Capítulo 7
D
ieter Waisel entró en el edificio berlinés de la Prinz-Albrecht-Strasse que albergaba el cuartel general de las SS. Se identificó y subió a la tercera planta acompañado por un suboficial que esperaba su llegada. Había recibido, una semana antes, una notificación para presentarse en Berlín con urgencia. Había tomado el avión del consulado que lo trasladó a Madrid desde Beni Makada. Al cabo de unas horas de su llegada a la ciudad española, viajó a la capital del Tercer Reich en un avión oficial. Aterrizó en Tempelhof, donde lo recibió un oficial que lo acompañó hasta un hotel de la Wilhelmstrasse reservado por el servicio de seguridad.
A Waisel lo intrigaban los motivos de sus superiores para una convocatoria tan inesperada. Temía que pudiera haber cometido algún acto inapropiado en sus funciones como cónsul de Alemania en Tánger. Además, desconocía quiénes iban a ser sus interlocutores y sintió un escalofrío al penetrar en la estancia revestida de madera de roble en la que lo esperaban dos altos oficiales. Uno de ellos era Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Oficina de Seguridad del Tercer Reich. Lo reconoció al instante. Sus dos metros de altura y su cicatriz en el rostro lo hacían inconfundible. Estaba bien afeitado. Vestía el uniforme de color negro, camisa blanca y corbata negra. Llevaba puesta la gorra de plato, donde destacaban el águila y la calavera en metal. En el brazo lucía el brazalete con la cruz gamada. Calzaba botas negras abrillantadas.
A Dieter Waisel le llamó la atención la limpieza y el orden que se advertía en el despacho.
Lo acompañaba un hombre calvo de barriga prominente que se presentó como teniente coronel Karl Schmidt. Tenía los ojos pequeños y los labios sonrosados. Ese día, pese a su grado, vestía de civil. Dijo ser jefe de operaciones especiales.
Kaltenbrunner y Schmidt se apartaron en una esquina durante unos segundos. Waisel, mientras tanto, permanecía sentado y contemplaba la enorme lámpara que colgaba del techo. Reparó en un globo terráqueo de biblioteca de gran tamaño que ocupaba una de las esquinas.
—¿Le gusta mi globo, cónsul? Inglés, de la casa Newton; he de reconocer que los ingleses fabrican mejores globos que nosotros. Londres se rendirá, y una de las primeras cosas que haré será visitar a sus anticuarios. —Esas fueron las primeras palabras de Ernst Kaltenbrunner.
Los ojos de Dieter Waisel miraron hacia un lado y otro del despacho. Kaltenbrunner y Schmidt se mostraban sonrientes y amables. El primero parecía un poco impaciente. Le hicieron algunas preguntas sobre el viaje, no sin disculparse por la rapidez con que había sido convocado. Le ofrecieron una bebida y el cónsul aceptó un café. Schmidt tocó un timbre y ordenó café para los tres. Waisel empezaba a relajarse. Sus anfitriones parecían amables: no tenía por qué esperar malas noticias.
Kaltenbrunner se excusó diciendo que no disponía de mucho tiempo antes de ausentarse para asistir a otra reunión. Había leído con atención los antecedentes de Waisel y estaba impresionado. Insistió en que quedaban numerosos servicios importantes que rendir al Führer y al Tercer Reich, le dio la mano, entonó el convencional «Heil Hitler» y abandonó el despacho. Schmidt le daría todos los detalles sobre el motivo por el cual lo habían hecho desplazarse a Berlín. Una vez a solas, Schmidt comentó que tenía muchas ganas de conocer Tánger y el norte de África. Waisel estaba impaciente.
—Querrá saber para qué lo hemos llamado, amigo mío.
—Es un honor conocer tanto al jefe Kaltenbrunner como a usted mismo.
Schmidt encendió un cigarrillo. Waisel rechazó la invitación a fumar.
