Capítulo 23
U
nos días después, Jorge Cruceta convocó a Stanley Mortimer. Se vieron en la alpargatería. Cruceta había entornado la puerta. Fue directo al grano.
—Stanley, necesitaremos un dinamitero.
El norteamericano se quedó callado.
—Lo he pensado y necesitamos a alguien que haga explotar el equipo de comunicaciones si las cosas salen mal; no podemos dejar rastro de las conversaciones con el puesto de mando de los barcos ni del código de encriptamiento que utilizaremos —continuó el vasco.
Stanley frunció el ceño y dio unas cuantas vueltas en la habitación donde desarrollaban la conversación. Era un gesto muy suyo, concentrarse en algo con las manos detrás mientras giraba alrededor de unas cuantas baldosas.
—Tengo un hombre. Es español, alicantino, exiliado de la guerra de España. Se llama Luis Barcia; sus amigos lo llaman Lucho.
—¿De confianza? —inquirió Cruceta.
—Absoluta. Odia a Franco y a los alemanes pero tampoco siente simpatía por los norteamericanos. Y tiene experiencia. Además, haría cualquier cosa por continuar la guerra que dejó en España. De hecho, usted lo conoce, al menos de vista, anda siempre con dos amigos.
—¿Y cómo sabe que tiene experiencia en dinamita?
—Una noche me confesó sus andanzas en la guerra; estaba bastante borracho, es de esos borrachos que no mienten ni exageran. Me dijo que había visto de frente los ojos de la muerte unas cuantas veces: ha sido dinamitero; militante activo de la Federación de Anarquistas Ibéricos, la FAI, como la llamaban en la guerra, y combatió en los frentes de la guerra de España hasta el último momento. Escapó en uno de los últimos barcos de republicanos que salió desde el puerto de Valencia. Si los franquistas lo hubieran agarrado, estaría bajo tierra, me contó: le tenían muchas ganas.
—¿Y qué hace en Tánger?
—Se gana la vida como puede, haciendo algún trabajo que otro en el puerto. Y si dispone de algo de dinero se emborracha y acaba en Chez Madeleine. Sueña con volver a España para poner bombas a los franquistas; a veces, habla de embarcarse hacia Argentina, donde tiene amigos, también españoles, y anarquistas como él, según me dijo.
—Bueno, suena bien, habrá que hablar con él.
Stanley tenía algo que añadir; recordó que Cruceta era católico y que acudía a misa los domingos.
—No haga mucho caso a algunos de sus comentarios. A veces bebe, se pone nostálgico y dice cosas extrañas.
—¿Extrañas? No acabo de entenderle.
—Sí, frases o consignas de la guerra de España. Recuerdo una que decía: «Con las tripas de los curas ahorcaremos al último burgués».
—¿Seguro que es de su confianza, Stanley? ¿No será un loco?
—Lo estoy, es amigo de Yusuf Rumar, un libanés que también anda por el puerto, uno de mis mejores amigos. Este le suministra la dinamita... y consigue todo lo que se pueda necesitar en Tánger.
—Bien, si es así, me quedo tranquilo.
—Organizaremos una reunión con él; nos veremos los tres en Pericardis, por ejemplo. No lo pondremos al tanto de los detalles; se lo recompensaremos y tendrá para hacer no uno, sino cien viajes a Argentina si quiere.
La entrevista de ambos con Barcia se llevó a cabo unos días más tarde, a unos metros del mirador de Pericardis. Habían llegado en el vehículo de Stanley y, durante el trayecto, habían permanecido en silencio.
Stanley solo le había comentado que lo necesitarían por su experiencia como dinamitero. Y que los enemigos a batir eran los nazis y sus aliados, los españoles del general Franco. Barcia contestó que, para él, esa era una explicación suficiente y satisfactoria.
—¿Qué otra cosa buscan, amigos? —añadió Barcia, quien empezó a entusiasmarse.
—Lo de siempre —dijo Stanley—, discreción en este negocio, tanto si sale bien como si no nos sonríe la suerte.
