace en Le Chat Noir. A cambio te proveeré de whisky escocés gratis durante 1res meses. En las cantidades que quieras.

—¿Whisky del bueno?

—Del mejor.

Le Chat Noir había abierto sus puertas unos meses atrás. Era un prostíbulo que carecía del buen gusto y del glamur de Chez Madeleine, por lo que solía acoger a la clientela más modesta de Tánger. Estaba situado en una lonja cercana al puerto y su gerente era un tangerino de origen gallego llamado Céspedes. El arrendador era Yusuf Kumar, de ahí que este tardara tan poco tiempo en trenzar su plan. El gallego le debía un par de meses.

Kumar se presentó en la pensión que ocupaba Artemisa. Esta se hallaba compungida por lo que había sucedido y aseguró a Yusuf que era la primera vez que registraba la cartera de un cliente. Kumar no la creyó aunque fingió hacerlo.

—¿Cuánto ganabas en Chez Madeleine?

—El cincuenta por ciento del servicio y el treinta por ciento de los tragos.

—Yo te ofrezco el sesenta por el servicio y el cuarenta de los tragos.

Artemisa sabía los precios de su profesión en Tánger y se sorprendió al escuchar la propuesta.

—¿Y qué he de hacer? ¿Algo fuera de lo común?

—No, nada, lo mismo que hacías en Chez Madeleine. Si llegamos a un acuerdo, empezarás a trabajar en Le Chat Noir mañana mismo.

Ella aceptó.

—Otra cosa, hace unos días tuviste un cliente europeo, el joven al que registraste la cartera. Acudirá a Le Chat Noir un día de estos. Solo te pido que lo emborraches, seguro que sabes hacerlo, y si se queda dormido mejor. Y que se lo digas a tu jefe. Él se encargará de avisarme. Tengo un negocio con ese tipo y no quiero que se me escape. Si las cosas salen como quiero, te daré dos mil pesetas.

A Artemisa se le abrieron los ojos.

—¡Dos mil pesetas! ¡Y solo por emborracharlo!

—Así es. Y otra cosa, si me engañas, de una manera u otra, quiero decir, si te vendes a ese tipo por dinero, vete pensando en abandonar Tánger. Me desquitaré de una forma que tu cabeza no puede imaginar. Por de pronto nadie te dará trabajo, yo me ocuparé de que sea así.

Ella enmudeció.

Yusuf Kumar conocía bien el negocio de la prostitución. Sabía que, en un porcentaje muy alto de los casos, los clientes se encaprichaban con la mujer que los atendía por vez primera; al menos durante un tiempo. Y más en el caso de chicas como Artemisa, que poseía un encanto poco habitual por su fisonomía equívoca.

El primer día de trabajo en su nuevo club, la griega se presentó más atractiva que de costumbre. Había visitado aquella tarde una peluquería regentada por una francesa, de nombre Hipòle, situada en una bocacalle del bulevar Pasteur, cuya fama iba en aumento. La dueña le había arreglado algo los rizos rubios con la tijera de entresacar y la había maquillado con unos polvos que conseguían matizar el tono de su piel, de natural sonrosado. Salió de Hipòle más andrógina que nunca. Acudió a Le Chat Noir vestida con una camisola blanca estrecha de cintura y abotonada hasta el cuello. Lucía dos pañuelos de color púrpura, uno en la cintura y el segundo en el cuello. Unos pantalones blancos y estrechos y sus habituales botines terminaban por componer una figura exótica para un burdel femenino de poca monta. Al verla entrar de esa guisa sus compañeras la miraron entre extrañadas y envidiosas.

El presentimiento de Yusuf se cumplió y, al día siguiente, sobre las diez de la noche, el gallego Céspedes tocó la puerta de su casa.

—El extranjero acaba de llegar a Le Chat Noir. A estas horas estará con Artemisa, en la habitación 4 del segundo piso —dijo.

Yusuf ya tenía esbozado un plan. Sacó de su caja fuerte una pistola de calibre 22, avisó a dos empleados sobre cuya fidelidad no albergaba dudas y los tres se dirigieron al establecimiento. Entraron en Le Chat Noir y subieron directamente al segundo piso a grandes zancadas. La puerta estaba cerrada con pestillo. Yusuf la derribó de una patada. Artemisa, que esperaba alguna interrupción en su negocio, tomó una bata y desapareció de la habitación. El holandés se quedó boquiabierto. Cubrió su desnudez con la sábana. Los dos lugartenientes de Yusuf se sentaron a ambos lados de la cama y el libanés lo hizo enfrente. Los tres lo miraban con fijeza.

—¿Hablas francés?