—Bien, iré al grano. Los servicios de seguridad e inteligencia del Tercer Reich han elaborado un mapa de los movimientos que debemos esperar de nuestros enemigos. Como usted sabrá, la guerra se está desplegando en numerosos frentes y nuestra obligación es prever dónde y cómo actuarán ellos para adelantarnos y neutralizar sus acciones. Estados Unidos terminará entrando en la guerra, de eso estamos seguros. Nuestros informadores nos dicen que en los astilleros norteamericanos se están construyendo en estos precisos momentos centenares de barcos.
»En algún momento pretenderán invadir Europa. Puede que lo intenten por el sur de Italia, a través de las costas de Cerdeña y Sicilia. O por Noruega. O por Francia; en este caso, entrarían por el paso de Calais o por las playas de Normandía. Otra de las áreas que pueden fijar como objetivo es el norte de África. Y aquí es donde entra usted, cónsul Waisel. La ciudad donde desempeña su cargo es muy importante. No pensamos que su idea sea invadir Tánger; eso provocaría de forma inmediata la entrada de España en guerra y no son tan torpes. Aunque nos convendría, sin duda. El Gobierno español, que controla la ciudad, no termina de proporcionarnos el apoyo que desearíamos y eso nos obliga a actuar por nuestra cuenta —agregó.
Waisel asentía con la cabeza.
—Lo sigo con mucha atención.
Schmidt continuó hablando.
—Tánger puede desempeñar un papel estratégico en el previsible desembarco de los Aliados en el norte de África, si este llegase a producirse. No sabemos cuál, pero sin duda un papel relevante. Queremos que nos hable de los actores principales en la ciudad. Nuestros informes mencionan a un tal Stanley Mortimer, secretario norteamericano...
El cónsul abrió los ojos.
—Así es. Mortimer es un hombre influyente. Lleva muchos años en Tánger y conoce como nadie sus entresijos. Es amigo del sultán.
Schmidt no dejaba de dar ligeras palmaditas sobre el brazo del sillón orejero donde se sentaba.
—Eso quiere decir que si los americanos preparasen alguna acción, sin duda contarían con ese tal Stanley.
—Me llevaría una sorpresa si no fuese así.
—Bien, eso confirma nuestra información. ¿Qué sabemos de ese hombre?
Waisel meditó un par de segundos.
—No mucho. Es un hombre misterioso. Vive solo y no se le conoce familia. Tendrá alrededor de cuarenta años. Es un hombre de porte elegante y tiene muchos amigos, tanto europeos como tangerinos.
—Usted nos ha confirmado lo que ya sospechábamos, que Mortimer es la pieza esencial de los americanos en Tánger. Eso quiere decir que cualquier movimiento de sus tropas en el norte de África habrá de contar, de una u otra manera, con su concurso —añadió Schmidt.
—No acabo de entender. ¿A dónde quiere llegar?
—Se lo diré con palabras sencillas: lo que desea el Tercer Reich es algo definitivo. Nuestro objetivo es eliminar a Stanley Mortimer.
Schmidt miró fijamente a su invitado. Dieter Waisel también lo miraba. No sabía encontrar las palabras adecuadas.
—Y usted será el encargado de preparar esa operación; usted la dirigirá desde el consulado en Tánger. Por supuesto, contará con los recursos necesarios para ello. No tiene más que pedírmelos. Y nos rendirá cuentas a Kaltenbrunner y a mí. Este no es un asunto de la Wehrmacht, ni del Ministerio de Exteriores. Eso debe quedarle muy claro.
—Eliminar a Stanley —murmuró Waisel.
—Así es. ¿Algún reparo?
Waisel contestó de inmediato.
—No, ninguno.
—¿Preguntas?
—¿«Eliminar» quiere decir... neutralizarlo o... algo más?
—«Eliminar» quiere decir que ese hombre debe pasar a mejor vida.
—¿En qué plazo he de cumplir la orden?