—A esto último estoy acostumbrado —repuso.
Lo dijo en un tono de cierto lamento, alzando las manos. Stanley y Cruceta coligieron que hacía referencia a la guerra de la que acababa de salir derrotado. El vasco estuvo a punto de hacerle partícipe de su igual desventura, pero decidió mantenerse en silencio.
Los tres alcanzaron un acuerdo en unos pocos minutos. No hubo necesidad de explicarle a Barcia los pormenores de la operación. Tampoco quiso que le hablaran de dinero o de recompensa. Solo añadió que conocía bien su trabajo y que podían confiar en su destreza.
Martín Ugarte había regresado de Safí. Vestido con sotana, se arrodilló ante el obispo, que lo recibió con una gran sonrisa y los brazos abiertos.
—Padre, perdóneme en lo que lo haya ofendido.
—¿Perdonarte? Pasa Martín. Jesús nos enseñó «perdona a tu hermano no siete veces, sino setenta veces siete». ¿Podría yo no hacerlo?
—Mis dudas no están despejadas, su ilustrísima.
—Hijo mío, lo único que importa es que estás de nuevo aquí, en esta tu casa. Recorre tu camino durante el tiempo que necesites, ayudándote con la oración, y ya verás el resultado. Lo único que te pido, hasta que tengas una respuesta a tus dudas, es que no celebres misa. Continúa con tus obligaciones en el colegio y visita a los enfermos, será suficiente.
Al día siguiente, Claudio Olmedo y él acudieron a una pequeña merienda que ofrecía uno de los ulemas de Tánger. Durante la misma, este advirtió a sus invitados sobre la gravedad de la guerra y los rumores que corrían sobre una pronta operación de los españoles y los alemanes para apoderarse del control de la ciudad y del Estrecho. El obispo se indignó y reconoció su oposición.
—Si eso ocurre, que el Dios de todos se apiade de nosotros. Será un desastre para Tánger. Especialmente para nuestros hermanos hebreos.
De regreso al obispado, Martín decidió que era el momento de retomar las palabras del ulema.
—Si eso sucede, ¿no cree que un buen cristiano tendría que actuar para oponerse a ello?
—¿Qué quieres decir, Martín?
—No sé, vivimos en un tiempo de ideas políticas tan dispares...
—Te voy a decir lo que hace un cura con las ideas: se las mete en el bolsillo de la sotana y sanseacabó. Además, ¿qué podríamos hacer nosotros en nuestra insignificancia?
Tras aquellas palabras de Olmedo, Ugarte dio por finalizada su indagación sobre la disposición del obispo. No cabía duda, no podía esperarse su participación activa contra los enemigos. Una vez en el obispado, esperó a que su superior alcanzase el primer sueño y se dirigió al Adieu.
Lègrand lo escuchó con suma atención y le pidió que se reuniese con él al día siguiente, también en el Adieu, a una hora más temprana. Quedaron en verse a las diez de la mañana, aunque Martín no entendía bien la razón de la convocatoria.
Al acudir al día siguiente al local, se encontró con un buen número de conocidos: Joan Alison, Madeleine Didier, Jean-Paul Lègrand, Stanley Mortimer y Jorge Cruceta.
—Siéntate, Martín —le pidió Alison tras los primeros saludos—. Tenemos que hablar contigo.
Inquieto, obedeció.
—Jean-Paul nos ha dicho que ayer trataste de persuadir a tu obispo.
—Sí, lo intenté de una forma indirecta, aprovechando unas palabras que juntos habíamos escuchado del ulema de la Gran Mezquita.
—¿Y qué dijo?
—Su actitud fue clara. Se lamentó de lo que podría suceder en el caso de una invasión de los alemanes y los españoles, pero también dejó muy claro que sus convicciones religiosas impedirían que actuara. Estoy seguro de que ni siquiera se dio cuenta del alcance de mis palabras.
—¿No hay posibilidad de que consienta nuestra pretensión de ceder las instalaciones del obispado? —insistió Stanley.