—Un poco —respondió el hombre, con el temor pintado en el rostro.

—Mira, no vamos a actuar con mucho protocolo. Vístete y ven con nosotros. Cualquier paso en falso te costará la vida.

Yusuf le enseñó su calibre 22 y uno de sus hombres un cuchillo de filo largo y oxidado. Yusuf registró sus pertenencias. En la cartera llevaba varios billetes en pesetas y en francos franceses. En uno de los rincones, Yusuf descubrió una tarjeta, firmada por el cónsul alemán Waisel. Yusuf leyó el texto en voz alta. Estaba escrito en español. Era una carta de recomendación del consulado de Alemania para el portador de la tarjeta; el firmante solicitaba a las autoridades que lo atendiesen. Yusuf coligió que estaba dirigida al Gobierno español. Por más que buscó, no encontró la fotografía de su amigo Stanley.

El holandés se vistió y los hombres de Yusuf lo sacaron de la habitación agarrado por los brazos. Bajaron las escaleras y se introdujeron en un vehículo que habían aparcado al lado de la puerta. Céspedes miró al suelo mientras salían de Le Chat Noir y pidió a sus empleadas que siguieran con su trabajo.

Veinte minutos más tarde los cuatro ocupantes del Renault se detuvieron en una solitaria esquina de Malabata. Había oscurecido y solo se oía el estruendo de las olas rompiendo contra el farallón. Masas densas de nubarrones avanzaban veloces, amenazando con ocultar la cuña de plata de una luna menguante. Sacaron de malas formas al holandés y lo obligaron a dar unos pasos hacia atrás. Se hallaba a un par de metros del borde del acantilado. El mar estaba a más de cien metros de caída. El hombre temblaba y suplicaba. No tendría más de treinta años. Y no dejaba de preguntar por la causa de aquello.

Yusuf le pidió que abriera bien las orejas. Se acercó al vehículo y sacó de la trasera una barra de hierro de un metro de longitud.

—Tienes un minuto para explicarnos quién eres y lo que haces en Tánger. Solo tienes una oportunidad, ni dos ni tres —le dijo, rotundo.

El joven habló de corrido.

—Me llamo Gerhard Berger, trabajo para la Gestapo y he llegado a Tánger por encargo del cónsul Dieter Waisel.

Uno de los amigos de Yusuf le indicó que lo tiraran al mar. Ya habían oído suficiente.

—¿Qué más? ¿A qué has venido a Tánger?

Berger gritó.

—Lo contaré todo, todo...

—¡Empieza! —gritó Yusuf.

—En Berlín me dieron una fotografía de un norteamericano que trabaja en el consulado de su país, un hombre llamado Stanley Mortimer. Mi misión era seguirlo, hacer un informe sobre sus costumbres. Tenía un plazo de quince días para terminarlo. El tipo varió su rutina y yo continué.

—¿Y luego? ¿Qué pasaría con ese Mortimer?

—No lo sé, yo solo era el encargado del seguimiento. Después llegarían los de operaciones especiales, a mí no me cuentan nada. Yo solo era el encargado de seguirlo.

—¿Lo matarían después? Seguro que lo sabes... —lo apretó Yusuf.

—No lo sé, de verdad que no lo sé, supongo que sí, que otros lo matarían. En Tánger, el único que debe de saberlo es el cónsul de Alemania.

—¿Cuántos seguimientos has hecho para la Gestapo? —volvió a gritarle Yusuf.

El joven no pudo mantenerse en pie y se arrodilló. Vaciló al responder.

—No sé, ocho o diez.

—¿Te entrenaron los de la Gestapo?

—Sí, en Berlín.

—Los seguimientos que has hecho, ¿dónde fueron? ¿En Francia?

—Sí, la mayoría en Francia —farfulló el joven alemán.

El libanés miró a sus camaradas con intensidad, inquiriendo sin palabras cómo debía proceder a continuación. Ellos callaron y correspondieron con un leve movimiento de cabeza, como señal de aceptación.

—Pues este será el último. ¡Vete al infierno! —bramó Yusuf antes de empujarlo al abismo con la barra de hierro.

—¡Vámonos! ¡Un nazi menos! —dijo a sus amigos.

Un grito desesperado se fue alejando. Yusuf se asomó al acantilado. La luna se reflejaba en el agua y en el cielo de Malabata no se veía ya ni una nube negra; habían pasado de largo. Pese a que no podía divisar el cuerpo del alemán, la distancia no permitía suponer otro desenlace que el de su muerte. Del vehículo sacaron unas ramas largas de retama amarilla y removieron con cuidado la tierra para borrar las huellas de sus pisadas en Malabata y la estela dejada por el vehículo.