—En un tiempo breve. No podemos permitir que ese Stanley se siga moviendo a sus anchas en Tánger. Quién sabe lo que se trae entre manos...
—¿Alguna otra cosa, oberstleutnant?
—Sí, ya ha visto a Kaltenbrunner. Solo puedo añadir que el propio Führer tendrá noticias de su intervención, cónsul Waisel, una vez que se ejecute.
El cónsul alemán abandonó el despacho y se disponía a bajar las anchas escaleras del palacio. Un oficial le indicó con la mano que se detuviera. Lo hizo. A unos metros pasó un pequeño cortejo de ocho o nueve hombres. Uno de ellos era Ernst Kaltenbrunner, cuya altura lo hacía destacar. Llevaba puesto un abrigo de piel de color negro que le llegaba hasta las rodillas. El cortejo pasó a su lado; Waisel hizo un pequeño gesto con la cabeza a modo de saludo. No obtuvo respuesta.
Decidió caminar hasta el hotel, así que rechazó el coche oficial que habían puesto a su disposición. Hacía algo de frío y el cielo de Berlín estaba encapotado.
Hasta que llegó a Tánger, su carrera se había limitado a ejercer como secretario de embajada en Roma. Él mismo solicitó su traslado a Tánger. Helga, su mujer, odió la ciudad en cuanto puso sus pies en ella, hacía ya unos años. Lo que a otros les parecía exótico a ella se le antojaba sucio y desordenado. Y carecía de ópera. Con la aprobación de su marido, Helga regresó a Berlín, al apartamento familiar; él se quedó tranquilo. Guardaban las apariencias, pero el amor había desaparecido muchos años atrás.
Dieter Waisel había aprendido que hubiera sido ingenuo esperarlo todo de la vida. No se consideraba a sí mismo un diplomático de ambición desmedida. No obstante, deseaba llegar a ser, con el tiempo, embajador del Tercer Reich en una capital americana. Quizá en Chile, donde vivía uno de sus hermanos. Helga tenía ciertas influencias: su hermano trabajaba para el mariscal Goering. Eso ayudaría. Pero si hacía un buen trabajo para Kaltenbrunner sus posibilidades crecerían. Su ascenso se debería a sus méritos, no a la intervención de Helga o de su hermano. De este modo, no debería aguantar que su mujer le recordara siempre que quisiera lo que le debía a su hermano. Esa circunstancia para él era trascendente. Sobre todo, a causa de la indiferencia que empezaba a sentir hacia su esposa.
Waisel regresó enseguida a Tánger. Empezó a pensar en la mejor manera de cumplir la orden que había recibido en el edificio de la Prinz-Albrecht-Strasse.
Solía verse con Stanley en actos del cuerpo consular. Esa misma semana tenía previsto acudir a una recepción que ofrecía el cónsul de Portugal. Pese a que horas antes había recibido una llamada de sus aliados, el cónsul italiano y el español, para acudir juntos, como tenían por costumbre, declinó la invitación y decidió ir solo.
El consulado portugués ocupaba una antigua villa en Monte Viejo y el cónsul era un hombre de edad avanzada y aspecto bonachón de apellido Vieira. Durante muchos años había ejercido el comercio en Tánger y el Gobierno de Oliveira Salazar lo había recompensado con el cargo de cónsul. A él se acercó Waisel al entrar en el consulado.
—Querido colega, es un gran placer asistir a tu fiesta. He traído una caja de vinos del Rin.
Vieira se sorprendió de la amabilidad de Waisel. Hasta ese momento, el alemán se había mostrado distante, y en un par de ocasiones le había reprochado la neutralidad del país lusitano.
—Y bien, ¿cuál de mis queridos colegas ha llegado ya? —demandó el alemán.
—Eres el primero. Mira, ahí llega Stanley. Este hombre, siempre puntualísimo —apostilló el portugués—. Permíteme, voy a recibirlo.
—Y yo te acompaño con sumo gusto —dijo Waisel siguiéndole.