—Ni la más remota. No comprendo tanta insistencia, ya lo advertí en el momento en que la señorita Alison me lo propuso en Safí. Conozco bien al obispo, son muchos años de convivencia.
—Entonces debemos iniciar nuestro plan alternativo y, debes saberlo, Martín, eres una pieza fundamental para su desarrollo.
—No entiendo...
—Empezarás a hacerlo pronto, Ugarte. ¿O me permites que te llame Martín? —intervino Madeleine—. Estamos siendo instruidos con mucha rapidez en este negocio. Hasta hace bien poco, yo no distinguía las banderas de uno u otro país, solo el ruido de las monedas. Y ahora, estoy a punto de convertirme en una patriota americana.
—Lo que te pedimos es muy sencillo. Necesitamos utilizar las instalaciones del obispado dentro de unos días —aclaró Stanley.
Aunque de Europa no llegaban buenas noticias, también era cierto que las tropas norteamericanas en el Pacífico habían detenido la ofensiva naval japonesa, que pretendía tomar la isla de Midway, en las inmediaciones de Hawái. Y en tierras más cercanas, la larga batalla de El Alamein había acabado con la retirada de las divisiones del Afrikakorps, al mando del mariscal Erwin Rommel.
—El plan para desembarcar al mismo tiempo en Casablanca, Orán y Argel ha sido diseñado por el general Eisenhower; y el general Patton ha escogido en persona a los miembros del comando que habrá de coordinar la operación; se trata de los mejores expertos en comunicación militar del frente atlántico. El desembarco ha sido bautizado como Operación Antorcha. Por eso, Martín, cada hora que pasa es muy importante para su éxito; la flota ha salido ya de las costas americanas.
A Stanley, la situación le resultaba, cuando menos, curiosa. Apenas un par de días atrás los ayudantes directos del general Patton lo habían informado de que los planes para ocupar posiciones en Tánger estaban en marcha: ahora estos planes dependían de un cura, un obispo y una prostituta.
«¡Un cura, un obispo y una prostituta! ¿Qué clase de guerra es esta? Obtengan su colaboración. A patadas, si es necesario», ordenó Patton sin ambages.
Martín no tardó en entender el mensaje que le estaban transmitiendo.
—¿Y qué va a ocurrir con el obispo?
—Nada, no sufrirá daño alguno, te lo prometemos —salió Joan al quite—. Tendrá que estar retenido durante unos días, tal vez unas semanas. Tú has sido muy claro; no podemos contar con su colaboración voluntaria.
—Bueno, yo ya estoy involucrado en este lío, así que no voy a abandonaros ahora. Haré lo que sea preciso. Solo os pido que el obispo sea tratado como lo que es; una buena persona.
Los conjurados celebraron las palabras de Martín poniéndose en pie y dándose un emotivo apretón de manos. Joan besó al sacerdote en ambas mejillas. Unos minutos antes, los dos norteamericanos habían mantenido una breve conversación.
—Tal y como están saliendo las cosas, amigo Stanley, la operación va a ser un gran éxito, ya lo verá —dijo Alison.
—Sí, parece que estamos atando los cabos. Pero hay algo que me preocupa...
—Qué es... Si puede saberse.
—Me preocupa, y mucho, el cónsul Ramírez de Arellano. No sé, con el tamaño que tiene Tánger, cualquier pequeño dato puede alertarlo. No sé...
—A mí me preocupa el cónsul alemán, veo más poderoso a Waisel.
—No lo veo tan peligroso —replicó él—. Los alemanes son muy fuertes en el contexto internacional, pero Tánger no es su terreno. ¿De cuántos agentes pueden disponer en la ciudad? ¿De cuatro?, ¿de cinco? En cambio, los españoles representan una comunidad de miles de personas desperdigadas por todos los barrios. Incluso conjeturo la posibilidad de que algún barco pesquero se adentre en mar abierto y se encuentre con un barco de nuestra flota. Imagine que el patrón del barco le proporciona al cónsul español algún dato que lo haga sospechar... Es una situación delicada que pende de un hilo. Cualquier detalle, cualquier indiscreción sobre nuestros planes puede dar al traste con la operación ahora que está a punto.