Stanley observó a Vieira y a Waisel, que se acercaban a él con amplias sonrisas.
—No me digas que vienes solo. Mi colega Grant no será capaz de desairarme... —observó Vieira.
—No, vendrá un poco tarde. Dieter, ¿cómo estás? —dijo el norteamericano con cortesía.
Los miembros del cuerpo consular acreditado en Tánger tenían por costumbre tutearse. Waisel le ofreció la mano y una sonrisa.
—Esta vez he sido el primero en llegar; antes incluso que tú, Stanley.
El cónsul portugués se ausentó para recibir a otros invitados, y el funcionario norteamericano se quedó a solas con el alemán.
—Qué extraño verte sin tus escoltas de costumbre —observó Stanley con malicia.
Waisel lo entendió.
—Te refieres a mis colegas, el cónsul español y el cónsul italiano.
—Sí, a ellos —remarcó Stanley sin disimulo.
—Bueno, quizá debería ampliar mi círculo de amistades en Tánger. Por ejemplo, contigo. ¿Aceptarías almorzar conmigo la semana que viene en Sidi?
Stanley se lo pensó.
—No creo que mi reputación me lo permita, al menos en un lugar tan frecuentado como Sidi. Alemania y mi país no son amigos.
—Lo admito, pero no estamos en guerra —apuntó Waisel.
Así era. Esta conversación se desarrollaba a principios de 1941 y Alemania y los Estados Unidos de América no habrían de declararse la guerra de forma oficial hasta diciembre del mismo año, poco después del ataque japonés a Pearl Harbour.
—Bien, aceptaré tu invitación, cónsul Waisel. Pero solo si almorzamos en presencia de mi cónsul, Clifford Grant, y en un lugar no tan público como Sidi. Quedo a la espera —zanjó Stanley, que se retiró con la excusa de saludar al representante del sultán, que acababa de llegar a la fiesta. Le extrañaba la repentina simpatía de Waisel.
Al cabo de unos días, Stanley Mortimer recibió una llamada en el consulado. Era Yusuf Kumar, un viejo amigo. De origen libanés, Yusuf poseía un comercio en el puerto de Tánger, donde pasaba unos meses al año. Suministraba alimentos y toda clase de avituallamientos para las travesías a los cargueros.
En una ocasión Yusuf sufrió un serio revés financiero. Por entonces frisaba los cincuenta años. Una compañía inglesa dedicada al fletamento de mercancías embargó los bienes de una consignataria en la que el libanés había invertido algunos ahorros. El socio mayoritario de los ingleses era una compañía norteamericana con sede en Nueva York; tras una breve investigación, acusaron al libanés de fraude. Pidieron a Stanley, en su condición de funcionario consular norteamericano, que investigara lo sucedido antes de formalizar la demanda ante los tribunales. Stanley habló con los empleados de la consignataria, recabó datos de otros clientes y del propio Yusuf.
La compañía de fletamento, deseosa de cerrar las indagaciones, lo apremiaba desde Nueva York con reiterados cables que contenían datos y cifras. Yusuf, sin embargo, lo miraba a los ojos y le hablaba de un cargamento que se había extraviado en uno de los puertos de la travesía, y dejaba entrever que de dicha pérdida se habían beneficiado unos cuantos marineros, también libaneses, así como él mismo.
Yusuf se extendió en sus explicaciones. Habló a su interlocutor sobre una serie de transacciones que habían efectuado la fletadora y él en los últimos años, pormenorizando los beneficios que había obtenido cada uno de ellos. La conclusión era apabullante; el lucro de cada parte estaba descompensado. Por cada dólar norteamericano que ganaban Yusuf y sus socios, su contraparte obtenía nueve.