Joan sonrió.
—A mí me sigue pareciendo una operación bien planeada —insistió ella—, con un equipo muy organizado. Ese vasco, Cruceta, parece que sabe lo que tiene entre manos, y conseguir la complicidad de Madeleine y de Jean-Paul ha sido brillante. Lo felicito por ello, Stanley, puesto que usted es el padre de la criatura; la persona que está moviendo los hilos.
—Gracias, querida Joan, sin su ayuda, nada de esto sería posible. Recuerde que la posibilidad de disponer de las instalaciones del obispado católico ha dependido de su poder de convicción ante Martín Ugarte.
—Otra pregunta... Su cónsul, Clifford Grant, ¿está al tanto de la operación? Solo es curiosidad periodística, si no puede contestarme lo comprenderé.
—¿Grant? No, de ninguna manera. Él es un diplomático en el sentido estricto de la palabra. No está entrenado para manejar operaciones secretas, y menos tan delicadas como esta. Hace unas cuantas semanas recibió una instrucción lacónica del Departamento de Estado: «Cónsul, no asigne tareas a Stanley». Desde ese momento, me ve entrar y salir del consulado y no pregunta nada y sonríe, como deseándome suerte. Bueno, ya veremos, ya veremos... —concluyó.
Los asistentes a la reunión se disponían a abandonar el Adieu, pero Madeleine los paró en seco.
—Señores, estas cosas deben hacerse en condiciones; dado que la operación es inminente, mañana mismo les espero en mi casa para cenar. No será una velada interminable ni habrá mucho alcohol. Apenas unos platos sencillos y una botella de champán para brindar por nuestro éxito.
Los presentes celebraron la idea de la francesa y quedaron en verse en el apartamento de Didier a las ocho de la noche del día siguiente.
Madeleine y Joan permanecieron juntas. Joan estaba excitada por los acontecimientos. Madeleine también, aunque no dejaba de pensar en que las cosas podrían torcerse. Joan lo advirtió y trató de calmarla.
—Tengamos confianza, Madeleine. Parece que saben lo que hay que hacer. Sobre todo Stanley.
—Sí, es el más implicado.
—Un hombre peculiar —murmuró Joan Alison.
—Lo es. Una vez, en el Adieu, hace ya bastantes meses, le pregunté por su vida. Ya sabes, se oyen muchas cosas..., yo estaba algo cargada de tragos y me atreví. Lègrand estaba a mi lado.
—¿Qué le dijiste?
—Fue así, de sopetón: «Stanley, tienes una vida pública, eso del consulado. Yo creo que también tienes una vida oculta de la que no sabemos nada». Lègrand me dio un codazo que casi me saca del taburete.
—¿Y qué respondió él? ¿Se molestó?
—¿Molestarse? En absoluto, solo me dijo, sin dejar de sonreír: «Sí Madeleine, junto a mi vida pública tengo otras, no son tan misteriosas como crees, pero sí reservadas». Y remató: «Mi intimidad no es cosa que interese a nadie».
—Es muy reservado. Una noche intenté sonsacarlo y me cortó, y desde entonces no he vuelto a intentarlo.
—Desde luego, yo entendí el mensaje y cambié de conversación —replicó Madeleine—. Y te recomiendo lo mismo. Sé que Stanley despierta tu curiosidad, y conozco tu tendencia a flirtear; sigue mi consejo: no lo intentes con él —dijo Madeleine enigmática.
—Supongo que tienes razón —suspiró Joan— no es de nuestra incumbencia; aunque es difícil no sentirse intrigada por un hombre atractivo que no parece tener relaciones con nadie.
—Bien, Joan —cortó Madeleine—, mañana te veo. Recuerda, en mi casa a las ocho.
Ambas mujeres se despidieron.
Madeleine se dirigió a su casa. Pasó por el Hotel Continental y preguntó por Thomas. Este se hallaba en la cocina y salió al lobby. Después de unos saludos breves, Madeleine le encargó una cena para siete personas a base de sopa de pescado y corvina. El cocinero propuso que el pescado se sirviera con una salsa de marisco.
—¿No será un poco fuerte para la noche?
—No, señora Madeleine, aligeraré la salsa con un fondo de marisco y pescado.
—Bien, quedamos así, sopa y pescado en salsa de marisco; esmérese amigo Thomas. Es una cena muy importante.
—No se preocupe, señora Madeleine, usted y sus invitados quedarán satisfechos.
Poco después, Thomas salió del Hotel Continental y encaminó sus pasos al consulado de su país. Unos minutos después se hallaba ante su amigo Gross y el cónsul Waisel.
—Creo que mañana es el día. Madeleine Didier me ha encargado una cena que servirá en su casa, y ha insistido en que es muy importante.
—Bien, ¿a qué hora necesita usted el ingrediente con que vamos a obsequiar a nuestros amigos? —inquirió Waisel.
—Bastará si lo tengo una hora antes.
—¡Perfecto!
—Que el suboficial Loring se aposte frente al edificio donde vive esa señora. Y que se le enseñe la fotografía de Stanley mil veces. Si lo ve entrar, tú, Gross, que estarás cerca de Loring, le llevarás las cápsulas a Thomas.
Waisel añadió.
—Otra cosa, al cumplir su misión, quiero decir, en el momento en que los empleados del hotel suban la cena al apartamento de Madeleine, usted, Thomas, simule que se siente indispuesto y venga al consulado. Aquí estará seguro y procederemos a sacarlo de la ciudad. En Berlín le esperan unas cuantas sorpresas, amigo, no se arrepentirá del servicio que le está prestando al Tercer Reich —expresó con solemnidad.
Dieter Waisel se quedó pensativo. «Ahora solo hace falta contar con algo de suerte y que ese Stanley acuda a la cena», meditó.
Al día siguiente, las cosas estaban preparadas tal y como se habían diseñado desde Berlín. El agente estaba apostado desde las siete de la tarde frente al Hotel Continental y no perdía ojo esperando la llegada de Stanley Mortimer, cuya fotografía había visto hasta el hartazgo.
A unos cincuenta metros, en la misma calle, el funcionario Gross fumaba un cigarrillo tras otro a la espera de recibir una señal de Loring. Llevaba consigo un pequeño maletín en cuyo interior, separadas entre sí, se hallaban las seis cápsulas K—737, que habían viajado sin complicaciones desde Berlín.
En el interior de la cocina del Hotel Continental, Thomas terminaba de preparar el fondo para aligerar la salsa de marisco. No demostraba excesivo nerviosismo, y solo esperaba que finalizase aquel episodio para refugiarse en el consulado y, tal y como le había prometido el cónsul Waisel, viajar después a Alemania y participar en alguna de las gestas del Tercer Reich.
Stanley Mortimer había tenido un día de mucho trabajo en el consulado y, ya en su casa, decidió darse una ducha antes de ponerse uno de sus trajes y encaminarse al apartamento de Madeleine Didier. Apenas eran las siete de la tarde y tenía tiempo de sobra.
Por una de esas caprichosas circunstancias que determinan la diferencia entre la vida o la muerte, esa tarde Stanley tenía el viento a favor. Ya se había puesto el traje de algodón que había elegido para la velada y sonó el timbre. Por la mirilla pudo ver a Rachid, el empleado que asistía al cónsul Clifford Grant. Rara vez se presentaba en su domicilio, así que abrió la puerta con preocupación.
—El señor cónsul está enfermo. Tiene unas fiebres muy altas desde hace una hora y su esposa está preocupada. He creído que debía avisarlo —dijo Rachid.
—¡Por Dios! ¡Claro que sí! —exclamó.