Stanley se tomó dos días para pensar cómo debía actuar. Al final, emitió un informe paradójico. Concedía la razón jurídica a los fletadores, pero también alegaba una serie de razones materiales que desaconsejaban el pleito, que sería largo y de resolución dudosa. Su recomendación era tajante: lo más conveniente sería levantar el embargo. En Nueva York siguieron el consejo. Con ello, el comerciante libanés evitó la quiebra.
Yusuf quedó en deuda con el norteamericano, hacia quien procuraba esa clase de agradecimiento sin fisuras del que son capaces los levantinos del Mediterráneo oriental con quien les ha salvado de la ruina.
Stanley se sintió satisfecho. Por supuesto, y como siempre que le convenía, no dio noticias de este episodio a sus superiores de Washington. Al término de aquel asunto, Stanley puso a Yusuf en contacto con otras compañías norteamericanas relacionadas con los negocios de la mar y estas terminaron por convertirse en buenos clientes del libanés. El negocio de Yusuf prosperó. Lo llamaba «hermano Stanley».
A partir de ese episodio, Yusuf Kumar, que vivía y trabajaba al cabo de la calle como pocos en la ciudad, le confiaba cualquier rumor del que se enterara en sus andanzas por el puerto. Insistía a sus proveedores y amigos en que le contaran cualquier detalle, por insignificante que les pareciera. Y todo por intentar ser útil al norteamericano. Yusuf lo informaba de los barcos que arribaban, de su eslora y de su bandera, del origen y del tipo de material que descargaban, así como de su próximo destino. También de la nacionalidad del capitán. Al funcionario norteamericano le interesaban sobremanera aquellos que fondeaban en el puerto por tiempo breve —unas horas o un par de días—, pues se le antojaban sospechosos de estar relacionados con los asuntos irregulares que le preocupaban, como el contrabando de armas y la falsificación de pasaportes.
Stanley enviaba esos datos a Washington a fin de que analizasen los movimientos marítimos que se desplegaban en esta área, tan próxima a los campos de batalla.
Durante los tres meses al año en que el libanés se hallaba en la ciudad, se veían una vez por semana. Se saludaban ceremoniosamente: «Salam aleikum wa rahmatulah wa baraaktuh, que la paz de Dios sea contigo y su misericordia, y sus bendiciones», le decía el libanés; a lo que el americano respondía, llevándose la mano derecha al corazón: «Sufran».
Comían cuscús en Sidi o daban cuenta en La Valenciana de un arroz con verduras y carne de conejo que era famoso en la ciudad.
En público, Yusuf se cuidaba de respetar las reglas del Corán en la alimentación e ingesta de bebidas y Stanley jamás almorzaba sin vino. Se había aficionado a los tintos de los viñedos de las tierras altas del Atlas, aunque no ocultaba su preferencia por un buen borgoña o un burdeos. El mejor regalo que le podía hacer un amigo que llegaba de Europa era un par de botellas de vino.
—Esto de la comida y la bebida serán las únicas reglas coránicas que guardas —le solía decir a su compañero de mesa. Yusuf reía y matizaba:
—No olvides el Ramadán, siempre lo respeto.
A menudo se enfrascaban en conversaciones trascendentales. Yusuf se había enriquecido y empobrecido unas cuantas veces en su vida y le hablaba con convicción de su ilimitada confianza en lo inesperado, en el valor del azar; y siempre que abordaba esta conversación elevaba al cielo el dedo índice de la mano derecha y pontificaba:
—Los occidentales no alcanzáis a comprender que todo está en sus manos.
Presumía de pertenecer a una familia de los montes del Líbano dedicada al comercio desde hacía siglos.
Era un hombre alto para su raza, de rostro afilado, tez morena y complexión robusta. Cuidaba su perilla con esmero y gustaba de los perfumes franceses. Sus ademanes resultaban enérgicos. Y su presencia rara vez pasaba inadvertida.
Stanley había aprendido a profesar al libanés un afecto sincero, y tenía una confianza casi infinita en su amistad. Yusuf era duro como el granito cuando negociaba pero también, quizá como equilibrio necesario, era capaz de despojarse de cualquiera de sus apreciados bienes para ayudar a sus amigos.
—Entonces, tú eres un auténtico fenicio, de los que tantas historias he escuchado —le dijo un día Stanley, al poco de conocerse.
—Así es. Mi familia procede de los montes del Líbano, y ya ejercía el comercio muchos siglos antes de que se conocieran noticias del primer Mortimer, de eso puedes estar seguro. Los Kumar surcaron las aguas del Mediterráneo en naves construidas con sus propias manos comprando cobre y oro, y vendiendo aceite y polvos de púrpura. Y la tribu de mi madre comerció durante muchos siglos viajando en caravanas de camellos desde Arabia al Líbano —respondió Yusuf, orgulloso de su estirpe.
El americano era, por su cargo y por su carácter extrovertido, un hombre conocido en la ciudad, incluso célebre. Ya sentados ante la mesa, era habitual que se les acercaran unos u otros comensales del establecimiento elegido, con la esperanza de que fuesen invitados a compartir mesa y mantel. Después de las primeras citas, sin embargo, Mortimer apreció que esas situaciones no resultaban del agrado de Yusuf. Este lo quería para sí y su universo de confidencias, al menos durante unas pocas horas. Aquel gesto del libanés lo conmovía. Stanley, por su parte, solo tenía una frontera infranqueable: los pormenores de su vida privada. El libanés no era una excepción, y este siempre respetó los deseos de Stanley de guardar para sí sus recuerdos y sus secretos.
En su breve llamada al consulado, Yusuf le dijo que quería estar con él lo antes posible. Stanley advirtió que estaba nervioso. Se citaron en la terraza del Hotel Continental.
—El cónsul alemán anda preguntando por tu vida.
—¿Cómo te has enterado?
—Me lo ha dicho Kamel, uno de los contramaestres de la Libainese; ya sabes, la naviera de carga.
—Cuéntame lo que sepas.
—Bien, hace un par de días me llamó Kamel. Uno de sus marineros jóvenes había pasado la noche con un alemán que importa fruta de África a Alemania. Al parecer es buen amigo del cónsul. El comerciante le preguntó al joven por ti, quería saber si preferías la compañía de hombres o de mujeres.
Stanley no se inmutó.
—¿Y qué respondió el marinero?
—Que no te conocía ni sabía nada. Se lo dijo a Kamel, su jefe, y este me lo contó a mí. No me gusta que ese cónsul alemán vaya por ahí preguntando por ti. Debes estar alerta.
No era la única noticia que había recibido Stanley sobre el interés que demostraba Waisel por su vida. Al principio no se preocupó. No dejaban de ser preguntas con el fin de completar un expediente sobre los colegas de otros países, a los que tan acostumbrados están los burócratas. Aunque Alemania y su país no se habían declarado aún la guerra, la situación apuntaba sin remedio a un agravamiento del conflicto. Entrar en guerra con los alemanes era cuestión de semanas o meses.
Poco después de su última conversación, su amigo Yusuf Kumar acudió a él para advertirle de nuevo. El libanés estaba muy preocupado.
—Ha atracado en el puerto un carguero holandés. Parece que viajará en unos días a Casablanca y después a Dakar.
—¿Y qué tiene de extraño?
Yusuf enarcó las cejas.
—Los que están al mando son alemanes, o al menos hablan alemán entre ellos. Lo sé porque han estado en uno de mis almacenes comprando provisiones y víveres para su travesía.
—Te sigo.
—Al saber que eran alemanes, mandé a bordo a uno de mis chicos, Hamid, que es listo como el diablo. Tenía que llevar la factura y esperar el pago. Le dijeron que sería cosa de unos minutos y curioseó por cubierta. Bajó a la zona de los camarotes y, como no veía a nadie, se coló en el del capitán, que no estaba cerrado con llave. Ya sabes, nuestros chicos son muy curiosos y más si se les da una propina. No tocó nada, pero se fijó en unos papeles que había encima de la mesa de trabajo y reparó en una fotografía, la única que había sobre la mesa. En esa fotografía estabas tú. Hamid te conoce porque nos ha visto juntos unas cuantas veces, y sabe que somos buenos amigos. Se asustó y salió corriendo del camarote. Se lo pregunté varias veces, y está seguro de que el de la fotografía eras tú.