Stanley reaccionó de inmediato. Llamó por teléfono al Hotel Ville de France para que le enviaran un taxi. Mientras llegaba el vehículo, telefoneó a Madeleine; no la localizó. En la llamada siguiente tuvo suerte; Joan Alison se hallaba en su apartamento del edificio Le Soleil.
—Joan, no acudiré a la cena de esta noche en casa de Madeleine. Me ha surgido un imprevisto. Luego se lo explicaré.
Ella se alarmó.
—¿Algo que pone en peligro el plan?
—No, no se trata de eso. Necesito un par de horas. Le ruego que esté localizable, no se mueva de su apartamento. La llamaré de nuevo. Diga a los demás que las cosas siguen como están planeadas.
El taxi llegó y Rachid y Stanley se trasladaron al domicilio de Grant. Este tiritaba y tenía los ojos medio cerrados. En el mismo taxi lo trasladaron al hospital francés. Una hora más tarde, uno de los médicos los tranquilizó:
—El cónsul está saliendo de la crisis. Posiblemente ha comido algo en mal estado que le ha provocado una convulsión y fiebres muy altas. Pueden estar tranquilos. Mañana estará casi como nuevo.
Para los alemanes fue un mal día. En el exterior del edificio que albergaba el Hotel Continental y el apartamento de Madeleine Didier, el agente Loring fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Para que su emplazamiento no despertara sospechas fingía ser un huésped del hotel y miraba su reloj cada poco tiempo. Unos cincuenta metros más abajo, en dirección al puerto, Gross esperaba la señal con el maletín debajo del brazo. Ambos se miraban dando muestras de una intranquilidad que crecía por momentos. Dieter Waisel, en la sede del consulado, trataba de calcular minuto a minuto los pormenores de la operación.
La ansiedad de los dos funcionarios alemanes no duró mucho. Media hora más tarde, el cocinero Thomas salió por la puerta de servicio del hotel y recorrió los metros que lo separaban de su amigo. Aparentó atarse los cordones de los zapatos mientras Gross se acercaba.
—La cena se ha suspendido. La señora Madeleine acaba de llamar por teléfono para comunicármelo. Dice que nos comamos el menú los trabajadores del hotel y que mañana se acercará a pagarlo —dijo, encogiéndose de hombros.
Una llovizna fina similar a lo que en la tierra del agente Cruceta denominaban txirimiri caía sin parar.
—¡Maldita sea! ¡Es que no me puede salir nada bien! —exclamó Dieter Waisel al enterarse unos minutos después—. ¡Y cómo lo explico en Berlín! —añadió mientras arreaba unas cuantas patadas al grueso cortinaje de terciopelo que cubría las ventanas del salón principal del consulado.
Lo que más temía en aquel momento era precisamente lo que su deber le exigía: informar a Berlín del desenlace del operativo. Consultó su reloj. En Berlín serían las cuatro de la tarde. Era probable que Schmidt y Kaltenbrunner se hallaran en el edificio de la Prinz-Albrecht-Strasse.
Marcó el número y deseó que el funcionario encargado de alzar el auricular le contestase que los oficiales se habían ausentado del edificio. Tuvo suerte. Tras pasarle con la oficina de Schmidt, un asistente le informó que este y el oberstleutnant habían viajado a Múnich. No se esperaba su regreso hasta pasados dos días. Waisel decidió redactar un informe y enviarlo.
El daño estaba hecho. Se aproximaba la culminación de un día aciago. Al cabo de unas horas, una llamada de Schmidt desde Múnich lo despertó.
—¡Cómo es posible que sean tan inútiles! —escuchó.
Waisel trató de justificar el fracaso de la operación, pero fue en vano. No escuchó otro sonido que el ruido seco del auricular cuando Schmidt colgó. Esa noche se hizo a la idea de que su destitución llegaría por escrito en cuestión de horas. Al salir del despacho, sufrió un ligero vahído, y tuvo que apoyarse en el dintel de la puerta.
Sin embargo, al día siguiente no sucedió nada.