—¿Qué clase de fotografía?, ¿de pasaporte?
—No, estás en un café del Zoco Chico, junto a otra persona que mi Hamid no pudo identificar. Pero lo más preocupante es que en la fotografía apareces con un círculo rojo alrededor de tu cabeza, como si fueses un objetivo. Son demasiadas casualidades. Un carguero holandés con marinos alemanes, tu fotografía en el camarote del capitán... Y eso unas semanas después de que el importador de frutas, que casualmente también era alemán, preguntara por ti. Yo en tu caso tomaría precauciones, viejo amigo.
Stanley se preocupó. Yusuf tenía razón. Decidió comentar estas incidencias con Clifford Grant. El cónsul se alarmó.
—No sabemos qué sucede, Stanley, es una evidencia que alguien está muy interesado en usted. Y todo apunta a los alemanes.
Stanley no olvidó que Grant carecía de información sobre sus cometidos concretos al servicio de la inteligencia de su país.
—Quizá sean dos hechos aislados... —observó Mortimer tratando de quitarle importancia.
Se hallaban en el despacho del cónsul. Este abrió la ventana para que corriera algo de aire. El viejo ventilador había dejado de funcionar. Su voz sonaba algo nerviosa.
—Stanley, desconozco la mitad de los negocios en que anda metido. Sospecho de qué se trata, pues tonto no soy, pero me callo y me guardo mis sospechas. Esto ya es diferente. Son datos preocupantes. ¿No sería hora de dar cuenta de ello a Washington?
—Deje que lo piense, cónsul.
Stanley abandonó el despacho de Grant y se dirigió al suyo. Se sentó en su butaca preferida. Se quedó absorto contemplando la ciudad por la ventana. Podía pasar mucho tiempo embebido por esas vistas privilegiadas. De repente pensó en el pequeño Alí. Tenía un buen amigo abogado en Nueva York. Le había consultado sobre la mejor manera de que Alí recibiese como único heredero todos sus ahorros, que por entonces sumaban una importante cantidad, en el caso de que a él le sorprendiese la muerte. Y también había designado a ese abogado administrador de la herencia hasta que Alí contrajese matrimonio y tuviese su primer hijo. Su amigo redactó los documentos y Stanley los firmó y los envió de vuelta, no sin antes dejar una copia en la caja fuerte del consulado en un sobre que rezaba: «Ultimas disposiciones de Stanley Mortimer Fornezza. Abrir solo en caso de fallecimiento». Se sintió más tranquilo.
Pocos días después de la conversación con Grant, Stanley recibió una nueva confidencia por parte de Yusuf Kumar.
—Confieso que, desde que Hamid vio tu fotografía en el camarote del capitán del carguero holandés, me he sentido preocupado. Y he pedido a uno de mis chicos tangerinos que siga tus pasos a la salida del consulado o al encaminarte al Sidi, o al Adieu o a cualquiera de los lugares que sueles frecuentar.
Stanley callaba. No se sorprendió por el gesto de su amigo.
—¿Y qué has descubierto, viejo bribón?
—Alguien te sigue, eso está claro. No lo hace cada día ni a todas horas. Y no es tangerino. Europeo, sin duda. Se trata de un joven de unos treinta años, alto y delgado. Viste pantalón y camisa. Disimula con convicción y demuestra experiencia en este tipo de seguimientos. No sé cuáles serán sus propósitos, ni ante quién responde, pero me preocupa. Mi intuición me dice que estás en peligro.
Ambos amigos se miraron sin decir nada durante unos segundos.
—¿No será el momento de que abandones Tánger? Solo unos meses, hasta que todo se tranquilice. Mi casa en Trípoli es acogedora y mi familia se sentirá honrada si pasas con ellos una temporada. Y yo me quedaré más tranquilo —dijo Yusuf con intensidad en la mirada.
—Quizá más adelante, querido Yusuf, ahora mismo no puedo —respondió Stanley con una mezcla de agradecimiento y ternura en la mirada.
La revelación de Yusuf supuso para Stanley algo más que una simple contrariedad. Hasta ese momento había caminado por las calles de Tánger con despreocupación. La delincuencia apenas existía y los extranjeros hablaban una y otra vez de una ciudad segura, al menos mucho más que otras ciudades europeas portuarias con las que se la comparaba, como Marsella, Barcelona o Nápoles.
Decidió elaborar un listado de entidades o personas a los que su presencia molestaba. Concluyó que, a causa de su cargo, los únicos que podrían tener interés en él eran los países del Eje. Pero descartaba a Japón, cuyos intereses en Tánger apenas existían. Ni siquiera disponían de consulado. Otra posibilidad era el caso de la España franquista. Su relación con el coronel Ramírez de Arellano era fría e incluso distante, algo que él no se empeñaba en disimular. No obstante, le extrañaba que tuviese capacidad para ordenar su seguimiento. Además, la fotografía con el círculo rojo rodeando su cabeza, que el chico de Yusuf había descubierto en el camarote de un barco holandés, apuntaba a Alemania.
No le fue difícil descubrir el rastro del misterioso carguero. Tenía en su poder una copia de la factura de Yusuf Kumar. Preguntó en las oficinas del puerto. Lo informaron de que, en efecto, un carguero de bandera holandesa de nombre Catharina había atracado en el puerto de Tánger durante unos días. Procedía de Róterdam y su próximo destino era Cabo Verde. Se dedicaba al transporte de maderas. Hasta ahí no había nada extraño. Tánger solía ser un puerto de tránsito entre Europa y África: los barcos de mercancías solían descargar, repostar combustible o adquirir provisiones. Uno de sus amigos del puerto encontró, no obstante, un dato que le llamó la atención: del carguero holandés había descendido una persona apellidada Frozen. Este había pagado la tasa correspondiente a los que ingresan en la ciudad. Solo constaba un simple recibo en el que se podía leer: «Mr. Frozen, pasaporte de Holanda. Tasa correspondiente a la entrada en Tánger, 100 pesetas». Holanda había sido ocupada por el Tercer Reich en mayo de 1940.
El empleado del puerto que había entregado el recibo recordaba al hombre: joven, de cabellos castaños, se expresaba en francés. Stanley confrontó con Yusuf estos detalles. Al libanés también le pareció extraño. El siguiente paso debía ser localizar a Frozen. Debía de haberse alojado en alguno de los numerosos hoteles o pensiones de la ciudad, que estaban obligados a llevar un registro sobre la entrada y salida de huéspedes.
Yusuf dispensó de sus labores en la empresa a varios empleados de su confianza y los adiestró para poner en marcha la búsqueda de Frozen. Los organizó por barrios para cubrir la Medina, el Zoco Grande y el Zoco Chico; no había que olvidar el Monte Viejo. No les ocultó que se trataba de un asunto de máximo interés para él y que sus pesquisas serían recompensadas con generosidad si resultaban fructuosas.
Al mismo tiempo encargó a dos muchachos que se vistieran como suelen hacerlo los mendigos. El primero se apostó en una de las esquinas que daba al consulado alemán. El segundo pediría limosna en las inmediaciones de la villa que servía de residencia a Dieter Waisel. Si alguna persona de la apariencia física del tal Frozen se acercaba por uno u otro inmueble, debían comunicárselo de forma inmediata.
Pasaron los días y ninguno de los informadores de Yusuf dio noticia alguna.